Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Necesidad de la protección

Primera parte

Si no tuviese que oponer a la teoría del libre comercio más que razones nuevas y hechos que yo solo hubiese observado, se podría creer que la contradicción que voy a presentar en esta teoría, era una seducción de mi orgullo o un deseo de hacerme notable por medio de la paradoja, y este prejuicio bastaría para despojar mis palabras de toda su fuerza.

Pero yo vengo a defender la tradición universal, la creencia más constante y más auténtica; tengo en mi favor la duda de los economistas mismos y el antagonismo de los hechos que refieren; y este antagonismo, esta duda y esta tradición, es lo que yo explico y lo que me justifica.

El señor Fix, a quien acabo de citar en favor de la libertad, escritor reservado, circunspecto, prudente, y uno de los economistas más ilustres de la escuela de Say, ha dado, en los términos siguientes, la refutación de su primera tesis:

Los economistas avanzados que no admiten ninguna excepción, quieren proceder con toda la energía y toda la rapidez que inspiran las convicciones profundas; quieren destruir de un solo golpe las aduanas, los monopolios y el personal que los sostiene; pero ... ¿cuáles serían las consecuencias de semejante reforma?

Si se dejasen entrar libremente los tejidos extranjeros, los hierros y los metales trabajados, los consumidores se encontrarían bien durante algún tiempo, por lo menos, y algunas industrias alcanzarían beneficios. Pero es seguro que este cambio instantáneo e inesperado causaría inmensos desastres en la industria; que capitales enormes quedarían improductivos, y que centenares de miles de obreros se encontrarían de repente sin trabajo y sin pan. Inglaterra y Bélgica, por ejemplo, podrían dar fácilmente a Francia la mitad de su consumo, la cual reduciría en una cantidad igual la fabricación interior, ocasionando a la vez pérdidas considerables a los amos de fábricas que se encontrasen todavía en estado de continuar su producción. Lo mismo sucedería con la industria de tejidos. Inglaterra, Bélgica y Alemania inundarían a Francia con sus productos, y ante esas importaciones desusadas, la mayor parte de nuestras fábricas sucumbirían bien pronto. Ningún país se atrevió nunca a hacer semejante experiencia, ni siquiera con una sola rama de su industria. Los hombres de Estado que estaban y que continúan estando todavía aferrados a las teorías de Adam Smith, retrocedieron ante una empresa de este género, y yo confieso que la encuentro llena de amenazas y de peligros.

¿Son bastante enérgicas y claras estas palabras? Es de lamentar que el autor, en vez de detenerse ante el hecho material, no haya deducido teóricamente los motivos de sus terrores. Si lo hubiese hecho así, su crítica tendría una autoridad que no obtendrá la mía, y acaso el problema de la balanza del comercio, resuelto por un economista de primer orden, discípulo y amigo de Say, habría dado una regla a la opinión, y prepararía las bases de una verdadera asociación entre los pueblos. Pero el señor Fix, dominado por las teorías económicas y persuadido de su certeza, no podía ir más allá del presentimiento de su contradicción. ¿Quién creerá, después del terrible programa que acabamos de leer, que el señor Fix haya tenido el valor de terminar con este extraño pensamiento: Esto no destruye en nada la excelencia de la teoría y la posibilidad de su aplicación? ...

Yo, por mi parte, me veo precisado a repetirlo: cuanto más vivo y cuanto más profundizo las opiniones de los hombres, tanto más me persuado de que somos una especie de profetas inspirados por una fuerza sobrenatural, y que hablamos por la abundancia del dios que nos hace vivir. Pero ¡ay! ... en nosotros existe algo más que el dios: hay también el animal, cuyas sugestiones, furiosas o estúpidas, turban nuestra razón y hacen divagar nuestro entusiasmo. No sólo, pues, el genio fatídico de la humanidad me obliga a suponer un Dios; es preciso que admita todavía, como complemento de esta hipótesis, que en el hombre vive y respira todo el reino animal. El teísmo tiene por corolario la metempsícosis.

¡Cómo! ... ¡He ahí una teoría que contradice los hechos constantes y universales, resultados espontáneos de la energía humana que no pueden dejar de producirse! ¡Y a esta teoría, que debería empezar por darnos la filosofía de estos mismos hechos, en vez de rechazarIos sin entenderlos, se la declara indudable y excelente! ... He ahí una teoría que sus partidarios reconocen inaplicable a Francia, a Inglaterra, a Bélgica, el Alemania, a Europa entera y a las cinco partes del mundo, pues inaplicable es cuando no se puede poner en práctica sin causar inmensos desastres, sin hacer improductivos enormes capitales, sin quitar el pan y el trabajo a centenares de miles de obreros, y sin matar la mitad de la fabricación de un país; he ahí una teoría, repito, que, a pesar del deseo de los gobiernos, es inaplicable en el siglo XIX, como lo fue en todos los anteriores; una teoría que lo será también mañana y en lo sucesivo, porque siempre, y en cada punto del globo, por efecto de las actividades nacionales e individuales, por la constitución de los monopolios y por la variedad de los climas, se producirán siempre divergencias de intereses y rivalidades, por consiguiente, bajo pena de muerte o de servidumbre, coaliciones y exclusiones; ¡y sin embargo, por el honor de la escuela se persiste en afirmar la posibilidad de su aplicación, se propaga, se defiende y se presenta al mundo como una verdad indiscutible! ...

Tened paciencia, nos dicen: el mal causado por la libertad de los cambios será pasajero, mientras que el bien que de ella resulte será permanente e incalculable; pero ... ¿qué me importan estas promesas de felicidad para las generaciones venideras, cuya realidad nadie garantiza y que, si algún día se cumplen, serán compensadas con otros desastres? ¿Qué me importa saber, por ejemplo, que Inglaterra puede darnos, a 150 francos cada 100 kilos, los mismos rieles que pagamos a nuestros fabricantes a razón de 59.50, y que el Estado ganaría en este comercio 200 millones? ¿Que el hecho de rechazar los animales extranjeros hizo bajar el consumo de carne un 25 por 100 por persona, y que la salud pública está afectada? ¿Que la introducción de las lanas extranjeras, al producir una reducción media de un franco por pantalón, dejaría 30 millones en los bolsillos de los contribuyentes? ¿Que los derechos sobre los azúcares sólo son beneficios para los falsificadores? ¿Que es absurdo que dos países, cuyos habitantes se ven desde sus ventanas, se encuentren más separados unos de otros que si los dividiesen las murallas de China? ¿Qué me importan, repito, todas esas diatribas, cuando después de haberme conmovido con el espectáculo de las miserias prohibicionistas, se enfría mi entusiasmo con la consideración de los males incalculables que la falta de protección nos ocasionaría? Si compramos los hierros ingleses, ganaremos 200 millones; pero nuestras fábricas sucumbirán, nuestra industria metalúrgica quedará desmantelada, y cincuenta mil obreros se encontrarán de repente sin trabajo y sin pan. ¿En dónde está la ventaja? Está, se nos dice, en que después de ese sacrificio tendremos siempre el hierro barato. Entiendo:

Nuestros sobrinos segundos nos deberán esa sombra.

Pero yo prefiero trabajar un poco más y no morir: el cuidado de mis hijos no puede ir hasta arrojarme al abismo para que ellos tengan el placer de contar un Curcio entre sus antecesores. ¡Ah! Si yo pudiese aceptar esos ofrecimientos ventajosos sin comprometer mi libertad y mi existencia, la situación variaría: si a lo menos estuviese seguro del beneficio que se promete a mis hijos, ¿se cree que yo resistiría?

Una cuestión de oportunidad, o mejor dicho, una cuestión de eternidad, domina todo el debate y separa a los partidarios de la protección de los del libre cambio. Los economistas, tan desdeñosos con los inventores de utopías, proceden en esto como los utopistas: piden un gran sacrificio, una subversión inmensa y miserias inusitadas, en cambio de una eventualidad de bienestar incierto, irrealizable, según ellos, inmediatamente, lo cual significa, para la sociedad, eternamente. ¡Y se indignan contra los que no creen en sus cálculos! ... ¿Por qué, pues, no abordan la dificultad resueltamente? ¿Por qué no tratan de buscar para el mal que puede resultar de la abolición de ciertos monopolios (como lo han hecho para la división del trabajo, las máquinas, la competencia y el impuesto), si no una compensación, un paliativo a lo menos? Vamos, caballeros; entrad en la cuestión, porque hasta hoy habéis permanecido en la vaguedad del anuncio: probad de qué modo la teoría del comercio libre es aplicable, quiero decir, benéfica y racional, a pesar de la repugnancia de los gobiernos y de los pueblos, a pesar de la universalidad y la permanencia de los inconvenientes. ¿Qué se necesita, en vuestro concepto, para que se realice en todas partes sin producir esos inmensos desastres, sin que haga sentir cada vez más al proletariado el yugo del monopolio, y sin comprometer la libertad, la igualdad y la individualidad de las naciones? ¿Cuál sería el nuevo derecho entre los pueblos? ¿Qué relaciones se establecerían entre el capitalista y el obrero? ¿Cuál sería la intervención del gobierno en el trabajo? Todas estas investigaciones os pertenecen; todas estas explicaciones debéis dárnoslas. Acaso, por la tendencia de vuestra teoría, sois, sin saberlo, una nueva secta de socialistas; pero ... no temáis las recriminaciones y hablad. El público conoce perfectamente vuestras intenciones conservadoras; y en cuanto a los socialistas, podéis estar seguros de que se alegrarían mucho al veros entre sus filas, y que no pensarían siquiera en burlarse de vosotros.

Pero ... ¿qué estoy haciendo? Es poco generoso provocar a personas tan inocentes como los economistas. Demostrémosles, cosa nueva para la mayor parte de ellos, demostrémosles que se encuentran en el camino de la verdad siempre que se contradicen, y que su teoría del libre cambio en particular, sólo tiene mérito porque es la teoría del libre monopolio.

¿No es una cosa evidente por sí misma, clara como el día, aforística como la redondez del círculo, que la libertad de comercio, al suprimir toda traba a las comunicaciones y a los cambios, deja el campo más libre a todos los antagonismos, extiende el dominio del capital, generaliza la competencia, hace de la miseria de cada nación, como de su aristocracia financiera, una cosa cosmopolita, cuya vasta red, sin cortes ni soluciones de continuidad, abraza en sus mallas solidarias la totalidad de la especie?

Si los trabajadores, como los germanos de que nos habla Tácito, como los tártaros nómadas, como los árabes pastores, y como todos los pueblos medio bárbaros, habiendo recibido cada uno su porción de terreno y debiendo producir por sí mismos todos los objetos de su consumo, no se comunicasen entre sí por el cambio, no habría habido nunca ricos ni pobres; nadie ganaría nada, pero nadie se arruinaría tampoco. Y si las naciones, como las familias que las componen, lo produjesen todo en sí y para sí, viviendo sin relaciones comerciales, es evidente que ni el lujo ni la miseria pasarían de una a otra por el vehículo del cambio, que podemos calificar perfectamente de contagio económico. El comercio crea a la vez la riqueza y la desigualdad de las fortunas, y por el comercio, la opulencia y el pauperismo están en progresión continua. Luego es evidente que allí donde el comercio se detiene, cesa la acción económica y reina una inmóvil y común medianía. Todo esto es tan sencillo y de una evidencia tan perentoria, que debía pasar inadvertido a los ojos de los economistas que, no habiendo admitido nunca la necesidad de los contrarios, están condenados a vivir siempre fuera del sentido común.

Hemos demostrado ya la necesidad del comercio libre, y ahora completaremos esta teoría probando que, cuanta más latitud obtiene la libertad, tanto más es, para las naciones mercantiles, una nueva causa de opresión y de bandolerismo. Si nuestras palabras responden, pues, a nuestra convicción, habremos descubierto el sentido de la reforma emprendida con tanto ruido por nuestros vecinos del otro lado de la Mancha, y habremos presentado desnuda, a los ojos del pueblo, la más grande de todas las mistificaciones económicas.

El argumento capital de Say, que en la cruzada organizada contra el régimen protector desempeñó el papel de Pedro el Ermitaño, consiste en este silogismo:

Mayor. Los productos se pagan con productos; las mercancías se compran con mercancías.

Menor. El oro, la plata, el platino y todos los valores metálicos, son productos del trabajo, mercancías como el carbón, el hierro, la seda, los paños, los hilos y los cristales.

Conclusión. Luego, si toda importación de mercancías se paga con una exportación equivalente, es absurdo creer que puede existir ventaja para una u otra nación, según que una parte de las mercandas expedidas en cambio, consista en numerario o no. Lejos de esto, el oro y la plata son mercancías cuya única utilidad se reduce a servir de instrumentos de circulación y de cambio a las demás; la ventaja, pues, si existe, la obtendrá la nación que reciba del extranjero más productos de los que da; y lejos de buscar el nivel de las condiciones del trabajo por medio de la aduana, es preciso nivelarlas por medio de la libertad más absoluta.

En consecuencia, J. B. Say establece, como corolarios de su famoso principio, los productos se pagan con productos, las proposiciones siguientes:

1° Una nación gana tanto más cuanto que la suma de los productos que importa excede a la suma de los productos que exporta.

2° Los negociantes de esta nación ganan tanto más cuanto que el valor de los productos que reciben, excede al de las mercancías que exportaron.

Esta argumentación, que es inversa a la de los partidarios de la balanza del comercio, pareció tan clara y decisiva ante los efectos subversivos del régimen protector, que todos los hombres de Estado que se precian de ser independientes y progresistas, todos los economistas de algún valer, la adoptaron resueltamente. Hoy, ni siquiera se discute con los que sostienen la opinión contraria; se los pone en ridículo, y nada más.

Se olvida generalmente que los productos se compran con productos ... Los ingleses pueden muy bien darnos sus productos baratos, pero yo ignoro que nos los den de balde. No se comercia con personas que no tienen qué cambiar. Si la Francia victoriosa obligase a su pérfida vecina a trabajar para ella; si Inglaterra, para pagar su tributo, nos enviase gratuitamente todos los años lo que nos hace pagar demasiado caro todavía, los prohibicionistas, para ser consecuentes, deberían gritar ¡traición! ... Confesamos que hay argumentos bastante fuertes contra nosotros, porque el adversario maneja un arma de dos filos. Si Inglaterra nos toma, como en 1815, dicen que nos arruinamos; si nos da, como nosotros suponemos, entonces gritan más todavía (Journal des Economistes, agosto de 1842).

Y en los números del mismo Journal correspondientes a los meses de noviembre de 1844, abril, junio y julio de 1845, un economista de notable talento, inspirado por la más generosa filantropía, y lo que parece más extraño, dirigido por las ideas más igualitarias; un hombre que yo aplaudiría mucho más si no debiese su rápida celebridad a una tesis inadmisible, se encargó de probar, entre los aplausos del mundo economista:

Que nivelar las condiciones del trabajo es atacar el cambio en su principio;

Que no es cierto que el trabajo de un país pueda ser ahogado por la competencia de los países más favorecidos;

Que aun cuando esto fuese exacto, los derechos protectores no igualan las condiciones de la producción;

Que la libertad nivela estas condiciones en todo lo posible;

Que los países menos favorecidos son los que ganan más en el cambio;

Que la Liga y Roberto Peel han merecido bien de la humanidad por el ejemplo que han dado a las demás naciones;

Y que todos los que pretenden y sostienen lo contrario, son unos verdaderos sisifistas.

Seguramente, gracias a la audacia y al aplomo de su polémica, el señor Bastiat, de las Landas, puede jactarse de haber maravillado a los economistas, fijando tal vez a aquellos cuyas ideas sobre libre cambio eran flotantes todavía. En cuanto a mí, confieso que no encontré nunca sofismas más sutiles y más encadenados, expuestos con tanta conciencia y con un aire de verdad tan franco, como los sofismas económicos del señor Bastiat (1).

Yo me atrevo a decir, sin embargo, que si los economistas de nuestro tiempo cultivasen menos la improvisación y un poco más la lógica, habrían percibido fácilmente el vicio de los argumentos del Cobden de los Pirineos, y que en vez de procurar que la Francia industrial marche arrastrada por Inglaterra a la abolición total de las barreras, habrían gritado: ¡Guardémonos de semejante cosa! ...

¡Los productos se compran con productos! He ahí un magnífico, un incontestable principio, por el cual desearía yo que se le elevase una estatua a J. B. Say. En lo que me concierne, he demostrado la verdad de este principio al exponer la teoría del valor, y probé además que era el fundamento de la igualdad de fortunas y del equilibrio en la producción y en el cambio.

Pero cuando se añade, como segundo término del silogismo, que el oro y la plata amonedados son una mercancía como otra cualquiera, se afirma un hecho que sólo es cierto en potencia; se hace, por consiguiente, una generalización inexacta, desmentida por las nociones elementales que ofrece la economía política misma sobre la moneda.

El dinero es la mercancía que sirve de instrumento a los cambios; es decir, la reina de las mercancías, la mercancía por excelencia, la que es siempre más pedida que ofrecida, la que domina todas las demás, la que se acepta en toda clase de pagos; por consiguiente, la que representa todos los valores, todos los productos y todos los capitales posibles. Y en efecto; el que tiene mercancías no tiene por eso riqueza, porque falta llenar la condición de cambio; condición peligrosa, como todo el mundo sabe, sujeta a mil oscilaciones y a mil accidentes. Pero el que tiene moneda tiene riqueza, porque posee el valor más idealizado y más real a la vez; posee lo que todo el mundo quiere tener; por medio de esta mercancía única, puede adquirir cuando quiera, con las condiciones más ventajosas y en la ocasión más favorable, todos los demás productos: en una palabra; el dinero le hace dueño del mercado. El tenedor de moneda es, en el comercio, como el que en el juego del tresillo tiene los triunfos. Se puede sostener perfectamente que todos los naipes tienen entre sí un valor de posición y otro relativo; hasta se puede añadir que el juego sólo se efectúa por el cambio de todos los naipes unos por otros; pero esto no impide que los triunfos ganen a los demás, y que entre los mismos triunfos, los primeros venzan a los otros.

Si todos los valores estuviesen determinados y constituídos como el dinero; si cada mercancía pudiese ser inmediatamente y sin pérdida aceptada en cambio de otra en el comercio internacional, sería indiferente saber si la importación era o no superior a la exportación: casi se puede decir que esto no tendría sentido, a no ser que la suma de los valores de una nación excediese la suma de los valores de la otra. En este caso, sería como si la Francia cambiase una moneda de 20 francos por una libra esterlina, o un buey de 40 quintales por otro de 30. En el primer cambio habría ganado 20 por 100; pero en el segundo habría perdido 25. Sólo en este sentido, habría tenido razón J. B. Say para decir que una nación gana tanto más, cuanto más el valor de las mercancías que importa excede el de las que exporta. Pero no es éste el caso en la condición actual del comercio: la diferencia de la importación y la exportación se refiere únicamente a aquellas mercancías que debieron pagarse con numerario, y yo sostengo que esta diferencia no es indiferente. Así lo habían comprendido los partidarios del sistema mercantil, que no eran más que unos partidarios de las prerrogativas del dinero. Se ha dicho, se repitió y se repite todos los días, que sólo consideraban como riqueza el metálico; pero ésta es una pura calumnia. Los mercantilistas sabían, como nosotros, que el oro y la plata no son la riqueza, sino el instrumento omnipotente de los cambios; por consiguiente, el representante de todos los valores que componen el bienestar, un talismán que da la felicidad. Y la lógica no les ha faltado cuando, al valerse de una sinécdoque, llamaron riqueza al producto que mejor la condensa y la realiza.

Por lo demás, los economistas no desconocieron la ventaja inherente a la posesión del dinero; pero como no supieron darse cuenta teóricamente de esta excepción de la mercancía oro y plata; como no han visto en ella más que una preocupación vulgar; como a sus ojos las materias amonedadas eran una mercancía ordinaria que se tomó por instrumento de cambio, porque es más portátil, más rara y menos alterable, sus teorías y, digámoslo de una vez, su ignorancia sobre la moneda, los obligó a desconocer su verdadero papel en el comercio, y su guerra a las aduanas no es, en el fondo, más que la guerra al dinero.

En el capítulo del valor, hice ver que el privilegio del dinero data desde su origen, y que es todavía el único valor determinado que circula entre los productores. Creo inútil tratar de nuevo esta cuestión agotada; pero es fácil comprender, después de lo que se dijo, por qué razón el que posee numerario y tiene el oficio de prestar o vender dinero, obtiene por eso sólo una superioridad marcada sobre todos los productores, y por qué, en fin, la banca es la reina de la industria y del negocio.

Una vez introducidas en la teoría de Say estas consideraciones fundadas en los datos más elementales de la economía política, toda su teoría del libre cambio y de los mercados, tan ligeramente aceptada por sus discípulos, aparece como la extensión indefinida de aquello mismo que condenan; quiero decir, de la expoliación de los consumidores y del monopolio.

Continuemos, pues, la demostración teórica de esta antítesis, y vendremos después a la aplicación y a los hechos.

Say sostiene que el dinero no produce los mismos efectos entre las naciones que entre los particulares; pero yo niego positivamente esta proposición que Say emitió porque desconocía la verdadera naturaleza del dinero. Los efectos de la moneda, aunque entre las naciones se produzcan de una manera menos aparente, y sobre todo menos inmediata, son exactamente los mismos que se realizan entre los particulares.

Supongamos el caso de una nación que comprase sin cesar toda clase de mercancías, sin dar en cambio más que su dinero. Yo tengo el derecho de hacer esta suposición extrema, como el economista a quien antes he citado tenía el derecho de decir que si Inglaterra nos diese sus productos de balde, los prohibicionistas, para ser consecuentes, deberían gritar: ¡Traición! Yo uso el mismo procedimiento, y para poner de relieve la imposibilidad del régimen contrario, empiezo por suponer una nación que compra todo y que no vende nada. A pesar de las teorías económicas, todo el mundo sabe lo que esto significa.

¿Qué sucederá, pues?

Que la parte del capital de esta nación que consiste en metales preciosos, se agotará, y que los países vendedores se la enviarán mediante hipoteca; lo cual quiere decir que esta nación, como los proletarios romanos destituídos de patrimonio, se venderá a sí misma para vivir.

¿Qué se contesta a esto?

Se replica con el hecho mismo que todo el mundo teme y que es la condenación del libre cambio. Se dice que si el dinero se hace raro en una parte y abundante en la otra, habrá reflujo de los capitales metálicos de las naciones que venden a la nación que compra; que ésta podrá aprovecharse del bajo precio del dinero, y que esta alternativa de alza y baja restablecerá el equilibrio.

Pero esta explicación es irrisoria. ¿Se dará el dinero de balde? Toda la cuestión está aquí. Por pequeño, por variable que sea el interés de las sumas prestadas, con tal que este interés sea algo, marcará la decadencia lenta o rápida, continua o intermitente del pueblo que, comprando siempre y no vendiendo jamás, toma prestado sin cesar a sus propios mercaderes.

Ahora veremos en qué se convierte un país cuando se obliga por medio de la hipoteca.

Así, pues, la deserción del capital nacional que Say había señalado como la única cosa que podía temerse de una importación excesiva, es inevitable: es cierto que no se realiza por medio del trasporte material de los capitales; pero tiene lugar por medio del trasporte de la renta y por la pérdida de la propiedad, lo cual es, exactamente, la misma cosa.

Pero los economistas no admiten el caso extremo que nosotros suponemos y que, evidentemente, los condenaría. Observan, con razón, que ningún país trata exclusivamente con el dinero, y que es preciso razonar sobre la realidad y no sobre hipótesis. Después de haber llevado los principios hasta sus últimas consecuencias para refutar a sus adversarios, no pueden sufrir que se haga lo mismo con ellos para demostrar la falsedad de su teoría, lo cual es confesar paladinamente que no creen en ella si se trata de aplicarla en todo su rigor. Coloquémonos, pues, en el terreno de la realidad, y veamos si tomando esos principios por el justo medio de los economistas, resultan verdaderos.

Yo, por mi parte, sostengo que el mismo movimiento de deserción se manifestará, si bien con menos intensidad, aunque en vez de pagar la totalidad de las adquisiciones con dinero, el país importador salde una parte de ellas con sus propios productos. ¿Cómo es posible oscurecer una proposición de evidencia matemática? Si Francia importa anualmente 100 millones en productos ingleses, y exporta para Inglaterra 90 de los suyos, es claro que los 10 restantes se pagarán con dinero, salvo el caso en que se salden con letras de cambio giradas contra otros países, lo cual está fuera de la hipótesis. En este caso, Francia irá enajenando 10 millones de su capital cada año; y los enajenará a bajo precio, porque a medida que el préstamo vaya creciendo, es claro que se irá dando poco dinero por una grande hipoteca.

Otro error de los economistas.

No satisfechos con haber asimilado el dinero a las demás mercancías, los adversarios del régimen protector cometen una confusión no menos grave, asimilando los efectos del alza y baja del dinero a los del alza y baja de los demás productos. Como sobre esta confusión gira principalmente su teoría del libre cambio, nos parece necesario aclarar la cuestión remontándonos a los principios.

El dinero, hemos dicho en el capítulo II, es un valor variable, aunque constituido; los demás productos, o la inmensa mayoría de ellos, al menos, no sólo son variables en su valor, sino que están entregados a la arbitrariedad. Esto significa que el dinero puede muy bien variar en una plaza en su cantidad, y variar de tal modo que, con la misma suma, se obtengan más o menos productos; pero en su calidad, permanece siempre invariable; es decir que, a pesar de las variaciones de la proporcionalidad de la mercancía monetaria, ésta continúa siendo la única aceptable en toda clase de pagos, la soberana de las demás, aquella cuyo valor, por un privilegio transitorio si se quiere, pero real, está social y regularmente determinada en sus oscilaciones, y cuya preponderancia está invenciblemente establecida. Supongamos que el trigo sube de repente y se sostiene cierto tiempo a un precio extraordinario, mientras que el dinero desciende a la tercera o cuarta parte de su valor: ¿se sigue de aquí que el trigo ocupará el lugar del dinero, que le servirá de medida, que se podrán pagar con él la contribución, los efectos de comercio, las rentas sobre el Estado, etcétera? No, seguramente. Hasta que por una reforma radical en la organización de la industria, todos los valores queden constituídos y determinados como la moneda (si es posible que esta constitución pueda ser algún día definitiva), el dinero conservará siempre su imperio, y sólo refiriéndose a él se podrá decir que acumular riqueza es acumular poder.

Ahora bien: cuando los economistas, confundiendo todas estas nociones, dicen que si el dinero escasea en un país, vendrá atraído por el alza, respondo que ésta es, precisamente, la prueba de que este país se enajena, y que en eso consiste la deserción de su capital. Y cuando añaden que los capitales metálicos, acumulados en un punto por una exportación superior, se ven precisados después a expatriarse y a volver a los sitios donde escasean para emplearse, replico también que esa vuelta del dinero es un signo de la decadencia de los pueblos importadores, y un anuncio del imperio financiero que pesa sobre ellos.

Por lo demás, el importante fenómeno de la subalternización de los pueblos por el comercio, pasó inadvertido a los economistas porque se detuvieron en la superficie del hecho y no escrutaron las leyes ni las causas. En cuanto a la materialidad del suceso, la percibieron bien, y sólo se equivocaron al apreciar la significación y las consecuencias. Sobre este punto, como sobre todos los demás, en sus escritos están reunidas las pruebas que los agobian.

Yo he leído en Les Debats del 27 de julio de 1845, que el valor de las exportaciones de Francia en 1844 fue 40 millones menos que las importaciones; y que en 1843, esta misma diferencia había ascendido a 180 millones. No hablemos de los años anteriores; pero yo pregunto al autor del artículo, que no se olvidó de soltar una andanada contra el sistema mercantil; ¿qué ha sido de esos 200 millones en metálico que sirvieron de pico y que Francia ha pagado? El alza de los capitales en nuestro país los debió hacer volver: he ahí lo que debe responder, según la teoría de J. B. Say. Y en efecto, parece que han vuelto: toda la prensa política e industrial nos hizo saber que una tercera parte de los capitales empleados en nuestros ferrocarriles, por no citar ahora más que esta rama de la especulación, eran capitales suizos, ingleses y alemanes; que los Consejos de administración de los mismos estaban compuestos, en parte, de extranjeros, presididos por extranjeros, y que varias vías de las más productivas, entre otras la del Norte, se habían adjudicado a extranjeros. ¿Es esto claro? Pues hechos análogos pasan en todos los puntos del territorio; casi toda la deuda hipotecaria de Alsacia está inscrita en favor de capitalistas de Basilea, por cuyo medio el capital nacional vuelve con la estampilla extranjera a convertir en siervos a los que antes eran propietarios.

Los capitales metálicos volvieron, pues, pero no volvieron de balde: ¿qué se dió en cambio de ellos? ¿Mercancías tal vez? No, porque nuestra importación es siempre superior a la exportación; porque, para sostener esta exportación, tal cual es, nos vemos precisados a defendernos de la importación; luego es indudable que se cambiaron por rentas, por dinero, supuesto que, por poco que produzca el dinero, este empleo de los capitales es mejor para los extranjeros que comprar nuestras mercancías, que no necesitan, y que tendrán, al fin, lo mismo que nuestro dinero. Vemos, pues, que enajenamos nuestro patrimonio, y que nos estamos convirtiendo en colonos del extranjero: ¿cómo es posible decir, después de esto, que cuanto más importamos más ricos nos hacemos?

El lector comprenderá fácilmente que aquí está el nudo de la dificultad; así es que, a pesar del atractivo que tienen los hechos en una polémica de este género, deben ceder ante el análisis; por consiguiente, ruego que se me permita permanecer por algunos momentos más en la teoría pura.

El Sr. Bastiat, este Aquiles del libre cambio, cuya brusca aparición ha deslumbrado a sus colegas, desconociendo el papel que el dinero desempeña en el cambio y confundiendo, como todos los economistas, el valor regularmente oscilante de la moneda con las fluctuaciones arbitrarias de las mercancías, se arrojó, siguiendo a Say, en un dédalo de argucias capaz, tal vez, de embarazar a un hombre extraño a los asuntos comerciales, pero que se desvanece con la mayor facilidad del mundo ante la verdadera teoría del valor y del cambio, dejando conocer al instante la miseria de las doctrinas económicas.

He ahí, dice el Sr. Bastiat, dos países: A y B. B tiene toda clase de ventajas sobre A, y vosotros deducís al momento que el trabajo se concentra en A, y que B queda en la impotencia de trabajar.

¿Quién habla aquí de concentración y de impotencia? Coloquémonos francamente en el verdadero terreno de la cuestión. Nosotros suponemos dos países que, abandonados a sus facultades propias, producen objetos similares o análogos; pero en abundancia y baratos el uno, y con escasez y caros el otro. Estos dos países, por la hipótesis, no estuvieron nunca relacionados; por consiguiente, no se puede hablar todavía de concentración del trabajo en uno, ni de imposibilidad de producir en el otro. Es claro que su población y su industria están en razón de sus facultades respectivas: pues bien; se desea saber lo que sucederá en estos dos países desde el momento en que se relacionen por medio del comercio. Esta es la hipótesis: ahora decid si la aceptáis o no.

A, vende mucho más de lo que compra; B, compra mucho más de lo que vende. Yo podría contestar, pero quiero colocarme en vuestro propio terreno.

¡Contestad, por Dios! ... Nada de concesiones: esa falsa generosidad es desleal y hace concebir dudas.

En esta hipótesis, el trabajo es muy pedido en A, y bien pronto sube su precio. El hierro, la hulla, las tierras, los alimentos y los capitales son muy pedidos en A, y bien pronto sube también su precio.

Durante ese tiempo, hierro, hulla, tierras, alimentos y capitales, todo está abandonado en B, y bien pronto baja de precio.

Como A vende siempre y B compra sin cesar, el numerario pasa de B a A; lo cual significa que abunda en este último y falta en el primero.

He ahí la cuestión. ¿Qué sucederá, pues? Que B, a fuerza de aprovecharse de la baratura de A, gastó todo su dinero.

Pero abundancia de numerario, quiere decir que se necesita mucho para comprar otras cosas. Luego en A, a la carestía real que proviene de un pedido muy activo, se añade otra carestía nominal debida a la desproporción de los metales preciosos.

Escasez de numerario, significa que se necesita poco para cada compra. Luego en B, una baratura nominal se viene a combinar con otra real.

Detengámonos un momento antes de llegar a la conclusión que deduce el Sr. Bastiat. A pesar de la claridad de su estilo, este escritor necesita con frecuencia un comentario que lo explique. La baratura nominal y real que se produce en B a consecuencia de sus relaciones con A, es el efecto directo de la superioridad productiva de A; efecto que no puede ser nunca más poderoso que su causa. En otros términos; sean cuales fueren las oscilaciones de los valores cambiables en los dos países considerados respectivamente, y aunque los salarios, la hulla, el hierro, etc., suban en A mientras bajan en B, es evidente que la pretendida baratura que reina en B no puede hacer nunca competencia a la pretendida carestía que se manifiesta en A, supuesto que la primera es resultado de la segunda, y que los industriales de A permanecen siempre dueños del mercado.

Ahora bien: los salarios, es decir, toda clase de productos, no pueden nunca forzar en A el pedido de los empresarios que hacen la exportación; pedido que se regula a su vez por el mercado de B. Por otra parte, la baja ocasionada en B no puede convertirse nunca, para los explotadores de este país, en un medio que les permita luchar con sus competidores de A, supuesto que esta baja es el resultado de la importación y no de los recursos naturales del suelo. Sucede en esto con el país importador, lo que con un reloj cuyas pesas llegaron al suelo; para que continúe andando, es necesario que una fuerza extraña le dé cuerda. El Sr. Bastiat identifica el dinero con las demás clases de mercancías. y cree haber encontrado el movimiento perpetuo; pero como esta identidad es falsa. sólo encontró la inercia.

En estas circunstancias, continúa diciendo nuestro autor, la industria tendrá todo género de motivos; motivos, si así puedo decirlo, elevados a la cuarta potencia, para huir de A y venir a establecerse en B. Y para ser más exactos, debemos decir que ni siquiera habrá esperado este momento; que los cambios bruscos repugnan a la naturaleza, y que desde el principio, dentro de un régimen liberal, se habrá dividido progresivamente entre A y B, según las leyes de la oferta y de la demanda; es decir, según las leyes de la justicia y de la utilidad.

Esta conclusión no tendría réplica si no fuese por la observación que hemos deslizado entre la carestía nominal de A y la baratura real de B. El señor Bastiat perdió de vista la relación de causalidad que hace a la mercurial de este país dependiente de la del otro, y se imagina que los metales preciosos se pasearán tranquilamente de A a B y de B a A, como el agua en el nivel, sin más objeto ni más consecuencias que restablecer el equilibrio llenando los vacíos. ¿Por qué no dice lo siguiente, que sería más claro y más cierto: Cuando los obreros de B vean disminuir su salario y su trabajo a consecuencia de la importación de las mercancías de A, abandonarán su patria e irán a trabajar a este país, como los irlandeses fueron a Inglaterra; y gracias a la competencia que harán a los obreros de A, arruinarán cada vez más a su nación, al mismo tiempo que aumentarán la miseria general en su patria adoptiva. Entonces, la gran propiedad y la gran miseria reinarán en todas partes, y el equilibrio se restablecerá ... ¡Extraño poder de fascinar el que ejercen las palabras! ... El Sr. Bastiat acaba de reconocer la decadencia del país B; pero su espíritu, turbado por el alza y la baja, la compensación y el equilibrio, el nivel, la justicia y el álgebra, toma lo negro por lo blanco, la obra de Ahrimán por la de Ormuzd, y en esta decadencia manifiesta sólo ve una restauración.

Cuando los industriales de A, enriquecidos por su comercio con B, no sepan qué hacer de sus capitales, decís que los llevarán a B, y es verdad; pero eso significa que comprarán las casas, las tierras, los bosques, los ríos y los pastos de B; que formarán allí sus dominios correspondientes; que tendrán colonos y siervos, y que se convertirán en señores y príncipes, en virtud de la autoridad que más respetan los hombres: la del dinero. Con estos grandes señores feudales, la riqueza nacional expatriada volverá a entrar en el país, llevando consigo la dominación extranjera y el pauperismo.

Poco importa, por lo demás, que esta revolución se efectúe de una manera lenta o repentina. Las transiciones bruscas, como dice muy bien el señor Bastiat, repugnan a la naturaleza; y las conquistas comerciales tienen por medida la diferencia de los gastos de producción en las naciones invadidas y en las invasoras. Importa poco también que la nueva aristocracia venga de fuera o se componga de indígenas enriquecidos por la banca y la usura, cuando servían de intermediarios entre sus compatriotas y los extranjeros: la revolución de que me ocupo no se funda esencialmente en una inmigración de los extranjeros ni en la exportación del suelo. La división del pueblo en dos castas, bajo la acción del comercio exterior, y el establecimiento de un feudalismo mercantil en un país antes libre y cuyos habitantes, salvo las demás causas de subalternización, podían permanecer iguales; he ahí la esencia de esta revolución, el fruto inevitable del comercio libre ejercido en condiciones desfavorables.

¡Cómo! ... Porque no hayamos visto el suelo francés atravesar el canal de la Mancha y perderse en el Támesis; porque nuestro gobierno, nuestras leyes y nuestros usos no se hayan modificado; porque no venga una colonia compuesta de todas las naciones con quienes cambiamos a colocarse en el lugar y sitio que ocupan nuestros treinta y cinco millones de habitantes, nada habrá cambiado, según vosotros! ... Los despojos del país, devueltos bajo la forma de créditos hipotecarios, dividirán la nación en nobles y siervos; ¡y sin embargo, no habremos perdido nada! ... El efecto del libre comercio habrá sido reforzar y acrecentar la acción de las máquinas, de la competencia, del monopolio y del impuesto; y cuando la masa de los trabajadores vencidos, gracias a la invasión extranjera, se vea abandonada en brazos del capital, aun querréis que guarde silencio; y cuando el Estado, lleno de deudas, no tenga más recurso que el de venderse prostituyendo la patria, ¡será preciso que se humille ante el genio sublime de los economistas! ...

Y no se diga que exagero. ¿No sabemos todos que Portugal, país políticamente libre, que tiene su rey, su culto, su constitución y su idioma, gracias al tratado de Methuen (2) y al libre cambio, se ha convertido en una colonia inglesa? El economista anglicano ya nos habría hecho perder el conocimiento de la historia; y ¿será cierto, como dice un defensor del trabajo nacional, que el bordelés quiere abrir de nuevo Francia al inglés, como lo hizo ya en tiempo de Leonor de Guienne? ¿Será verdad que existe una conspiración en nuestro país para vendernos a la aristocracia banquera de Europa, como los mercaderes de Texas acaban de vender su país a los Estados Unidos?

Uno de nuestros diarios más acreditados y menos sospechosos en cuanto a preocupaciones prohibicionistas, decía: La cuestión de Texas era, en el fondo, una cuestión de dinero. Sobre Texas pesaba una deuda muy considerable para un país sin recursos. El Estado tenía por acreedores a casi todos los ciudadanos influyentes, y el objeto principal de éstos consistía en cobrar sus créditos, sin pensar siquiera en quién debía pagarlos. No teniendo nada que vender, negociaron con la independencia del país. Creyeron que los Estados Unidos podían pagar mejor que México, y si desde un principio hubiesen querido tomar a su cargo las deudas de Texas, la anexión sería un hecho hace ya mucho tiempo. (Constitutionnel, 2 de agosto de 1845).

He ahí lo que quiso impedir el Sr. Guizot, y lo que no supo explicar desde la tribuna cuando la oposición vino a pedirle cuenta de sus negociaciones relativamente a Texas. ¡Qué terror habría inspirado este ministro a su mayoría de tenderos, si se propusiese desarrollar esta magnífica tesis, tan digna de su talento oratorio: Las influencias, mercantiles son la muerte de las nacionalidades, de las cuales sólo dejan subsistir los esqueletos!

El Sr. Bastiat, permítame expresarle aquí todo mi reconocimiento, está penetrado del más puro socialismo: ama, sobre todo, a su país, y profesa sin miedo la doctrina de la igualdad. Si con tanto calor defiende la causa del libre cambio; si se hizo misionero de las ideas de la Liga (3), es porque le sedujo, como a otros muchos, la palabra libertad que, por sí misma, sólo expresa una espontaneidad vaga e indefinida, y conviene perfectamente a todos los fanatismos, enemigos eternos de la verdad y de la justicia. Indudablemente; la libertad, para los individuos como para las naciones, implica igualdad; pero es cuando está definida, cuando recibió de la ley su forma y su potencia, y no mientras permanece abandonada a sí misma, desprovista de toda determinación, como existe en los salvajes. La libertad, comprendida de este modo, es, como la competencia de los economistas, un principio contradictorio, un equívoco funesto. Una nueva prueba de esto la vamos a adquirir bien pronto.

En definitiva, observa el Sr. Bastiat, no es el don gratuito de la naturaleza lo que pagamos en el cambio, sino el trabajo humano. Yo llamo a mi casa a un obrero que llega con una sierra. Le doy dos francos de jornal y me hace veinticinco tablas. Si no se hubiese inventado la sierra, acaso no hubiese hecho una sola, pero yo le habría pagado su jornal. La utilidad producida por la sierra es, pues, para mí, un don gratuito de la naturaleza; o mejor dicho, es una porción de la herencia que yo recibo en común con todos mis hermanos, y que nos dejó la inteligencia de nuestros antecesores ... Luego, la remuneración no es proporcionada a las utilidades que el productor lleva al mercado, sino a su trabajo: luego, en fin, el libre cambio, que tiene por objeto hacer gozar a todos los pueblos de las utilidades gratuitas de la naturaleza, no puede nunca perjudicar a nadie.

Yo no sé lo que los Sres. Rossi, Chevalier, Blanqui, Dunoyer, Fix y otros defensores de las puras tradiciones económicas habrán dicho sobre esta doctrina del Sr. Bastiat que, eliminando de un solo golpe todos los monopolios, hace del trabajo el único y soberano árbitro del valor. No seré yo, seguramente, el que ataque la proposición del Sr. Bastiat, supuesto que, a mis ojos, es el aforismo de la igualdad misma, y por lo tanto, la condenación del libre cambio tal como los economistas lo entienden.

¡No es la utilidad gratuita de la naturaleza lo que yo debo pagar, sino el trabajo! Tal es la ley de la economía social; ley poco conocida aún, que permanece envuelta en esas especies de mitos que llamamos división del trabajo, máquinas, competencia, etc., pero cuya oposición misma la va descubriendo poco a poco. El Sr. Bastiat, como verdadero discípulo de Smith, ha reconocido y denunciado lo que debe ser, y por consiguiente, lo que viene, quod fit, olvidando completamente lo que es. Para que la ley del trabajo, que es la igualdad en el cambio, se cumpla sinceramente, es preciso que todas las contradicciones económicas se resuelvan; lo cual significa, relativamente a la cuestión que nos ocupa, que fuera de la asociación, la libertad de comercio no es más que la tiranía de la fuerza.

El Sr. Bastiat explica perfectamente de qué modo el uso de la sierra ha llegado a ser un don gratuito; pero es seguro que hoy, con nuestras leyes de monopolio, si la sierra fuese desconocida, el inventor pediría al instante un privilegio de invención, y se apropiaría, hasta donde posible fuese, el beneficio del instrumento. Pues bien: ésa es, precisamente, la condición de la tierra, de las máquinas, de los capitales y de todos los instrumentos de trabajo; y el Sr. Bastiat parte de una suposición falsa, o si se quiere, se adelanta ilegítimamente al porvenir, cuando, oponiendo la competencia al monopolio y las regiones tropicales a las zonas templadas, nos dice: Si por un feliz milagro, la feracidad de todas las tierras cultivables se aumentase, no sería el agricultor, sino el consumidor, quien recibiría la ventaja de este fenómeno que se resolvería en abundancia y baratura. En cada hectolitro de vino habría menos trabajo incorporado, y el agricultor sólo podría cambiarlo por un trabajo menor incorporado en otro producto cualquiera.

Y más adelante:

A es un país favorecido, y B un país maltratado por la naturaleza. Yo digo que el cambio es ventajoso para los dos, y sobre todo para B, porque el cambio no consiste en utilidades por utilidades, sino en valores por valores. Ahora bien: A da más utilidad en el mismo valor, supuesto que la utilidad del producto abraza lo que hizo la naturaleza y lo que hizo el trabajo, mientras que el valor sólo corresponde a lo que el trabajo ha hecho. Vemos, pues, que B hace un comercio que le es sumamente ventajoso, supuesto que, pagando al productor de A su trabajo solamente, recibe además utilidades natUrales que él no da.

Sí, tenéis razón, grito yo con toda la fuerza de mis pulmones: el trabajo crea el valor, no, como acabáis de decirlo, y como lo aseguran todos vuestros colegas que os aplauden sin comprenderos, la oferta y la demanda; el trabajo es lo que debe pagarse y cambiarse, no la utilidad gratuita de la tierra; y no podíais decir nada que demostrase mejor vuestra buena fe y la incoherencia de vuestras ideas. En esas condiciones, la libertad más absoluta es siempre ventajosa y no puede perjudicar a nadie; pero los monopolios, los privilegios de la industria, el interés del capital, los derechos señoriales de la propiedad, ¿los habéis abolido? ¿Tenéis acaso el medio de abolirlos? ¿Creéis siquiera en la posibilidad y en la necesidad de su abolición? Yo os intimo que os expliquéis. pues en ello va la salud y la libertad de las naciones, y en asuntos de tanta importancia, el equívoco se convierte en parricidio. Mientras el privilegio del territorio nacional y la propiedad individual queden sobreentendidos, la ley del cambio en vuestra boca será una mentira; y mientras no exista la asociación y la solidaridad consentida entre los productores de todos los países, es decir, mientras no exista la comunidad de los dones de la natUraleza, cambiándose solamente los productos del trabajo, el comercio exterior no hará más que reproducir entre las razas el fenómeno de la servidumbre que la división del trabajo, el salariado, la competencia y todos los agentes económicos crean entre los individuos, y vuestro libre cambio será una fullería, si no preferís que diga una expoliación que se ejerce a viva fuerza.

La naturaleza, para conducir los pueblos favorecidos a la asociación general, los separó de los demás por medio de barreras naturales que dificultan sus invasiones y sus conquistas; ¡y vosotros, sin buscar garantías, queréis derribar esas barreras calificando de inútiles las precauciones de la naturaleza! ... ¡Aventuráis la independencia de un pueblo por satisfacer el egoísmo de un consumidor que no quiere ser de su país! ... ¡Al monopolio del interior sólo sabéis oponer el del exterior, y giráis eternamente dentro del círculo fatal de vuestras contradicciones! ... ¡Nos prometéis que el trabajo se cambiará por trabajo, y en la práctica vemos después que es el monopolio el que se cambia por el monopolio. y que Breno, el enemigo del trabajo, arroja furtivamente su espada en la balanza.

La confusión de lo verdadero y de lo real, del derecho y del hecho. y ese desbarajuste que produce en las mejores inteligencias el antagonismo perpetuo de la tradición y el progreso, hizo perder al Sr. Bastiat el conocimiento de las cosas más vulgares. He aquí un hecho que refiere en prueba de su tesis:

En otro tiempo, decía un manufacturero en la Cámara de comercio de Manchester, exportábamos tejidos; más tarde esta exportación dió lugar a la de los hilos, que son la materia primera de los tejidos; después vino la de las máquinas, que son los instrumentos de producción del hilo; en seguida la de los capitales, con los cuales construíamos nuestras máquinas, y por último la de nuestros obreros y nuestro genio industrial, que son la fuente de nuestros capitales. Todos estos elementos de trabajo fueron, unos tras otros, a servir allí en donde podían hacerla con más ventaja, allí en donde la existencia es menos cara y la vida más fácil. Gracias a esto, hoy se pueden ver en Prusia, Austria, Sajonia, Suiza e Italia, inmensas manufacturas fundadas con capitales ingleses, servidas por obreros ingleses y dirigidas por ingenieros ingleses.

¡He aquí una magnífica justificación del libre cambio! Prusia, Austria, Sajonia e Italia, defendidas por sus aduanas y limitadas en sus compras por la medianía de su riqueza metálica, no admitían los productos ingleses sino con el beneficio del descuento, y sólo tomaban lo que podían pagar: los capitales ingleses, impacientes y rodeados de dificultades, salen de su país, van a naturalizarse en lugares inaccesibles, se hacen prusianos, austríacos, sajones e italianos, y corrigen, con su emigración, la injusticia de la suerte. ¡Allí, bajo la protección de las mismas aduanas que antes los alejaban y que hoy los favorecen, secundados por el trabajo de los indígenas, que en nada se diferencian de los capitalistas, se apoderan del mercado, hacen competencia a la madre patria, rechazan sucesivamente todos sus productos, primero los tejidos, después los hilos, más tarde las máquinas, en seguida los préstamos usurarios, y en esta nivelación de las condiciones del trabajo, en este hecho que revela tan enérgicamente la necesidad que cada pueblo tiene de no aceptar los productos de su vecino sino bajo la condición de igualdad en el cambio, en ese fenómeno que prueba la necesidad de que los países acepten los capitales extranjeros a título de fondos en participación y no de préstamo, se quiere ver un argumento en favor de la libertad de comercio. O yo no entiendo una palabra, o el señor Bastiat confunde las cosas más opuestas; la asociación y el salariado; la usura y la comandita.

La contradicción que en su teoría de la balanza del comercio, como en las demás, ha extraviado a los economistas, impresionó, sin embargo, al señor Bastiat. Hubo un momento en que, al parecer, había visto las dos faces del fenómeno; pero desgraciadamente, la lógica es todavía una cosa tan poco conocida en Francia, que el señor Bastiat, a quien la oposición de los principios le exigía que terminase con una síntesis, se refirió a este axioma que sólo es admisible en matemáticas: Dadas dos proposiciones, si se demuestra la falsedad de una de ellas, la otra es verdadera.

El hombre, dice, produce para consumir; por consiguiente, es a la vez productor y consumidor ... Si consultamos, pues, nuestro interés, vemos al momento que es doble. Como vendedores, deseamos la carestía; por consiguiente, la escasez; como compradores, queremos la baratura, o, lo que es igual, la abundancia.

Hasta aquí nada hay que censurar; pero ahí, precisamente, está la dificultad; bajo esa oposición desconsoladora estaba oculta la red en donde debía caer la sagacidad del señor Bastiat. ¿Qué partido debemos tomar, no digo entre mi persona y el vecino, supuesto que, para resolver esta cuestión, no es preciso personalizarla, sino, al contrario, generalizarla; qué partido debemos tomar, digo, entre los productores de una nación, que son a la vez consumidores, y los consumidores, que son a la vez productores de esta misma nación? A falta de lógica, el buen sentido dice que es absurdo dar la preferencia a ninguna de estas categorías, supuesto que designen, no castas, sino funciones correlativas que comprenden a todo el mundo. Pero la economía política, esta ciencia de la discordia, no sabe ver las cosas en su conjunto; para ella no hay nunca en la sociedad más que individuos opuestos en sus intereses y en sus derechos; el señor Bastiat tuvo la desgracia de elegir, y se perdió.

Supuesto que los dos intereses se contradicen, uno de ellos debe coincidir necesariamente con el interés social en general, mientras el otro le es antipático. Y el señor Bastiat se propone demostrar muy larga y muy doctamente que el interés del consumidor es más social en general que el del productor, y que los gobiernos deben inclinar en su favor la balanza de la protección. ¿No queda con esto suficientemente probado que los economistas no saben razonar?

El interés del consumidor, lo habéis dicho, es idéntico en la sociedad al del productor; por consiguiente, en materia de comercio internacional, es preciso razonar sobre la sociedad como sobre el individuo: si esto es así, ¿cómo podéis separar ambos intereses? No podéis figuraros un consumidor comprando con otra cosa más que con sus propios productos; ¿cómo pretendéis, pues, probamos que es indiferente para una nación comprar con su dinero o con sus mercancías, supuesto que la consecuencia de este sistema es el consumo sin producción, lo que equivale a decir, la ruina? ¿Cómo olvidáis que el consumidor, la sociedad, no se aprovecha de la baratura de los objetos que compra, sino cuando los paga con una cantidad de productos que representa un valor igual?

Yo veo perfectamente lo que os preocupa: oponéis al interés individual, que llamáis producción, el interés social, que calificáis de consumo; y como preferís el interés del mayor número al del más pequeño, no vaciláis en inmolar aquélla a éste. Vuestra intención es excelente, y tomo acta de ella; pero añado que estáis en un gravísimo error, que habéis votado sí, cuando queríais decir no, que habéis confundido la sociedad con el egoísmo, y recíprocamente, el egoísmo con la sociedad.

Supongamos que en un país abierto al libre comercio, la diferencia entre las importaciones y las exportaciones proviene de un solo artículo, cuya producción, si hubiese sido protegida, habría hecho vivir a 20.000 hombres de los 30 millones que componen la nación. En nuestro sistema, el interés particular de estos 20.000 productores no puede ni debe pesar más que el interés de los 30 millones de consumidores, y la mercancía extranjera debe ser acogida. En mi concepto, éste es un error, y sostengo que debe rechazarse, a no ser que se pague con productos indígenas; y al sostener esto, no lo hago por consideración a un interés de clase, sino por interés de la sociedad misma.


Notas

(1) Fréderic Bastiat, 1801-1849, economista francés, autor del libro Harmonies économiques (1850); tuvo una célebre polémica con Proudhon, sobre la cuestión del capital, el interés y el crédito.

(2) John Methuen, 1650-1706, estadista inglés que dió su nombre al tratado de 1703 entre Gran Bretaña y Portugal, por el cual este último se convirtió en un mercado para los productos manufacturados británicos.

(3) Se trata de la Anti-corn law League, cuyo jefe fue Cobden.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha