Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Culpabilidad del hombre. - Exposición del mito de su caída

Mientras el hombre vive bajo la ley del egoísmo, se acusa a sí propio; desde el momento en que se eleva a la concepción de una ley social, acusa a la sociedad. En uno y otro caso la humanidad acusa siempre a la humanidad; y lo que hasta aquí resulta más claro de esta doble acusación, es la extraña facultad que no hemos aún indicado, y la Religión atribuye tanto a Dios ,como al hombre, el arrepentimiento.

¿De qué se arrepiente, pues, la humanidad? ¿de qué quiere castigarnos Dios, que se arrepiente también de habernos creado? Penituit Deum quod hominem fecisset in terra; et tactus dolore cordis intrinsecus, delebo, inquit, hominem ...

Si demuestra que los delitos de que la humanidad se acusa no son la consecuencia de sus dificultades económicas, por más que éstas resulten de la constitución de sus ideas; que el hombre ejecuta el mal sólo por el deseo de ejecutarlo y sin violencia, del mismo modo que se honra con actos de heroísmo que no exige la justicia; se seguirá de ahí que el hombre, en el tribunal de su conciencia, puede muy bien hacer valer algunas circunstancias atenuantes, pero jamás quedar enteramente libre de su delito; que hay lucha, tanto en su corazón como en su entendimiento; que tan pronto es digno de elogio, como digno de censura, lo cual es siempre una prueba de su condición inarmónica; por fin, que la esencia de su alma es una perpetua lucha entre atracciones opuestas, su moral un sistema de tira y afloja; en una palabra, y esta palabra lo dice todo, un eclecticismo.

Lo tendré pronto demostrado.

Existe una ley, anterior a nuestra libertad, promulgada desde el principio del mundo, completada por Jesucristo, predicada y castigada por los apóstoles, los mártires, los confesores y las vírgenes, grabada en las entrañas del hombre y superior a toda la metafísica: el amor. Ama a tu prójimo como a ti mismo, nos ha dicho Jesús a continuación de Moisés. Ahí está todo. Ama a tu prójimo como a ti mismo, y la sociedad será perfecta: ama a tu prójimo como a ti mismo, y desaparecen todas las distinciones de príncipe y pastor, de rico y pobre, de sabio e ignorante, y se desvanece toda clase de contrariedad entre los intereses humanos. Ama a tu prójimo como a ti mismo, y sin ningún cuidado por lo porvenir, la dicha con el trabajo llenarán tus días. Para cumplir esta ley y hacerse feliz, el hombre no necesita más que seguir las inclinaciones de su corazón y escuchar la voz de sus simpatías; ¡y se resiste sin embargo! Hace más: no contento con preferirse al prójimo, trabaja constantemente por destruir al prójimo: después de haber hecho traición al amor por el egoísmo, lo derriba con la injusticia.

El hombre, digo, infiel a la ley de la caridad, se ha hecho, sin necesidad alguna, de las contradicciones de la sociedad otros tantos medios de dañar a sus semejantes; gracias a su egoísmo, la civilización ha venido a ser una guerra de sorpresas y de emboscadas: miente el hombre, roba, asesina y excepto en los casos de fuerza mayor, sin provocación, sin excusa. En una palabra, realiza el mal con todos los caracteres de una naturaleza deliberadamente maléfica, tanto más malvada, cuanto que sabe, cuando quiere, hacer gratuitamente el bien y sacrificarse: lo que ha hecho decir de ella con tanta razón como profundidad: Homo homini lupus, vel Deus.

A fin de no extenderme demasiado, y sobre todo, para no prejuzgar en nada cuestiones que deberé volver a tratar, voy a encerrarme en el límite de los hechos económicos anteriormente analizados.

Ni la sociedad, ni la conciencia pueden nada contra el hecho de que la división del trabajo sea por su naturaleza, hasta que llegue el día de una organización sintética, una causa irresistible de desigualdad física, moral e intelectual entre los hombres. Este es un hecho necesario de que tan inocente está el rico como el obrero parcelario, condenado por la índole de su ocupación a toda clase de pobreza.

Mas ¿de qué procede que se haya cambiado esa desigualdad fatal en título de nobleza para los unos, de abyección para los otros? ¿De qué procede, si el hombre es bueno, que no haya sabido allanar con su bondad ese obstáculo puramente metafísico, y que la implacable necesidad llegue a romper el lazo fraternal entre los hombres, en lugar de estrecharlo? Aquí el hombre no puede excusarse con su impericia económica ni con su imprevisión legislativa: le bastaba tener corazón. ¿Por qué han sido rechazados como impuros por los ricos, los mártires de la división del trabajo, cuando habrían debido ser por ellos socorridos y honrados? ¿Cómo no se ha visto jamás, ni que los amos relevaran alguna vez a sus esclavos, ni que los príncipes, los magistrados ni los sacerdotes, cambiasen de condición con los industriales, ni que los nobles reemplazasen a los siervos de la gleba? ¿De dónde les ha venido a los poderosos ese brutal orgullo?

Y téngase en cuenta que una conducta tal de su parte habría sido, no sólo caritativa y fraternal, sino también de la más rigurosa justicia. En virtud del principio de la fuerza colectiva, los trabajadores son los iguales y los socios de sus jefes; de suerte que, aun en el sistema del monopolio, restableciendo la comunidad de acción el equilibrio que ha turbado el individualismo parcelario, la caridad y la justicia se confunden: ¿Cómo explicar, pues, con la hipótesis de la bondad esencial del hombre, la monstruosa tentativa de cambiar la autoridad de los unos en nobleza, y la obediencia de los otros en bajeza? El trabajo ha trazado siempre entre el siervo y el hombre libre, del mismo modo que el color entre el negro y el blanco, una línea inseparable; y nosotros mismos, que tanto nos vanagloriamos de nuestra filantropía, pensamos en el fondo del alma como nuestros antecesores. La simpatía que experimentamos por el proletario es como la que nos inspiran los animales: delicadeza de órganos, horror a la miseria, orgullo por alejar de nosotros todo lo que sufre, tales son los rodeos egoístas por los que nuestra caridad se manifiesta.

Porque al fin, yo no quiero más que este hecho para confundirnos: ¿no es verdad que la beneficencia espontánea, tan pura en su noción primitiva (eleemosyna, simpatía, ternura), la limosna, por fin, es hoy para el desgraciado que la recibe un signo de degradación, una deshonra pública? ¡Y hay socialistas que corrigiendo el cristianismo se atreven a hablarnos de amor! El pensamiento cristiano, la conciencia de la humanidad, había dado en lo justo, cuando fomentaba tantas instituciones para alivio del infortunio. Para comprender el precepto evangélico en toda su profundidad y hacer la caridad legal tan honrosa para los que la hubiesen recibido como para los que la hubiesen ejercido, ¿qué se necesitaba? Menos orgullo, menos codicia, menos egoísmo. Si el hombre es bueno, se me podrá decir, ¿cómo el derecho a la limosna ha venido a ser el primer anillo de la larga cadena de las faltas, los delitos y los crímenes? ¿Habrá aún alguien que se atreva a acusar de las maldades del hombre el antagonismo de la economía social, cuando ese antagonismo le ofrecía tan buena coyuntura para manifestar la caridad de su corazón, no diré ya con el sacrificio, sino con el simple cumplimiento de la justicia?

Sé, y esta objeción es la única que podrá hacérseme, que la caridad lleva consigo deshonra y vergüenza, porque el individuo que la reclama es sobradas veces ¡ay! sospechoso de mala conducta, y raras veces trae consigo la recomendación de la laboriosidad y las buenas costumbres. Prueba la estadística con sus cifras, y esto viene a confirmarlo, que hay diez veces más pobres por poltronería o incuria que por mala fortuna.

No es mi ánimo rechazar esta observación, demostrada por sobrado número de hechos, y de otra parte sancionada por el pueblo. El pueblo es el primero en acusar a los pobres de holgazanería; y nada más común que encontrar en las clases inferiores hombres que se vanaglorian, como de un título de nobleza, de no haber ido jamás al hospital, ni de haber recibido, aun en los días de más penuria, socorro alguno de la caridad pública. Así, del mismo modo que la opulencia confiesa sus rapiñas, confiesa su indignidad la miseria. El hombre es tirano o esclavo por su voluntad, antes de serlo por la fortuna: el corazón del proletario como el del rico, es una sentina de hirviente sensualidad, un foco de crápula y de impostura.

Ante esta revelación inesperada, pregunto yo: ¿cómo si el hombre es bueno y caritativo, calumnia el rico la caridad y la mancha el pobre? Es que está pervertido el juicio en el rico, dicen los unos; es que están degradadas las facultades en el pobre, dicen los otros. Mas ¿de qué procede que el juicio se pervierta por un lado, y por el otro se degraden las facultades? ¿Cómo una verdadera y cordial fraternidad no ha podido detener por una y otra parte los efectos del orgullo y del trabajo? Respóndaseme con razones, no con frases.

El trabajo, inventando procedimientos y máquinas que multiplican al infinito su poder, estimulando luego con la rivalidad el genio industrial, y asegurando sus conquistas por medio de los beneficios del capital y de los privilegios de la explotación, ha hecho más inevitable y más profunda la constitución jerárquica de la sociedad; y, lo repito, no se debe acusar de esto a nadie. Mas yo invoco de nuevo el testimonio de la santa ley del Evangelio: dependía de nosotros deducir de esa subordinación del hombre al hombre, o por mejor decir, del trabajador al trabajador, consecuencias muy distintas.

Las tradiciones de la vida feudal y de la vida de los patriarcas habían dado el ejemplo a los industriales. La división del trabajo y los demás accidentes de la producción no eran más que llamamientos a la gran vida de familia, indicios del sistema preparatorio, según el cual debía manifestarse y desarrollarse la fraternidad. Con esta idea se instituyeron las maestrías, los gremios y los derechos de primogenitura, siendo de advertir que esas formas de asociación no repugnan ni aun a muchos economistas: ¿es tan de extrañar que su ideal se conserve vivo entre los que, vencidos pero no convertidos, se presentan aun hoy como sus representantes? ¿Quién, pues, impedía que se mantuviesen en la jerarquía la caridad, la unión, el sacrificio de sí mismo, si esa jerarquía no hubiese sido más que la condición del trabajo? Bastaba para esto que los inventores de máquinas, combatiendo como buenos caballeros, con armas iguales, no hubiesen hecho un misterio de sus secretos; que los barones hubiesen entrado en campaña sólo para abaratar los productos y no para acapararlos; y los vasallos, en la seguridad de que la guerra no podía tener otro resultado que el aumento de su riqueza, se hubiesen mostrado más emprendedores, laboriosos y fieles. El jefe de taller no habría sido entonces más que un capitán que hacía maniobrar a sus soldados, tanto en su interés como en el propio, y los mantenía, no de su munificencia, sino con sus propios servicios.

En lugar de esas relaciones fraternales, hemos tenido el orgullo, la envidia y el perjurio; al patrón explotando al obrero degradado como el vampiro de la fábula, y al obrero conspirando contra el patrón, al ocioso devorando la sustancia del trabajador, y al siervo acurrucado en el heno, no teniendo energía sino para odiar a sus opresores.

Llamados a procurar para la producción, éstos los instrumentos de trabajo, aquéllos el trabajo, están hoy en lucha los capitalistas y los trabajadores. ¿Por qué causa? Porque la arbitrariedad impera en todas sus relaciones, porque el capitalista especula con la necesidad que siente el trabajador de procurarse instrumentos, al paso que el trabajador, por su lado, procura sacar partido de la necesidad que siente el capitalista de hacer fructificar su capital (L. Blanc, Organización del trabajo).

¿Y por qué esa arbitrariedad en las relaciones entre los capitalistas y los trabajadores? ¿Por qué esa hostilidad de intereses? ¿Por qué ese recíproco encarnizamiento? En vez de explicar eternamente el hecho por el hecho mismo, id más al fondo, y encontraréis en todas partes, por primer móvil, un ardor por los goces que ni leyes, ni caridad, ni justicia pueden reprimir; veréis al egoísmo descontando sin cesar el porvenir y sacrificando a sus monstruosos caprichos el trabajo, el capital, la vida y la seguridad de todos.

Los teólogos han dado el nombre de concupiscencia o de apetito concupisciente a la apasionada codicia de las cosas sensuales, efecto, según ellos, del pecado original. Me interesa poco por el momento sobre lo que es el pecado original: observo tan sólo que el apetito concupisciente de los teólogos no es otra cosa que esa necesidad de lujo que señala la Academia de Ciencias morales como el móvil dominante de nuestra época. Ahora bien, la teoría de la proporcionalidad de los valores demuestra que el lujo tiene por medida natural la producción; que todo consumo prematuro trae consigo una privación ulterior equivalente, y que la exageración del lujo en la sociedad tiene por correlativo obligado una agravación de miseria. lnterin el hombre sacrifica a placeres lujosos y prematuros sólo su bienestar personal, no puedo tal vez acusarle sino de imprudente; mas en cuanto les sacrifica el bienestar de su prójimo, que debía ser a sus ojos inviolable, no sólo por motivo de caridad, sino también por razón de justicia, digo que el hombre es malo, malo sin excusa.

Cuando Dios, según Bossuet, formó las entrañas del hombre, puso primeramente en ellas la bondad. Así el amor es nuestra primera ley; y no vienen sino en segundo y en tercer orden las prescripciones de la razón pura y las instigaciones de la sensibilidad. Tal es la jerarquía de nuestras facultades: un principio de amor constituye el fondo de nuestra conciencia, y está servido por una inteligencia y órganos. Luego una de dos: o el hombre que viola la caridad para obedecer a su codicia es culpable; o bien si es falsa esta psicología, y la necesidad del lujo ha de marchar en el hombre al par de la caridad y la razón, el hombre es un animal desordenado, esencialmente malo y el más execrable de los seres.

Así las contradicciones orgánicas de la sociedad no pueden cubrir la responsabilidad del hombre: consideradas en sí mismas, no son por otra parte esas contradicciones sino la teoría del régimen jerárquico, forma primera, y por consiguiente intachable de la sociedad. Por la antinomia de su desarrollo, el trabajo y el capital venían sin cesar traídos a la igualdad, al mismo tiempo que a la subordinación, a la solidaridad, tanto como a la dependencia: el uno era el agente, el otro el promovedor y el guardián de la riqueza común. Vieron esto, aunque confusamente, los teóricos del sistema feudal. El cristianismo se había encontrado en ocasión de cimentar el pacto; y es aún el sentimiento de esa organización mal conocida y falseada, pero en sí inocente y legítima, lo que produce entre nosotros las aspiraciones a lo pasado y sostiene las esperanzas de un partido. Como ese sistema estaba en las previsiones del destino, no cabe decir que fuese malo en sí, como no puedo decir que sea malo en sí el sistema embrionario, porque en la historia del desarrollo fisiológico precede a la edad adulta.

Insisto, por lo tanto, en mi acusación.

Bajo el régimen abolido por Lutero y la revolución francesa, el hombre podía ser feliz hasta donde lo permit{a el progreso de su industria: no lo ha querido ser, antes por lo contrario, se ha resistido a serlo.

El trabajo ha sido tenido por deshonroso; el clérigo y el noble se han convertido en devoradores del pobre: para satisfacer sus pasiones brutales, han extinguido en su corazón la caridad y han arruinado, oprimido, asesinado a los trabajadores. Y a la hora de esta vemos aún al capital acorralando del mismo modo al proletariado. En vez de templar por medio de la asociación y la mutualidad la tendencia subversiva de los principios económicos, el capitalista la exagera sin necesidad y con mala intención, abusa de los sentidos y de la conciencia del jornalero, le hace agente de sus intrigas, contribuyente de sus orgías y cómplice de sus rapiñas, le hace igual a sí mismo, y puede ya entonces desafiar la justicia de los revolucionarios. ¡Cosa monstruosa! El hombre sumergido en la miseria, cuya alma parece por consecuencia estar más cerca del honor y la caridad, ese hombre participa de la corrupción de su amo, lo sacrifica todo, como él, al orgullo y a la lujuria, y si alguna vez alza el grito contra la desigualdad de que es víctima, lo hace menos por celo de justicia que por rivalidad de concupiscencia. El mayor obstáculo que ha de vencer la igualdad no está en el orgullo aristocrático del rico, sino en el egoísmo indisciplinable del pobre. Y ¡contáis con su bondad natural para reformar a la vez la espontaneidad y la premeditación de su malicia!

Como la educación falsa y antisocial dada a la generación presente, dice Luis Blanc, no permite buscar sino en un aumento de recompensa un motivo de emulación y de estímulo, la diferencia de los salarios vendría graduada por la jerarquía de las funciones, en tanto que una educación completamente nueva cambiase sobre este particular las ideas y las costumbres.

Dejemos en lo que valen la jerarquía de las funciones y la desigualdad de los salarios: no tomemos aquí en consideración sino el motivo dado por el autor. ¿No es verdaderamente extraño ver al señor Blanc afirmando la bondad de nuestra naturaleza, y dirigiéndose al mismo tiempo a la más innoble de nuestras inclinaciones, la avaricia? Preciso es, a la verdad, que le parezca a usted el mal muy profundo para que crea usted necesario empezar la restauración de la caridad por una infracción de la caridad. Jesucristo atacaba de frente el orgullo y la concupiscencia: a no dudarlo, los libertinos que catequizaba serían unos santos varones al lado de las ovejas inficionadas del socia1ismo. Mas díganos usted por fin cómo se han falseado nuestras ideas, y cómo es antisocial nuestra educación, puesto que está ya demostrado que la sociedad ha seguido la senda trazada por el destino, y no se la puede hacer responsable de los crímenes del hombre.

La lógica del socialismo es en realidad maravillosa.

El hombre es bueno, dicen; pero es preciso hacer que no esté interesado en hacer el mal, para que se abstenga de cometerlo. El hombre es bueno, pero es preciso interesarle en el bien para que lo practique. Porque si el interés de sus pasiones le lleva al mal, hará el mal; y si ese mismo interés le deja indiferente para el bien, no hará el bien. Y la sociedad no tendrá derecho para echarle en cara que haya escuchado sus pasiones, porque a la sociedad tocaba dirigirle por medio de sus pasiones. ¡Qué rica y preciosa naturaleza la de Nerón, que mató a su madre porque esa buena mujer le fastidiaba, e hizo quemar a Roma para mejor representarse el saqueo de Troya! ¡Qué alma tan artística la de Heliogábalo, que organizó la prostitución! ¡Qué carácter tan poderoso el de Tiberio! Pero ¡qué sociedad tan abominable la que pervirtió esas almas divinas, y produjo, sin embargo, a Tácito y a Marco Aurelio!

¡Y esto es lo que se llama innocuidad del hombre y santidad de sus pasiones! Una vieja Safo, después de abandonada por sus amantes, entra de nuevo en la regla conyugal: sin interés ya por el amor, vuelve al himeneo y es santa. ¡Lástima que esta palabra santa no tenga en nuestra lengua el doble sentido que tiene en la hebrea! Todo el mundo estaría entonces de acuerdo sobre la santidad de Safo.

Leo en una memoria de los ferrocarriles de Bélgica que, habiendo la administración belga señalado a sus maquinistas una prima de 35 céntimos por hectolitro de coke que se economizara sobre un consumo medio de 95 kilogramos por legua recorrida, se habían obtenido resultados tales, que el consumo había bajado de 95 kilogramos a 48. Este hecho resume toda la filosofía socialista: educar poco a poco al obrero en la justicia, estimularle al trabajo, elevarle hasta lo sublime de la abnegación por medio del aumento del salario, de la participación en los beneficios, en las distinciones y las recompensas. No trato en verdad de censurar este método, antiguo como el mundo: cualquiera que sea vuestro modo de domesticar y utilizar las serpientes y los tigres, lo aplaudo. Mas no vengáis diciéndome que vuestras fieras son palomas, porque por toda contestación os haré ver sus uñas y sus dientes. Antes de estar interesados los maquinistas belgas en la economía del combustible, gastaban la mitad más que ahora. Luego había por su parte incuria, negligencia, prodigalidad, despilfarro, tal vez robo, por más que su contrato con la administración les obligara a practicar todas las virtudes contrarias. Es bueno, decís, interesar al obrero. Yo digo más: es justo. Pero yo sostengo que este interés, más poderoso en el hombre que una obligación aceptada, más poderoso, en una palabra, que el deber, acusa al hombre. El socialismo marcha hacia atrás en moral y se burla del cristianismo. No comprende la caridad, y a oírle, sería él quien la ha inventado.

Ved, con todo, dicen los socialistas, qué felices resultados ha producido ya el perfeccionamiento de nuestro orden social. Sin disputa alguna, la generación presente vale más que las que la han precedido: ¿no tenemos razón en deducir de aquí que una sociedad perfecta dará ciudadanos perfectos? Decid más bién, replican los conservadores partidarios del dogma de la caída del hombre, que habiendo depurado la religión los corazones, no es de maravillar que hayan participado de este beneficio las instituciones sociales. Dejad que la religión concluya su obra, y no os inquietéis por la sociedad.

Así hablan y se replican en una serie sin fin de divagaciones los hombres teóricos de uno y otro bando. No comprenden los unos ni los otros que la humanidad, para servirme de una expresión de la Biblia, es una y constante en sus generaciones, es decir, que en ella, en cada una de las épocas de su desarrollo, tanto en el individuo como en la masa, procede todo del mismo principio, que es no el ser, sino el ir siendo. No ven, por un lado, que el progreso en la moral es una incesante conquista del espíritu sobre la parte animal, así como el progreso en la riqueza es el fruto de la guerra que hace el trabajo contra la parsimonia de la naturaleza; y por consiguiente, que la idea de una bondad original viciada por la sociedad, es tan absurda como la idea de una riqueza natural perdida por el trabajo; y una transacción con las pasiones ha de ser por lo tanto tomada en el mismo sentido que una transacción con el reposo. Por otra parte, no quieren entender que si hay progreso en la humanidad, ya por obra de la religión, ya por cualquiera otra causa, la hipótesis de una corrupción constitucional es un contrasentido, una contradicción.

Pero me anticipo a las conclusiones que deberé sentar más tarde: ocupémonos solamente en dejar consignado que el perfeccionamiento moral de la humanidad, a la manera del bienestar material, se realiza por una serie de oscilaciones entre el vicio y la virtud, el mérito y el demérito.

Sí, hay progreso de la humanidad en la justicia; pero ese progreso de nuestra libertad, debido todo al progreso de nuestra inteligencia, no prueba a buen seguro nada en favor de la bondad de nuestra naturaleza; y lejos de autorizarnos para glorificar nuestras pasiones, destruye incontestablemente su preponderancia. Cambia nuestra malicia con el tiempo de modo y estilo: los señores de la Edad Media salían a robar al viajero en la mitad del camino, y luego le ofrecían hospitalidad en su castillo; el feudalismo mercantil, menos brutal, explota al proletario y le construye hospitales: ¿quién se atrevería a decir cuál de los dos ha merecido la palma de la virtud?

De todas las contradicciones económicas, la del valor es la que, dominando las demás y reasumiéndolas, tiene hasta cierto punto en sus manos el cetro de la sociedad, y estaba casi por decir del mundo moral. Interin el valor, oscilando entre sus dos polos, valor util y valor en cambio, no ha llegado a su constitución, lo tuyo y lo mío permanecen fijados de una manera arbitraria; las condiciones de fortuna son efecto de la casualidad; la propiedad descansa en un título precario; todo es provisional en la economía social. ¿Qué consecuencia habrían de sacar de esa incertidumbre del valor los seres sociales, inteligentes y libres? La necesidad de hacer reglamentos amistosos, protectores del trabajo, garantías del cambio y de la baratura. ¡Qué feliz ocasión para todos de suplir con la lealtad, el desinterés y la ternura de corazón, la ignorancia en las leyes objetivas de lo justo y de lo injusto! En lugar de esto, el comercio ha venido a ser en todas partes, por un esfuerzo espontáneo y un consentimiento unánime, una operación aleatoria, un contrato a la gruesa, una lotería, frecuentemente una especulación de sorpresa y de dolo.

¿Qué hay que obligue al acaparador de las subsistencias, al guardaalmacén de la sociedad, a simular una carestía, a dar la voz de alarma y a procurar el alza? La imprevisión pública pone a su merced a los consumidores: un cambio cualquiera de temperatura le da un pretexto; la perspectiva de una ganancia segura acaba de corromperle; y el miedo, hábilmente sembrado, precipita la población a sus redes. Ciertamente el móvil que hace obrar al estafador, al ladrón, al asesino, esas naturalezas falseadas, se dice, por el orden social, es el mismo que anima al que acapara sin que lo exija la necesidad de los tiempos. ¿Cómo, pues, esa pasión por ganar, entregada a sí misma, redunda en perjuicio de la sociedad? ¿Cómo ha debido incesantemente imponer límites a la libertad una ley preventiva, represiva y coercitiva? Este es el hecho acusador e imposible de negar: la ley ha salido en todas partes del abuso; el legislador se ha visto en todas partes obligado a reducir al hombre a la impotencia para el mal, cosa sinónima de poner un bozal a un león o infibular a un becerro. Y el socialismo, constante imitador de lo pasado, no pretende tampoco otra cosa: ¿qué es, en efecto, la organización que reclama si no una más sólida garantía de la justicia, una limitación más completa de la libertad?

El rasgo característico del comerciante es hacerse de todo ya un objeto, ya un instrumento de tráfico. Sin sociedad con sus semejantes, insolidario para con todos, está en favor y en contra de todos los hechos, de todas las opiniones, de todos los partidos. Un descubrimiento, una ciencia es a sus ojos una máquina de guerra contra la cual se guarda y fortifica; una máquina que quisiera destruir a menos de poder emplearla para matar a sus concurrentes. Un artista, un sabio es a sus ojos un artillero que sabe manejar las piezas: cuando no puede adquirírsele, trabaja por corromperle. El comerciante está convencido de que la lógica es el arte de probar según se quiera, lo verdadero y lo falso: él es quien ha inventado la venalidad política, él tráfico de las condencias, la prostitución de los talentos, la corrupción de la prensa. Sabe encontrar argumentos y abogados para todas las mentiras, para todas las iniquidades. Es el único que no se ha hecho jamás ilusiones sobre el valor de los partidos políticos: los cree todos igualmente explotables, es decir, igualmente absurdos.

Sin respeto alguno por las opiniones que tiene declaradas, opiniones que deja y vuelve a tomar sucesivamente; censurando agriamente en los demás las faltas de lealtad de que se hace culpable, miente en sus reclamaciones, miente en sus noticias, miente en sus inventarios; exagera, atenúa, encarece; se mira como el centro del mundo, y cree que, excepto él, todo tiene una existencia, un valor y una verdad relativas. Sutil y astuto en sus tratos, hace mil estipulaciones y reservas, temiendo siempre haber dicho demasiado y no haber dicho bastante; abusando de las palabras con los hombres sencillos, generalizando para no comprometerse, especificando para no conceder nada, da mil vueltas al asunto, y lo piensa siete veces para su capisayo antes de decir su última palabra. ¿Ha cerrado ya el trato? Se relee, se interpreta, se comenta, se tortura por encontrar en cada partícula de su contrato un sentido profundo, y en las frases más claras lo contrario de lo que dicen.

¡Qué arte infinita, qué hipocresía en sus relaciones con el obrero! ¡Desde el simple maestro hasta el empresario en grande, qué bien saben explotarlo! ¡Cómo saben hacer disputar el trabajo a fin de obtenerle a bajo precio! Ya logran que el obrero les haga una comisión por una simple esperanza; ya obtienen otro servicio personal por una vana promesa; ya obligan al desgraciado a que se contente con el más vil salario, presentándole y haciéndole reconocer el trabajo que le dan como un ensayo, como un verdadero sacrificio, puesto que al decir de ellos no necesitan nunca de nadie; ya tienen con él exigencias y le imponen recargos sin cuento que recompensan haciendo cuentas las más expoliadoras y falsas. Y es preciso que el obrero calle y se humille y apriete los puños debajo de su blusa, porque el maestro es al fin quien da y reparte el trabajo, y harto felices son los que pueden obtener el favor de sus picardías. ¡Y esa odiosa manera de estrujar al pobre, tan espontánea, tan natural, tan libre de todo superior impulso, porque no ha encontrado aún la sociedad medio de impedirla, de reprimirla ni de castigarla, se atribuye a la presión social! ¡Qué despropósito!

El comisionista es el tipo, la más elevada expresión del monopolio, el resumen del comercio, o lo que es lo mismo, de la civilización. No hay función social que no dependa de la suya, no participe de ella o no se le asemeje; porque como bajo el punto de vista de la distribución de las riquezas, las relaciones entre los hombres se reducen todas a cambios, es decir, a trasportes de valores, se puede decir que la civilización está personificada en el comisionista.

Ahora bien, interrogad a los comisionistas sobre la moralidad de su profesión; os hablarán de buena fe y os dirán que la comisión es oficio de bandidos. Se queja todo el mundo de los fraudes y falsificaciones que deshonran la industria: el comercio, hablo sobre todo de la comisión, no es más que una gigantesca y permanente conspiración de monopolistas que están sucesivamente en concurrencia o coaligados; no es ya una profesión ejercida con la mira de un beneficio legítimo, sino una vasta organización de agiotaje, así sobre todos los objetos de consumo, como sobre la circulación de las personas y los productos. La estafa en esa profesión está ya tolerada: ¡qué de cartas de porte recargadas, raspadas, falsificadas! ¡Qué de sellos fabricados! ¡Qué de averías arteramente disimuladas o fraudulentamente transigidas! ¡Qué de mentiras sobre la calidad de los artículos! ¡Qué de palabras dadas, luego retractadas! ¡Qué de documentos suprimidos! ¡Qué de intrigas y coaliciones! y luego ¡qué de traiciones!

El comisionista, es decir, el comerciante, es decir, el hombre, es jugador, calumniador, charlatán, venal, ladrón, falsario ...

Este es el efecto de nuestra sociedad llena de antagonismos, dicen los neomísticos. Otro tanto dicen los comerciantes, siempre los primeros en denunciar la corrupción del siglo. A oírles, lo que hacen no son más que puras represalias, y lo hacen aún a pesar suyo; siguen la ley de la necesidad, se hallan en el caso de legítima defensa.

¿Se necesita un gran esfuerzo de ingenio para ver que esas recriminaciones mutuas tocan a la naturaleza misma del hombre; que la pretendida perversión de la sociedad no es más que la del hombre mismo, y que la oposición de los principios y de los intereses es sólo un accidente, por decirlo así exterior, que pone de relieve, pero sin influencia necesitante, no sólo lo negro de nuestro egoísmo, sino también las raras virtudes con que se honra nuestra especie?

Comprendo la concurrencia inarmónica y sus irresistibles efectos de eliminación: hay en esto fatalidad. La concurrencia en su expresión más elevada es el encadenamiento por el cual se sirven recíprocamente los trabajadores de sostén y estímulo. Pero ínterin no se realice la organización que ha de elevar la concurrencia a su verdadera naturaleza, permanecerá siendo una guerra civil en que los productores, en vez de ayudarse recíprocamente en el trabajo, se aniquilarán y destruirán los unos a los otros con el trabajo. El riesgo era aquí inminente; el hombre para conjurarlo tenía esa suprema ley del amor, y nada más fácil que, sin dejar de empujar en interés de la producción la concurrencia hasta sus últimos límites, reparar luego por medio de una distribución equitativa sus mortíferos efectos. Lejos de eso, esta concurrencia anárquica ha venido a ser como el alma y el espíritu de los trabajadores. La economía política había entregado al hombre esta arma de muerte, y él ha disparado: se ha servido de ella como el león de sus garras y de sus fauces para matar y devorar. ¿Cómo, pues, repito, ha podido cambiar un accidente puramente exterior esa naturaleza humana que se supone buena, dulce y social?

El tabernero llama en su ayuda las heladas, el magnesio, el piral, el agua y los venenos: agrava con combinaciones suyas los efectos destructores de la concurrencia. ¿De dónde nace tanta saña? Del ejemplo, decís, que le da su concurrente. Y a ese concurrente, ¿quién le mueve? Otro concurrente. Daremos de esta suerte la vuelta a la sociedad, y nos encontraremos con que la masa, y en la masa, cada individuo en particular, son los que por un tácito acuerdo de sus pasiones, orgullo, pereza, avaricia, desconfianza y envidia, han organizado tan detestable guerra.

Después de haber agrupado a su alrededor los instrumentos de trabajo, la materia fabril y los obreros, el empresario o fabricante debe volver a encontrar en el producto, con los gastos que haya desembolsado, el interés de sus capitales y además un beneficio. A consecuencia de ese principio, ha concluido por ser definitivamente aceptado el préstamo con interés, y ha pasado siempre por legítima la ganancia considerada en sí misma. En este sistema, no habiendo advertido por de pronto el gobierno de las naciones la contradicción íntima del préstamo con interés, el hombre asalariado, en lugar de depender directamente de si mismo, debía depender de un patrón, como el hombre de armas dependía del conde, y la tribu del patriarca. Esta constitución era necesaria, y hasta el momento de establecerse la igualdad completa, podía ser suficiente para el bienestar de todos. Pero cuando el patrón, a impulsos de su desordenado egoísmo, ha dicho a su servidor: No tendrás parte en mis beneficios, y le ha quitado de un golpe trabajo y salario, ¿dónde está la fatalidad? ¿Dónde la excusa? ¿Se apelará al apetito irascible para justificar el apetito concupiscible? ¡Cuidado! ved que si para justificar al ser humano bajáis un grado más en la escala de sus concupiscencias, en vez de salvar su moralidad acabáis con ella. Yo por mi parte, prefiero el hombre culpable al hombre fiera.

La naturaleza ha hecho social al hombre: el espontáneo desarrollo de sus instintos tan pronto hace de él un ángel de caridad, como le quita todo sentimiento fraternal y hasta la idea de sacrificio. ¿Se ha visto jamás que ningún capitalista, cansado de ganar, trabajase por el bien general ni hiciese de la emancipación del proletariado su última especulación? Hay muchas gentes favorecidas por la fortuna a quienes no falta más que la corona de beneficencia. Ahora bien, ¿qué tendero hecho rico se pone a vender al precio de costo? ¿Qué tahonero al retirarse de los negocios deja su clientela y su establecimiento a sus oficiales? ¿Qué farmacéutico, al ir a dejar su oficio, vende sus drogas por lo que valen? Cuando la caridad tiene sus mártires, ¿cómo no tiene también sus apasionados? Si se forma de repente un congreso de rentistas, de capitalistas y de empresarios retirados, pero aptos aún para el servicio, a fin de que ejercieran gratis cierto número de industrias, la sociedad quedaría en poco tiempo reformada de arriba abajo. ¡Pero trabajar por nada! ... esto es para los Vicente de Paul, para los Fenelón, para todos esos hombres de alma desinteresada y de corazón pobre. El hombre enriquecido por las ganancias, será concejal, individuo de la junta de beneficencia, oficial de las salas de asilo: desempeñará todas las funciones honoríficas, menos aquella en que únicamente sería eficaz, pero que repugna a sus hábitos. ¡Trabajar sin esperanza de provecho! Esto no es posible, porque sería como destruirse. Lo desearía quizá, pero no tiene valor para tanto. Video meliora proboque, deteriora sequor. El propietario retirado, es verdaderamente ese buho de la fábula que recoge fabucos para sus mutilados ratones, en tanto que llega la hora de devorarlos. ¿Cabe aún acusar a la sociedad de esos efectos de una pasión aumentada por tan largo tiempo, y tan libre y plenamente?

¿Quién, pues, nos explicará ese misterio de un ser múltiple y discorde, capaz a la vez de las más altas virtudes y los más espantosos crímenes? El perro lame a su amo que le pega, porque la naturaleza del perro es la fidelidad, y esta naturaleza no la pierde nunca. El cordero se refugia en los brazos del pastor que le desuella y le come, porque el carácter inseparable de la oveja es la paz y la dulzura. El caballo se lanza al través de las llamas y de la metralla, sin tocar en su rápida carrera a los heridos ni a los muertos que encuentra tendidos a su paso, porque el alma del caballo es inalterable en ser generosa. Estos animales son para nosotros mártires de su naturaleza constante y desinteresada. El criado que defiende a su amo con peligro de su vida le vende y le asesina por un poco de oro: la casta esposa mancha su lecho por tedio o por ausencia del marido, y encontramos en Lucrecia a Mesalina; el propietario, sucesivamente padre y tirano, remonta y restaura a su arruinado colono, y rechaza de sus tierras a su familia harto numerosa, aumentada bajo la fe del contrato feudal; el hombre de armas, espejo y parangón de caballería, hace de los cadáveres de sus camaradas un escabel para subir. Epaminondas y Régulo trafican con la sangre de sus soldados: ¡qué de pruebas de esto han pasado por mis ojos! Y por un contraste horrible, la profesión del sacrificio es la más fecunda en bajezas. La humanidad tiene sus mártires y sus apóstatas: ¿a qué, repito, es preciso atribuir esta escisión?

Al antagonismo de la sociedad, se me dice siempre: al estado de separación, de aislamiento, de hostilidad con sus semejantes en que ha vivido hasta aquí el hombre; en una palabra, a esa enajenación de su corazón que le ha hecho tomar los goces por el amor, la propiedad por la posesión, la pena por el trabajo, la embriaguez por la alegría; a esa falsa conciencia, por fin, cuyo remordimiento no ha dejado de perseguirle bajo el nombre de pecado original. Cuando el hombre, reconciliado consigo mismo, cese de mirar a su prójimo y la naturaleza como potencias hostiles, amará y producirá por la sola espontaneidad de su energía; tendrá la pasión de dar, como tiene hoy de adquirir; y buscará en el trabajo y la abnegación su única felicidad, su supremo deleite. Siendo entonces el amor real y exclusivamente la ley del hombre, la justicia no será ya más que un vano nombre, recuerdo importuno de un período de violencia y de lágrimas.

No desconozco, ciertamente, ni la realidad de ese antagonismo, o, si queréis llamarle así, de esa enajenación religiosa, ni tampoco la necesidad de reconciliar al hombre consigo mismo: toda mi filosofía se reduce a una perpetua serie de reconciliaciones. Reconocéis vosotros por vuestra parte que la divergencia de nuestra naturaleza constituye los preliminares de la sociedad, por mejor decir, el material de la civilización, y éste es justamente el hecho; pero nótese bien, el hecho indestructible cuyo sentido busco. Estaríamos muy cerca de entendernos, si en vez de considerar la disidencia y la armonía de las facultades humanas como dos períodos distintos, separados y consecutivos en la historia, consintiéseis en no ver en ellos conmigo sino las dos faces de nuestra naturaleza, siempre adversas, siempre en camino de reconciliación y nunca del todo reconciliadas. En una palabra, así como el individualismo es el hecho primordial de la humanidad, la asociación es su término complementario; pero ambos están en constante manifestación, y la justicia es eternamente en la tierra la condición del amor.

Así el dogma de la caída no es sólo la expresión de un estado particular y transitorio de la razón y la moralidad humana; es la confesión espontánea en estilo simbólico de ese hecho tan maravilloso como indetructible, la culpabilidad, la inclinación al mal de nuestra especie. ¡Desgraciada de mí, pecadora!, exclama en todas partes y en todas lenguas la conciencia del género humano. ¡Vae nobis quia peccavimus! La religión, concretando y dramatizando esta idea, ha podido poner más allá del mundo y de la historia lo que es íntimo y está inmanente en nuestra alma; no ha padecido en esto sino una ilusión intelectual; no se ha engañado sobre el carácter esencial y perenne del hecho. Ahora bien, éste es el hecho de que se trata siempre de dar razón; y desde ese punto de vista vamos a interpretar el dogma del pecado original.

Todos los pueblos han tenido sus costumbres expiatorias, sus sacrificios de arrepentimiento, sus instituciones represivas y penales, nacidas del horror y del sentimiento que inspira el pecado. El catolicismo, que construyó una teoría donde quiera que la espontaneidad social había expresado una idea o depositado una esperanza, convirtió en sacramento la ceremonia a la vez simbólica y efectiva por la que el pecador manifestaba su arrepentimiento, pedía a Dios y a a los hombres perdón de su falta, y se preparaba para una vida mejor. Así no vacilo en decir que la reforma, desechando la contrición, ergotizando sobre la palabra metanoia, atribuyendo a la sola fe la virtud justificativa, y quitando por fin a la penitencia el carácter de sacramento, dió un paso atrás y desconoció completamente la ley del progreso. Negar no era responder. Los abusos de la Iglesia reclamaban sobre este punto como sobre tantos otros una reforma; las teorías de la penitencia, de la condenación, de la remisión de los pecados y de la gracia contenían, si puedo decirlo así, en estado latente, todo el sistema de la educación de la humanidad; convenía indudablemente desarrollarlas, irlas racionalizando; pero desgraciadamente Lutero no supo más que destruir. La confesión auricular era una degradación de la penitencia, una demostración equívoca en sustitución de un grande acto de humildad; Lutero agravó la hipocresía papista reduciendo la confesión primitiva ante Dios y ante los hombres (exomologoumai to theo ... hai humin adelphoi) a un soliloquio. Perdióse por lo tanto el sentido cristiano de la penitencia, y sólo tres siglos más tarde fue restaurado por la filosofía.

Puesto que el cristianismo, es decir, la humanidad religiosa, no se ha podido engañar sobre la realidad de un hecho esencial a la naturaleza humana, hecho que ha designado con las palabras de prevaricación original, interroguemos ahora al cristianismo, a la humanidad, sobre el sentido de este hecho. No nos dejemos sorprender por la metáfora ni por la alegoría: la verdad es independiente de las figuras. Y por otra parte ¿qué es para nosotros la verdad sino el incesante progreso de nuestro espíritu de la poesía a la prosa?

Examinemos por de pronto si esta idea, cuando menos singular, de una prevaricación original, no tiene su correlativa en alguna parte de la teología cristiana. Porque la idea verdadera, la idea genérica, no puede resultar de una concepción aislada: está forzosamente en una serie.

El cristianismo, después de haber fijado como primer término el dogma de la caída, ha seguido su pensamiento, afirmando que cuántos morían en ese estado de impureza estaban irrevocablemente separados de Dios y condenados a suplicios eternos. Ha completado luego su teoría conciliando esas dos oposiciones con el dogma de la rehabilitación o de la gracia, por el cual toda criatura nacida en el odio de Dios queda reconciliada con él por los méritos de Jesucristo, que la fe y la penitencia hacen eficaces. Así corrupción esencial de nuestra naturaleza y perpetuidad del castigo, salvo el rescate por medio de la participación voluntaria en el sacrificio de Cristo: tal es en suma la evolución de la idea teológica. La segunda afirmación es una consecuencia de la primera, y la tercera es una negación y una transformación de las otras dos; porque siendo, en efecto, necesariamente indestructible un vicio constitutivo, la expiación no puede menos de ser eterna como él, a menos que un poder superior venga por medio de una completa regeneración a romper el sello de la fatalidad y hacer cesar el anatema.

El espíritu humano, tanto en sus fantasías religiosas como en sus teorías más positivas, no tiene más que un método: una misma metafísica ha producido los misterios cristianos y las contradicciones de la economía política; la fe, sin que lo sepa, depende de la razón; y nosotros, exploradores de las manifestaciones divinas y humanas, tenemos derecho a examinar en nombre de la razón las hipótesis de la teología.

¿Qué ha visto, pues, en la naturaleza humana la razón universal formulada en dogmas religiosos, cuando, construyendo una teoría metafísica tan regular, ha afirmado sucesivamente la ingenuidad del delito, la eternidad de la pena y la necesidad de la gracia? Los velos de la teología empiezan a ser tan transparentes, que se va pareciendo del todo a una historia natural.

Si concebimos la operación por la que se supone que el Ser Supremo ha producido todos los seres, no ya como una emanación de la fuerza creadora y de la substancia infinita, sino como una división o diferenciación de esa fuerza sustancial, se nos presentará cada ser, orgánico o inorgánico, como el representante especial de una de las innumerables virtualidades del ser infinito, como una escisión de lo absoluto; y la solución de todos esas individualidades, flúidos, minerales, plantas, insectos, peces, aves y cuadrúpedos, será la creación, será el universo.

El hombre, compendio del universo, resume y sincretiza en su persona todas las virtualidades del ser, todas las escisiones de lo absoluto; es la cumbre en que esas virtualidades, que no existen más que por su divergencia, se reúnen en haz, aunque sin penetrarse ni confundirse. El hombre es, pues, a la vez por esa agregación espíritu y materia, espontaneidad y reflexión, mecanismo y vida, ángel y bruto. Es calumniador como la víbora, sanguinario como el tigre, glotón como el cerdo, obsceno como el mico; y desinteresado y leal como el perro, generoso como el caballo, trabajador como la abeja, monógamo como la paloma, social como el castor y la oveja. Es además hombre, es decir. racional y libre, susceptible de educación y de perfección. El hombre tiene tantos nombres como Júpiter, y los lleva inscritos en su cara: su infalible instinto acierta a conocerlos en el variado espejo de la naturaleza. La razón halla hermosa la serpiente; sólo la conciencia la encuentra aborrecible y fea. Los antiguos habían comprendido lo mismo que los modernos esta constitución del hombre por aglomeración de todas las virtualidades terrestres: los trabajos de Gall y de Lavater fueron, si puedo expresar así, sólo ensayos de disgregación del sincretismo humano, y la clasificación que hicieron de nuestras facultades sólo un cuadro en pequeño de la naturaleza. El hombre, por fin, como el profeta en la cueva de los leones, está verdaderamente entregado a las bestias; y si algo debe revelar a la posteridad la infame hipocresía de nuestra época, es que ciertos sabios, espiritualistas devotos, hayan creído servir la religión y la moral desnaturalizando nuestra especie y haciendo mentir a la anatomía.

No se trata, pues, más que de saber si está en manos del hombre, a pesar de las contradicciones que multiplica a su derredor la emisión progresiva de sus ideas, dar más o menos vuelo a las virtualidades puestas bajo su imperio, o como dicen los moralistas a sus pasiones; en otros términos, si, como el Hércules antiguo, puede vencer a la animalidad que le rodea y asedia, a la legión infernal que parece siempre dispuesta a devorarle.

Ahora bien, el consentimiento universal de los pueblos atestigua, y llevamos demostrado en los capítulos 3° y 4° que el hombre, hecha abstracción de todas sus instigaciones animales, se resume en inteligencia y libertad, es decir, ante todo en una facultad de apreciación y de elección, y además en una facultad de obrar indiferentemente aplicable al bien y al mal. Hemos demostrado además que estas dos facultades, que ejercen la una sobre la otra una influencia necesaria, son susceptibles de un desarrollo y de una perfectibilidad indefinida.

El destino social, la palabra del enigma humano, está en las de educación y progreso.

La educación de la libertad, el amansamiento de nuestros instintos, la emancipación o la redención de nuestra alma, éste es, como ha probado Lessing, el sentido del misterio cristiano. Esta educación durará toda nuestra vida y toda la vida de la humanidad: podrán llegar a resolverse las contradicciones de la economía política, jamás la contradicción íntima de nuestro ser. Esta es la razón por que los grandes maestros de la humanidad, Moisés, Buda, Jesucristo, Zoroastro, fueron todos apóstoles de la expiación, símbolos vivos de la penitencia. El hombre es por su naturaleza pecador, es decir, no esencialmente maléfico, sino malhecho; y su destino es reconstituir perpetuamente su ideal en su alma. Profundo sentimiento de esto tenía el más grande de los pintores, Rafael, cuando decía que el arte consiste en hacer las cosas, no como las ha hecho la naturaleza, sino como habría debido hacerlas.

A nosotros nos toca, pues, en adelante enseñar a los teólogos, porque nosotros solos continuamos la tradición de la Iglesia, nosotros solos poseemos el sentido de las Escrituras, de los Concilios y de los Santos Padres. Nuestra interpretación descansa en lo que hay de más cierto y más auténtico, en la mayor autoridad que cabe invocar entre los hombres, la construcción metafísica de las ideas y de los hechos. Sí, el ser humano es vicioso porque es ilógico, porque su constitución no es más que un eclecticismo que mantiene sin cesar en lucha las virtualidades del ser, independientemente de las contradicciones sociales. La vida del hombre no es más que una transacción continua entre el trabajo y la fatiga, el amor y el goce, la justicia y el egoísmo; y el sacrificio voluntario que de sus atracciones inferiores hace al orden es el bautismo, que prepara su reconciliación con Dios y le hace digno de la unión beatifica y de la felicidad eterna.

El objeto de la economía social, al procurar incesantemente el orden en el trabajo y favorecer la educación de la especie, es, pues, hacer en lo posible por medio de la igualdad, la caridad superflua, esa caridad que no sabe mandar a sus esclavos; o por mejor decir, hacer brotar, como una flor de su tallo, la caridad de la justicia. ¡Y bien! Si la caridad pudiese crear la felicidad entre los hombres, lo hubiera ensayado hace mucho tiempo; y el socialismo, en vez de buscar la organización del trabajo, no habría tenido más que decir: ¡Cuidado, que faltáis a la caridad¡ Pero ¡ay! la caridad en el hombre es mezquina, vergonzante, blanda, tibia; para obrar tiene necesidad de elixires y de aromas. Por esto ha abrazado el triple dogma de la prevaricación, la condenación y la redención; es decir, el dogma de la perfectibilidad por medio de la justicia. La libertad acá en la tierra necesita siempre de ayuda, y la teoría católica de los favores celestiales viene a completar esa demostración harto real de las miserias de nuestra naturaleza.

La gracia, dicen los teólogos, es en el orden de la salvación todo socorro o medio que pueda conducimos a la vida eterna. Esto es decir que el hombre no se perfecciona, ni se civiliza, ni se humaniza sino con el incesante socorro de la experiencia, con la industria, la ciencia y el arte, con el placer y el dolor; en una palabra, con todos los ejercicios del cuerpo y del espíritu.

Hay una gracia habitual, llamada también justificante y santificante, que se concibe como una cualidad que reside en el alma, contiene las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, y es inseparable de la caridad. En otros términos, la gracia habitual es el simbolo de las atracciones hacia el bien, que llevan al hombre al orden y al amor, le permiten domar sus malas inclinaciones, y le dejan dueño de si mismo. La gracia actual indica los medios exteriores que favorecen la expresión de las pasiones de orden, y sirven para combatir las pasiones subversivas.

La gracia, según San Agustín, es esencialmente gratuita, y precede en el hombre al pecado. Bossuet ha repetido esta idea con su estilo lleno de poesía y de ternura: Cuando Dios hizo las entrañas del hombre, puso en ellas primeramente la bondad. La primera determinación del libre albedrío está efectivamente en esa bondad natural, por la que el hombre se siente incesantemente impulsado hacia el orden, el trabajo, el estudio, la modestia, la caridad y el sacrificio. San Pablo ha podido, por lo tanto, decir, sin atacar el libre albedrío, que respecto a todo lo que toca al cumplimiento del bien, Dios opera en nosotros el querer y el hacer. Porque todas las aspiraciones santas están en el hombre antes de que piense y sienta; y no le pertenecen, es decir, no están bajo su dominio ni el disgusto que experimenta al violarlas, ni el deleite que le inunda al cumplidas, ni los muchos estimulos que le vienen de la sociedad y de su propia educación.

La gracia toma el nombre de gracia eficaz, cuando la voluntad va al bien con alegría y amor, sin vacilaciones y de una manera irrevot:able. Todo el mundo ha visto algunos de esos trasportes del alma que deciden de repente una vocación, un acto de heroísmo. No perece en ellos la libertad; pero por sus predeterminaciones puede decirse que era inevitable que así se decidiese el alma. No han tenido razón los pelagianos, los luteranos y otros, cuando han dicho que la gracia compromete el libre albedrío y mata la fuerza creadora de la voluntad; puesto que todas las determinaciones de la voluntad vienen necesariamente de la sociedad que la sostiene o de la naturaleza que le abre la carrera y le señala su destino.

Pero no se han engañado menos extrañamente los agustinianos, los tomistas, los congruistas, Jansenio, el P. Tamosino, Molina, etc., cuando, sosteniendo a la vez el libre albedrío y la gracia, no han visto que hay entre estos dos términos la misma relación que entre la substancia y el modo, y han confesado una oposición que no existe. Es de necesidad que la libertad, como la inteligencia, como toda substancia y toda fuerza, esté determinada; es decir, tenga sus modos y sus atributos. Ahora bien, al paso que en la materia, el modo y el atributo son inherentes a la sustancia, contemporáneos de la sustancia; en la libertad, el modo es resultado de tres agentes, por decirlo así, exteriores: la esencia humana, las leyes del pensamiento, la educación o el ejercicio. La gracia, por fin, como su opuesto la tentación, indica el hecho mismo de la determinación de la libertad.

En resumen, todas las ideas modernas sobre la educación de la humanidad, no son más que una interpretación, una filosofía de la doctrina católica de la gracia; doctrina que no pareció oscura a sus autores sino a consecuencia de sus ideas sobre el libre albedrío, que creían amenazado desde el punto en que se hablaba de la gracia o de la fuente de sus determinaciones. Nosotros, por lo contrario, afirmamos que la libertad, indiferente por sí misma, a toda clase de modalidades, pero destinada a obrar y a formarse con arreglo a un orden preestablecido, recibe su primer impulso de Dios, que le inspira el amor, la inteligencia, la fortaleza, la resolución y todos los dones del Espíritu Santo, y luego la entrega al trabajo de la experiencia. Síguese de ahí que la gracia es y no puede menos de ser premoviente; que sin ella el hombre es incapaz de toda especie de bien; y que, sin embargo, el libre albedrío cumple espontáneamente, con reflexión y eligiendo los medios, su propio destino. No hay en todo esto contradicción ni misterio. El hombre, como tal, es bueno; pero del mismo modo que el tirano pintado por Platón, que fue también un doctor de la gracia, el hombre lleva en su seno mil monstruos que ha de vencer por el culto de la justicia y de la ciencia, la música, la gimnástica y todas las gracias de ocasión y de estado. Con corregir una definición de San Agustín, toda esa doctrina de la gracia, famosa por las disputas que suscitó y dieron nacimiento a la Reforma, se presenta resplandeciente de claridad y de armonía.

Y ahora el hombre ¿es Dios?

Siendo Dios, según la hipótesis teológica, el ser soberano, absoluto, altamente sintético, el yo infinitamente sabio y libre, y por consecuencia, indefectible y santo; es obvio que el hombre, sincretismo de la creación, punto de unión de todas las virtualidades fisícas, orgánicas, intelectuales y morales manifestadas por la creación misma, perfectible y falible como es, no llena las condiciones de la Divinidad, cuya concepción está en la naturaleza de su espíritu.

Ni es Dios, ni puede viviendo llegar a ser Dios.

Con menos razón son Dios la encina, el león, el sol, el universo mismo, escisiones de lo absoluto. De un solo golpe quedan destruídas la antropolatría y la fisiolatría.

Trátase ahora de hacer la contraprueba de la teoría que acabamos de exponer.

Hemos apreciado la moralidad del hombre desde el punto de vista de las contradicciones sociales. Vamos a apreciar a su vez y desde el mismo punto de vista la moralidad de la Providencia. En otros términos, Dios, tal como lo presentan a sus adoradores la especulación y la fe, ¿es posible?

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha