Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De la responsabilidad del hombre y de Dios bajo la ley de la contradicción, o solución del problema de la providencia.

Los antiguos acusaban de la existencia del mal en el mundo a la naturaleza humana.

La teología del cristianismo no ha hecho más que desarrollar a su modo el mismo tema; y como esa teología resume todo el período religioso que se extiende desde el origen de la sociedad hasta nosotros, se puede decir que el dogma de la prevarición original, teniendo en su favor el asentimiento del género humano, adquiere por esto mismo el más alto grado de probabilidad.

Así, según todos los testimonios que tenemos de la antigua sabiduría, defendiendo cada pueblo como excelentes sus propias instituciones y glorificándolas, no hay que remontar la causa del mal a las religiones, ni a los gobiernos, ni a las costumbres tradicionales acogidas por el respeto de las generaciones, sino a una perversión primitiva, a una especie de malicia congénita de la voluntad del hombre. En cuanto a saber cómo ha podido pervertirse y corromperse un ser desde su origen, los antiguos salían de la dificultad por medio de apólogos: la manzana de Eva y la caja de Pandora se han hecho célebres entre sus soluciones simbólicas.

No sólo había, pues, sentado la antigüedad en sus mitos la cuestión del origen del mal; la había resuelto por otro mito, afirmando sin vacilar la criminalidad ab ovo de nuestra especie.

Los filósofos modernos han elevado contra el dogma cristiano otro no menos oscuro, el de la depravación por la sociedad. El hombre ha nacido bueno, exclama Rousseau, en su estilo magistral; pero la sociedad, es decir, las formas y las instituciones de la sociedad, le depravan. En esos términos está formulada la paradoja, o por mejor decir, la protesta del filósofo de Ginebra.

Ahora bien, es evidente que esta idea no es más que la inversa de la antigua hipótesis. Los antiguos acusaban al hombre individual, Rousseau al hombre colectivo: en el fondo se ve siempre una misma proposición, una proposición absurda.

A pesar de la identidad fundamental del principio, la fórmula de Rousseau era, sin embargo, un progreso, precisamente porque era una oposición; así fue recibida con entusiasmo, y vino a ser la señal de una reacción llena de antilogias y de inconsecuencias. ¡Cosa singular! a ese anatema fulminado contra la sociedad por el autor del Emilio remonta el socialismo moderno.

De setenta a ochenta años acá, el principio de la perversión social ha sido explotado y popularizado por diversos sectarios que, sin dejar de copiar a Rousseau, rechazan con todas sus fuerzas la filosofía antisocial de ese publicista, no advirtiendo que, por el solo hecho de que aspiran a reformar la sociedad, son como él antisociales o insociables. Curioso espectáculo es ver a esos pseudonovadores condenando con Juan Jacobo monarquía, democracia, propiedad, comunismo, tuyo y mío, monopolio, salariado, policía, contribuciones, lujo, comercio, dinero, todo lo que en una palabra constituye la sociedad, y sin lo cual no podría ser la sociedad concebida; y luego acusando de misantropía y de paralogismo a ese mismo Juan Jacobo, porque después de haber visto el ningún valor de todas las utopías, a la vez que señalaba el antagonismo de la civilización, había concluído por condenar la sociedad, no sin reconocer que fuera de la sociedad no había humanidad posible.

Aconsejo que vuelvan a leer el Emilio y el Contrato social a los que, sobre la palabra de los calumniadores y de los plagiarios, se imaginen que Rousseau no había aceptado su tesis sino por un vano deseo de singularizarse. Ese admirable dialéctico se había visto llevado a negar la sociedad desde el punto de vista de la justicia, por más que se viese obligado a admitirla como necesaria; del mismo modo que nosotros, que creemos en un progreso indefinido, no cesamos de negar como normal y definitiva la actual manera de ser de las sociedades. Sólo que mientras Rousseau, por una combinación política y un sistema de educación propio, se esforzaba en acercar al hombre a lo que él llamaba la naturaleza y era a sus ojos el ideal de la sociedad; nosotros, instruídos en una escuela más profunda, decimos que la tarea de la sociedad es resolver incesantemente sus antinomias, cosa de que Rousseau no podía ni tener idea. Así, dejando aparte el sistema ya abandonado del Contrato social, y sólo en lo que a la crítica se refiere, el socialismo, diga él lo que quiera, se halla en la misma posición que Rousseau, es decir, obligado a reformar incesantemente la sociedad, o lo que es lo mismo, a negarla sin tregua.

Rousseau, en una palabra, no ha hecho más que declarar de una manera sumaria y definitiva lo que los socialistas dicen en detalle y en cada uno de los momentos del progreso, es a saber, que el orden social es imperfecto y le falta siempre algo. El error de Rousseau no está ni puede estar en esa negación de la sociedad; consiste, como vamos a demostrar, en que no supo seguir su argumentación hasta el fin, y negar a la vez a la sociedad, al hombre y a Dios.

Como quiera que sea, la teoría de la inocencia del hombre, correlativa a la de la depravación de la sociedad, ha concluído por prevalecer. La inmensa mayoría de los socialistas, Saint Simon, Owen, Fourier y sus discípulos, los comunistas, los demócratas, los progresistas de todas clases, han rechazado solemnemente el mito cristiano de la caída, para sustituirle con el sistema de una aberración de la sociedad. Y como la mayor parte de esos sectarios, a pesar de su flagrante impiedad, eran aún demasiado religiosos, demasiado devotos para acabar la obra de Juan Jacobo y hacer remontar a Dios la responsabilidad del mal, han encontrado medio de deducir de la hipótesis de Dios el dogma de la bondad natural del hombre, y se han puesto a tronar de lo lindo, contra la sociedad.

Las consecuencias teóricas y prácticas de esta reacción fueron que, siendo el mal, es decir, el efecto de la lucha interior y exterior, cosa de suyo anormal y transitoria, son igualmente transitorias las instituciones penitenciarias y represivas; que en el hombre no hay vicio alguno de origen, y sólo ha sucedido que sus inclinaciones han sido pervertidas por la atmósfera en que vive; que la civilización ha padecido error en sus propias tendencias; que la represión es inmoral, y nuestras pasiones santas; que santo es el goce, y hay que buscarle como la virtud misma, porque Dios, que nos le hace desear, es santo. Y viniendo luego las mujeres en ayuda de la facundia de los filósofos, ha llovido sobre el pueblo embobado un diluvio de protestas antirrestrictivas, quasi de vulva erumpens, para servirme de una expresión de la Sagrada Escritura.

Reconócense los escritos de esta escuela en su estilo evangélico, en su deísmo hipocondríaco, y sobre todo, en su dialéctica jeroglífica.

Se acusa de casi todos nuestros males, dice el señor Luis Blanc, a la naturaleza humana: sería preciso acusar de ellos a nuestras viciosas instituciones sociales. Echad una ojeada a vuestro rededor: ¡qué de aptitudes fuera de su lugar, y por consecuencia, depravadas! ¡Qué de actividades, hoy turbulentas, por no haber encontrado su fin natural y legítimo! Se obliga a nuestras pasiones a atravesar una atmósfera impura, y en ella se vician: ¿qué tiene eso de extraño? Un hombre sano, ¿no respira acaso la muerte en una atmósfera infestada? ... La civilización se ha desviado de su camino ... y decir que no es posible otra cosa, es perder el derecho a hablar de equidad, de moral, de progreso; es perder el derecho a hablar de Dios. La Providencia desaparece para abrir paso al más grosero fatalismo. Cuarenta veces, y siempre para no decir nada, aparece el nombre de Dios en la Organización del trabajo del señor Blanc, que cito con preferencia, porque a mis ojos representa mejor que ningún otro la opinión democrática avanzada, y me complazco en honrarle refutándole.

Así, al paso que el socialismo, ayudado por la democracia extrema, diviniza al hombre negando el dogma de la caída, y por consecuencia destrona a Dios, ya en adelante inútil para la perfección de su criatura; ese mismo socialismo, por bajeza de espíritu, vuelve a caer en la afirmación de la Providencia, y esto en el momento mismo en que niega la autoridad providencial de la historia.

Y como nada entre los hombres tiene tantas probabilidades de éxito como la contradicción, la idea de una religión de placeres, resucitada de Epicuro en un eclipse de la razón pública, ha sido tomada como la inspiración del genio nacional: por ahí se distinguen los nuevos deístas de los católicos, contra los cuales no han gritado aquéllos durante dos años sino por rivalidad de fanatismo. Es hoy moda hablar a diestro y siniestro de Dios y declararse contra el Papa, invocar la Providencia y hacer escarnio de la Iglesia. Gracias a Dios no somos ateos, decía un día la Réforme, tanto más, podía haber añadido por aumento de inconsecuencia, cuanto que no somos cristianos. Todos cuantos tienen la pluma en la mano se han dado el santo y seña para engatusar al pueblo; y el primer artículo de la nueva fe, es que Dios, infinitamente bueno, ha creado al hombre bueno como él; lo cual no impide que el hombre, a la vista misma de Dios, se haga malo en una sociedad detestable.

Es, sin embargo, evidente, a pesar de esas apariencias, o por mejor decir, veleidades de religión, que la lucha entablada entre el socialismo y la tradición cristiana, entre el hombre y la sociedad, ha de acabar por una negación de Dios. La razón social no es para nosotros distinta de la absoluta, que no es otra cosa que Dios mismo; y negar la sociedad en sus fases anteriores es negar la Providencia, negar la Divinidad.

Así pues, estamos colocados entre dos negaciones, entre dos afirmaciones contradictorias: la una que, por la voz de la antigüedad entera, poniendo fuera de cuestión a la sociedad y a Dios, a quien representa, pone en el hombre sólo el principio del mal; la otra que, protestando en nombre del hombre libre, inteligente y progresivo, atribuye al cáncer social, y por consecuencia al genio que crea e inspira la sociedad, las perturbaciones todas del universo.

Ahora bien: como las anomalías del orden social y la opresión de las libertades individuales proceden principalmente del juego de las contradicciones económicas, debemos examinar con los datos que hemos ya manifestado:

1° Si la fatalidad, cuyo círculo nos rodea, es para nuestra libertad tan imperiosa y necesaria que dejen de sernos imputables las infracciones de ley cometidas bajo el imperio de las antinomias. Y si se está por la negativa, ¿de dónde procede esa culpabilidad particular del hombre?

2° Si el ser hipotético todo bueno, todo poderoso, todo sabio, a quien atribuye la fe la alta dirección de las agitaciones humanas, no ha dejado de existir para la sociedad en el momento del peligro. Y si se está por la afirmativa, ¿de dónde procede esa insuficiencia de la Divinidad?

En cuatro palabras vamos a examinar si el hombre es Dios, si el mismo Dios es Dios, o si para llegar a la plenitud de la inteligencia y de la libertad, debemos buscar una entidad superior.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha