Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Teoría de la balanza del comercio

La cuestión de la libertad comercial adquirió en nuestros días una importancia tal que después de haber expuesto la doble serie de consecuencias que de ella resultan, para bien y para mal de la humanidad, me veo precisado a presentar la solución. Completando de este modo mi demostración, creo que habré hecho inútil, a los ojos del lector no comprometido, toda discusión ulterior.

Los antiguos conocían los verdaderos principios del comercio libre; pero, tan poco aficionados a las teorías, como vanidosos se presentan con ellas los modernos, no sé que hayan resumido sus ideas sobre este punto; y bastó que los economistas se apoderasen de la cuestión para que al instante la verdad tradicional se obscureciese. No dejará de ser gracioso ver la balanza del comercio, después de un siglo de anatemas, demostrada y defendida, en nombre de la libertad y de la igualdad, de la historia y del derecho de gentes, por uno de esos hombres a quienes los apologistas de todos los hechos consumados conceden liberalmente la calificación de utopistas. Esta demostración, que procuraré hacer todo lo breve posible, será el último argumento que someteré a las meditaciones y a la conciencia de mis adversarios.

El principio de la balanza del comercio, resulta sintéticamente: 1° de la fórmula de Say: Los productos se cambian por productos, fórmula a la cual el señor Bastiat puso este comentario, cuya gloria primera pertenece a Adam Smith: La remuneración no es proporcionada a las utilidades que el productor presenta en el mercado, sino al trabajo incorporado a estas utilidades; 2° de la teoría de la renta de Ricardo.

El lector conoce perfectamente el primer punto, y paso a ocuparme del segundo.

Nadie ignora de qué modo Ricardo explicaba el origen de la renta; y aunque su teoría deje algo que desear desde el punto de vista filosófico, como lo probaremos en el capítulo XI, sin embargo, es exacta en cuanto a la causa de la desigualdad de los arriendos.

En un principio, dice Ricardo, todo el mundo debió dirigirse a las tierras de primera calidad que, con un gasto igual, daban un producto mayor. Cuando la producción de estas tierras se hizo insuficiente para alimentar la población, se pusieron a trabajar las de segunda calidad, y así sucesivamente, las de tercera, cuarta, quinta y sexta, pero siempre bajo la condición de que el producto de la tierra representase, al menos, los gastos del cultivo.

En el mismo tiempo empezó a establecerse el monopolio de la tierra, y todo propietario exigió al suplente a quien abandonaba la explotación del suelo, una renta igual a lo que la tierra producía, deducido el salario del labrador; es decir, deducidos los gastos de explotación. De modo que, según Ricardo, la renta, propiamente dicha, es el excedente del producto de la tierra más fértil relativamente a las de inferior calidad: de donde se deduce que el arriendo no se puede aplicar, sino cuando hay necesidad de pasar a tierras de inferior calidad, y así sucesivamente, hasta que se llegue a aquellas que no cubren los gastos.

Tal es la teoría, no la más filosófica quizás, pero la más cómoda para explicar la marcha progresiva del establecimiento del arriendo.

Supongamos ahora, con los escritores de todas las escuelas socialistas, que la propiedad de la tierra se hiciese colectiva, y que a cada agricultor debiese retribuírsele, no ya según la fertilidad de su tierra, sino, como el señor Bastiat, según la cantidad de trabajo incorporado en su producto. En esta hipótesis, si la tierra de primera calidad da un valor bruto de 100 francos por yugada, serán 100.

La de segunda calidad 80.

La de tercera 70.

La de cuarta 60.

La de quinta 50.

Total 360.

Suponiendo los gastos de explotación de 50 francos por yugada, resultan por las cinco yugadas 250.

El producto neto por la totalidad de la explotación, será de 110 y para cada uno de los explotadores copropietarios, 22.

La misma regla es aplicable en el caso de que los gastos de explotación de cada clase de terreno sean desiguales, como también para todas las variedades de cultivo. Y en un sistema de asociación cualquiera, gracias a esta solidaridad de los productos y de los servicios, seria posible extender el cultivo a las tierras cuyo producto individual no cubriese los gastos; cosa absolutamente imposible en el sistema del monopolio.

Todo esto, lo sé perfectamente, no es más que un sueño de socialista, una utopía contraria a la rutina propietaria; y como la razón es impotente contra la costumbre, es de temer que la repartición, según el trabajo, no se establezca tan pronto entre los hombres.

Pero lo que la propiedad y la economía política rechazan con tanto ardor de la industria privada, todos los pueblos lo quisieron cuando se trató de cambiar entre sí los productos de sus territorios respectivos. Entonces se consideraron los unos y los otros como individualidades independientes y soberanas que explotaban, según la hipótesis de Ricardo, tierras de calidad desigual, y que formaban entre sí, según la hipótesis de los socialistas, para la explotación del globo, una gran compañía, cuyos miembros tienen el derecho de propiedad indivisa en la totalidad de la tierra.

He aquí su modo de razonar.

Los productos se compran con productos; es decir, el producto debe estar en razón, no de su utilidad, sino de trabajo. Luego, si por la desigual calidad del suelo, el país A da 100 de producto bruto por 50 de trabajo, mientras que el país B sólo da 80, A debe mejorar a B en un 10 por 100 de todas sus cosechas.

Esta mejora no se exige sino en el acto del cambio, o como generalmente se dice, en la importación; pero el principio subsiste, y para hacerle resaltar más, basta reducir a una expresión única los diversos valores que se cambian entre dos pueblos. Tomemos por ejemplo el trigo.

He aquí dos países de una fecundidad desigual; A y B. En el primero, veinte mil obreros producen un millón de hectolitros de trigo; en el segundo, sólo producen la mitad: el trigo, pues, cuesta en B dos veces más que en A. Supongamos, lo que no tiene lugar en la práctica, pero lo que se admite perfectamente en teoría, supuesto que en el fondo, el comercio más variado no es otra cosa que el cambio de valores similares bajo una forma variada; supongamos, digo, que los productores del país B quieren cambiar su trigo por el del país A. Es claro que si un hectolitro de trigo se cambia por otro, serán dos días de trabajo los que se habrán dado por uno. Es cierto que el efecto es nulo en cuanto al consumo; por consiguiente, no habrá pérdida real por ninguna parte: pero haced que el valor incorporado en las dos cantidades pueda extraerse, sea bajo la forma de otra utilidad, sea bajo la forma de moneda, y como todos los valores producidos por B son proporcionales al que tienen sus cereales; como, por otra parte, la moneda nacional que entrega no puede rechazarla en ningún caso, el cambio que, por la similitud de los productos, no era en un principio más que una comparación sin realidad, se hace efectivo, y B pierde verdaderamente 50 por 100 en todos los valores que cambia con A. El cambio, este acto completamente metafísico y algebraico, por decirlo así, es la operación por medio de la cual, en la economía social, una idea toma cuerpo, figura y todas las propiedades de la materia: es la creación ex nihilo.

Las consecuencias pueden variar a lo infinito. Supongamos que los productores de A pueden hacer competencia, en su propio mercado, a los productores de B; cada hectolitro de trigo que vendan les producirá un beneficio de 50 por 100, la mitad del producto anual de B, y bastarán veinte o treinta años al país A para apoderarse; primero, de los valores circulantes; después, con el auxilio de éstos, de los valores empleados, y finalmente, de los capitales territoriales de su rival.

Pues he ahí precisamente lo que el sentido común de las naciones no quiso. En la práctica admitieron que los menos favorecidos entre ellas no podían exigir cuentas a los más felices sobre el excedente de su renta: para esta moderación había razones que es inútil deducir en este momento, y que cada cual descubrirá fácilmente si reflexiona sobre ello. Pero cuando se trató de comercio, cada una se puso a calcular sus gastos de producción y los de sus rivales; y según este cálculo, todas hicieron tarifas de bonificación, sin las cuales no pueden ni deben consentir el cambio. He aquí el verdadero principio, la filosofía de la aduana, y he aquí también lo que los economistas no quieren.

Yo no haré a mis lectores la injuria de demostrarles más detalladamente la necesidad de esta ley de equilibrio, que vulgarmente se llama balanza del comercio; todo esto es tan sencillo y tan trivial, que hace avergonzar a un niño; y en cuanto a los economistas, supongo que cuentan bastante bien para no necesitar una paráfrasis.

¿No es cierto, pues, que las tarifas de la aduana, oscilando siempre entre la prohibición absoluta y la completa franquicia, según las necesidades de cada país, la ilustración de los gobiernos, la influencia de los monopolios, el antagonismo de los intereses y la desconfianza de los pueblos, convergen hacia un punto de equilibrio, y por emplear el término técnico, hacia un derecho diferencial, cuya percepción, si fuese posible obtenerla rigurosa y fiel, expresaría la asociación real, la asociación in re de los pueblos, y sería la estricta ejecución del principio económico de Say?

Y si nosotros, socialistas, tanto tiempo dominados por nuestras quimeras, consiguiésemos por medio de nuestra lógica generalizar el principio protector, el principio de la solidaridad, haciéndole descender de los Estados a los ciudadanos; si mañana, resolviendo de una manera tan limpia las antinomias del trabajo, llegásemos, sin más socorro que el de nuestras ideas, sin más poder que el de una ley, sin más medio de coerción y de perpetración que una cifra; si llegásemos, digo, a someter para siempre el capital al trabajo, ¿no habríamos hecho avanzar la solución del problema de nuestra época, de este problema que con razón o sin ella el pueblo y los economistas que se retractan llaman organización del trabajo?

Los economistas se obstinan en no ver en la aduana más que una prohibición sin motivos; en la protección un privilegio, y en el derecho diferencial el primer paso dado hacia la libertad absoluta. Todos, sin excepción, se imaginan que, como de la prohibición absoluta a la libertad bajo garantía, se efectuó un progreso que produjo buenos resultados, éstos se aumentarán necesariamente cuando por un nuevo progreso desaparezcan todos los derechos, y el comercio, es decir, el monopolio, se vea libre de trabas. Todos nuestros diputados, nuestros periodistas y hasta nuestros ministros participan de esta deplorable ilusión; toman por progreso el movimiento lógico de una negación a otra negación, el paso del aislamiento voluntario al abandono de sí mismo; no comprenden que el progreso es el resultádo de dos términos contradictorios; temen detenerse en el camino por no verse tratados de partidarios del justo medio, y no saben que hay tanta distancia del justo medio a la síntesis como de la ceguera a la visión.

Con este motivo, debo explicar en qué difiere de una operación de justo medio lo que yo llamo derecho diferencial, o balance del comercio, expresión sintética de la libertad y del monopolio.

Supongamos que después de suprimidas las barreras, las exportaciones de Francia, contra todas las esperanzas y todas las probabilidades, sean exactamente iguales a sus importaciones: según los economistas, los partidarios de la balanza del comercio deben quedar satisfechos; ya no tendrán motivo para quejarse; pues bien, yo digo que eso será el justo medio, y que, por consiguiente, estaremos todavía muy lejos de lo que se pide, supuesto que, según lo que dejamos dicho, nadie nos garantiza que las mercancías extranjeras que pagamos con las nuestras, en moneda y al curso que en nuestro país tienen, no sean más baratas para el extranjero que las nuestras lo son para nosotros, en cuyo caso trabajaremos siempre con pérdida. Supongamos todavía que la cifra de las exportaciones es inferior a la de las importaciones; convencido el gobierno de la necesidad de restablecer el equilibrio, excluirá de nuestro mercado ciertas mercancías extranjeras, cuya producción en el país favorecerá por todos los medios. Este será todavía el justo medio, y por lo tanto, un cálculo falso, porque en vez de nivelar las condiciones del trabajo, establecerá una balanza entre cifras perfectamente arbitrarias. No ignoro que nada se parece tanto al justo medio como el equilibrio; pero en el fondo, nada es más diferente. Por último; como no quiero engolfarme ahora en inútiles sutilezas, sólo haré notar que el justo medio es la negación de dos extremos, pero sin afirmación, sin conocimiento ni definición del tercer término, que es la verdad; mientras que el conocimiento sintético, la verdadera ponderación de las ideas, es la conciencia y la definición exacta de este tercer término, la inteligencia de la verdad, no sólo por sus contrarios, sino en sí misma y para sí misma.

La falsa filosofía del justo medio, del eclecticismo y del doctrinarismo, es la que aún hoy ciega a los economistas. No han visto que la protección era el resultado, no de una subversión transitoria, de un accidente anormal, sino de una causa real e indestructible que obliga a los gobiernos y que los obligará siempre. Esta causa, que reside en la desigualdad de los instrumentos de producción y en la preponderancia de la moneda sobre las demás mercancías, la habían conocido los antiguos, y la historia está llena de las revoluciones y de las catástrofes que produjo.

¿De dónde vino en los tiempos modernos y en la Edad Media, la fortuna de los holandeses, la prosperidad de las ciudades hanseáticas y lombardas, de Florencia, Génova y Venecia, sino de las enormes diferencias realizadas en su favor por el comercio que sostenían en todos los puntos del globo? La ley del equilibrio no les era desconocida, y el objeto constante de su solicitud, el fin de su industria y de sus esfuerzos, consistió siempre en violarla. ¿No se enriquecieron todas esas Repúblicas, gracias a sus relaciones con los pueblos que sólo podían darles, en cambio de sus tejidos y de sus especias, plata y oro? ¿Y no se arruinaron al mismo tiempo las naciones que formaban su clientela? ¿No empezó desde esta época la decadencia de la nobleza de raza y la desaparición del feudalismo?

Retrocedamos algunos siglos más: ¿quién fundó la opulencia de Cartago y de Tiro sino el comercio, ese sistema de factorías y de cambios, cuyas cuentas se saldaban siempre en favor de aquellos especuladores detestados, con una masa metálica arrancada a la ignorancia y a la credulidad de los bárbaros? Hubo un momento en que la aristocracia mercantil, desarrollada sobre todo el litoral del Mediterráneo, estuvo a punto de apoderarse del imperio del mundo; y este momento, el más solemne de la historia, es el punto de partida de ese largo retroceso que empieza en Escipión y termina en Lutero y León X. Los tiempos no habían llegado: la nobleza de raza, el feudalismo de la tierra, representado entonces por los romanos, debía ganar la primera batalla contra la industria, y recibir el golpe mortal en la revolución francesa.

Hoy llegó su vez a los patricios de mostrador. Como si tuviesen el presentimiento de su próxima derrota, sólo piensan en conocerse, coaligarse, clasificarse y escalonarse según sus pesos y calidades, fijar sus partes respectivas en los despojos del trabajador, y cimentar una paz, cuyo único objeto es la sumisión definitiva del proletariado. En esta santa alianza, los gobiernos, que llegaron a ser solidarios los unos de los otros, y unidos por una amistad indisoluble, no son más que los satélites del monopolio: reyes absolutos y constitucionales, príncipes, duques y margraves; grandes propietarios, grandes industriales, ricos capitalistas, funcionarios de la administración, de los tribunales y de la Iglesia; en una palabra, todos los que en vez de trabajar viven de la lista civil, de rentas, de agios, de la policía y del fanatismo, unidos por un interés común, y bien pronto agrupados por la tempestad revolucionaria que ya ruge a los lejos, se encuentran necesariamente comprometidos en esta vasta conjuración del capital contra el trabajo.

¿Habéis pensado en ello, proletarios?

No me preguntéis si tales son verdaderamente los pensamientos secretos de los gobiernos y de las aristocracias (1), porque eso surge de la situación, porque eso es fatal. La aduana, considerada por los economistas como una protección concedida a los monopolios nacionales, de ningún modo como la expresión, imperfecta todavía, de una ley de equilibrio, no basta ya para contener al mundo.

El monopolio necesita una protección mayor; su interés, idéntico por todas partes, la exige con premura, y pide en todos los tonos la destrucción de las barreras. Cuando, por la reforma de Roberto Peel, por la extensión incesante del Zollverein, por la unión aduanera, aplazada nada más, entre Bélgica y Francia, los círculos aduaneros se hayan reducido a dos o tres grandes circunscripciones, no tardará en hacerse sentir la necesidad de una libertad total, de una coalición más íntima. Y no será mucho que, para contener a las clases trabajadoras, a pesar de su ignorancia, a pesar del abandono y la diseminación en que se encuentran, todas las policías, todas las demás clases y todas las dinastías de la tierra se den la mano. En fin; la complicidad de la clase media, dispersa, según el principio jerárquico, en una multitud de empleos y de privilegios; el engaño de los obreros más inteligentes, convertidos en conductores, contramaestres, comisionados y vigilantes por cuenta de la coalición; la defección de la prensa, la influencia de las sacristías, la amenaza de los tribunales y de las bayonetas; de un lado la riqueza y el poder, del otro la división y la miseria; tantas causas reunidas haciendo al improductivo inexpugnable, nos hacen sospechar que un largo período de decadencia empieza para la humanidad.

Por la segunda vez os lo pregunto: ¿habéis pensado en ello, proletarios?

Por lo demás, sería inútil tomarse el trabajo de fundar ya el equilibrio de las naciones en la práctica mejor entendida y más exacta del derecho diferencial, o como vulgarmente se dice en la balanza del comercio, porque si así se hiciese, sucedería de dos cosas una:

Si la civilización debe recorrer un tercer período de feudalismo y de servidumbre, la institución de la aduana, lejos de ser útil al monopolio, como tan ridículamente lo creyeron los economistas, es un obstáculo puesto a la condición de los monopolios, una traba para su desarrollo y su existencia. Es preciso que esta institución desaparezca, y desaparecerá. Sólo se trata de determinar las condiciones de su abolición y de conciliar los intereses de los monopolistas. Ahora bien: estos señores están muy acostumbrados a esa clase de transacciones, y el trabajo del proletario está ahí para servir de indemnización.

Al contrario; si el socialismo toma la toga viril de la ciencia, renuncia a sus utopías, quema sus ídolos y modera su orgullo filosófico ante el trabajo; si el socialismo que, en la cuestión del libre cambio, sqlo supo agitar sus címbalos en honor de R. Peel, piensa formalmente en constituir el orden social por medio de la razón y de la experiencia, entonces la nivelación de las condiciones del trabajo no necesita realizarse en la frontera al pasar las mercancías; se efectuará por sí misma en el seno de los talleres y entre todos los productores; la solidaridad existirá entonces entre las naciones por el solo hecho de la solidaridad entre las fábricas; la balanza se establecerá de compañía a compañía, y existirá de hecho para todo el mundo; la aduana será inútil, y el contrabando imposible. Sucede con el problema de la igualdad entre los pueblos lo que con el del equilibrio o el de la proporcionalidad de los valores: no se resuelve por una pesquisa y una enumeración a posteriori, sino por el trabajo. Por lo demás, si durante algunos años de transición se creyese útil sostener las líneas aduaneras, deberían formarse las tarifas por medio de una información comercial; y en cuanto a la percepción de los derechos. yo me ehtregaría gustoso a la experiencia de la administración. Semejantes detalles no entran en mi plan, y basta que demuestre la ley sintética del comercio internacional, y que indique el modo ulterior de su aplicación, para que el lector se ponga en guardia contra los peligros de la prohibición absoluta y contra la falsedad de una libertad sin límites.

Algunas palabras más sobre el carácter metafísico de la balanza del comercio, y termino.

Para que el principio de la balanza del comercio llene las condiciones de evidencia que hemos determinado al tratar del valor, deberá conciliar a la vez la libertad del tráfico y la protección del trabajo, y esto es precisamente lo que sucede con el establecimiento del derecho diferencial. Por un lado, este derecho, cuyo origen histórico es tan poco honroso como el del impuesto, y que nos sentimos tentados a considerar como una gabela abusiva, no hace más que reconocer y determinar la libertad, imponiéndole por condición la igualdad. Por otro lado, la percepción de este mismo derecho, que supongo siempre exactamente determinado, protege bastante el trabajo, supuesto que, suscitándole una competencia entre fuerzas iguales, sólo le exige lo que puede dar, y nada más que lo que puede dar.

Pero esta conciliación, esta balanza, adquiere todavía propiedades nuevas y conduce, por su naturaleza sintética, a efectos que no podían producir la libertad completa ni la prohibición absoluta. En otros términos: da más que las ventajas reunidas de una y otra, al mismo tiempo que elimina sus inconvenientes. La libertad sin equilibrio produce la baratura, pero hace infecundas todas las explotaciones que sólo dan medianos beneficios, lo cual es un empobrecimiento: la protección, llevada hasta la exclusión absoluta, garantiza la independencia, pero sostiene la carestía, supuesto que con una suma igual de trabajo, sólo se obtiene una variedad de productos. Por medio de la mutualidad comercial se crea una solidaridad efectiva, in re, independiente del capricho de los hombres: los pueblos trabajadores, cualquiera que sea la zona en donde habiten, gozan todos igualmente de los bienes de la naturaleza; la fuerza de cada uno parece que dobla, su bienestar aumenta. La asociación de los instrumentos del trabajo por la repartición de los gastos entre todos, proporciona el medio de hacer productivas las tierras inaccesibles al monopolio, y la sociedad adquiere una cantidad mayor de productos. En fin; la balanza del comercio, si se la conserva en el fiel, no puede degenerar jamás, como la protección y el laissez-passer, en servidumbre y privilegio, lo cual acaba de demostrar su verdad y su saludable influencia.

La balanza del comercio llena, pues, todas las condiciones de evidencia: comprende y resuelve en una unidad superior, las ideas contrarias de libertad y de protección; goza de propiedades extrañas a éstas, y no presenta ninguno de sus inconvenientes. Indudablemente, el método que actualmente se sigue para aplicar esta síntesis, es defectuoso y se resiente de su origen bárbaro y fiscal; pero el principio es verdadero, y el que lo desconoce conspira contra su país.

Elevémonos ahora a más altas consideraciones.

Viviría en una extraña ilusión el que se imaginase que las ideas en sí mismas se componen y se descomponen, se generalizan y se simplifican, como parece que se ve en los procedimientos dialécticos. En la razón absoluta, todas estas ideas que nosotros clasificamos y diferenciamos a gusto de nuestra facultad de comparar y cediendo a una necesidad de nuestro entendimiento, son igualmente simples y generales; son iguales, si así puede decirse, en dignidad y en potencia, y el yo supremo (si el yo supremo razona) podía tomarlas a todas por premisas o consecuencias de sus razonamientos.

En realidad, nosotros sólo llegamos a la ciencia haciendo una especie de andamios con nuestras ideas; pero la verdad en sí misma es independiente de estas figuras dialécticas y de las combinaciones de nuestro espíritu, como las leyes del movimiento, de la atracción y de la asociación de los átomos lo son del sistema de numeración, por cuyo medio los explican nuestras teorías. No se sigue de aquí que la ciencia sea falsa o dudosa, no; pero se puede decir que la verdad, en sí misma, es infinitamente más verdadera que nuestra ciencia, supuesto que lo es bajo una infinidad de puntos de vista que se nos escapan; ejemplo de ello son las proporciones atomísticas, que son verdaderas en todos los sistemas de numeración posibles.

En las investigaciones sobre la certidumbre, este carácter esencialmente subjetivo del conocimiento humano, carácter que no legitima la duda, como lo creyeron los sofistas, es lo que conviene no perder de vista, so pena de condenarse a una especie de mecanismo que más tarde o más temprano conducirá al ser pensante al embrutecimiento. Por el momento nos limitaremos a hacer constar, sirviéndonos de la balanza del comercio, el hecho de esta subjetividad de nuestros conocimientos: más tarde procuraremos descubrir nuevos horizontes y nuevos mundos en este infinito de la lógica.

Por uno de esos casos bastante frecuentes de la economía social, la teoría de la balanza del comercio no es, por decirlo así, más que una aplicación particular de algunas operaciones aritméticas, adición, sustracción, multiplicación y división. Ahora bien: si yo preguntase cuál de estas cuatro operaciones, suma, diferencia, producto y cociente, presenta una idea más simple y más general; cuál de los números 3 y 4, tomados como factores, o el número 12 que es el producto, es más antiguo, no digo en mi multiplicación, sino en la aritmética eterna, en donde esta operación existe sólo porque los números se encuentran en ellas; si en la sustracción el residuo, y en la división el cociente, indican una relación más o menos compleja que los primeros números que sirvieron para formarla, ¿no es cierto que haría una pregunta desprovista de sentido?

Luego, si semejantes preguntas son absurdas, absurdo será también creer que, traduciendo estas relaciones aritméticas en lenguaje metafísico o comercial, se cambia su calidad respectiva. Repartir equitativamente entre los hombres los dones gratuitos de la naturaleza, es una idea tan elemental en la razón infinita, como la de cambiar o producir; sin embargo, si hemos de creer en nuestra lógica, la primera de estas ideas aparece después de las otras dos, y sólo por una elaboración refleja de éstas podemos realizar aquéllas.

Supongamos que en Inglaterra el trabajo produce 100 con 60 de gasto; en Rusia 100 con 80. Adicionando, primero los dos productos (100 + 100 = 200), después las cifras que representan el gasto (60 + 80 = 140); restando luego la más pequeña de estas dos cantidades de la mayor (200 - 140 = 60), y dividiendo el resto por 2, el cociente 30 indicará el beneficio neto de hada uno de los productores, una vez asociados por la balanza del comercio.

Ocupémonos primero del cálculo. En éste, los números 100, 200, 60, 80, 140, 2 y 30, parecen que se engendran los unos a los otros por una especie de desprendimiento; pero esta generación es un efecto exclusivo de nuestra óptica intelectual: estos números no son otra cosa, en realidad, que los términos de una serie, cada uno de cuyos momentos y relaciones, necesariamente simples o complejos, según el modo de considerarlos, es contemporáneo de los otros y está coordinado con ellos fatalmente.

Vengamos ahora a los hechos. Lo que la economía social, en Inglaterra como en Rusia, llama renta de la tierra, gastos de explotación, cambio, balanza, etc., es la realización económica de las relaciones abstractas que expresan los números 100, 200, etc. Estos son, si así puedo decirlo, los premios que la naturaleza puso para nosotros en cada uno de esos números, y que por medio del trabajo y del comercio procuramos hacer salir de la urna del destino. Y como la relación de todos estos números indica una ecuación necesaria, se puede decir, por el solo hecho de su existencia en el globo, al mismo tiempo que por las calidades diversas de su suelo y por la potencia mayor o menor de sus instrumentos, los ingleses y los rusos están asociados. La asociación de los pueblos es la expresión concreta de una ley del espíritu, un hecho necesario. Mas para cumplir esta ley, para producir este hecho, la civilización procede con una extremada lentitud y recorre un inmenso camino. Mientras que los números 100, 80, 70, 60 Y 50, que nos sirvieron para representar al principio de este capítulo las diversas calidades de la tierra, sólo presentan al espíritu una ecuación que operar, ¿qué digo? una ecuación realizada ya, pero sobreentendida para nosotros, y se resuelven todos en el número 72, resultado de esta ecuación, la sociedad, al conceder el monopolio de estas cinco calidades de tierras, empieza por crear cinco categorías de privilegiados, los cuales, esperando que la igualdad llegue, forman entre sí una aristocracia que se constituye sobre los trabajadores y vive a sus expensas. Bien pronto estos monopolios, por su celosa desigualdad, traen la lucha de la protección y de la libertad; lucha de la cual debe salir por fin la unidad y el equilibrio. La humanidad, como una sonámbula refractaria a las órdenes del magnetizador, cumple sin conciencia, lentamente, con inquietud y embarazo, el decreto de la eterna razón; y esta realización involuntaria de la justicia divina por la humanidad, es lo que llamamos progreso.

La ciencia en el hombre es, pues, la contemplación interior de la verdad. Esta sólo penetra en nuestra inteligencia con el auxilio de un mecanismo que parece extenderla, ajustarla, amoldarla, darle un cuerpo y una cara, como sucede con las ideas morales que vemos figuradas y dramatizadas en las fábulas; hasta me atrevo a decir que entre la verdad velada por la fábula y la misma verdad presentada por la lógica, no hay diferencia esencial. En el fondo, la poesía y la ciencia tienen el mismo temperamento; la religión y la filosofía no difieren; y todos nuestros sistemas son como un bordado de lentejuelas de tamaño, color, figura y materia parecida, susceptibles de prestarse a todas las fantasías del artista.

¿Por qué, pues, me abandonaré al orgullo de un saber que, después de todo, sólo prueba mi debilidad? ¿Por qué me dejaré engañar por la imaginación, cuyo único mérito está en falsear mi juicio, agrandando como soles los puntos brillantes que yacen esparcidos en el fondo oscuro de mi inteligencia? Lo que yo llamo ciencia, no es más que una colección de juguetes, un conjunto de niñerías que pasan y repasan sin cesar por mi espíritu. Esas grandes leyes de la sociedad y de la naturaleza, que me parecen las palancas sobre las cuales se apoya la mano de Dios para mover el universo, son hechos tan simples como una infinidad de otros que no me preocupan; hechos perdidos en el océano de las realidades, y ni más ni menos dignos de mi atención que los átomos. Esta sucesión de fenómenos cuyo brillo y rapidez me asombran; esta comedia trágica de la humanidad, que me encanta y me aterra a la vez, no es nada fuera de mi pensamiento, que tiene el poder de complicar el drama y prolongar el tiempo.

Pero aunque sólo la razón humana puede construir, sobre el fundamento de la observación, esas obras maravillosas por las cuales se representa la sociedad y la naturaleza, no puede crear la verdad, porque no hace más que elegir, entre la infinidad de formas del ser, la que más le agrada. Se sigue de aquí que, para que el trabajo de la razón humana sea posible, para que haya por su parte principio de comparación y de análisis, es preciso que la verdad, la facultad entera, esté dada. No es exacto, pues, ni puede decirse tampoco, que una cosa llega, que algo se produce, porque en la civilización, como en el universo, todo existe y todo obra desde siempre.

La ley de equilibrio se manifiesta desde el instante en que una relación se establece entre los propietarios de dos campos contiguos; y nuestra será la culpa si, gracias a nuestras preocupaciones restrictivas a nuestras prohibiciones y a nuestras prodigalidades, no hemos sabido descubrirla.

Lo mismo sucede con toda la economía social. Por todas partes funciona la idea sintética al mismo tiempo que sus elementos antagónicos; y mientras nos figuramos el progreso de la humanidad como una perpetua metamorfosis, el progreso no es más que el predominio gradual de una idea sobre otra; predominio y gradación que se nos presenta poco a poco, como si el velo que nos las oculta se retirase insensiblemente.

De estas consideraciones es necesario deducir lo siguiente, que será el resumen de este capítulo y el anuncio de una solución más elevada:

1° Que la fórmula de organización de la sociedad por el trabajo, debe ser tan sencilla, tan primitiva, de una inteligencia y de una aplicación tan fácil, que esta ley de equilibrio, descubierta por el egoísmo, sostenida por el odio y calumniada por una falsa filosofía, iguale entre los pueblos las condiciones del trabajo y del bienestar;

2° Que esta fórmula suprema, que comprende a la vez el pasado y el porvenir de la ciencia, debe satisfacer igualmente los intereses sociales y la libertad individual; conciliar la competencia y la solidaridad, el trabajo y el monopolio, y en una palabra, todas las contradicciones económicas.

3° Que esta fórmula existe en la razón impersonal de la humanidad, que obra y funciona hoy mismo y desde el origen de las sociedades, como cada una de las ideas negativas que la constituyen; que es ella la que nos hace vivir, la que determina la libertad, dirige el progreso, y la que a través de tantas oscilaciones y catástrofes, nos conduce hacia la igualdad y el orden.

En vano los trabajadores y los capitalistas se aniquilan en una lucha brutal; en vano la división parcelaria, las máquinas, la competencia y el monopolio diezman el proletariado; en vano la iniquidad de los gobiernos y la mentira del impuesto, la conspiración de los privilegios, la decepción del crédito, la tiranía propietaria y las ilusiones del comunismo, aumentan en los pueblos la servidumbre, la inmoralidad y la desesperación: el carro de la humanidad rueda sin detenerse ni retroceder jamás sobre su camino fatal; y las coaliciones, las hambres y las bancarrotas, parecen menores bajo sus inmensas ruedas que los picos de los Alpes y de las cordilleras sobre la superficie del globo. El Dios de la Justicia marcha, con la balanza en la mano, majestuoso y tranquilo; y la arena que cubre su camino, sólo imprime a sus platillos un invisible estremecimiento.


Notas

(1) Las palabras del ministerio en la Cámara de los diputados, relativamente al tratado belga, prueban que no es ese todavía el pensamiento del sistema. El señor Cunin-Gridaine, ministro de Comercio, resistiendo al torrente abolicionista acogido favorablemente por la prensa de oposición y por una parte de la ministerial, prestó a Francia el mayor servicio que se deberá tal vez al ministerio del 29 de octubre. ¡Quiera el cielo que Francia, aprovechándose del plazo que le proporciona este ilustre negociante, estudie bien los verdaderos principios de la libertad y de la igualdad, entre los pueblos!

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