Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Necesidad de la protección

Segunda parte

La razón la he dado ya, y bastará recordarla en dos palabras. El valor monetario no es, como se dice, un valor igual a los demás, supuesto que al perder sus capitales metálicos, sus valores más idealizados y más sólidos, la nación pierde su sustancia, su vida y su libertad. Un hombre que perdiese su sangre continuamente por la picadura de una aguja, no moriría en una hora, pero podría morir en quince días; e importaría muy poco que la pérdida de la sangre se efectUase por la garganta o por el dedo meñique. Así, pues, a pesar del egoísmo monopolizador, a pesar de la ley de propiedad que a todos asegura la completa disposición de sus bienes, de los frutos de su trabajo y de su industria, los miembros de una misma nación son todos solidarios; ¿cómo esta relación, que es a la vez de justicia y de economía, se os ha escapado? ¿Cómo no habéis visto la antinomia que danzaba bajo vuestra pluma?

¡Deplorable efecto de las preocupaciones de escuela! ... Juzgando el señor Bastiat la cuestión del libre cambio desde el punto de vista estrecho del egoísmo, cuando cree colocarse en el vasto horizonte de la sociedad, llama teoría de la penuria a aquella que, en su esencia (yo no defiendo las irregularidades y las vejaciones de la aduana), tiene por objeto asegurar el pago de los productos extranjeros con una cantidad equivalente de mercancías indígenas, circunstancia sin la cual la compra de objetos extranjeros, cualquiera que sea su precio, es en realidad un empobrecimiento. Llama también teoría de la abundancia a la que exige la libre entrada de todas las mercancías extranjeras, aun cuando hayan de pagarse con dinero; como si una libertad de esta especie, que sólo sirve para reforzar la ociosidad, no fuese un consumo sin cambio, un goce pródigo y una verdadera destrucción de capitales. Una vez lanzado en este terreno, fue necesario recorrerlo hasta el fin, y la extravagante denominación de sisifismo que el autor aplica al partido de la restricción, vino a terminar esta larga invectiva.

¡La teoría del libre monopolio, calificada de teoría de la abundancia! ... ¡Ah! si no existiesen filósofos ni sacerdotes, bastarían los economistas para darnos la medida de la locura y de la credulidad humanas! ...

Suprimid simultáneamente todas las tarifas, dicen los economistas, y como la baja es general, todas las industrias recibirán el beneficio; no habrá sufrimientos parciales, el trabajo nacional aumentará, y podréis vencer al extranjero. Con este razonamiento de niño, y después de una brillante polémica. el señor Blanqui hizo callar al señor Emilio de Girardin, el único periodista francés que se propuso defender el trabajo nacional (1).

Indudablemente, si todos los industriales de un país pudiesen comprar baratas las primeras materias, nada habría cambiado en sus condiciones respectivas; pero ¿en qué resuelve esto la dificultad? Se trata del equilibrio de las naciones, no del equilibrio de las industrias privadas dentro de cada una de las naciones. Pues bien: yo me hago cargo de la observación hecha, y pregunto: ¿a qué debemos esa baja general, esa ventaja de comprar con dos días de trabajo lo que antes nos costaba tres? ¿Será a nuestros propios esfuerzos o a la importación? La respuesta no es dudosa: será a la importación. Pues si la causa primera de la baratura viene de fuera, ¿cómo añadiendo nuestro trabajo, aumentado con los gastos de transporte de la materia primera, al producto del extranjero, podremos competir con el extranjero mismo? y si implica contradicción que la baja producida por los productos extranjeros nos permita luchar contra ellos, ¿con qué mercancías pagaremos las que se importen? Con dinero, sin duda. Probad, pues, que la moneda es un producto como otro cualquiera, o haced de modo que todas las mercancías equivalgan al dinero, o callaos, porque no sois más que unos embrolladores y unos aturdidos.

Dejemos entrar libremente los cereales, gritan a los colonos los liguistas ingleses; el precio de los servicios se reducirá en todas partes, la producción del trigo inglés será más barata, y el colono, el propietario y el jornalero ganarán. Pero ... no me cansaré de repetirlo; este es el movimiento continuo, y es preciso demostrarlo. Si la baja en el precio de los servicios se debe a la importación de los trigos de América y del mar Negro, ¿cómo podrá luchar la producción del trigo inglés con la producción del trigo ruso y americano? ¿Cómo es posible que el efcto venza a la causa? El precio del trigo extranjero, ¿no subirá en razón del pedido y no bajará en razón de la competencia? ¿No sufrirá todas las oscilaciones del mercado? Si los gastos de producción del trigo en Inglaterra, gracias a la importación americana, bajan tres francos por hectolitro, la producción inglesa, sostenida por América, obligará a esta última a bajar sus precios tres francos más que antes; pero nunca Inglaterra podrá, por este medio, tomar la ventaja. ¿Qué digo? Si todo baja en Inglaterra, la reducción de precios en sus mercancías es beneficiosa para los americanos, que asegurarán cada vez más la superioridad de sus cereales. Todavía una vez: demostrad lo contrario, o retirad vuestras palabras.

Dejemos entrar en nuestro país, dice el señor Blanqui, los hierros, la hulla, los tejidos, todas las materias primeras de nuestro trabajo, y sucederá con cada una de nuestras industrias lo que sucedió con el azúcar de remolacha, cuando se suprimieron los derechos que la protegían, que aumentó su fuerza. Desgraciadamente para la aserción del señor Blanqui, los fabricantes de azúcar de remolacha protestaron diciendo que el progreso obtenido en la fabricación lo debían, no a la competencia extranjera, sino a sus propios esfuerzos y a su propia inteligencia; que este progreso, en fin, lo debían a sí mismos, y no a los auxilios del extranjero. En el sistema del señor Blanqui, la protección más moderada debe perjudicar a la industria del país, y al contrario, esta industria (es ella misma quien lo asegura) progresa por la protección. Hemos visto que en algunos años la industria linera subió en Francia de 90.000 a 150.000 brocas. ¿Y cómo a no ser que se asociasen las fábricas de azúcar francesas con las de las Antillas, las de hilados de la Bretaña con las de Bélgica, la baratura de la industria extranjera podría favorecer el desarrollo de la nuestra? Si un fabricante de azúcar de remolacha me dijese lo contrario, no le habría creído. Si el señor Blanqui quiso decir que la competencia extranjera, obrando como un estimulante, haría a nuestros industriales más inventores, y por consiguiente, a nuestras manufacturas más fecundas, en ese caso, la introducción de los productos extranjeros no es más que un medio de alta policía comercial en manos del gobierno. Que se confiese así, y la causa será conocida; no habrá ya sobre qué discutir.

Si yo probase ahora que la libertad absoluta de comercio con la existencia de los monopolios nacionales e individuales, lejos de ser una causa de riqueza, lo es de carestía y de penuria, ¿me harían los economistas el obsequio de abandonar este nuevo escrúpulo?

Francia no teme ni puede temer competencia de ningún género en sus vinos, porque el mundo entero los pide. Desde este punto de vista, los productores de Burdeos, de Champagne y de Borgoña, ganarán con la libertad de comercio; hasta convengo en que, ocupando nuestra industria vinícola una quinta parte de la población del país, la supresión total de las barreras se presenta como una gran ventaja para nosotros. Los viñadores quedarán, pues, satisfechos, y el libre comercio no hará bajar el precio de sus vinos; al contrario, lo hará subir. Pero ... ¿qué dirán acerca de esto los labradores y los industriales? El consumo por persona, que sólo es de 95 litros en París, descenderá a 60; se tomará el vino como se toma el café, por medias tazas y por copitas, y esto es horrible para los franceses. Nuestros vinos, por lo mismo que nacen y crecen en el mismo suelo donde nosotros nacemos y crecemos, nos son más necesarios que al resto de los hombres, y el mercado exterior nos los arrebatará infaliblemente.

Y ahora bien: ¿qué compensación se nos ofrece? No serán, seguramente, los vinos de Inglaterra y de Bélgica, ni los más reales, pero no menos inaccesibles al pueblo, de Oporto, Hungría, Alicante y Madera; no serán tampoco las cervezas de Holanda ni los caldos alpinos. ¿Qué beberemos, pues? Nada; pero tendremos, dicen los economistas, el hierro, la hulla, la quincallería, las telas, los cristales y la carne más baratos; lo cual quiere decir que no tendremos vino y que habrá más trabajo, supuesto que demostramos ya la imposibilidad de hacer competencia al extranjero con sus propios productos.

Recíprocamente, los obreros ingleses verán bajar el precio del pan, del vino y de los demás comestibles; pero al mismo tiempo, el precio de la hulla, del hierro y demás objetos que produce Inglaterra aumentará; y como para conservar su trabajo frente a la competencia extranjera, tendrán que sufrir siempre nuevas reducciones en los salarios, vendrá a sucederles lo mismo que a los obreros franceses; es decir, que no podrán comprar sus productos ni los nuestros. ¿Quién se habrá aprovechado de la libertad? Los monopolizadores, los rentistas, todos los que viven del crecimiento de sus capitales; en una palabra, los hacedores de pobres, cuya casta, bastante numerosa para devorar el excedente que dejan al colono las tierras de primera calidad, al minero las minas más ricas y al industrial las explotaciones más productivas, no permite que el trabajo se aplique a las tierras y explotaciones inferiores sin abandonar su renta. En este sistema de monopolios encadenados que se llama libertad de comercio, el tenedor de los instrumentos de producción parece que dice al obrero: Tú trabajarás mientras puedas dejarme un excedente con tu trabajo, pero no irás más allá. La naturaleza quiso que el habitante de cada zona viviese, ante todo, de sus productos naturales, supuesto que obtiene con el excedente los que su país no produce; pero en el plan del monopolio sucede lo contrario: el trabajador no es más que un siervo del ocioso cosmopolita; el paisano polaco siembra para el lord inglés; el portugués y el francés producen sus vinos para todos los holgazanes del mundo; el consumo, si así puedo expresarme, está expatriado, y el trabajo mismo, limitado por la renta y reducido a una especialidad estrecha y servil, tampoco tiene patria.

Según esto, después de haber demostrado que la desigualdad de los cambios, a la larga arruina a las naciones que compran, vemos ahora que arruina también a las que venden. Una vez roto el equilibrio, la subversión se hace sentir en todas partes: la miseria se vuelve contra su autor; y así como en la guerra, el ejército conquistador acaba por extinguirse en la victoria, en el comercio el pueblo más fuerte acaba por ser el más estrujado. ¡Extraño fenómeno! ... Say nos dice que en el libre cambio toda la ventaja está de parte del que recibe más; y en efecto, tomando la palabra ventaja en el sentido de perjuicio menor, Say tiene razón. Se sufre menos cuando se consume sin producir que cuando se produce sin consumir; y esto es tan cierto, que después de haberlo perdido todo, aun queda el trabajo para conquistarlo.

Hace ya mucho tiempo que Inglaterra viene siendo este país A de que nos habla el señor Bastiat; país capaz de proveer al mundo entero de una multitud de cosas, en condiciones mejores que todos los demás pueblos. A pesar de las tarifas con que procuró rodearse por todas parte la desconfianza de las naciones, Inglaterra ha recogido el fruto de su superioridad; agotó reinos enteros, y se llevó todo el oro de la tierra; pero al mismo tiempo, la miseria se descolgó sobre ella desde todos los puntos del globo. Creación de fortunas nunca vistas, desposesión de todos los pequeños propietarios, y metamorfosis de las dos terceras partes de la nación en casta indigente: he ahí lo que le han valido a Inglaterra sus conquistas industriales. En vano se recurre a una teoría absurda para cambiar la opinión y ocultar la verdadera causa del mal; en vano, con la máscara del liberalismo. una intriga poderosa quiere llevar las naciones rivales a una lucha desastrosa: los hechos están ahí para instruir a las sociedades, y bastará analizarlos para convencerse de que toda infracción de la justicia hiere al bandido como a su víctima.

¿Qué más puedo decir? Los partidarios del libre monopolio no tienen siquiera el placer de seguir su principio hasta el fin, y su teoría termina siempre con una negación de sí misma.

Supongamos que después de abolidos los derechos sobre los cereales, y entrando Inglaterra en el camino de nuestra gran revolución, ordenase la venta de todos los dominios, y que el suelo, aglomerado hoy en manos de una imperceptible minoría, se dividiese entre los cuatro o cinco millones de habitantes que constituyen la importancia de su población agrícola. Seguramente, este procedimiento, previsto ya por algunos economistas, sería el mejor para salvar a Inglaterra por algún tiempo de su horrorosa miseria, a la vez que se presentaría como un feliz suplemento de los Workhouse. Pero una vez realizada esta gran medida revolucionaria, si el mercado inglés continuaba, como antes, inundado por los cereales y demás productos agrícolas del extranjero, es claro que los nuevos propietarios se verían obligados a vivir en sus tierras sacando de ellas pan, cebada, carne, legumbres, huevos, etc.; y no pudiendo cambiar o cambiando con pérdida. dado que su producción saldría más cara que la de los objetos similares importados del extranjero, estos propietarios, digo, se arreglarían como en otro tiempo lo hicieron nuestros campesinos, de modo que no comprasen nada y consumiesen sus propios productos. Las barreras quedarían abolidas; pero la población rural se abstendría de comprar, y la reforma sería completamente inútil. Pues bien; yo creo que no se necesita mucha penetración para comprender que ésa fue la causa primera del régimen protector. ¿Podrían decirnos los economistas, con sus cifras y con su elocuencia, de qué modo piensan salir de este círculo?

La esencia de la moneda desconocida; los efectos del alza y de la baja del dinero comparados sin inteligencia ninguna al alza y baja de las mercancías; eliminada la influencia de los monopolios sobre el valor de los productos; el egoísmo sustituyendo por todas partes al interés social; la solidaridad de los ociosos levantándose sobre las ruinas de la solidaridad de los trabajadores; la contradicción en el principio, y sobre todo, las nacionalidades sacrificadas en el altar del privilegio; he ahí, si no me engaño, lo que hemos hecho salir, con una evidencia irresistible, de la teoría del libre cambio. ¿Será preciso que continúe la refutación de esta utopía, tan querida de los economistas? O yo estoy dominado por la más extraña de las alucinaciones, o el lector imparcial debe encontrarse en este momento muy desengañado, y la argumentación de los adversarios debe parecerle tan mezquina, tan desprovista de filosofía y de verdadera ciencia, que apenas me atrevo a citar nombres ni textos. Temo que mi crítica, a fuerza de ser evidente, se convierta en irreverente; y antes de irritar, por medio de una discusión pública, tantos y tan respetables amor-propios, preferiría mil veces abandonarlos a la soledad de sus remordimientos.

Pero no es esto todo: la opinión pública está tan poco ilustrada, y la autoridad de los nombres es tan poderosa entre nosotros, que se me perdonará la especie de encarnizamiento con que me veo precisado a combatir una escuela cuyas intenciones, me complazco en reconocerlo, son excelentes, pero cuyos medios sostengo que son contradictorios y funestos.

El señor Mathieu de Dombasles (2), uno de nuestros mejores agrónomos, había comprendido perfectamente la razón filosófica del régimen protector, y combatió, con un buen sentido lleno de originalidad y de elocuencia, la teoría de J. B. Say. Indudablemente, decía, el señor Say tendría razón si las mercancías fuesen simplemente cambiadas como en las sociedades primitivas; pero hoy son vendidas y compradas; hay oro y plata de por medio, y con moneda se saldan las diferencias. ¿Qué importa, pues, la baratura? Desde el momento en que pagamos nuestras compras, no con valores agrícolas o industriales, sino con nuestros metales preciosos, enajenamos progresivamente nuestro dominio, y nos convertimos realmente en tributarios del extranjero. Para que podamos tener siempre con qué pagar, nos será preciso buscar oro y plata o recurrir a la hipoteca. Pero el primer partido es imposible para el comercio; sólo queda el segundo, que es, hablando con propiedad, la esclavitud.

Contra esta argumentación irrefutable, deducida de las nociones de la economía política misma, se levantó el señor Dunoyer indignado en plena sesión de la Academia de Ciencias morales y políticas, y ...

El señor de Dombasles, dijo con vehemencia, una de las más fuertes y sanas inteligencias, uno de los caracteres más puros de nuestro país, es, como el señor d'Argout (3), partidario del régimen prohibitivo; nadie es infalible, y puede suceder que los mejores talentos se equivoquen.

¿Y a qué viene esta insinuación tan poco parlamentaria? ¿Tan segura es la teoría del libre comercio, que todos debamos inclinar nuestras frentes ante ella so pena de pasar por locos?

La certidumbre de esta teoría, se dirá, está en la Academia de Ciencias morales y políticas, que asume la responsabilidad ... ¿Y por qué no se añade: fuera de la cual no hay más que intrigantes, comunistas abominables, dignos de ser ferulizados por el señor Dunoyer, y biografiados por el señor Reybaud?

A esto nada tendríamos que responder; pero preguntaría a la Academia de Ciencias morales, guardiana de las libertades industriales contra la invasión de las utopías comunistas, cómo se explica que los señores d'Argout y Dombasles se oponen a la libertad de comercio, precisamente porque se oponen al comunismo. Si la abolición de las aduanas no es la comunidad de los trabajadores, es, por lo menos, el comunismo entre los explotadores, lo cual es ya un principio de igualdad. Ahora bien: cada uno por sí y para sí, exclaman los señores d'Argout y Dombasles; tenemos bastantes iniquidades en nuestra casa, y no queremos entrar en comunidad de rapiña con nadie. Cuando más, añade el último, resulta de la división de los intereses que no puede haber sociedad real entre las diversas naciones; no hay ni puede haber más que una aglomeración de sociedades contiguas. ¿Qué es el interés general de la humanidad, fuera del interés especial de las naciones? ...

¿Se puede dar algo más explícito? La abolición de las aduanas entre los pueblos es imposible, dice el señor Dombasles, porque la comunidad entre los pueblos es imposible también. ¿Cómo, pues, la Academia de Ciencias morales, enemiga por principio del comunismo, como los señores d'Argout y Dombasles lo son por instinto, pudo en la cuestión del librecambio declararse partidaria del comunismo?

El ilustre agrónomo, dice el señor Dunoyer, no se limitó a considerar el sistema como hecho, sino que se propuso defenderlo como teoría.

Teoría y práctica, práctica y teoría: he ahí los puntos cardinales de todos los razonamientos del señor Dunoyer. Este es su Deus ex machina. Los principios económicos están continuamente desmentidos por los hechos: práctica. Los hechos realizados en virtud de los principios son desastrosos: teoría. Disculpando perpetuamente la teoría con la práctica y la práctica con la teoría, se elimina el sentido común y la arbitrariedad siempre es razonable. ¿En virtud de qué teoría, el señor Dunoyer se vió precisado a abandonar la práctica propietaria declarándose, a propósito de la cuestión prohibitiva, partidario del comunismo?

De hecho, nos dice este escritor, desde la época en que las relaciones comerciales empezaron a tomar alguna actividad, todos los pueblos debutaron por la prohibición de las mercancías extranjeras.

Ante todo, tomemos acta de este hecho, y observemos que al defender el señor Dunoyer una teoría contraria a los hechos, empieza la justificación de su comunismo por una utopía. ¡Cómo! ¡La Academia de Ciencias morales y políticas, en la Memoria que publicó sobre el concurso relativo a la asociación, se lamenta porque los opositores no tuvieron en cuenta la historia, y el señor Dunoyer, autor de este informe, consagra su vida a la defensa de un principio contrario a la historia! ... ¡Es decir, la historia no significa nada desde el momento en que se llega a ser académico!

Nada debía parecer tan natural y tan permitido como el rechazar la competencia extranjera: el instinto egoísta de las poblaciones, el interés fiscal de los gobiernos, las vivacidades nacionales, el temor, el odio, los celos, el deseo de la venganza y de las represalias, toda clase de malos sentimientos debían conducir al empleo de este medio que supo desfigurar la sagacidad del espíritu humano, siempre hábil para descubrir razones que apoyen y sostengan las peores causas.

He aquí al género humano tratado como el señor Dombasles. El señor Dombasles se declara prohibicionista: es un genio caído, digno de las censuras de la Academia. El género humano pensó sobre el libre comercio de diferente manera que el señor Dunoyer; es una raza de pillos, de filibusteros y de falsarios, digna de todos los males que llevan consigo la gabela y la aduana.

Permítame el señor Dunoyer que le diga que concede demasiado poder a nuestra malicia, y que hace, al mismo tiempo, demasiado honor a nuestra inteligencia. Yo no creo que exista una sola institución que haya nacido de un mal pensamiento, ni siquiera de un error absoluto; y el colmo de la sagacidad humana, no está en inventar pretextos a las soluciones sociales, sino en descubrir cuáles fueron sus verdaderos motivos. ¿Se equivocó la humanidad al establecer, en torno de cada pueblo, un círculo de garantías? Si el señor Dunoyer hubiese propuesto la cuestión en estos términos, no dudo que habría sido más circunspecto en su respuesta.

Que el sistema tuvo sus razones, no es posible negarlo; que además no ha impedido ciertos progresos, y hasta podemos decir, progresos considerables, aunque infinitamente menores, y sobre todo, menos felizmente dirigidos que si las cosas hubiesen tomado un curso más regular y legítimo, tampoco se puede dudar.

Yo siento verme en la necesidad de darle tan malos compañeros; pero el señor Dunoyer razona exactamente como los comunistas y los ateos. Indudablemente, dicen estos señores, la sociedad ha progresado; la religión y la propiedad tuvieron su razón de ser; pero ¡cuánto más rápidos habrían sido nuestros progresos sin los reyes, sin los sacerdotes, sin la propiedad, que es el fundamento de la familia, y sin necesidad de combatir la carne! ¡Inútiles lamentaciones! ... Las prohibiciones fueron en su tiempo, como la propiedad, la monarquía y la religión, parte integrante y necesaria de la policía del Estado y una de las condiciones de su prosperidad. La cuestión no está solamente en discutir las prohibiciones en sí mismas, sino también en saber si cumplieron su destino. ¿De qué sirve ser miembro de una Academia de Ciencias morales, políticas e históricas, si se desconocen estos principios de la crítica más vulgar?

El señor Dunoyer censura después la divergencia de intereses creada por el sistema protector, lo cual es tomar la cosa al revés. La divergencia de los intereses no nació de la protección; deriva de la desigualdad de las condiciones del trabajo y de los monopolios; es la causa, no el efecto del establecimiento de las aduanas. ¿No existían acaso los depósitos hulleros y ferruginosos en Inglaterra, como los campos de trigo en Polonia, como las viñas en Burdeos y en Borgoña, antes de que los pueblos soñasen en protegerse los unos contra los otros?

Se puede suponer que, como sucedió con otros privilegios que, bajo ciertos aspectos y en ciertas épocas. obraron como excitantes, las prohibiciones pudieron ser un estímulo que contribuyeron a vencer el temor de los capitalistas obligándolos a entrar en empresas útiles, aunque aventuradas.

¿Se puede preguntar también cuáles son estos otros privilegios que, como las prohibiciones, sirvieron de estimulantes a la industria, y que, sin embargo, la teoría condena? Por todas partes, dice el señor Rossi, en los primitivos tiempos se encuentra un monopolio. Este es el que hace cambiar el precio natural de las cosas y el que, consolidándose y generalizándose por un acuerdo tácito, llegó a ser la propiedad. Ahora bien: que la propiedad tuvo su razón de ser, no puede negarse; que no ha impedido ciertos progresos, y que hasta sirvió de estimulante, tampoco se puede poner en duda; pero que la propiedad, explicable hasta cierto punto como hecho, se afirme como principio absoluto, he ahí lo que yo prohibo bajo pena de inconsecuencia a todo adversario de la protección. Por tercera vez, el señor Dunoyer es comunista.

Este escritor pretende después introducir la división en las filas del enemigo, y dice:

No hace mucho tiempo que ciertas industrias combatían violentamente la unión comercial con Bélgica, en nombre y en interés del trabajo nacional; pero fueron desmentidas, acusadas y apostrofadas por muchas otras.

¿Y qué hay aquí que deba sorprendemos? Esta era la antinomia de la libertad y la protección que se presentaba bajo una forma dramática: cada partido aparecía en la escena con la intolerancia y la mala fe de sus intereses, y era inevitable que hubiese batallas, crisis, injurias y escándalos. En semejante lucha, el deber de los economistas se reducía a permanecer neutrales y demostrar a todos que eran víctimas de una contradicción. Monopolios contra monopolios, ladrones contra ladrones; la ciencia debía callar si no se quería oír sus consejos de paz. Los economistas, defensores del monopolio interior cuando se trata del derecho de los obreros; apologistas del monopolio extranjero cuando se trata del consumo de los ociosos, sólo pensaron en aprovecharse de la lucha de los intereses en favor de su teoría. En vez de hablar razonablemente, encendieron el fuego, y sólo consiguieron atraer sobre sí las maldiciones de los prohibicionistas, a quienes hicieron más tercos todavía. Su conducta en estas circunstancias ha sido indigna de verdaderos sabios, y los periódicos donde consignaron sus diatribas. permanecerán como prueba de su increíble ceguedad.

Por lo mismo que el gobierno favorece a la nación, dice el señor Dunoyer, se presenta hostil a los extranjeros.

Esto es chauvinismo humanitario: esto es como si se dijese que la famosa máxima, cada uno por sí y para sí, es una declaración de guerra. y ved de qué manera, a pesar del tumulto de las opiniones, todo se encadena en las cosas de la sociedad. En el momento mismo en que el ministerio acaricia la alianza inglesa (4) y la defiende a toda costa, nuestros economistas acarician también la libertad inglesa, esta libertad que hace caer la cadena de nuestros pies y nos corta los brazos. No calumniemos al interés nacional ni al privado, y sobre todo, no temamos amar demasiado a nuestro país. El simple buen sentido. decía el señor Dombasles con una razón eminentemente práctica, hizo comprender a las naciones que vale más producir un objeto que consumen que comprarlo al extranjero. Rechazar un excedente de mercancías extranjeras, es negarse a comer su renta y su capital; y en cuanto al afán desordenado de producir todo por sí mismos, puede decirse que es la única garantía que tenemos contra este contagio del feudalismo mercantil nacido en Inglaterra, y que hoy amenaza invadir a Europa.

Pero la teoría del libre comercio no admite distinción ni reserva. Además del monopolio de la tierra y de los instrumentos de trabajo, necesita la comunidad del mercado, es decir, la coalición de las aristocracias, la servidumbre de los trabajadores y la universalidad de la miseria.

El señor Dunoyer se lamenta de que la protección detenga los felices efectos de la competencia entre los pueblos, y sirva, por lo mismo, de obstáculo a los progresos generales de la industria. He contestado ya que bajo este aspecto, la cuestión de las prohibiciones es una cuestión de alta policía comercial, y que a los gobiernos toca juzgar cuándo deben extenderlas y restringirlas. Por lo demás, es claro que si el régimen prohibitivo, suprimiendo la competencia entre los pueblos, priva a la civilización de sus buenos efectos, la preserva al mismo tiempo de los subversivos, y hay compensación.

En fin, el señor Dunoyer, después de haber cercado la fortaleza proteccionista con las trincheras de su argumentación, se decide a dar el salto. He aquí, ante todo, de qué manera expone las razones de sus adversarios:

En el interior de un país, no todas las minas son susceptibles de explotarse con la misma faCilidad; no todos los labradores cultivan un suelo igualmente fértil; no todas las fábricas están bien dispuestas, ni disponen de motores naturales gratuitos o de motores de una misma potencia, ni todas tienen a su servicio una población inteligente y bien educada. Allí en donde las condiciones son iguales, una multitud de causas pueden hacerlas variar accidentalmente, como sucede con los nuevos procedimientos, con las invenciones y demás progresos.

Perfectamente. Y bien: entonces, ¿qué dice la teoría? ¿Cuál es el sistema de compensación? Supuesto que la posesión de estos diversos instrumentos de producción es ya un monopolio, ¿de qué modo se arreglará la teoría para nivelar las desigualdades que crean todos esos monopolios? ¿De qué manera, según la frase de vuestro colega el señor Bastiat, de qué manera procederemos para que entre todos los productores que tomen parte en el cambio, sólo el trabajo de cada mercancía se pague y se venda? ¿Cómo el que sólo produce una naranja por día en París, será tan rico como el que produce un cajón de ellas en Portugal? He ahí lo que espera de vosotros el buen sentido popular, porque ése es el principio o la excusa, por no decir la justificación del régimen prohibitivo.

¡Vanidad de las teorías! ... El señor Dunoyer retrocede: en vez de vencer la dificultad a viva fuerza, procura demostrarnos que la dificultad no existe. Y la razón que presenta, preciso será confesado, es la más poderosa que imaginaron los economistas. Las aduanas, dice, fueron abolidas en el interior de todos los países, en Francia, en Alemania, en América, etc., y estos países se encuentran bien: ¿por qué no sucedería lo mismo entre los pueblos?

¡Ah! ¡Preguntáis por qué! ... Es decir que desconocéis el sentido de los hechos realizados, que no sabéis prever el de los que estáis provocando, y que toda vuestra teoría descansa en una oscura analogía. Vos no habéis visto, ni oído, ni comprendido lo que sucedió en d mundo, y habláis, como un profeta, de lo que sucederá. Preguntáis por qué no se suprimen las aduanas exteriores del mismo modo que se suprimieron las interiores, y os voy a contestar en dos palabras; escuchad: Porque no existe entre los pueblos comunidad de monopolios ni de cargas, y porque cada país tiene bastante con la miseria que en su interior se desarrolla, gracias a los monopolios y a las contribuciones, sin necesidad de agravarla todavía más con la acción de los monopolios y las contribuciones extranjeras.

Como ya dije lo bastante sobre la desigualdad que entre las naciones establece el monopolio de sus territorios respectivos, me limitaré ahora a considerar la cuestión del libre cambio desde el punto de vista del impuesto.

Todo servicio útil que se produce en una sociedad civilizada, llega al consumo recargado con ciertos derechos fiscales que representan la parte proporcional que este producto soporta en las cargas públicas. Así es que, una tonelada de hulla expedida desde Saint-Etienne a Estrasburgo, cuesta 30 francos, comprendidos todos los gastos: de estos 30 francos, 4 representan la contribución directa llamada derecho de navegación, que debe pagar el producto hulla para ir desde Saint-Etienne a Estrasburgo. Pero esta suma de 4 francos no representa todas las cargas que pesan sobre una tonelada de hulla; hay todavía otros gastos más, que yo llamo impuesto indirecto de la hulla, y que es preciso poner en cuenta. Y en efecto; la suma de 26 francos, que forma el complemento del valor total de la hulla puesta en Estrasburgo, se compone toda ella de salarios, desde el interés pagado al capitalista explotador de la mina, hasta los marineros que conducen el buque a su destino. Pues bien: estos salarios, descompuestos a su vez, se dividen en dos partes; una que es el precio del trabajo y otra que representa la parte contributiva de cada trabajador en el impuesto. Si esta descomposición se lleva tan lejos como posible sea, se verá tal vez que una tonelada de hulla que se vende en 30 francos, está recargada por el fisco en la tercera parte de su valor comercial; es decir, en 10 francos.

¿Es justo que el país, después de haber recargado a estos productores con gastos extraordinarios, compre sus productos con preferencia a los de los productores extranjeros que no le pagan nada? Yo desafío a todo el mundo a que me diga que no.

¿Es justo que el consumidor de Estrasburgo, que podría tener la hulla de Prusia a 25 francos, tenga que proveerse en Francia donde le cuesta 30, o pagar un nuevo derecho si quiere traerla del primero de estos países?

Esto equivale a preguntarse si el consumidor de Estrasburgo pertenece a Francia; si goza de los derechos inherentes a la cualidad de francés, y si produce él mismo para Francia y bajo la protección de Francia. Sí, él es solidario de todos sus compatriotas; y así como su clientela la adquirió bajo la égida de la sociedad francesa, también, su consumo personal forma parte del consumo general del país. Y esta solidaridad es inevitable, pues para que dejase de existir, sería preciso. empezar suprimiendo el gobierno, la administración, el ejército, la justicia y todos los accesorios, y restablecer a los industriales en su estado de naturaleza, lo cual es absolutamente imposible. Es, pues, la comunidad de cargas, es la condición económica de la sociedad francesa la que nos obliga a constituir grupo contra el extranjero, si no queremos perder, en un comercio insostenible, nuestro capital nacional. Yo desafío de nuevo, a quien quiera que sea, a que rechace este principio de la solidaridad cívica.

Desde que se abolieron en Francia las aduanas interiores, sin hablar ya del acrecentamiento del pauperismo, que fue uno de los resultados principales de la centralización de los monopolios nacionales, y que disminuye mucho las ventajas de la libertad de comercio entre los ochenta y seis departamentos, hubo también, entre estos, mismos departamentos, repartición proporcional del impuesto y comunidad de cargas: de modo que, como las localidades ricas pagaban más y las pobres menos, se estableció cierta compensación entre las provincias. Hubo, como siempre, aumento de riqueza y de miseria; pero a lo menos, todo fue recíproco.

Nada parecido a esto podrá suceder entre las naciones del globo, mientras continúen divididas e insolidarias. Los economistas no tienen la pretensión de hacer guerra a los príncipes, de derribar las dinastías, de reducir las funciones del gobierno poniéndoles al nivel de los guardias municipales, ni de sustituir la distinción de los Estados con la monarquía universal; pero conocen mucho menos el secreto de asociar a los pueblos; es decir, de resolver las contradicciones económicas y de someter el capital al trabajo. Pues bien: a no ser que todas estas condiciones se reúnan, la libertad de comercio es una conspiración contra las nacionalidades y contra las clases trabajadoras, y desearía que alguno me probase con razones que en esto, como en todo lo demás, estoy equivocado.

Véase, pues, cómo a fuerza de agitar la cuestión de las aduanas, después de haber visto la protección impuesta por la necesidad, legitimada por el estado de guerra, o sea por la consagración universal de los monopolios, la encontramos fundada en la economía política y cn el derecho. La existencia de las aduanas está íntimamente ligada a la percepción del impuesto y al principio de la solidaridad cívica, como a la independencia nacional y a la garantía constitucional de las propiedades. Y siendo así, ¿por qué acusaremos de egoísmo y de monopolio a los industriales que piden protección? Los que gritan ¡libertad! ¿son tan puros como se les supone? Mientras los unos explotan y alimentan al país, ¿consideraré como salvadores a aquellos cuyo único pensamiento es venderle, sin que pueda, a mi vez, acusar de felonía a los abolicionistas anglófilos? Con este motivo, citaré una frase del honrado señor Dombasles, que me pesa como una montaña de plomo sobre el pecho, y cuyo misterio no pude penetrar nunca: Yo no sé, decía con tristeza, si un francés querría decir y hasta encontrar la verdad completa en algunas de las cuestiones que a este asunto se refieren.

La aduana existe donde quiera que se estableció un comercio de nación a nación. Los pueblos salvajes la practican como los civilizados; aparece en la historia al mismo tiempo que la industria; es uno de los principios constitutivos de la sociedad, como lo son la división del trabajo, las máquinas, el monopolio, la competencia, el impuesto, el crédito, etc. Yo no digo que deba durar siempre, por lo menos, en su forma actual; pero afirmo que las causas de su aparición serán eternas; por consiguiente, que hay aquí una antinomia que la sociedad debe resolver continuamente, y que, fuera de esta solución, no hay para los pueblos más que decepción y miseria mutuas. Un gobierno puede suprimir, por medio de un decreto, sus líneas de aduanas: ¿qué importa para el principio ni para la fatalidad, cuyos órganos somos, esa supresión? El antagonismo del trabajo y del capital no habrá desaparecido por eso. Y cuando la guerra del patriciado y del proletariado se generalice; cuando el contagio de la opulencia y del pauperisrno no encuentre obstáculos de ningún género; cuando las cadenas de la servidumbre cubran, como una red, el mundo entero, y los pueblos se vean sometidos a un patronato unitario, ¿diremos que el problema de la asociación industrial está resuelto, y que la ley del equilibrio social se encontró ya?

Algunas observaciones más, y terminaré con este capítulo.

El más popular de todos los economistas, pero al mismo tiempo el más ardiente promovedor de la libertad absoluta de los cambios, el señor Blanqui, en fin, en su Historia de la economía política, entregó a la execración del mundo a los reyes de España Carlos V y Felipe II, por haber sido los primeros que adoptaron, como regla política, el sistema de la balanza del comercio y su indispensable auxiliar, la aduana. Si por este motivo Carlos V y Felipe II fueron peores que Tiberio y Domiciano, es preciso confesar que tuvieron a la España y a toda Europa por cómplices; circunstancia que, a los ojos de la posteridad, debe atenuar mucho su crimen. Estos soberanos, representantes de su siglo, ¿hicieron tanto daño con su sistema de nacionalidad exclusiva? El señor Blanqui se encargará de respondemos; consagra este escritor un capítulo especial a describir de qué modo España, gracias a las riquezas inmensas que le produjo el descubrimiento del Nuevo Mundo, se estacionó en su industria; primero, a causa de la expulsión de los moros, después por la de los judíos, y últimamente por su lascivia y su holgazanería, causas que la arruinaron en muy poco tiempo, convirtiéndola en la nación más necesitada de Europa. Comprando siempre y no vendiendo nunca, no podía salvarse de su destino. El señor Blanqui lo dice, lo prueba, y ésta es, precisamente, una de las páginas más bellas de su obra. ¿Y no es cierto que si Carlos V y Felipe II hubiesen podido, por un medio cualquiera, obligar a los españoles a trabajar, habrían sido para ellos unos verdaderos dioses tutelares, unos padres de la patria? Desgraciadamente, Carlos V y Felipe II no eran socialistas ni economistas; no tenían a su disposición veinte sistemas de organización y de reforma, y no creían que la salida de los capitales españoles sería una razón elevada a la cuarta potencia para hacerlos volver. Como todos los hombres de su época, sentían vagamente que la exportación del numerario equivalía a una evacuación de la riqueza nacional; que si comprar siempre no vendiendo jamás era el medio más rápido de arruinarse, comprar mucho y vender poco era un agente de ruina menos pronto, pero seguro. Su sistema de exclusión, o por mejor decir, de coerción al trabajo, no consiguió el objeto que se proponían; convengo en ello, y hasta confieso que era imposible que lo consiguiesen; pero yo sostengo también que era imposible emplear otro, y para probarlo apelo a toda la sagacidad inventiva del señor Blanqui.

Dos cosas faltaron a los reyes de España: el secreto de hacer trabajar a una nación cargada de oro, secreto más imposible que el de la piedra filosofal, y el espíritu de tolerancia religiosa en un país en donde la religión era superior a todo. La opulenta y católica España estaba condenada por su religión y por su culto. Las barreras que establecieron Carlos V y Felipe II, derribadas por la cobardía de los súbditos, no opusieron más que una débil resistencia a la invasión extranjera, y en menos de dos siglos, un pueblo de héroes se convirtió en un pueblo de lazarillos.

¿Dirá el señor Blanqui que la España se empobreció no por sus cambios, sino por su inacción; no a causa de la supresión de las barreras, sino a pesar del establecimiento de estas barreras? El señor Blanqui, cuya elocuencia brillante y viva sabe dar relieve a las cosas más pequeñas, es capaz de hacer esta objeción, y yo debo prevenirla.

Conviene todo el mundo en que consumir sin producir, es, hablando con propiedad, destruir; por consiguiente, que gastar su dinero de una manera improductiva, es también destruir; que tomar prestado sobre su patrimonio y con este objeto, es todavía destruir; que trabajar con pérdida es destruir, y que vender perdiendo es también destruir. Pero comprar más mercancías de las que se pueden vender, es trabajar con pérdida, es comer su patrimonio, es, en fin, destruir su fortuna: ¿qué importa que esta fortuna se marche en contrabando o por medio de un contrato auténtico? ¿Qué importan las aduanas y las barreras? La cuestión está en saber si al dar una mercadería con la cual se domina el mundo, y que no se puede recobrar sino por medio del trabajo y del cambio, se enajena la libertad. Tengo, pues, el derecho de asimilar lo que hizo España bajo el reinado de Carlos V y Felipe II, cuando se limitaba a dar su oro en cambio de los productos extranjeros, a lo que hacemos nosotros mismos cuando cambiamos 200 millones de productos extranjeros por 160 millones de los nuestros, más 40 millones de francos en dinero.

Cuando los economistas se ven demasiado apretados por los principios, se arrojan a los detalles, sofistiquean sobre el interés del consumidor y la libertad individual; nos deslumbran con sus citas, denuncian los abusos de la aduana, sus raterías y sus vejaciones, hacen valer el mal inseparable del monopolio para concluir siempre pidiendo la libertad absoluta del monopolio. Respondiendo el señor Blanqui con su inagotable palabra, a un célebre periodista, entretuvo agradablemente a sus lectores presentándoles la aduana percibiendo 5 céntimos por una sanguijuela, 15 por una víbora, 25 por una libra de quina, otro tanto por un kilogramo de regaliz, etc. Todo paga, exclamaba; hasta los remedios que deben dar la salud a los desgraciados. ¿Por qué no añadió, hasta el vino que bebemos, la carne que comemos y las telas que vestimos? Pero ¿por qué no pagará todo, si es necesario que algunas cosas paguen? Decid de una vez, pero sin declamar ni echárosla de gracioso, de qué modo vivirá el Estado sin contribuciones, y cómo se sostendrá el pueblo sin trabajar.

Con motivo de los hierros y de los palastros empleados en la marina, el señor Carlos Dupin apoyó en el Consejo general de agricultura y comercio el sistema de primas; pero el Journal des Economistes, correspondiente a febrero de 1846, le contestó en los siguientes términos: El señor Carlos Dupin asegura que hay bastantes fábricas en Francia para satisfacer a todas las necesidades de la navegación. LA cuestión no es esa. ¿Pueden y quieren esas fábricas el hierro tan barato como se encontraría en Bélgica o en Inglaterra?

La cuestión es esa precisamente. ¿Es indiferente para una nación vivir trabajando o morir contrayendo empréstitos? Si Francia debe abandonar la producción de todos los objetos que el extranjero puede darle más baratos, no hay razón para que continúe trabajando en aquellos que son superiores; y todos los esfuerzos que hacemos para atraer la clientela que se nos escapa, son muy mal entendidos. El principio prohibitivo, llevado a su última consecuencia, llega, como dijo el señor Dussard (5), hasta el extremo de rechazar los productos extranjeros sin motivo; pero el principio antiprohibitivo, llega también hasta el extremo de hacer cesar el trabajo nacional, aun cuando sea tan barato; y en vez de elevarse sobre esta alternativa, los economistas la aceptan y eligen. ¡Qué ciencia tan pobre! ...

El acto político que más ha sublevado a los economistas, fue el bloqueo continental emprendido por Napoleón contra Inglaterra. Eliminemos lo que hubo de gigantesco y de pequeño en esta máquina de guerra que era imposible hacer maniobrar con la misma precisión que un cuadro de la Guardia, pero que estaba perfectamente concebida, y que es, a mis ojos, una de las pruebas más asombrosas del genio de Napoleón. El hecho depuso en mi favor, decía en Santa Elena: ¡tan grande era la importancia que daba a este título imperecedero de su gloria, y tanto le agradaba consolarse en su destierro con la idea de que, al sucumbir en Waterloo, había clavado en el corazón de su enemigo el dardo que debía matarle!

El Journal des Economistes (octubre de 1844), después de haber reunido todas las razones que jusfican a Napoleón, encontró medio de terminar afirmando que el hecho depuso contra Napoleón. He aquí los motivos en que se funda, y téngase en cuenta que no cambio ni exagero nada.

Que el bloqueo continental obligó a Europa a salir de su letargo; que desde el reinado del emperador data el movimiento industrial del continente; que a consecuencia de este movimiento, Francia, España, Alemania y Rusia, empezaron a prescindir de los abastos ingleses; que después de haberse sublevado contra el sistema de exclusión imaginado por el emperador, aquellas naciones lo aplicaron al pie de la letra; que el pensamiento de un solo hombre llegó a ser el de todos los gobiernos; que imitando a Inglaterra, no sólo en su industria, sino también en sus combinaciones prohibitivas, reservan por todas partes a los fabricantes indígenas el mercado de su país; que Inglaterra, amenazada de un modo más serio por este bloqueo universal tomado de Napoleón, y próxima a carecer de mercado, pide a grandes gritos la supresión de las barreras, celebra meetings monstruos en favor de la libertad absoluta de comercio, y por este cambio de táctica, procura llevar las naciones rivales a un movimiento abolicionista. El sistema protector, decía el señor Huskisson en la Cámara de los Comunes, es para Inglaterra un privilegio de invención que ha terminado. Sí, replica el señor Dombasles; el privilegio cayó bajo el dominio público, y he ahí por qué Inglaterra no lo quiere ya. Yo añado que eso prueba, precisamente, que hoy lo necesita más que nunca.

Lo que más entusiasma a nuestros economistas en favor de los partidarios de la Liga, es que éstos piden la abolición de los derechos de entrada para todos los productos del exterior, sin reciprocidad. ¡Sin reciprocidad! ¡Qué sacrificio por la santa causa de la fraternidad humana! Esto recuerda el derecho de visita. ¡Sin reciprocidad! ¿Cómo es posible que nosotros, franceses, germanos, portugueses, españoles, belgas y rusos, resistamos a esta prueba de desinterés?

¿Cómo es posible creer, exclama el abogado de la Liga (6), señor Bastiat; cómo es posible creer que tantos esfuerzos perseverantes, tanto calor sincero, tanta vida, tanta acción y tanta armonía no tengan más que un objeto; engañar a los pueblos vecinos haciéndoles caer en la red? Yo he leído más de trescientos discursos de los oradores de la Liga; he leído un número inmenso de periódicos y folletos publicados por esta poderosa asociación, y puedo afirmar que no he encontrado en ellos una sola palabra que justificase semejante suposición, una sola palabra por la cual se pudiese inferir que se trata de asegurar la explotación del mundo al pueblo inglés valiéndose de la libertad de comercio.

Parece que el señor Bastiat ha leído mal o no comprendió bien. He aquí lo que encontró en las publicaciones de la Liga un economista no menos conocedor que el señor Bastiat, de la retórica de los liguistas.

Esos periódicos y esos folletos están llenos de sutilezas y de sofismas, y se contradicen los unos a los otros, aunque casi todos salen de una misma pluma.

Cuando se dirigen al pueblo, los liguistas dicen, apoyándose en A. Smith: La libre importación del trigo hará bajar el precio del pan, aumentando a la vez el salario del trabajo, a consecuencia del pedido considerable de productos manufacturados.

Si hablan a los capitalistas, la disminución del precio de las subsistencias nos permitirá rebajar los salarios aumentando nuestros beneficios en razón de la extensión del mercado. Y además, si los trabajadores se presentan exigentes, podremos prescindir de ellos recurriendo a las máquinas y al vapor.

¿Se dirigen a un propietario? Entonces dejan a Smith y toman a Ricardo; se esfuerzan en probar que la libertad comercial, en vez de hacer bajar el precio del trigo en Inglaterra al nivel del precio más bajo que tengan en los mercados extranjeros, hará subir los trigos extranjeros al mismo precio que tienen los ingleses. Y además, la posición insular de la Gran Bretaña asegurará siempre a los dueños del suelo un enorme privilegio; un monopolio.

Para convencer a los colonos: No es contra ellos contra quienes la Liga dirige sus baterías, porque no son ellos los que se aprovechan del monopolio, sino el propietario que percibe el impuesto sobre el hambre. El día en que quede abolido el derecho sobre los trigos, el parlamento decretará una reducción proporcional de los arriendos. Además, la mecánica hará muy pronto progresos maravillosos y muy superiores a los que ya hemos presenciado: dentro de poco el trabajo de los campos se hará por motores inanimados; y en todo caso, la reducción del precio de los artículos permitirá bajar los salarios, y todos los productos volverán a los colonos. (Revue indépendante, 25 de febrero de 1846, artículo del señor VIDAL) (7).

Pero, ¿qué significan los discursos y qué importan las palabras? Es preciso juzgar los hechos, potius quod gestum, quam quod scriptum. El pueblo inglés se propuso vivir, no de los productos naturales de su territorio, aumentados con una cantidad proporcional de artículos manufacturados, más una nueva proporción de productos comprados en el exterior a cambio de los suyos, no; el pueblo inglés se propuso vivir de la explotación del mundo entero por la venta exclusiva de sus quincallas y de sus tejidos, sin recibir en cambio más que el dinero de su clientela. Esta explotación anormal ha perdido a Inglaterra, desarrollando en su seno el capitalismo y el salariado, y ése es el mal que pretende inocular al mundo deponiendo el escudo de sus tarifas, después de haberse cubierto con la coraza de sus impenetrables capitales.

El año último (1844), decía en un banquete un obrero inglés citado por el señor León Faucher, hemos exportado hilos y tejidos por valor de 630 millones de francos. He ahí la fuente principal de nuestra prosperidad. Pero cuando los mercados extranjeros se cierran para nosotros, entonces viene la baja de los salarios. De los hilanderos, cinco trabajan para el extranjero y uno para nosotros, y los tejedores fabrican una sola pieza para el interior y seis para los mercados del exterior.

He ahí, formulada en un ejemplo, la economía de la Gran Bretaña. Suponed su población de 22 millones de habitantes; necesita 132 millones de extranjeros para ocupar sus tejedores, 110 para dar trabajo a sus hilanderos, y así, proporcionalmente, para todas las industrias inglesas. Esto no es cambio; esto es la servidumbre y el despotismo llevados al último extremo. Todas las arengas de los liguistas se estrellan contra esta violación flagrante de la ley de proporcionalidad; ley que es tan verdadera para la totalidad del género humano, como para una sola sociedad; ley suprema de la economía política que los economistas olvidan o desconocen.

Si los productos de los obreros ingleses se cambiasen por productos extranjeros que ellos consumiesen; si el cambio se realizase con arreglo a la ley del trabajo no sólo entre los comerciantes ingleses y las demás naciones, sino entre ellos y sus asalariados, a pesar de la anomalía de una especialidad tan restringida, el mal, comercialmente hablando, no existiría; pero ... ¿quién deja de ver la falsa y engañosa posición en que se encuentra Inglaterra?

Los obreros ingleses no trabajan para consumir los productos de las demás naciones, no; trabajan para enriquecer a sus amos. Para Inglaterra, el cambio integral en naturaleza es imposible, porque necesita absolutamente que sus exportadores dejen en su favor una entrada siempre creciente de numerario. Inglaterra no espera de nadie hilo, ni tejidos, ni hullas, ni hierros, ni máquinas, ni quincallería, ni lanas; hasta se puede decir que no necesita granos, ni cerveza, ni carnes, supuesto que la penuria que sufre, efectos del monopolio aristocrático, es más ficticia que real. Después de la reforma de la ley sobre cereales, la renta de Inglaterra disminuirá por un lado, pero aumentará bien pronto por el otro; sin esto, el fenómeno que nos ofrece en estos momentos sería ininteligible y absurdo. En cuanto a los objetos de consumo que recibe del exterior, como son té, azúcar, café, vinos y tabacos, son muy poca cosa en comparación de las masas manufacturadas que exporta. Para que Inglaterra pueda vivir en la situación que se ha creado, es preciso que las naciones con quienes trate se obliguen a no hilar ni tejer nunca el algodón, la lana, el cáñamo, el lino y la seda; es necesario que le abandonen, además del privilegio de las quincallas, el monopolio del Océano; que en todo y por todo, como se lo aconsejaba el más famoso y el más loco de todos los reformadores contemporáneos, Fourier, acepten la comisión de los ingleses, y que éstos se conviertan en factores del globo. ¿Es esto posible? Y si no lo es, ¿cómo dentro del sistema de la libertad de comercio puede ser una verdad la reciprocidad de los cambios con los ingleses? ¿Cómo, en fin, sin el sacrificio de las demás naciones, puede sostenerse la situación de la Gran Bretaña?

Desde que entraron en la China, los ingleses obligan a los chinos a practicar el principio de la no prohibición. En otro tiempo, la salida del numerario se castigaba severamente en el celeste imperio; pero hoy el oro y la plata se exportan con toda libertad. La Revue Economique (enero y febrero de 1844) decía sobre este asunto: Inglaterra, que obtuvo de la China lo que quería, renuncia al honor costoso de sostener un embajador en Pekin; y de este modo aleja de aquel país, sin que nadie pueda quejarse, a todos los hombres políticos cuya influencia podría serle perjudicial. Por otra parte, consintió en poner en sus tratados una cláusula adicional que concede a todos los pabellones las ventajas que ella había reservado exclusivamente para el suyo; y gracias a esta concesión aparente, hizo inútil la presencia en China de diplomáticos y de negociadores europeos y hasta americanos; pero arregló tan bien las cosas que continúa recogiendo sola casi todos los beneficios del mercado chino. Ella formó las tarifas y ella preside a su aplicación en los cinco puertos abiertos al comercio: inútil será decir que estas tarifas son moderadas, sobre todo en aquellos artículos ingleses que no pueden tener competencia.

Y bien: ¿qué dicen los economistas de esta lealtad púnica? ¿Está bien probado que Inglaterra busca, con su teoría del libre cambio, no comerciantes que cambien, sino personas que compren?

El Annuaire de l'Economie politique para 1845 vino a confirmar las siniestras previsiones de la Revue Economique de 1844. He aquí sus palabras:

El tratado con lá China no produjo todavía para los ingleses las ventajas que se esperaban. Inglaterra empieza a temer que, a consecuencia de las balanzas del comercio enormes y desfavorables al Celeste imperio, durante algunos años, el numerario escasee tanto que sea imposible toda transacción con este país (8).

Por último, el señor Fix exclamaba un día: La suerte de China será igual a la de la India. El origen de las posesiones inglesas en esas vastas regiones, se debe a esa política odiosa e infame que decretó la servidumbre y la explotación de tantos pueblos diferentes.

Los economistas que nos refieren todos estos hechos ¿no tienen gracia al burlarse de los prohibicionistas y de los que desconfían de las mercancías de la pérfida Albión? En cuanto a mi, lo declaro con franqueza: impresionado por las palabras del señor Dombasles, yo no sé si habrá un solo francés que quiera decir y hasta encontrar la verdad en las cuestiones que a este asunto se refieren, espero con impaciencia que los economistas respondan; pues por más que sea su adversario, por más que me suponga muy interesado en destruir, per fas et nefas, la fama de sus teorías, consideraría como una desgracia para la ciencia, que una de las grandes escuelas que la dividen, y hasta que la honran, se expusiese buenamente y por un movimiento de falsa generosidad, a pasar en nuestro susceptible país por agente secreto de nuestra eterna rival.

Todo el mundo sabe que la agitación inglesa en favor de la libertad de comercio, se dirigió en un principio exclusivamente contra el monopolio de los cereales. Como la industria había agotado todos los medios de reducción, y como la contribución para los pobres, que antes servía de suplemento a la contribución del obrero, quedó abolida, los fabricantes pensaron en hacer disminuir el precio de las existencias pidiendo la reforma de los derechos sobre los granos. Su pensamiento no fue más lejos entonces; y sólo después de las recriminaciones que los lores de la tierra les lanzaron, comprendieron que la industria inglesa, tomada en masa, no necesitaba protección, y que podía muy bien aceptar el reto de la agricultura. Marchemos, pues, dijeron los manufactureros, no a una reforma parcial, sino general: esto será ventajoso y lógico a la vez; esto, en fin, parecerá sublime. Las fortunas, momentáneamente cambiadas, se volverán a formar en otros puntos; y el proletariado inglés, entretenido con esa guerra de industria sostenida contra el mundo entero, olvidará sus esperanzas de igualdad.

Que lo niegue o lo confiese, por medio de la libertad de comercio, la Liga marcha a la servidumbre de las naciones; y los que nos ponderan la filantropía de sus oradores, debían empezar por hacernos olvidar que con sus biblias y sus misioneros empezó la devota Inglaterra la obra de sus expoliaciones y de su bandolerismo. Los economistas se han admirado del profundo silencio que guardó la prensa francesa sobre la agitación antiprohibicionista de la Gran Bretaña; y yo también me admiro, aunque por motivos completamente diferentes. Yo me admiro de que se tome por una renuncia solemne al sistema de la balanza del comercio, lo que es, por parte de nuestros vecinos, la aplicación más vasta y más completa de ese sistema; y me admiro también de que no se haya denunciado a la policía de Europa esa gran comedia anglicana, en la cual los pretendidos teóricos de este lado del estrecho, compadres de los del otro, se esfuerzan por hacemos desempeñar el papel de víctimas.

Pueblos importadores, pueblos explotados: He ahí lo que saben perfectamente los hombres de Estado de la Gran Bretaña que, no pudiendo imponer por la fuerza de las armas sus productos al universo, se han puesto a beneficiar en las cinco partes del mundo la mina del libre cambio. El mismo Roberto Peel (9) lo ha confesado en la tribuna. Nosotros reformamos la ley de cereales, dijo, para producir más barato. Y estas palabras, citadas en el parlamento francés, calmaron entre nosotros súbitamente el entusiasmo abolicionista. Según la confesión de toda la prensa francesa (10), quedó establecido que la reforma de Roberto Peel conservaba un carácter bastante protector, y que era un arma más de que quería servirse para fundar su supremacía en el mercado exterior.

El libre cambio, es decir, el libre monopolio, es la santa alianza delos grandes señores feudales del capital y de la industria, el mortero monstruo que debe terminar en todos los puntos del globo, la obra empezada por la división del trabajo, las máquinas, la competencia, el monopolio y la policía; ahogar a la pequeña industria y someter definitivamente al proletariado. Es la centralización, en toda la tierra, de este régimen de expoliación y de miseria, producto espontáneo de una civilización que debuta, pero que debe perecer en cuanto la sociedad adquiera conciencia de sus leyes; es la propiedad en toda su fuerza y en toda su gloria. ¡Y por llegar a la consumación de este sistema, tantos millones de trabajadores hambrientos, tantas inocentes criaturas condenadas desde la cuna a vivir en la miseria, tantas niñas y tantas mujeres prostituídas, tantas almas que se venden y tantos caracteres que se rebajan! ... ¡Si al menos los economistas viesen una salida a este laberinto, un fin a esta tortura! ... Pero no: ¡siempre, jamás! como el reloj de los condenados, es el refrán del Apocalipsis económico. ¡Oh! ... ¡Si los condenados pudiesen quemar el infierno! ...


Notas

(1) Emilio de Girardin, 1706-1881; fundó la Presse, el primer diario moderno a bajo precio en 1836, de tendencias democráticas.

(2) Autor de notables trabajos de agronomía y de interesantes aplicaciones prácticas de sus teorías científicas (1777-1843).

(3) Político de la Restauración, del gobierno de julio y del Imperio (1782-1858).

(4) El ministerio Guizot proponia la solución del acuerdo con Inglaterra.

(5) Redactor jefe del Joumal des Economistes desde 1843 a 1846.

(6) Se trata de la National anti-corn law League fundada en 1838 por Cobden.

(7) Francisco Vidal, amigo de Luis Blanc; escritor socialista. Autor de Repartitíon des richesses y de Vivre et travaillant.

(8) Este artículo fue desmentido por el Journal des Economistes, que presentó datos calificados de más verídicos. En cuanto a mí, el hecho me parece tanto más indudable cuanto que es un resultado necesario de la política inglesa. ¿Qué vale, ante la necesidad, la retractación de un periodista, aun cuando sea el mejor informado?

(9) Jefe del partido Tory que votó el establecimiento del librecambio (1846) por la supresión de los derechos sobre los trigos y otras tarifas aduaneras.

(10) Los únicos diarios que se propusieron combatir al ministro, el Journal des Débats, el Siecle, el Courrier Francais son, precisamente, aquellos cuya parte económica está encomendada a las notabilidades de la ciencia económica. A pesar de reconocer la prudencia del ministro, estos diarios se reservaron sus teorías. En cuanto a los periódicos democráticos, sentimos decir que nada vieron, ni comprendieron, ni dijeron de lo que ha sucedido: ¡sin duda vivaqueaban en los Cárpatos!

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha