Índice de Cuatro filósofos de la alta Edad Media de Angel J. CappellettiCAPÍTULO PRIMEROCAPÍTULO SEGUNDO - Segunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

CUATRO FILÓSOFOS DE LA ALTA EDAD MEDIA

ANGEL J. CAPPELLETTI

CAPÍTULO SEGUNDO

El fideismo y la idea de la omnipotencia de Dios en Pedro Damiano

PRIMERA PARTE


El siglo XI fue un siglo de grandes calamidades y grandes inauguraciones. Terribles hambrunas se declararon reiteradamente, en 1005, en 1016, en 1094. Una desconocida enfermedad, casi tan mortífera como la peste negra, se extendió desde Flandes hasta Bohemia (1). Se iniciaron las Cruzadas y en el último año del siglo los cristianos conquistaron Jerusalén. Por otra parte, aun cuando la historiografía actual considere como una leyenda el terror del año 1000, que por reacción habría producido luego en los pueblos un renacimiento de vida y de esperanza (2), no deja de ser verdad que, a partir más o menos de ese año, se inició en la Europa latina un nuevo florecer de los estudios junto a una más pujante actividad económica. Es cierto, pese a todo, lo que en una de sus páginas más brillantes dice a este propósito G. Carducci:

De hecho, desde los primeros años del siglo XI se siente como un bullir de vida, tímida aun y oculta, que luego estallará en relámpagos y truenos de pensamientos y obras (3).

A la soporífera quietud intelectual del siglo X, le sucedió una cierta inquietud que se manifestó en un renovado interés por las artes liberales.

En Italia, por ejemplo, veíase ya a los laicos iniciarse en los estudios que los habilitaban para ocupar empleos públicos o para dedicarse ulteriormente al ejercicio del derecho. Dentro de la Iglesia misma había algunos clérigos, cuyas disposiciones espirituales tendían hacia la sofística y que estaban poseídos de tal entusiasmo por la dialéctica y la retórica que gustosamente ponían en segundo término a la teología (4).

Ahora bien, entre estos dialécticos y retóricos, que no sin cierta razón pueden ser comparados a los sofistas griegos (siempre que se despoje a la palabra sofista de su connotación fundamentalmente peyorativa), se contaban algunos que, aunque representaran una actividad potencialmente peligrosa para la ortodoxia (en cuanto no reconocían ninguna instancia superior a la lógica y a la razón), eran de hecho inofensivos, por el sencillo motivo de que no aplicaban la dialéctica sino a cuestiones banales e intrascendentes. Tal fue el caso, por ejemplo, de Anselmo el peripatético. Otros, como Berengario de Tours, en cambio, se atrevieron a aplicar con todo rigor la lógica a la crítica del dogma, reeditaron en cierto sentido el racionalismo teológico de Escoto Erígena e, igual que éste, se hicieron merecedores de los anatemas conciliares (5).

Paralelamente, surgió una corriente de pensamiento dirigida, en modo indirecto, a reafirmar la fe del pueblo cristiano ante las calamidades del siglo (hambre, peste etc.), a reavivar su fervor como semi-consciente preparación para la Cruzada, y, en modo directo, a combatir a los dialécticos, es decir, a los racionalistas de la época. Se trata de la más típica versión medieval del fideismo.

Sus representantes, miembros de las órdenes benedictina y cluniacense, se empeñaron en una virulenta campaña contra la dialéctica, esto es, contra la filosofía en su única forma entonces reconocida. Tal campaña, demás está decirlo, era también una campaña contra la razón, contra esa razón empobrecida y humillada pero nunca enteramente vencida de quienes a través de Boecio seguían considerándose discípulos de Aristóteles y de los griegos.

Siguiendo, sin conocerlos tal vez directamente, los puntos de vista de Taciano y Tertuliano, consideraron a la razón humana como radicalmente impotente para conocer la verdad o, por lo menos, para conocer las verdades fundamentales que pueden guiar la vida del hombre en este mundo. Como Gonsecuencia del pecado original -pensaban- nuestra razón ha quedado no sólo debilitada hasta el punto de no poder alcanzar la verdad, sino también corrompida hasta el punto de presentarnos muchas veces lo falso como evidentemente cierto.

La flosofía resulta, pues, no sólo vana pretensión de pseudo-sabios paganos sino también verdadero semillero de errores. Las artes seculares, en general, son no sólo supérfluas sino también perjudiciales para el cristiano y particularmente para el monje.

La fe en la palabra revelada por Dios, a través de la Escritura y de la tradición eclesiástica, es el único camino que el hombre tiene para adquirir las verdades necesarias a su salvación. En la Biblia y en las enseñanzas de la Iglesia está contenido todo cuanto podemos y necesitamos saber. Ir más allá equivale a penetrar en las tinieblas exteriores y supone tanta estupidez como soberbia, tanta incuria por nuestros verdaderos intereses como temeraria curiosidad por lo que en realidad no nos importa.

Sólo Tertuliano antes y Lutero después llegaron a extremar tanto, dentro del pensamiento cristiano, la oposición entre la razón y la fe: el primero, al formular la idea (si no las palabras) del credo quia absurdum; el segundo, al proclamar sin ambages que a los ojos de la razón son absurdos no sólo los dogmas sino también los mismos supuestos del cristianismo.

La nota diferencial y específica de este fideismo del siglo XI, surgido como antítesis del movimiento racionalista, es una cierta ingenuidad que comparte a veces con el propio racionalismo, y también una estrecha vinculación con el ascetismo monástico, que es la contraparte de la mundanidad de la dialéctica (6).

Entre los exponentes de esta corriente del pensamiento antirracionalista hay que mencionar, en primer término, a Gerardo de Czanad. Italiano de origen, estudió primero en su patria y luego en Francia las artes del trivium y el quadrivium. Después de haber vestido la cogulla monacal, marchó como misionero a Hungría, donde murió en el año 1046. En su Discurso acerca del himno de los tres niños (Deliberatio supra hymnum trium puerorum) exige la sujeción de las artes liberales a la teología y de la razón a la revelación, ya que la fe atesora riquezas que superan en mucho a las de la filosofía (7)

Otloh, nacido en el obispado de Freising (Baviera), hacia el 1110, estudió también durante su juventud las artes liberales en las escuelas de Tegernsee y Hersfeld.

En 1032 ingresó en el monasterio de San Emmeram, en Ratisbona, cuya escuela dirigió durante treinta años. Al cabo de ellos, algunos jóvenes monjes lograron enemistarlo con el abad, por lo cual tuvo que dejar aquella casa. Pero después de unos cuantos meses, pasados principalmente en el monasterio de Fulda, retornó en 1063 a San Emmeram, donde falleció hacia el año 1070.

Otloh, como otros muchos intelectuales del Medioevo estaba turbado por el pecaminoso deleite derivado de Tulio y Virgilio, de Ovidio y Lucano. Pero su principal tormento provenía de las dudas que surgían de sus simpatías humanas y de motivos morales. ¿La Biblia puede ser verdad y Dios puede ser omnipotente cuando existen el pecado y la miseria? La lucha a través de la cual conquistó la certeza fue la suprema experiencia de su vida: fijó sus pensamientos; sus escritos fueron fruto de la misma. Estos reflejan alluchador y su lucha y nos revelan el retrato psicológico de un alma medieval (8). Con el propósito de edificar a sus hermanos en religión, refiriendo las dudas y tentaciones que había padecido y el modo en que Dios lo había ayudado a superarlas, compuso una obra autobiográfica titulada Libro sobre sus tentaciones, peripecias y escritos (Liber de tentationibus suis, varia fortuna et scriptis).

En ella trata de disuadir a los jóvenes del camino de la ciencia profana e igual que en otros libros suyos hace profesión de no tener más maestro que Cristo y de prescindir por completo de las enseñanzas de Platón, Aristóteles, Cicerón y Boecio.

Muchas veces -dice- me he encontrado con dialécticos tan ingenuos que pretendían someter al análisis lógico todas las palabras de la Biblia y que atribuían mayor autoridad a los antiguos filósofos que a los autores inspirados por el Espíritu Santo. Sabio es -concluye- el que conoce las Escrituras y la palabra de Dios, no el que maneja hábilmente las reglas del arte dialéctico (9).

No sin motivo, en cierta ocasión, mientras estaba leyendo a Lucano en el monasterio, soñó, según él mismo cuenta en el Libro de las visiones (Liber visionum), que era azotado por un hombre de terrible aspecto (10).

Manegoldo de Lautenbach, un poco más joven que Otloh, abrazó la vida monástica, después de haber cursado también, como éste, las artes liberales.

Aunque en su Opúsculo contra Wolfelmo de Colonia (Opusculum contra Wolfelmum Coloniensem) admite que Platón parece acercarse bastante a la verdad (Plato ad verum satis videtur accedere) (11), lo hace, sin duda dentro del mismo espíritu que permitió decir a Tertuliano: Séneca es, con frecuencia, uno de los nuestros (Seneca saepe noster). En realidad, si Platón se ha acercado a la verdad cristiana, ello es obra del acaso, ya que entre la filosofía pagana y Cristo no hay acuerdo posible. Insensato sería, pues, pretender que la revelación divina pueda ser analizada o discutida a la luz de la lógica.

Una muestra de la inutilidad de ésta -dice Manegoldo- la tenemos en el tratado Sobre la invención retórica, donde Cicerón trae el siguiente ejemplo de proposición irrefutable: Si dio a luz, tuvo contacto carnal con un varón (Si peperit, cum viro concubuit), siendo así que, según nos enseña la Escritura, María engendró a Cristo sin dejar de ser virgen (12).

Esta desvalorización de la filosofía, de la razón y de la naturaleza humana se vincula en el terreno político a una desvalorización del poder secular. Así como la filosofía es despreciada en nombre de la revelación, la razón postergada en favor de la fe y la naturaleza sacrificada en pro de la sobre-naturaleza, así los derechos del Imperio son minimizados ante los del Papado, la nobleza laica es pospuesta a la jerarquía eclesiástica y el Estado totalmente subordinado a la Iglesia.

En la gran disputa de la época, que gira en torno a la cuestión de las investiduras, los antidialécticos adoptan en general una posición decididamente teocrática y se afilian sin hesitación al partido papal.

En Manegoldo de Lautenbach en particular es claramente visible la conexión directa de la lucha entre la fe y la ciencia, entre la Iglesia y el Imperio (13).

Con su doctrina del pacto político como fundamento de la autoridad secular, procuró uno de los más vigorosos argumentos en pro de las pretensiones de Gregorio VII y en contra de los derechos de Enrique IV. De acuerdo a tal doctrina, que Manegoldo formuló por vez primera explícitamente, cuando un gobernante viola el pacto original mediante el cual le es conferido el poder, se convierte en tirano y justifica así la rebelión de sus súbditos contra él (14).

Sin embargo, no es Manegoldo el representante más destacado de la corriente fideísta de su siglo.

Pedro Damiano, a quien el propio Manegoldo sigue y comenta (15), es, por lo común, reconocido, y no sin razón, como prototípico exponente de la misma. Nacido en Ravena, en el año 1007, estudió las artes liberales en Parma y fue discípulo de Ives de Chartres, a quien haría después objeto de sus más duros ataques. Es probable, pues, aunque no seguro, que emprendiera un viaje de estudios a Francia.

De todas maneras, su fama de erudito le atrajo tantos alumnos que logró amasar una considerable fortuna. También ejerció en Ravena la abogacía.

Pero en el año 1038, cuando tenía poco más de treinta años, abandonó el mundo para ingresar en el monasterio de Fonte Avellana. Un lustro más tarde, en 1043, fue nombrado prior del mismo y como tal se empeñó, casi con igual celo, en instaurar una estricta observancia de la regla y en acrecentar las rentas del convento.

A su fervor ascético unió, en todo caso, una nada tibia devoción por las dos espadas. Y si por una parte fue leal servidor de los papas León IX, Esteban IX y Alejandro II, y gozó de especial consideración en la corte de Nicolás II, por otra se mostró siempre súbdito fiel de los emperadores germánicos, mantuvo con ellos cordiales relaciones y llegó a ser confesor de la emperatriz Inés.

El papa Esteban IX lo hizo, en 1058, obispo de Ostia y cardenal de la Iglesia. La Curia romana le confió delicadas misiones diplomáticas en Cluny, en Florencia, en Milán, etc. Los emperadores favorecieron con múltiples donativos y privilegios a su monasterio de Fonte Avellana (16).

Retirado finalmente al claustro, en el año 1067, continuó allí con inexhausto vigor la prédica del ascetismo, hasta que murió en Faenza, el 22 de febrero de 1072.

En su personalidad se reunían los rasgos típicos del asceta y del hombre de acción (17).

Sin duda se daba cuenta de la incompatibilidad de la actividad política y diplomática con la profesión monacal. Se equivoca quien cree poder ser monje y al mismo tiempo estar al servicio de la Curia, dice escribiendo a Desiderio, abad de Monte Casino (18). Más aún, ni siquiera el cargo de abad es plenamente compatible con el ascetismo monacal:

Ningún abad, casi,
puede ser monje,
mientras se encarga de diversos
y nocivos negocios.

(Nullus pene abbas modo
Valet esse monachus,
Dum diversum et nocivum Sustinet negotium
) (19).

Mientras se desempeñó como diplomático y alto funcionario de la Santa Sede no dejó de suspirar por el claustro. Y, sin embargo, no hay duda de que tenía no sólo las condiciones propias del político y del hombre de acción sino también el gusto por la acción y por la política.

Por otra parte, autoridad jerárquica y orden moral-religioso eran para él por completo inseparables. De ahí que, pese a su carácter fuertemente autoritario, se esforzaba siempre por acatar, reverenciar y obsequiar a los príncipes eclesiásticos y seculares. De ahí que, pese a la atracción del claustro, no rehusara los más altos cargos en la Iglesia.

Estaba convencido de la urgente necesidad de reformarla. Pero entendía, sin duda, la reforma, no como una vuelta a las virtudes específicamente evangélicas de la pobreza y la fraternidad (según la entenderían en el siglo siguiente valdenses y franciscanos), sino como un reavivamiento de las más rigurosas prácticas ascéticas (ayuno, flagelaciones, etc.), como una apelación a la obediencia absoluta, como un infatigable empeño en hacer cumplir con exactitud reglas, ritos, rezos, prescripciones etc.

Si por el tono de su prédica se parecía, como dice Brezzi, a un profeta del Antiguo Testamento (áspero, terrible, severo), por el contenido de la misma se asemejaba más todavía al autor del Pentateuco.

De su intento por reformar el clero y los monasterios, de su lucha contra la corrupción, la simonía, el concubinato, etc., dan abundante testimonio sus cartas y sus opúsculos (20).

Al igual que Otloh de San Emmeram o Manegoldo de Lautenbach, menospreciaba la naturaleza humana en la medida en que exaltaba lo sobrenatural. Y si por un lado oponía el ascetismo al goce de los sentidos y la vida monástica al disfrute del mundo, por otro, contraponía la fe a la razón y la revelación a la filosofía.

Sin embargo, su posición en la disputa entre el Imperio y el Papado no es tan radicalmente teocrática como la de aquéllos

Su obvio acatamiento al Papado, al cual en primer término servía, y sus óptimas relaciones con la corte imperial germánica, de la cual recibía tantas muestras de respeto, le impedían pronunciarse demasiado unilateralmente, pese a su temperamento rudo y extremoso. Pero, por encima de cualquier consideración táctica o diplomática, era su evidente veneración por toda forma de poder público lo que no le permitía menoscabar a ninguna de ellas.

En el fondo, sin embargo, Pedro Damiano no hace otra cosa más que reproducir la vieja doctrina del papa Gelasio I. En su Discusión sinodal (Disputatio synodalis) se esfuerza por demostrar la necesidad de una perfecta cooperación y de una total armonía entre el emperador y el papa (ita sublimes istae duae persona e tanta sibimet invicem unanimitaten jungantur, ut quodam mutua e calitatis glutino et rex in romano pontifice et romanus pontifex inveniatur in rege) (21). Iglesia y Estado han sido instituidos por Dios para gobernar a los hombres. A la plimera le confió la misión de regir su alma, al segundo de gobernar su cuerpo (humanum genus, quod per has duos apices in utraque substantia regitur).

Tienen, pues, finalidades distintas, pero su objeto es uno solo: la felicidad del género humano. De ahí que, aunque diferentes, deban obrar de acuerdo, del mismo modo que el alma y el cuerpo en cada individuo. Sin embargo, como los intereses del alma son superiores a los del cuerpo, en última instancia no resulta dudosa la primacía de la Iglesia sobre el Estado.

De cualquier manera, la doctrina de Pedro Damiano se diferencia del hierocratismo de Manegoldo de Lautenbach, al menos en la forma. No parece demasiado empeñado en llevar los principios hasta las consecuencias extremas e insiste en el momento concordístico y en la idea de la armonía de las supremas potestades.

Este profeta del Antiguo Testamento no tuvo nunca el coraje de enfrentarse a los grandes de este mundo y de anatematizarlos. A Enrique IV, que pretendía divorciarse de su legítima consorte, lo disuadió con suaves palabras. Sus disensiones con el ya poderoso Hildebrando, lejos de conducirlo a la reprensión vehemente, se concretan en ingeniosos y ambiguos epigramas de este estilo:

El que doma la rabia de los tigres y las sangrientas fauces de los leones,
te convierta a tí, que hasta ahora has sido para mí un lobo, en manso cordero.

(Qui rabiem tygridum domat, ora cruenta leonum,
Te, nunc usque lupum, mihi mitem vertat in agnum
) (22).

El fideismo de Pedro Damiano no es, sin embargo, menos extremado que el de Gerardo de Czanad o el de Otloh de Ratisbona.

Como ellos, y, sin duda, con más pericia que ellos, conduce sus ataques contra la dialéctica y la retórica, mediante una profusa instrumentación dialéctico- retórica.

Si tomamos, por ejemplo, su breve tratado Sobre la santa simplicidad, que se ha de preferir a la ciencia que infla (De sancta simplicitate scientiae inflanti anteponenda), fácil nos será advertir allí una cierta habilidad retórica, junto a un completo desprecio por las artes liberales (entre las cuales está la retórica). Para persuadir al joven monje Ariprando de que nada ha perdido al dejar el estudio de dichas artes usa los recursos que ellas mismas le proporcionan. El caso no es inédito y ya los Padres que atacaron la filosofía griega, como Hipólito y Taciano, se valieron para esto de las armas que aquélla generosamente les proporcionaba. Sólo que nuestro monje lo hace con cierta ingenuidad y tal vez un poco a pesar suyo. No ataca la sabiduría en general sino la sabiduría humana, esto es, la filosofía y las artes liberales.

En su pensamiento es fundamental, por consiguiente, la antítesis entre sabiduría espiritual y sabiduría terrena. La primera es remedio de las pasiones y camino de salvación; la segunda, raíz de soberbia y arma de condenación eterna. De la primera se ha escrito: Pues por obra de la sabiduría fueron sanados todos los que te agradaron, oh Señor, desde el principio; de la segunda: Tal sabiduría no viene de lo alto, sino que es terrena, animal, diabólica (23).

Cual es la distancia que hay entre la sabiduría espiritual y la terrena, lo muestra en otro lugar, cuando dice: Ya que el mundo no conoció a Dios por medio de la sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por medio de la estupidez de la predicación. Y otra vez: La prudencia de este mundo es enemiga de Dios, pues no se somete a la luz de Dios ni puede hacerla

< align=justify>(Quid autem distet inter spiritualem sapientiam tenenamque prudentiam, alibi discernit cum dicit: Quia non cognovit mundus per sapientiam Deum, placuit Deo per stultitiam praedicationis salvos facere credentes, et iterum: Prudentia huius mundi inimica est Deo: Legi enim Dei non subiicitur, nec enim potest) (24).

Los efectos de ambas opuestas sabidurías son también contrarios.

Los sabios según la carne con frecuencia no consiguen lo que desean ya que, confiados en la vanidad de su sabiduría, mientras esperan conseguirlo todo fácilmente, creen en verdad que pueden prescindir de la ayuda de la religión y, mientras se jactan de una vacua sabiduría, no temen vivir como ignorantes (in sapientiae quippe suae vanitate confisi, dum sperant facile sibi cuneta suppetere, arbitrantur utique se religionis testimonio non egere, et dum inanem sapientiam iactant, in sipiellter vivere non formidano) (25).

En cambio, los sabios según el espíritu, aunque ignoran las letras, sobrepasan a los gramáticos y filósofos en el conocimiento de la palabra divina y en la profundidad de sus consejos, de tal modo que quien quiera a ellos recurrir para consultados sobre cualquier asunto referente a la vida espiritual, al recibir su palabra, confía en ella como si hubiese escuchado el oráculo de un profeta (26).

En efecto, así como la sabiduría celeste engendra para la Iglesia hijos celestes y legítimos, así la prudencia terrena hace espúreos a los hijos terrenos (sicut caelestis sapientia caelestes facit et legitimos Eclessiae filios, ita terrena prudentia terrenos reddit spurios) (27).

La primera corresponde, como es obvio, a la fe en la palabra revelada y la segunda a todo el conjunto de disciplinas surgidas del raciocinio y de la investigación.

Carece, pues, de todo sentido decir, como Brezzi, que las intemperancias verbales del autor, demasiado repetidas, han de ser corregidas con esta apropiada precisión, esto es, con la distinción de dos clases de sabiduría (28).

Tanto más cuanto que la sabiduría divina (fe en la revelación y conocimiento de la Escritura) aparece para Damiano como íntimamente vinculada a la vida ascética, mientras la sabiduría humana se presenta a sus ojos unida con la vida carnal y mundana, con la soberbia y con todos los vicios.

Tú, dice dirigiéndose al joven Ariprando, has buscado la entrada a la verdadera luz antes de conseguir la ciega sabiduría de los filósofos (ante veri luminis aditum requisisti quam caecam philosophorum sapientiam disceres) (29), y no debes arrepentirte ni dejarte turbar por el demonio, que es el verdadero inventor y promotor rle las artes liberales y, en primer lugar, de la gramática.

¿Quieres aprender la gramática? Aprende a declinar Dios en plural. Ya que este taimado maestro, mientras funda el arte de la desobediencia, introduce en el mundo una inaudita regla de declinación, para que se puedan adorar muchos dioses

(vis grammaticam discere? disce Deum pluraliter declinare. Artifex enim doctor, dum artem inobedientiae noviter condit, ad colendos etiam plurimos deos inauditam mundo declinationis regulam introducit) (30).

Ciencia y vicios aparecen hermanados en su origen diabólico. En efecto, el que se aprontaba a introducir la multitud de los vicios, puso el deseo de la ciencia como jefe de ejército y así tras él volcó sobre este desdichado mundo todas las variedades de las iniquidades (qui vitiorum omnium catervas moliebatur inducere, cupiditatem scientiae quasi ducem exercitus, posuit, sicque post eam infelici mundo cunetas iniquitatum turmas invexit) (31).

Por eso declara Damiano en una de sus cartas: Cristo es mi gramática (mea grammatica Christus est) (32).

Objeto de sus severas reprensiones son en particular los monjes que dejando de lado las ocupaciones espirituales, desean aprender las necedades de la ciencia terrena y teniendo en poco la regla de Benito se complacen en dedicarse a las reglas de Donato (qui, relictis spiritualibus studiis, addiscere terrenae artis ineptias concupiscunt, parvipendentes siquidem regulam Benedicti, regulis gaudent vacare Donati) (33).

Estos que desprecian la vida monacal y la sabiduría celeste para ir en pos de las ciencias seculares y de la sabiduría terrena ¿qué otra cosa parecen hacer si no abandonar en el tálamo de la fidelidad a una casta esposa y descender hasta las prostitutas de la escena? (quid aliud quam, in fidei thalamo coniugem relinquere castam, et ad scaenicas videntur descendere prostitutas?) (34).

Estos, en verdad, olvidan que Dios es lo único que merece ser aprendido y que El es al mismo tiempo el camino por el cual avanzamos y a través del cual obtenemos el saber más alto, el de su propio ser (35).

Inútil les es aducir, por otra parte, que se esfuerzan tras las fruslerías de las ciencias de afuera a fin de aprovechar más abundantemente el estudio de las cosas divinas (quia ad hoc exteriorum artium nugis insudant ut locupletius ad studia divina proficiun) (36). Permitir los estudios profanos a quienes, como monjes, han hecho profesión de consagrarse a Dios, sería, para Pedro Damiano, como si una esposa concediera a su marido el derecho de acostarse con su sierva para engendrar hijos de ella.

Insensato sería, por otra parte, pensar que Dios necesita de la ciencia de los hombres para llevar a feliz télmino sus propósitos. El ejemplo de una vida ascética vale más que cualquier elocuencia, pues Dios omnipotente no precisa de nuestra gramática para llevar en pos de sí a los hombres, ya que, aun al comienzo de la redención humana, cuando más necesidad parecía haber de ella para esparcir las semillas de la nueva fe, no envió a filósofos u oradores, sino más bien a individuos simples, rústicos y pescadores (nec enim Deus omnipotens nostra grammatka indiget, ut post se homines trahat, cum in ipso humanae redemptionis exordio, cum magis videretur utique necessarium ad conspergenda novae fidei semina, non miserit philosophos et oratores, sed simplices potius, idiotas ac piscatores) (37).

La historia de los santos monjes del pasado demuestra a las claras que éstos no necesitaron en absoluto la ciencia de los hombres para obrar las mayores maravillas y para conquistar la más sublime sabiduría. Benito, patriarca del monacato occidental, prefirió trocar el estudio por las duras labores del campo ante el llamado de Cristo, y pudo decir de sí mismo lo que no podrían ciertamente afirmar los sabios geómetras y astrónomos; Martín obispo de Tours, uno de los primeros que abrazó la vida monástica en la Europa latina, era un hombre ignorante y, sin embargo, fue capaz de sacar del infierno las almas de tres condenados; Antonio, maestro de los Padres del desierto y cabeza del monacato de Oriente, nada sabía de retórica, pero se hizo famoso en el mundo entero y su nombre es recordado por la posteridad; Hilarión, después de haberse dedicado a los estudios filosóficos, arrojó lejos de sí a los Platones y los Pitágoras y, contentándose con los Santos Evangelios, fue a recluirse en una cueva sepulcral (38).

El verdadero sabio, el asceta que no conoce casi las letras pero ha aprendido a mortificar su cuerpo y a domar sus apetitos, mientras echa a puntapiés al mundo, se burla del mismo príncipe del mundo que filosofa (dum mundum calcibus objicit, ipsum mundi principem philosophando ludit) (39).

¿Por qué preocuparse, pues, de una sabiduría que, además de ser inútil, nos hace semejantes a los réprobos y a los gentiles? En realidad, ¿quién enciende una linterna para ver el sol? ¿Quién se vale de antorchas para mirar la claridad de las estrellas brillantes? Así, quien busca a Dios y a sus santos con sincera mirada, no necesita una extranjera luz para contemplar la luz verdadera. Pues la misma verdadera sabiduría se manifiesta a quienes la buscan y el resplandor de la luz que no muere se revela sin el auxilio de una luz mentirosa (Quis enim accendit lucernam ut videat solem? quis scolacibus utitur ut stellarum micantium videat claritatem? Ita qui Deum vel sanctos eius sincero quaerit intuitu, non indiget peregrina luce ut veram conspiciat lucem. Ipsa quippe vera sapientia se quarentibus aperit et sine adulterinae lucis auxilio inocciduae se fulgor ostendit) (40).

Son los demonios (que Pedro Damiano se representa de modo muy realista, como grandes pájaros que vuelan por el aire) los que infunden en nosotros el deseo de saber y el propósito de emprender el estudio de las artes liberales y de la filosofía (41).

Verdad es que, escribiendo a Bonifacio, que vive fuera del claustro, parece reconocerle el derecho a dedicarse un poco al estudio de las letras profanas (42), pero no deja de advertirle que quienquiera dedique ya al estudio de las letras profanas ya a cualquier cosa terrena lo que debe dedicarse principalmente al examen íntimo para agradar a Dios, con razón perece (quisquis, ergo, sive litterarum saecularium disciplinis, sive rebus quibusque terrenis hoc studium exhibet, quod ad placendum Deo examinationi dumtaxat intima e principaliter debetur, merito perii) (43). En realidad, no hay en esto sino una concesión hecha a quienes no pueden por enfermedad de su espíritu, odiar (la vida científica y mundana), como sería justo (nequeant prae infirmitate mentis, ut dignum est, odire) (44).

En todo caso debe quedar bien claro que, si a pesar de todo se utiliza la pericia de la ciencia humana (la dialéctica) para explicar la palabra divina (la Sagrada Escritura), aquélla no debe atribuirse con arrogancia el derecho dé maestra, sino servir con reverencia, como una sirvienta a su señora (quae tamen artis humanae peritia, si quando tractandis sacris eloquiis adhibetur, non debet ius magisterii sibimet arroganter arripere, sed velut ancilla dominae quodam famulatus obsequio subservire) (45).

En verdad, el alma devota de Damiano no tiene aún, como dice Prantl, el más leve presentimiento de que también esta sirvienta puede llegar a independizarse y a fundar un hogar propio (46).

Su concepción del conocimiento se remonta, en lo esencial, a lo que podríamos llamar el momento pre-helénico del cristianismo, al judaísmo en su original pureza.

Y dentro de la concepción judeo-cristiana está estrechamente vinculada a la idea de la omnipotencia divina, como trataremos de mostrar. Contingentismo, voluntarismo y arbitrarismo son así los supuestos del fideísmo.

La más importante de las diferencias que separan la concepción judeo-cristiana del mundo de la concepción griega es la idea de que la razón última y la clave de la Totalidad es una Persona.

Mientras en la Weltanschaung bíblica se delínea con claridad la imagen de Jehová, del cual dependen no sólo los destinos del pueblo elegido y de todos los pueblos de la tierra sino también el mismo ser de los seres y el mismo valer de los valores, la cosmovisión griega en ningún momento llega a admitir la idea de un Dios personal como fuente del Ser, como causa de los valores o como ultima ratio de la historia.

Llevada a sus extremas consecuencias la concepción judeo cristiana implica las siguientes ideas: 1°) la existencia y la esencia de todas las cosas dependen de Dios, el cual las ha traído al Ser no desde una materia preexistente ni movido por ninguna necesidad intrínseca ni siquiera basándose en arquetipos inmanentes a su propio Intelecto, sino sacándolas de la nada (ex nihilo), por un acto de su libérrima voluntad; 2°) la bondad (o maldad) de una acción, así como la belleza, la justicia, etc. de un hecho, de un objeto, de una conducta, dependen, en última instancia, del libre querer de Dios, de manera que, si ahora el mentir es malo porque Dios así lo ha decidido, luego puede ser bueno, si El decide lo contrario; 3°) la misma verdad de un juicio depende, en última consideración, de la libre voluntad divina, y así, si ahora es verdad que dos más dos son cuatro, mañana, si Dios dispone lo contrario, podrá ser cierto que dos más dos son siete.

Entre los griegos, aun el Dios supremo del Panteón olímpico, Zeus, está muy lejos de ser razón última y clave de la Totalidad del Ser.

El mismo Zeus depende, como, todos los dioses y los hombres, del Destino impersonal. En todo caso no es el principio de ninguna cosmogonía: al comienzo está el Caos o Tetis y Océano etc.

No existe la noción de una creación ex nihilo. Aun aquellos filósofos que, como Platón, se refieren a la creación del Mundo y admiten un Demiurgo, no entienden nunca por creación sino la organización de una eterna materia preexistente. En la mayor parte de los mitólogos y filósofos la formación del Mundo aparece como un proceso necesario de desarrollo del Principio y se presenta como algo ajeno a toda libre voluntad divina.

La bondad, la justicia, la belleza etc., constituyen un orden objetivo, ajeno también a toda voluntad de dioses o de hombres.

Más aún, los hombres y también los dioses, sólo son buenos, justos, bellos etc. en cuanto se adecuan a este orden objetivo. Si Zeus es justo, ello se debe a que sus acciones se conforman a la justicia. A ningún griego se le ocurriría decir, en cambio, que una acción es justa porque Zeus así libremente lo dispone.

Con mayor razón lo mismo puede decirse respecto a la verdad de un juicio. Ni Zeus ni los dioses son medidas de la verdad; antes al contrario, todos son medidos por ella.

La mejor prueba de esto puede hallarse en el hecho de que todos se equivocan y son susceptibles de ser engañados, así como resultan víctimas de sus pasiones y presas de sus vicios.

Nada más lejos, pues, de la concepción griega que el atribuir a Zeus o a cualquiera de los dioses una omnipotencia en sentido absoluto. Sólo al Destino, impersonal, parece caberle tal atributo.

No es difícil comprender por qué la concepción judeo-cristiana del mundo se desarrolló en el contexto de la religión revelada. Si todo lo que es y todo lo que sucede depende de la libre voluntad de Dios, todo lo que de las cosas conozcamos nos deberá ser revelado por el mismo Dios. Si todo es contingente en sí mismo y no tiene ninguna razón de ser sino en el arbitrio divino, la única ciencia posible dependerá del conocimiento de tal arbitrio. Pero, como éste es inescrutable, precisamente porque es absolutamente libre, sólo podremos conocerlo en cuanto El mismo decida manifestársenos.

He aquí por qué el saber de Israel es un saber esencialmente religioso; por qué todo su conocimiento del mundo y del hombre es un conocimiento revelado; por qué tuvo a Moisés y a los profetas y por qué debía culminar en Cristo y en el Evangelio.

No podemos imaginarnos allí, en cambio, a un Heráclito o a un Aristóteles.

Si éstos surgen en Grecia es porque la cosmovisión del pueblo helénico, regida por la idea de un orden objetivo del ser y del valer, provoca el deseo -casi se diría la ambición- de descifrar y reconstruir mentalmente ese orden. Las preguntas por el qué y el por qué de las cosas aparecen como válidas y posibles. Se legitima la inquietud de la razón.

El cristianismo, apenas salido de los círculos judíos en los cuales nació y conquistó sus primeros adeptos, se enfrentó con la concepción griega del mundo, difundida por todo el ámbito del Imperio Romano.

Y aunque algunos grupos, representados por el apóstol Pedro, se mostraron renuentes a la helenización, pronto prevaleció, por razones obvias en una doctrina de vocación universalista, la tendencia hacia la integración.

En los siglos anteriores, los judíos de la Diáspora habían emprendido este camino. Y ya en el siglo I los escritores cristianos iniciaron el laborioso proceso de síntesis entre revelación judeocristiana y filosofía griega, que había de prolongarse con alternativas diversas durante toda la Edad Media. San Pablo y el autor del cuarto Evangelio son claros ejemplos de las primeras tentativas por aproximar el mensaje de Cristo a las doctrinas estoica y platónica.

La idea del Dios, que libre y arbitrariamente constituye el ser, la verdad y el valor de todas las cosas, es limitada por la idea de un Orden eterno y una inmutable Ley con la cual aquélla tiende a identificarse. La idea de la creación ex nihilo se une, a su vez, a la noción de los Arquetipos, existentes desde la eternidad en la mente divina. Y de esta manera, junto a la revelación, se halla un lugar para la razón, y junto a la fe, se procura un sitio para la filosofía.

Esto no obstante, en la historia del pensamiento cristiano aparecen periódicamente (en los momentos de crisis sobre todo) nuevos intentos de retornar a los orígenes hebraicos por encima del secular connubio helénico.

Desde Taciano hasta León Chestov, una larga serie de anti-filósofos, en la cual ocupa un lugar eminente Pedro Damiano, pretende llegar a Jerusalén pasando sobre las ruinas de Atenas.

Muy pocas veces, en verdad, lo logran del todo. La atracción de la filosofía es siempre lo suficientemente poderosa como para arrancarles algunas concesiones. Y en la misma tarea de rebatirla o de exponer la revelación que le oponen, se ven obligados a utilizar expresiones, conceptos y razonamientos que aquélla ha forjado.

Mal que les pese deben pedir armas al enemigo para poder combatirlo y suelen confirmar así aquello de Aristóteles: Si se ha de filosofar, se ha de filosofar; si no se ha de filosofar, se ha de filosofar, a saber, para demostrar que no se ha de filosofar. Siempre, pues, se ha de filosofar. El propio Tertuliano, enemigo acérrimo de toda pagana sabiduría, debe mucho a los estoicos (47).

Y Pedro Damiano tampoco se substrae enteramente al dominio de la filosofía y a la necesidad de pensar como los griegos.

Para defender algunas de las doctrinas que le son más caras, precisamente porque son las que representan de modo más específico la concepción judeocristiana del mundo, se ve obligado a recurrir, a través de pensadores cristianos como San Agustín y el Pseudo Dionisio, a los vestigios del heleno Platón y del nada cristiano Plotino.

En general, trata, como ya vimos, de afirmar la fe contra la razón, pero, penetrando más en lo hondo del asunto, se propone afirmar la voluntad de Dios como ajena a toda clase de reglas; como absolutamente libre, aun con respecto al propio Intelecto divino; como superior a todo orden lógico, físico o metafísico.

No es, pues, una casualidad que su obra más conocida y, sin duda, la más interesante desde el punto de vista de la historia del pensamiento, se titule precisamente Sobre la divina omnipotencia (De divina omnipotentia).

Esta obra, compuesta por su autor después de haber dimitido su episcopado (ego, itaque, episcopatu dimisso) (48), esto es, no antes del año 1067, tuvo origen en una discusión que Pedro Damiano sostuvo con su amigo Desiderio, abad de Monte Casino, acerca de aquella frase en que San Jerónimo afirma que ni siquiera Dios puede devolver su virginidad a la mujer que la ha perdido.

Damiano sostiene una opinión contraria a la de San Jerónimo y, partiendo de este limitado problema, se eleva a la consideración del poder de Dios y de sus relaciones con la naturaleza y con la razÓn.

Dios ha creado el mundo a partir de la nada (ex nihilo). Esta idea, típica de la concepción judeo-cristiana, es asumida por Pedro Damiano en toda su amplitud y profundidad.

Advierte muy bien que la creación que excluye toda materia preexistente, tanto fuera del Creador como en el Creador mismo, implica un salto inconmensurable y una contradicción ontológica. Sabe que una creación de la naturaleza ex nihilo es una creación contra la naturaleza, puesto que contradice todo cuanto sucede en la naturaleza. Ni siquiera se le escapa que la idea se opone abiertamente a cuanto enseñaron los filósofos griegos. Aun sin conocer los textos al respecto, que van desde Parménides hasta Aristóteles y desde Aristóteles hasta Plotino, se da cuenta de que el ex nihilo nihil fit es una proposición profundamente filosófica y pagana.

A quien reflexiona con atención, le resulta evidente que, desde el comienzo del mundo, el Creador de las cosas ha alterado como le pareció el orden de la naturaleza; más aún, que ha hecho la misma naturaleza, por así decirlo, en cierto modo contra la naturaleza: pues ¿por ventura no es contra la naturaleza que el mundo sea hecho de la nada, ya que los filósofos dicen que de la nada nada se hace?

(Consideranti plane liquido patet quoniam ab ipso mundi nascentis exordio rerum conditor in quid voluit naturae iura mutavit, immo ipsam naturam, ut ita dixerim, quodammodo contra naturam fecit: numquid enim contra naturam mundum ex nihil o fieri, unde ita philosophis dicitur quia ex nihil o nihil fit) (49).

La tesis de la creación ex nihilo se vincula lógica e históricamente a la tesis de la creación libre. Pedro Damiano es en esto tan explícito como en lo anterior: Dios, al crear el Universo, no lo hizo obligado por alguna interna deficiencia, ni obró de acuerdo a ninguna ley inmanente que lo moviera a expandirse o a manifestar su esencia. La criatura no es una necesaria consecuencia de Dios; aquélla depende de éste; éste, empero, no depende en ningún sentido de aquélla.

Es claro que, si en lugar de una real y propia creación ex nihilo, se tratara de una emanación, como en Escoto Erígena, sería también lÓgicamente imposible o, por lo menos, muy difícil concebir la producción del Universo como un acto enteramente libre. Para Pedro Damiano la segunda tesis se vincula sin esfuerzo a la primera.

Según él, en efecto, el único motivo de la creación fue la bondad de Dios, o sea, un arbitrio clemente, una decisión misericordiosa.

A crear, pues, lo que no existía no lo impulsó la necesidad de superar la soledad o alguna otra carencia, sino que lo movió sólo la bondad de su propia clemencia; ni la creación de las cosas pudo agregar algo a su felicidad, siendo como es tan pleno y perfecto por sí y en sí mismo que ni al existir la criatura se le añade nada ni al perecer nada se le quita.

(Ad creandum igitur quod non erat, non solitudinis eum vel alicuius inopiae necessitas impulit, sed sola propriae clementiae bonitas provocavit; nec beatitudini eius rerum conditio conferre aliquid potuit, cum ita per se et in se sit plenus atque perfectus ut nec existente creatura sibi aliquid accedat, nec ea pereunte deccdat) (50).


Notas

(1) Cf. H. E. Barnes y H. Becker, Historia del pensamiento social - México - 1945 - I p. 269-270.

(2) Según P. Orsi, el primero que se refiere de algún modo a ello es el cardenal Baronio, en el volumen XI de sus Annales eclesiastici (1605), donde recoge sencillamente ciertos vagos anuncios de una inminente catástrofe en autores franceses y germánicos de la época. En realidad, prosigue el mencionado historiador italiano, quien desarrolla la opinión del terror del año 1000 es el abate Saverio Betinelli en su obra Del Risorgimiento d'Italia negli studi, nelle arti e neí costumi dopo il mille (1773), seguido por Guinguené (en su Histoire litteraire d'Italie) y luego por Michaud, Sismondi, Michelet y Cantú.

(3) Cf. G. Carducci, Dello svolgimento della letteratura nazionale I (en Prose, Bolonia, 1904 p. 265 ss.).

(4) E. Gilson, La philosophie au Moyen Age, París, 1952 - p. 233.

(5) Cf. L. Rougier, La scolastique et le thomisme - Paris - 1925 - p. 62.

(6) Hay que tener en cuenta, sin embargo, que una tendencia claramente ascética puede hallarse en fideístas antiguos tales como Taciano y Tertuliano.

(7) Cf. P. Brezzi, Introduzione a S. Pier Damiani: De divina amnipotentia - Florencia, 1943.

(8) H. O. Taylor, The mediaeval mind - Londres - 1927- I p. 317.

(9) Cf. E. Gilson, op. cit. p. 235.

(10) Cf. H. O. Taylor, op. cit. p. 322.

(11) Cit. por P. Brezzi, ibid.

(12) Cit. por E. Gilson, ibid.

(13) A. Dempf, Metafísica de la Edad Media - Madrid - 1957, p. 97.

(14) Cf. E. Barnes y H. Becker, op. cit. p. 253. Sobre las teorías políticas de Manegoldo en particular, véase el artículo de A. J. Carlyle, Manegold of Lautenbach, en Encyclopaedia, of the Social Science.s, v. x. (cit. por Barnes y Becker).

(15) Cf. Brezzi, op. cit. p. 8.

(16) Cf. Brezzi, op. cit. p. 10-11.

(17) Como hombre de acción lo caracteriza precisamente Sackur, según dice Dempf (op. cit. p. 97).

(18) De diviná omnipotentia p. 50. (citamos el texto de Pedro Damiano según la edición critica de P. Brezzi; en el caso de las obras no incluidas alli seguimos citando por Migne).

(19) Pat. lat. V. 145, col. 972 (cit. por Taylor).

(20) Entre éstos pueden citarse Sobre el celibato (De coelibatu), Contra los clérigos intemperantes (Contra intemperantes clericos) etc.

(21) Pat. lat. v. 145, col. 86 (cit. por Brezzi).

(22) Cit. por Brezzi, p. 125.

(23 De sancta simplicitate p. 182.

(24) De vera felicitate ac sapientia p. 338.

(25) De sancta simplicitate p. 186.

(26) De sancta símplicitate p. 188-190.

(27) De vera felicítate ac sapientia p. 342.

(28) Brezzi., op. cit. p. 182, nota 2.

(29) De sanda simplicitate p. 165.

(30) De sancta simplicitate p. 166.

(31) Ibid.

(32) Epistulae VIII, 8, Pat. lat. V. 144, col. 476.

(33) De perfectione monachorum p. 254-256.

(34) De perfectíone monachorum p. 256.

(35) Domínus vobiscum XIX, Pat. lat. V. 145, col. 246.

(36) De perfectione monachorum p. 256.

(37) De sancta simplicitate p. 172.

(38) De sancta simplicitate p. 178-181.

(39) De sancta simplicitate p. 192.

(40) Ibid.

(41) De sancta simplicitate p. 194.

(42) De vera felicitate ac sapientia p. 342.

(43) De vera felicitate ac sapientia p. 346.

(44) De vera felicítate ac sapientia p. 348.

(45) De divina omnipotentia p. 78-80.

(46) C. Prantl, Storia della logica in Occidente (Etá Medievale-Parte prima) - Florencia 1937 - p. 123.

(47) Cf. P. Barth, Los estoicos, Madrid, 1930 p. 287-288.

(48) De divina omnipotentia p. 50.

(49) De divina omnipotentia p. 120.

(50) De divina omnipotentia p. 86-88.

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