Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Exposición del mito de la Providencia. - Retrogradación de Dios

Los teólogos y los filósofos, entre las tres pruebas que acostumbran a dar de la existencia de Dios, ponen en primera línea el consentimiento universal.

He tomado en cuenta este argumento, cuando, sin rechazarlo ni admitirlo, me he preguntado: ¿Qué afirma el consentimiento universal cuando afirma la existencia de Dios? Y a propósito de esto debo recordar que la diferencia de religiones no prueba que el género humano haya errado al afirmar fuera de sí mismo un Yo supremo, como no prueba la diversidad de lenguas que no sea una realidad la razón. La hipótesis de Dios, lejos de debilitarse, se fortifica y arraiga con la divergencia y la oposición de cultos.

Sácase otro género de argumento considerando el orden del mundo. He observado acerca de esto que, afirmando la naturaleza espontáneamente, por la voz del hombre, su propia división en espíritu y materia, faltaba saber si gobernaba y agitaba al universo un espíritu infinito, un alma del mundo, como nos dice la conciencia en su intuición obscura, que anima un espíritu al hombre. Si, pues, he añadido, fuese el orden un indicio infalible de la presencia del espíritu, no cabría dejar de reconocer la presencia de un Dios en el universo.

Desgraciadamente, ese si, no está demostrado ni puede serlo. Porque, por una parte, el espíritu puro, concebido en oposición a la materia, es una entidad contradictoria, cuya realidad no es, por consiguiente, posible que nada acredite. Por otra parte, ciertos seres ordenados en sí mismos, como los cristales, las plantas y el sistema planetario, que en las sensaciones que nos hacen experimentar no nos dan como los animales sentimiento por sentimiento, pareciéndonos, como nos parecen, del todo faltos de conciencia, no hay más razón para suponer un espíritu en el centro del mundo que la habría para suponerlo en una barra de azufre; y puede muy bien suceder que si existe en alguna parte el espíritu, la conciencia, sea únicamente en el hombre.

Si el orden del mundo no puede con todo decirnos nada sobre la existencia de Dios, revela una cosa tal vez de no menos precio que nos servirá de guía en nuestras investigaciones; y es que todos los seres, todas las esencias, todos los fenómenos están encadenados unos a los otros por un conjunto de leyes que resultan de sus propiedades, conjunto a que en el capítulo III he dado el nombre de fatalidad o de necesidad. Nada encontramos que nos repugne, por lo tanto, en suponer que existe una inteligencia infinita que abraza todo el sistema de esas leyes, todo el campo de la fatalidad; que a esa inteligencia infinita está íntimamente unida una voluntad suprema eternamente determinada por el conjunto de las leyes cósmicas, y es por consecuencia infinitamente poderosa y libre; que por fin esas tres cosas, fatalidad, inteligencia y voluntad, son contemporáneas en el universo, adecuadas a la otra e idénticas; pero aquí está precisamente la hipótesis, y ese antropomorfismo es el que falta demostrar.

Así, mientras que el testimonio del género humano nos revela un Dios, sin decir lo que ese Dios puede ser, el orden del mundo nos revela una fatalidad, es decir, un conjunto absoluto y perentorio de causas y efectos, en una palabra, un sistema de leyes que sería, si Dios existe, como lo visto y lo sabido de ese Dios.

La tercera y última prueba de la existencia de Dios propuesta por los devotos y llamada por ellos prueba metafísica, no es más que una construcción tautológica de las categorías, que no prueba absolutamente nada.

Alguna cosa existe, luego existe alguna cosa.

Alguna cosa es múltiple, luego alguna cosa es una.

Alguna cosa sucede con posterioridad a alguna cosa, luego alguna cosa es anterior a alguna cosa.

Alguna cosa es más pequeña o más grande que alguna cosa, luego alguna cosa es más grande que todas las cosas.

Alguna cosa es movida, luego alguna cosa es motriz, ete., hasta lo infinito.

Esto es lo que aun hoy en las facultades y en los seminarios, porque así lo quieren el señor ministro de Instrucción Pública y los reverendísimos obispos, se llama hacer la prueba metafísica de la existencia de Dios. Esto es lo que la flor de la juventud francesa está condenada a repetir con sus profesores durante un año, so pena de renunciar a sus diplomas y de no poder estudiar el derecho, la medicina, la politecnia y las ciencias. Si algo debe en esto sorprendemos es, a buen seguro, que con semejante filosofía no sea aún atea toda Europa. La subsistencia de la idea deísta al lado de la jerga de las escuelas, es el mayor de los milagros: constituye la más fuerte preocupación que puede alegarse en favor de la Divinidad.

Ignoro lo que la humanidad llama Dios.

No puedo decir si es preciso entender por esta palabra al hombre, al universo o alguna otra realidad invisible; o bien si esta palabra no expresa más que un ideal, un ente de razón.

Para dar, sin embargo, cuerpo a mi hipótesis y un asidero a mis investigaciones, consideraré a Dios a la manera del vulgo, como un ser exclusivo, distinto de la creación, presente en todas partes, dotado de una vida imperecedera y de una ciencia y una actividad infinitas; pero sobre todas las cosas previsor y justo, que recompensa la virtud y castiga el vicio. Dejaré a un lado la hipótesis panteísta como hija de la hipocresía y de falta de corazón. Dios, o es personal o no existe: esta alternativa es el axioma de que deduciré toda mi teodicea.

Trátase, pues, ahora para mí, sin preocuparme de las cuestiones que podrá suscitar más tarde la idea de Dios, de saber en vista de los hechos, cuya evolución en la sociedad tengo yo demostrada, qué debo pensar de la conducta de Dios, tal como se me presenta y con relación a la humanidad. En una palabra, voy a sondear el Ser Supremo desde el punto de vista de la existencia demostrada del mal y con ayuda de una nueva dialéctica.

El mal existe: sobre este punto parece estar ya de acuerdo todo el mundo (1).

Ahora bien, los estoicos, los epicúreos, los maniqueos, los ateos, han preguntado: ¿cómo es posible conciliar la existencia del mal con la idea de un Dios soberanamente bueno, sabio y poderoso? ¿Cómo luego, habiendo Dios dejado que el mal se introdujera en el mundo, bien por la impotencia, bien por negligencia, bien por mala voluntad, ha podido hacer responsables de sus actos a criaturas que él mismo había creado imperfectas y exponía así a todos los peligros de sus apetitos? ¿Cómo, por fin, puesto que promete a los justos para después de la muerte una bienaventuranza inalterable, o en otros términos, puesto que nos da la idea y el deseo de la felicidad, no nos la hace gozar en esta vida, sustrayéndonos a las tentaciones del mal en vez de exponernos a eternos suplicios?

Tal es en su antiguo tenor la protesta de los ateos.

Hoy no es mucho lo que se disputa: no inquietan ya a los deístas las imposibilidades lógicas de su sistema. Se quiere un Dios, sobre todo una Providencia: se hacen en esto concurrencia radicales y jesuítas. Los socialistas predican en nombre de Dios la dicha y la virtud: en las escuelas, los que más alto hablan contra la Iglesia son los primeros místicos.

Los antiguos deístas se mostraban más cuidadosos y solícitos por su fe. Se esforzaban, si no en demostrarla, a lo menos en razonarla, comprendiendo perfectamente, al revés de sus sucesores, que para el creyente no hay, fuera de la certidumbre, dignidad ni reposo.

Los Padres de la Iglesia contestaron, pues, a los incrédulos que el mal no es sino la privación de un bien mayor, y que, razonando siempre sobre lo mejor, no se tiene punto de apoyo en qué fijarse, lo cual conduce directamente a lo absurdo. Siendo en efecto toda criatura necesariamente limitada e imperfecta, Dios, por su poder infinito, puede ir aumentando sin cesar sus perfecciones: desde este punto de vista hay siempre, en mayor o menor grado, privación de bien en las criaturas. Recíprocamente, por imperfecta y limitada que se la suponga, desde el momento en que la criatura existe, goza de cierto grado de bien, mejor para ella que la nada. Luego si es de regla que el hombre no sea reputado bueno sino en cuanto haga todo el bien que pueda, no sucede lo mismo con Dios, puesto que la obligación de hacer bien a lo infinito es contradictoria con la facultad misma de crear, siendo perfección y criatura dos términos que necesariamente se excluyen. Dios, pues, era el único juez del grado de perfección que convenía dar a cada criatura: intentar acusarle, desde este punto de vista, es calumniar su justicia.

En cuanto al pecado, es decir, al mal moral, tenían los Padres para responder a las objeciones de los ateos las teorías del libre albedrío, la redención, la justificación y la gracia, sobre las cuales no tenemos ya que añadir una palabra.

No sé que los ateos hayan replicado de una manera categórica a esta teoría de la imperfección esencial de la criatura, teoría reproducida con brillo por el señor de Lamennais en su Bosquejo. Era en efecto imposible que contestasen, porque razonando sobre una falsa concepción del mal y del libre albedrío, e ignorando profundamente las leyes de la humanidad, carecían igualmente de razones, tanto para triunfar de sus propias dudas, como para refutar a los creyentes.

Salgamos de la esfera de lo finito y de lo infinito, y coloquémonos en el terreno de la concepción del orden. ¿Puede Dios hacer un círculo redondo y un cuadrado de ángulos rectos? Seguramente.

¿Sería Dios culpable si después de haber creado el mundo según las leyes de la geometría, nos hubiese metido en el entendimiento o nos hubiese dejado creer, sin culpa de nuestra parte, que un círculo puede ser cuadrado o un cuadrado circular, cuando de esa falsa opinión no podía menos de resultar para nosotros una incalculable serie de males? Sin duda alguna.

¡Pues bien! esto es justamente lo que ha hecho en el gobierno de la humanidad Dios, el Dios de la Providencia: de esto lo acuso. Sabía desde la eternidad, puesto que después de seis mil años de dolorosa experiencia, nosotros, mortales, lo hemos descubierto, que el orden en las sociedades, es decir, la libertad, la riqueza, la ciencia, se realiza por medio de la conciliación de ideas contrarias, que tomadas cada una en particular por absolutas, debían precipitarnos a un abismo de miseria: ¿por qué no nos lo ha advertido? ¿por qué no ha rectificado desde un principio nuestro juicio? ¿por qué nos ha abandonado a nuestra lógica imperfecta, sobre todo cuando nuestro egoísmo debía prevalerse de ella para sus injusticias y sus actos de perfidia? Sabía ese Dios celoso que, entregándonos a los azares de la experiencia, no habíamos de encontrar sino muy tarde esa seguridad de la vida que constituye nuestra ventura: ¿por qué no ha acortado ese largo aprendizaje revelándonos nuestras propias leyes? ¿por qué, en vez de fascinarnos con opiniones contradictorias, no ha alterado el orden de nuestra experiencia, haciéndonos pasar por vía de análisis de las ideas sintéticas a las antinomias, en vez de dejarnos subir penosamente la escarpada cuesta que va de la antinomia a la síntesis?

Si, como antes se creía, el mal que sufre la humanidad procediese tan sólo de la imperfección inevitable en toda criatura, o por mejor decir, si ese mal no tuviese otra causa que el antagonismo de las virtualidades o inclinaciones que constituyen nuestro ser, y la razón debe enseñamos a sojuzgar y dirigir, no tendríamos el menor derecho a quejarnos. Siendo nuestra condición la que podía ser, Dios estaría justificado.

Pero ante esa ilusión voluntaria de nuestro entendimiento, ilusión que era tan fácil de disipar y cuyos efectos debían ser tan terribles, ¿dónde está la excusa de la Providencia? ¿No es verdad que aquí ha faltado al hombre la gracia? Dios, a quien representa la fe como un padre tierno y un señor amoroso y comedido, nos entrega a la fatalidad de nuestras incompletas concepciones, abre un foso bajo nuestras plantas, nos hace andar ciegos, y luego, a cada caída que damos, nos castiga como malos. ¿Qué digo? no parece sino que a pesar suyo llegamos, al fin, magullados por el viaje, a reconocer nuestro camino, como si ofendiéramos su gloria llegando a ser, por las pruebas que nos impone, más inteligentes y más libres. ¿Para qué necesitamos, por lo tanto, recurrir incesantemente a la divinidad, ni qué nos quieren esos satélites de una Providencia que, con mil religiones, nos engaña y nos desvía de nuestra senda hace sesenta siglos?

¡Cómo! ¡Dios, por sus mandaderos y por la ley que ha puesto en nuestros corazones, nos ordena que amemos al prójimo como a nosotros mismos; que hagamos para otro lo que para nosotros quisiéramos que se hiciese; que demos a cada uno lo que le es debido; que no defraudemos el salario del obrero; que no prestemos con usuras: sabe por otra parte que nuestra caridad es tibia, que nuestra conciencia vacila sin tregua, que el menor pretexto nos parece una razón suficiente para eximirnos del cumplimiento de nuestras leyes; y con semejantes disposiciones, nos mete en las contradicciones del comercio y de la propiedad, donde es teóricamente fatal que perezcan la caridad y la justicia! ¡En vez de iluminar nuestra razón sobre el alcance de los principios que se le imponen con todo el imperio de la necesidad, principios cuyas consecuencias, adoptadas por el egoísmo, son fatales para la fraternidad humana, pone esa razón engañada al servicio de nuestras pasiones; destruye en nosotros, por medio de la seducción del espíritu, el equilibrio de nuestra conciencia; justifica a nuestros propios ojos nuestras usurpaciones y nuestros actos de avaricia; hace inevitable, legítima, la separación entre el hombre y el hombre; crea entre nosotros la división y el odio, haciendo imposible la igualdad por el trabajo y el derecho; nos hace creer que esa igualdad, ley del mundo, es injusta entre los hombres, y luego nos proscribe en masa por no haber sabido practicar sus incomprensibles preceptos! Creo haber probado, es cierto, que no nos justifica el abandono de la Providencia; mas cualquiera que sea nuestro crimen, no somos ante ella culpables; y si hay un ser que antes que nosotros y más que nosotros haya merecido el infierno, preciso es que le nombre, es Dios.

Cuando los deístas, para establecer su dogma de la Providencia, alegan como prueba el orden de la naturaleza, aunque este argumento no sea más que una petición de principio, no cabe decir que sea contradictorio ni que el hecho alegado desmienta la hipótesis. Nada, por ejemplo, en el sistema del mundo revela la más pequeña anomalía, la más ligera imprevisión, de la cual haya que conjeturar algo contra la idea de un motor supremo, inteligente, personal. En una palabra, si el orden de la naturaleza no prueba la realidad de una Providencia, por lo menos no la contradice.

Otra cosa sucede en el gobierno de la humanidad. Aquí el orden no empieza a existir al mismo tiempo que la materia: no ha sido, como en el sistema del mundo, creado de una vez y por toda una eternidad. Se desarrolla por grados según una serie fatal de principios y de consecuencias que el mismo ser humano, el ser que se trataba de ordenar, debe ir deduciendo espontáneamente por su propia energía, y solicitado por la experiencia. Nada le ha sido revelado sobre este punto. El hombre está sometido desde su origen a una necesidad previamente establecida, a un orden absoluto e irresistible; pero ese orden, para que se realice, es preciso que el hombre lo descubra; esa necesidad, para que exista, es preciso que el hombre la adivine. Ese trabajo de invención podría ser abreviado: nadie en el cielo ni en la tierra vendrá a socorrer al hombre; nadie le instruirá. La humanidad, durante centenares de siglos, devorará sus generaciones; se extenuará en la sangre y en el fango, sin que el Dios que adora venga una sola vez a iluminar su razón ni a abreviar su prueba. ¿Dónde está aquí la acción divina? ¿Dónde está la Providencia?

Si Dios no existiese, es Voltaire, el enemigo de las religiones, el que habla, sería preciso inventarle. ¿Por qué? Porque, añade el mismo Voltaire, si tuviese que entendérmelas con un príncipe ateo que tuviese interés en hacerme machacar en un almirez, estoy seguro de que sería machacado. ¡Extraña aberración de un grande espíritu! Y si tuviese usted que entendérselas con un príncipe devoto a quien su confesor mandara de parte de Dios quemarle a usted vivo, ¿no estaría usted seguro de ser quemado? ¿Olvida usted, pues, Anticristo, la Inquisición, y las escenas de San Bartolomé, y las hogueras de Vanini y de Bruno, y los tormentos de Galileo, y el martirio de tantos libres pensadores? ... No venga a distinguir usted aquí entre el uso y el abuso, porque le replicaré a usted, que de un principio místico y sobrenatural, de un principio que lo abraza todo, que lo explica todo, que lo justifica todo, como la idea de Dios, todas las consecuencias son legítimas, y el único juez de la oportunidad es el buen celo del creyente.

He creído en otro tiempo, dice Rousseau, que se podía ser hombre honrado y prescindir de Dios;, pero he salido de mi error. El mismo razonamiento en el fondo que el de Voltaire, la misma justificación de la intolerancia. El hombre hace el bien, y no se abstiene del mal sino por la consideración de una Providencia que le vigila: ¡Anatema sobre los que la niegan! Y para colmo de sinrazón, el mismo hombre que reclama así para nuestra virtud la sanción de una divinidad remuneradora y vengadora, es el que entona como dogma de fe la bondad natural del hombre.

Y yo digo: el primer deber del hombre inteligente y libre, es echar incesantemente la idea de Dios de su espíritu y de su conciencia. Porque Dios, si existe, es esencialmente hostil a nuestra naturaleza, y nosotros no dependemos en modo alguno de su autoridad. Nosotros llegamos a la ciencia a pesar suyo; al bienestar a pesar suyo, a la sociedad a pesar suyo: cada uno de nuestros progresos es una victoria en la cual aplastamos la Divinidad.

Que no se diga ya: las vías de Dios son impenetrables. Las hemos penetrado esas vías y hemos leído en ellas en caracteres de sangre las pruebas de la impotencia, si ya no de la mala voluntad de Dios. Mi razón, por largo tiempo humillada, se levanta poco a poco al nivel de lo infinito: con el tiempo descubrirá todo lo que le oculta aún su inexperiencia: con el tiempo seré cada día menos artesano de desdichas, y con las luces que haya adquirido y la sucesiva perfección de mi libertad, me purificaré, idealizaré mi ser y llegaré a ser el jefe de la creación, el igual de Dios. El menor instante de desorden que el Todopoderoso hubiese podido impedir y no ha impedido, es un cargo contra la Providencia, y prueba de falta de sabiduría; el menor progreso hacia el bien que ha realizado el hombre ignorante, abandonado y vendido, le honra sin medida. ¿Con qué derecho me diría Dios: Sé santo, porque yo soy santo? Espíritu embustero, le contestaría yo, Dios imbécil, tu reinado ha concluído: busca entre las bestias otras víctimas. Sé que no soy ni podré jamás llegar a ser santo; ¿y cómo lo habrías de ser tú si te pareces a mí? Padre Eterno, Júpiter o Jehová, hemos aprendido a conocerte: tú eres, tú has sido, tú serás siempre el rival de Adán, el tirano de Prometeo.

Así yo no caigo en el sofisma refutado por San Pablo, cuando prohibe al jarro que diga al alfarero: ¿Por qué me fabricaste de esta suerte? Yo no me quejo al autor del mundo de que haya hecho de mí una criatura inarmónica, un incoherente conjunto: yo no podía existir sino con esta condición. Yo me contento con gritarle: ¿Por qué me engañas? ¿Por qué con tu silencio has desencadenado en mí el egoísmo? ¿Por qué me has sometido al tormento de la duda universal con la amarga ilusión de las ideas antagónicas que has puesto en mi entendimiento? Duda de la verdad, duda de la justicia, duda de mi condencia y de mi libertad, duda de ti mismo, oh Dios; y como consecuencia de esa duda, necesidad de la guerra conmigo mismo y con mi prójimo. Esto es, Padre Supremo, lo que has hecho por nuestra felicidad y por tu gloria; éstos fueron desde un principio tu voluntad y tu gobierno, éste es el pan, amasado con sangre y lágrimas, de que nos has alimentado. Las faltas cuyo perdón te pedimos, nos las has hecho cometer; los lazos de que te pedimos ansiosamente que nos libres, nos los has tendido; y el Satanás que nos asedia, ese Satanás eres tú.

Tú triunfabas, y nadie se atrevía a contradecirte, cuando después de haber atormentado en su cuerpo y en su alma al justo Job, figura de nuestra humanidad, insultabas su piedad cándida y su ignorancia discreta y respetuosa. No éramos nada ante tu majestad invisible, a quien dábamos por dosel el cielo y por escabel la tierra. Y ahora hete aquí destronado y aniquilado. Tu nombre, que fue por tanto tiempo la última palabra del sabio, la sanción del juez, la fuerza del príncipe, la esperanza del pobre, el refugio del culpable arrepentido, pues bien, ese nombre antes incomunicable y condenado ya hoy al desprecio y al anatema, será silbado entre los hombres. Porque Dios es necedad y bajeza, Dios es hipocresía y mentira, Dios es tiranía y miseria, Dios es el mal. En tanto que la humanidad se incline ante un altar, esclava de los reyes y de los sacerdotes, será la humanidad reprobada; en tanto que un hombre en nombre de Dios reciba el juramento de otro hombre, estará la humanidad fundada en el perjurio; y la paz y el amor serán desterrados de entre los mortales. ¡Atrás, oh Dios! Curado desde hoy del temor que te tuve, y más cauto de lo que ayer fuí, juro con la mano extendida hacia el cielo que no eres sino el verdugo de mi razón, el espectro de mi conciencia.

Niego por lo tanto la supremacía de Dios sobre la humanidad; rechazo su gobierno providencial, cuya falta de existencia está suficientemente acreditada por las alucinaciones metafísicas y económicas de la humanidad; en una palabra, por el martirio de nuestra especie; declino la jurisdicción del Ser Supremo sobre el hombre; le quito sus títulos de padre, de rey, de juez, de bueno, de clemente, de misericordioso, de caritativo, de remunerador, de vengador. Todos esos atributos de que se compone la idea de Providencia, no son más que una caricatura de la humanidad, inconciliable con la autonomía de la civilización, y además desmentida por la historia de sus aberraciones y de sus catástrofes. Mas porque Dios no puede ser ya concebido como Providencia, porque le quitamos ese atributo tan importante para el hombre, que no ha vacilado en hacerle sinónimo de Dios, ¿se sigue de ahí que Dios no existe, y está ya demostrada la falsedad del dogma teológico en cuanto a la realidad de su contenido?

¡Ah, no! Acabamos de destruir una preocupación relativa a la esencia divina y de consignar a la vez la independencia del hombre: no hemos hecho más. La realidad del Ser Divino ha quedado fuera de todo ataque, y nuestra hipótesis subsiste siempre. Al demostrar con motivo de la Providencia lo que era imposible que Dios fuese, hemos dado un primer paso en la determinación de la idea de Dios: se trata ahora de saber si ese primer dato está de acuerdo con lo que de la hipótesis queda, y por consiguiente, de determinar desde el mismo punto de vista de la inteligencia lo que Dios es, si es.

Porque así como, después de haber dejado consignada la culpabilidad del hombre bajo la influencia de las contradicciones económicas, hemos debido dar razón de esa culpabilidad, so pena de dejar mutilado al hombre y no haber hecho de él más que una despreciable sátira; después de haber reconocido la quimera de una Providencia en Dios, hemos de indagar cómo se concilia esa falta de Providencia con la idea de una inteligencia y de una libertad supremas, so pena de faltar a la hipótesis propuesta, hipótesis que nada nos prueba aunque sea falsa.

Afirmo, pues, que Dios, si Dios hay, no se parece en nada a las efigies que de él nos han dado los sacerdotes y los filósofos; que no piensa ni obra según la ley de análisis, de precisión y de progreso, que es el rasgo distintivo del hombre; que por lo contrario, parece más bien seguir una marcha inversa y retrógrada; que la inteligencia, la libertad y la personalidad en Dios están constituidas de otro modo que en nosotros; y que esa originalidad de naturaleza perfectamente motivada, hace de Dios un ser esencialmente anticivilizador, antiliberal, antihumano.

Probaré mi proposición yendo de lo negativo a lo positivo, es decir, deduciendo la verdad de mi tesis del progreso de las objeciones.

1° Dios, dicen los creyentes, no puede ser concebido sino como infinitamente bueno, infinitamente sabio, infinitamente poderoso, etc.: la letanía toda de los infinitos. Es asi que la infinita perfección no puede conciliarse con la idea de una voluntad indiferente o reaccionaria para el progreso; luego o Dios no existe, o la objeción sacada del desarrollo de las antinomias no prueba sino la ignorancia en que estamos de los misterios de lo infinito.

Respondo a esos argumentadores que si para legitimar una opinión completamente arbitraria basta apelar a lo insondable de los misterios, tanto me importa el misterio de un Dios sin Providencia, como el de una Providencia sin eficacia. Mas en presencia de los hechos, no cabe invocar semejante probabilismo: fuerza es atenerse a la deducción positiva de la experiencia. Ahora bien, la experiencia y los hechos prueban que la humanidad en su desarrollo obedece a una necesidad inflexible, cuyas leyes se hacen apreciables, y cuyo sistema se realiza a medida que la razón colectiva lo descubre sin que nada en la sociedad atestigüe una instigación exterior, ni un mandamiento providencial, ni pensamiento alguno sobrehumano. Lo que ha hecho creer en la Providencia es esa necesidad misma que constituye como el fondo y la esencia de la humanidad colectiva. Mas esta necesidad, por sistemática y progresiva que parezca, no constituye por esto en la humanidad ni en Dios una Providencia: basta para convencerse de esto recordar las oscilaciones sin fin y los dolorosos ensayos por los que el orden social se manifiesta.

2° Atraviésanse otros argumentadores, y exclaman: ¿A qué esas investigaciones abstrusas? No hay Providencia, ni tampoco Inteligencia infinita: no hay fuera del hombre ni yo ni voluntad en el universo. Todo lo que sucede en mal como en bien, sucede necesariamente. Un irresistible conjunto de causas y de efectos abraza el hombre y la naturaleza dentro de la misma fatalidad; y lo que en nosotros mismos llamamos conciencia, voluntad, juicio, etc., no son más que accidentes particulares del todo eterno, inmutable y fatal.

Este argumento es el inverso del anterior. Consiste en sustituir la idea de un autor todopoderoso y sabio por la de una coordinación necesaria y eterna, pero inconsciente y ciega. Esta oposición nos deja ya presentir que la dialéctica de los materialistas no es más sólida que la de los creyentes.

Quien dice necesidad o fatalidad, dice orden absoluto e inviolable: quien dice, por lo contrario, perturbación y desorden, afirma todo lo que más repugna a la fatalidad. Ahora bien, hay desorden en el mundo, desorden producido por la acción de fuerzas espontáneas que no encadenan poder alguno: ¿cómo puede ser esto si todo es fatal?

Pero ¿quién no ve que esa antigua disputa entre el deísmo y el materialismo procede de una falsa noción de la libertad y la fatalidad, dos términos que se tienen por contradictorios, cuando no lo son realmente? Si el hombre es libre, han dicho los unos, Dios lo es con mayor razón, y la fatalidad no es más que una palabra; si todo está encadenado en la naturaleza, han replicado los otros, no hay libertad ni Providencia; y cada cual ha argumentado sin límite en la dirección que había tomado, sin llegar a comprender jamás que esa pretendida oposición de la libertad a la fatalidad no es más que la distinción natural, pero no antitética, entre los hechos de la actividad y los de la inteligencia.

La fatalidad es el orden absoluto, la ley, el código, fatum, de la constitución del universo. Mas, lejos de que ese código excluya por sí mismo la idea de un legislador supremo, la supone de tal modo que la antigüedad toda no ha vacilado en admitida; y toda la cuestión está hoy en saber si, como lo han creído los fundadores de religiones, el legislador ha precedido a la ley en el universo, esto es, si la inteligencia es anterior a la fatalidad, o si, como pretenden los modernos, es la ley la que ha precedido al legislador; o en otros términos, si el espíritu nace de la naturaleza. Antes o después: en esta alternativa está resumida toda la filosofía. Dispútese en buen hora sobre la posterioridad o la anterioridad del espíritu; pero no se le niegue en nombre de la fatalidad, porque ésta es una exclusión que nada justifica. Basta para refutarla recordar el hecho mismo en que se funda la existencia del mal.

Dadas la materia y la atracción, tenemos el mundo: esto es fatal. Dadas dos ideas correlativas y contradictorias, no puede menos de venir una composición: esto es también fatal. Lo que repugna a la fatalidad no es la libertad destinada por lo contrario a procurar dentro de cierta esfera el cumplimiento de la fatalidad; es, sí, el desorden, es todo lo que estorba la ejecución de la ley. ¿Hay, sí o no, desorden en el mundo? Los fatalistas no lo niegan, puesto que, por el más extraño de los errores, es la existencia del mal la que los ha hecho fatalistas. Y yo digo que la existencia del mal, lejos de atestiguar la fatalidad, la interrumpe, viola la ley del destino, y supone una causa cuyo movimiento erróneo, pero voluntario, está en completa discordancia con la ley misma. A esta causa le doy el nombre de libertad; y he probado ya en el capítulo IV que la libertad, del mismo modo que la razón que le sirve de antorcha, es tanto más grande y más perfecta, cuanto mejor armoniza con el orden de la naturaleza, que es la fatalidad.

Luego, oponer la fatalidad al testimonio de la conciencia que se siente libre, y viceversa, es probar que se toman las ideas al revés y no se entiende poco ni mucho la cuestión. El progreso de la humanidad puede ser considerado y definido como la educación de la razón y de la libertad humana por la fatalidad: es absurdo mirar esos tres términos como exclusivos el uno del otro e inconciliables, cuando en realidad se sostienen, sirviendo la fatalidad de base, viniendo la razón después, y coronando la libertad el edificio. A conocer y penetrar la fatalidad tiende la razón humana; a conformarse con ella aspira la libertad; y un estudio de la fatalidad, es en el fondo la crítica que en este libro hacemos del desarrollo espontáneo y de las creencias instintivas del género humano. Expliquémonos.

El hombre, dotado de actividad y de inteligencia, tiene la facultad de poder turbar el orden del mundo de que forma parte. Pero todos sus extravíos han sido previstos, y se verifican dentro de ciertos límites que, después de cierto número de vaivenes, le someten de nuevo al orden. Por esas oscilaciones de la libertad cabe determinar el papel de la humanidad en el mundo; y puesto que el destino del hombre está ligado con el de las demás criaturas, podemos elevarnos desde él a la ley suprema de las cosas, y hasta a los orígenes mismos del ser.

Así yo no preguntaré ya: ¿cómo tiene el hombre el poder de violar el orden providencial, ni cómo le deja hacer la Providencia? Planteo la cuestión en otros términos: ¿cómo el hombre, parte integrante del universo, producto de la fatalidad, tiene el poder de interrumpirla? ¿Cómo una organización fatal, la organización de la humanidad, es adventicia, antilógica, tumultuosa y llena de catástrofes? La fatalidad no está circunscripta a un tiempo dado, a una hora, a un siglo, a mil años: ¿por qué si es fatal que lleguemos a la libertad y a la ciencia, no hemos de llegar a ellas más pronto? Porque desde el momento en que nos hace sufrir la tardanza, está la fantasía en contradicción consigo misma: con el mal no son posibles ni fatalidad ni Providencia.

¿Qué es, en una palabra, una fatalidad que desmienten a cada instante los hechos que pasan en su seno? Esto deben explicarnos los fatalistas, así como los deístas nos deben explicar qué puede venir a ser una inteligencia infinita, que no sabe prever ni prevenir la miseria de sus criaturas.

No está aquí todo. Libertad, inteligencia, fatalidad, son en el fondo tres expresiones adecuadas, que sirven para designar tres fases diferentes del ser. En el hombre, la razón no es más que una libertad determinada que tiene conciencia de su propio límite. Pero esta libertad es aún fatalidad en el círculo de sus determinaciones; es una fatalidad viviente y personal. Cuando, pues, la conciencia del género humano proclama que la fatalidad del universo, es decir, la más alta fatalidad, la fatalidad suprema, es adecuada a una razón y una libertad infinitas, no hace sino emitir una hipótesis de todo punto legítima, cuya verificación se impone a todos los partidos.

3° Se presentan ahora los humanistas, los nuevos ateos, y dicen:

La humanidad en su conjunto, es la realidad perseguida por el genio social bajo el nombre místico de Dios. Ese fenómeno de la razón colectiva, especie de ilusión óptica en que la humanidad, contemplándose a sí misma, se toma por un ser exterior y trascendental que le está mirando y dirige sus destinos; esa ilusión de la conciencia, decimos, ha sido analizada y explicada, y es ya dar un paso atrás en la ciencia, reproducir la hipótesis teológica. Es preciso concretarse a la humanidad, al hombre. Dios en religión, el Estado en política, la propiedad en economía; tal es la triple forma que la humanidad, extraña para sí misma, no ha dejado de rasgar con sus propias manos, y debe hoy rechazar definitivamente.

Admito que toda afirmación o hipótesis de la Divinidad procede de un antropomorfismo, y que Dios no es por de pronto sino el ideal, o por mejor decir, el espectro del hombre. Admito además que la idea de Dios es el tipo y el fundamento del principio de autoridad y de arbitrariedad, que nuestra tarea es destruir o a lo menos subordinar donde quiera que se manifieste, en la ciencia, en el trabajo, en la política. Así yo, lejos de contradecir el humanismo, le continúo. Apoderándome de su crítica del ser divino, y aplicándola al hombre, observo:

Que el hombre, adorándose como Dios, ha creado por sí mismo un ideal contrario a su propia esencia, y se ha declarado antagonista del ser reputado soberanamente perfecto; en una palabra, de lo infinito;

Que el hombre no es por consecuencia, a su propio juicio, sino una falsa divinidad, puesto que creando a Dios se niega a sí mismo, y el humanismo es una religión tan detestable como todos los deísmos de antiguo origen;

Que ese fenómeno de la humanidad que se toma por Dios, no es para explicar dentro de los términos del humanismo, y reclama una interpretación ulterior.

Dios, según la idea teológica, no es tan sólo el árbitro supremo del universo, el rey infalible e irresponsable de las criaturas, el tipo inteligible del hombre: es el ser eterno, inmutable, presente en todas partes, infinitamente sabio, infinitamente libre. Y digo yo, ahora que esos atributos de Dios contienen algo más que un ideal, algo más que una elevación a la potencia que se quiera de los atributos correspondientes de la humanidad: digo y sostengo que los contradicen. Dios es la contradicción del hombre, del mismo modo que la caridad es la contradicción de la justicia; la santidad, ideal de la perfección, es la contradicción de la perfectibilidad; la monarquía, ideal del poder legislativo, la contradicción de la ley, etc. De suerte que la hipótesis divina va a renacer de su resolución en la realidad humana; y aunque siempre rechazado, vuelve a estar siempre sobre el tapete el problema de una existencia completa, armónica y absoluta.

Para demostrar esa radical antinomia, no hay más que poner los hechos enfrente de las definiciones.

El más cierto, más constante y más indudable de todos los hechos, es a buen seguro que el conocimiento en el hombre es progresivo, metódico, reflexivo, en una palabra, experimental; de tal modo, que toda teoría que no tenga la sanción de la experiencia, es decir, constancia y encadenamiento en sus representaciones, carece por esta sola razón de carácter científico. Sobre este punto no cabe suscitar la menor duda. Las matemáticas mismas, calificadas de puras, pero sujetas al encadenamiento de las proposiciones, dependen por esto mismo de la experiencia, y reconocen sus leyes.

La ciencia del hombre, partiendo de la observación adquirida, progresa, pues, y adelanta por un terreno sin límites. El término a que aspira, el ideal que tiende a realizar, pero sin jamás poder alcanzarlo, y por lo contrario, alejándolo incesantemente, es lo infinito, lo absoluto.

Ahora bien, ¿qué sería una ciencia infinita, una ciencia absoluta que determinase una libertad igualmente infinita, como lo supone la especulación en Dios? Séría un conocimiento no sólo universal, sino infinito, espontáneo, exento de toda vacilación como de toda objetividad, aunque abrazase a la vez lo real y lo posible; una ciencia segura, pero no demostrativa; completa, pero no seguida; una ciencia, por fin, que siendo eterna en su formación, estaría despojada de todo carácter de progreso en la relación de sus partes.

La psicología ha recogido numerosos ejemplos de ese modo de conocer en las facultades instintivas y adivinatorias de los animales; en el talento espontáneo de ciertos hombres que han nacido calculadores y artistas, y lo son independientemente de toda educación; por fin, en la mayor parte de las instituciones humanas y de los monumentos primitivos, productos de un genio sin conciencia de sí mismo e independiente de toda teoría. Y los movimientos tan complicados y tan regulares de los cuerpos celestes, las maravillosas combinaciones de la materia, ¿no se diría aún que es todo efecto de un instinto particular inherente a los elementos? ...

Si por lo tanto Dios existe, algo de Dios vemos en el universo y en nosotros mismos; pero ese algo está en flagrante oposición con nuestras tendencias más auténticas, con nuestro destino más cierto; ese algo se ve borrado constantemente de nuestra alma bajo la influencia de la educación, y ponemos en hacerlo desaparecer todo nuestro cuidado. Dios y el hombre son dos naturalezas que huyen una de otra en cuanto se conocen: ¿cómo habían de reconciliarse jamás, a menos de transformarse la una o la otra, o entrambas? Si el progreso de la razón está en alejarnos siempre de la Divinidad, ¿cómo, por la razón, habían de ser idénticos Dios y el hombre? ¿Cómo en consecuencia la humanidad podría, por medio de la educación, llegar a ser Dios?

Tomemos otro ejemplo.

El carácter esencial de la religión es el sentimiento. Así por la religión atribuye el hombre a Dios el sentimiento, como le atribuye la razón; y afirma además, siguiendo la marcha ordinaria de sus ideas, que el sentimiento en Dios, del mismo modo que la ciencia, es infinito.

Ahora bien: esto sólo basta para cambiar en Dios la calidad del sentimiento, y hacer de él un atributo totalmente distinto del del hombre. En el hombre el sentimiento brota, por decirlo así, de mil manantiales diversos; se contradice, se turba, se desgarra, a sí mismo, hechos todos sin los cuales no se sentiría. En Dios, por lo contrario, el sentimiento es infinito, es decir, uno, pleno, fijo, límpido, fuera del alcance de las borrascas, sin necesidad alguna de excitarse por medio del contraste para llegar a la felicidad. Experimentamos nosotros mismos ese modo divino de sentir cuando, arrebatando un solo sentimiento todas nuestras facultades, como sucede en el éxtasis, impone momentáneamente silencio a los demás afectos. Pero ese estado de embeleso no existe nunca sino con auxilio del contraste y por una especie de provocación de cosas exteriores: no es jamás perfecto, o si llega a su plenitud, es como el astro que alcanza su apogeo en un instante indivisible.

Así nosotros no vivimos, ni sentimos, ni pensamos, sino por una serie de oposiciones y de choques, por una guerra intestina: nuestro ideal no es, por lo tanto, un infinito, sino un equilibrio: lo infinito expresa una cosa distinta de nosotros.

Dios, se dice, no tiene atributos que le sean propios: sus atributos son los del hombre; luego el hombre y Dios son una sola y misma cosa.

Siendo, por lo contrario, los atributos del hombre infinitos en Dios, son por la misma razón propios y específicos: es del carácter de lo infinito convertirse en especialidad, en esencia, por el solo hecho de existir lo finito. Niéguese, pues, la realidad de Dios como se niega la realidad de una idea contradictoria; rechácese de la ciencia y de la moral ese fantasma inasible y sangriento, que cuanto más se aleja más parece perseguirnos: esto por lo menos es hasta cierto punto justificable, y en ningún caso nocivo. Pero no se haga de Dios la humanidad, porque sería calumniar al uno y a la otra.

¿Se dirá que la oposición entre el hombre y e! ser divino es ilusoria y proviene de la oposición que existe entre el hombre individual y la esencia de la humanidad entera? Entonces es preciso sostener que la humanidad, puesto que la humanidad es lo que se diviniza, no es progresiva ni sufre contraste alguno en la razón ni el sentimiento; en una palabra, que es infinita en todo, lo cual está desmentido, no sólo por la historia, sino también por la psicología.

No es así como hay que entender nuestro sistema, exclaman los humanistas. Para concebir el ideal de la humanidad, es preciso considerarla, no en su desarrollo histórico, sino en el conjunto de sus manifestaciones, como si todas las generaciones humanas, reunidas en un mismo instante, formasen un solo hombre, un hombre inmortal e infinito.

Esto es decir que se abandona la realidad por una vana figura; que el hombre verdadero no es el hombre real; que para encontrar el hombre verdadero, el ideal humano, es preciso salir del tiempo y entrar en la eternidad, ¿qué digo? dejar lo finito por lo infinito, el hombre por Dios. La humanidad, tal como la conocemos, tal como se desarrolla, tal, en una palabra, como puede existir, está derecha; se nos enseña su imagen al revés como en un espejo, y se nos dice: he aquí e! hombre. Y yo respondo: éste no es el hombre; es Dios. El humanismo es el más perfecto deísmo.

¿Cuál es, pues, esa providencia que suponen en Dios los deístas? Una facultad esencialmente humana, un atributo antropomórfico, por el cual se entiende que Dios mira a lo futuro según el progreso de los acontecimientos, del mismo modo que nosotros, hombres, miramos a lo pasado, siguiendo la perspectiva de la cronología y la historia.

Ahora bien, es obvio que, cuanto repugna a la humanidad lo infinito, es decir, la intuición espontánea y universal en la ciencia, tanto repugna la providencia a la hipótesis de un ser divino. Dios, para quien todas las ideas son iguales y simultáneas; Dios, cuya razón no separa la síntesis de la antinomia; Dios, a quien hace la eternidad presentes y simultáneas todas las cosas, no ha podido, al crearnos, revelarnos el misterio de nuestras contradicciones; y esto precisamente porque es Dios, porque no ve la contradicción, porque su inteligencia no cae bajo la categoría del tiempo ni la ley del progreso, porque su razón es intuitiva y su ciencia infinita. La providencia en Dios es una contradicción dentro de otra contradicción: por la providencia ha sido verdaderamente Dios hecho a semejanza del hombre. Suprímase esa providencia, y Dios deja de ser hombre, y el hombre a su vez debe abandonar todas sus pretensiones a la Divinidad.

Se preguntará tal vez de qué le sirve a Dios tener la ciencia infinita, si ignora lo que pasa en la humanidad.

Distingamos. Dios tiene la percepción del orden, el sentimiento del bien. Pero ese orden, ese bien, le ve como eterno y absoluto; no le ve en lo que tiene de sucesivo y de imperfecto, no ve sus interrupciones. Sólo nosotros somos capaces de ver, sentir y apreciar el mal, así como de medir la duración, el tiempo, porque sólo nosotros somos capaces de producir el mal, y es limitada nuestra vida. Dios no ve, Dios no siente más que el orden; Dios no alcanza a ver lo que sucede, porque lo que sucede está por debajo de él, debajo de su horizonte. Nosotros, por lo contrario, vemos a la vez el bien y el mal, lo temporal y lo eterno, el orden y el desorden, lo finito y lo infinito; nosotros vemos en nosotros y fuera de nosotros, y nuestra razón, porque es finita, ve más allá de nuestro horizonte.

Así por la creación del hombre y el desarrollo de la sociedad ha surgido una razón finita y providencial, la nuestra, en contradicción con la intuitiva e infinita, Dios; de suerte que Dios, sin perder nada de su infinidad en todos sentidos, parece como amenguado por el solo hecho de existir la humanidad. Resultando la razón progresiva de la proyección de las ideas eternas sobre el plano móvil e inclinado del tiempo, el hombre puede entender la lengua de Dios, porque viene de Dios, y su razón es en un principio parecida a la de Dios; mas Dios no puede entendernos, ni bajar hasta nosotros, porque es infinito y no puede tomar los caracteres de lo finito sin dejar de ser Dios, sin destruirse. El dogma de la Providencia en Dios está demostrado falso de hecho y de derecho.

Es fácil ahora ver cómo sirven los mismos argumentos para destruir el sistema de la deificación del hombre.

Considerando el hombre fatalmente a Dios por absoluto e infinito en todos sus atributos, mientras él se desarrolla en sentido inverso de su ideal, no hay acuerdo entre el progreso del hombre y lo que el hombre concibe como Dios. De una parte es obvio que el hombre, por el sincretismo de su constitución y la perfectibilidad de su naturaleza, no es Dios ni podía llegar a serlo; de otra es palpable que Dios, el Ser Supremo, es el antípoda de la humanidad, la cumbre ontológica de que la humanidad se aparta indefinidamente. Dios y el hombre, habiéndose, por decirlo así, distribuído las facultades antagonistas del ser, parecen estar jugando una partida cuyo premio es el gobierno del universo: tiene el uno la espontaneidad, la calidad de inmediato, la infalibilidad, la eternidad; el otro la previsión, la deducción, la movilidad, el tiempo. Se tienen Dios y el hombre en perpetuo jaque, y huyen, uno de otro incesantemente; y mientras éste marcha sin poder detenerse jamás en la reflexión ni en las teorías, parece aquél retroceder por su incapacidad providencial en la espontaneidad de su naturaleza. Hay, pues, contradicción entre la humanidad y su ideal, oposición entre el hombre y Dios, oposición que la teología cristiana había alegorizado y personificado bajo el nombre de Diablo o Satanás, es decir, contradictor, enemigo de Dios y del hombre.

Tal es la antinomia fundamental que no han tenido a mi modo de ver en cuenta los críticos modernos; y de ser menospreciada, como no puede menos de conducir tarde o temprano a la negación del Hombre Dios, y por consecuencia a la de toda esta exégesis filosófica, abre de nuevo la puerta a la religión y al fanatismo.

Dios, según los humanistas, no es otra cosa que la humanidad misma, el yo colectivo del cual, como de un invisible dueño, se hace esclavo el yo individual. Mas ¿para qué esa visión singular si está fielmente calcado sobre el original el retrato? ¿Por qué el hombre, que desde que nació conoce directamente y sin telescopio su cuerpo, su alma, su jefe, su sacerdote, su patria, su estado, ha debido verse como en un espejo, sin conocerse, bajo la imagen fantástica de Dios? ¿Dónde está la necesidad de esa alucinación? ¿Qué viene a ser esa conciencia oscura y turbia que se depura y rectifica después de cierto tiempo, y en vez de tomarse por otra, se considera definitivamente como la misma de antes? ¿Por qué de parte del hombre esa confesión trascendental de la sociedad, cuando la sociedad misma estaba allí presente, visible, pálpable, queriendo, obrando; cuando, por fin, era conocida como sociedad, y como tal nombrada?

No, se dice, la sociedad no existía: los hombres estaban aglomerados, pero no asociados: lo prueban la constitución arbitraria de la propiedad y del Estado y el intolerante dogmatismo de las religiones.

Retórica pura. La sociedad existe desde el día en que los individuos, comunicándose por medio del trabajo y la palabra, han aceptado obligaciones recíprocas y dado origen a leyes y a costumbres. La sociedad se perfecciona sin duda a medida que progresan la ciencia y la economía; pero en ninguna época de la civilización implica el progreso una metamorfosis como las que han soñado los zurcidores de utopías; por excelente que haya de ser la condición futura de la humanidad, no dejará de ser nunca la continuación natural, la consecuencia necesaria de sus anteriores posiciones.

Por lo demás, no excluyendo ningún sistema de asociación por sí mismo, como lo he demostrado ya, la fraternidad y la justicia, no se ha podido jamás confundir con Dios el ideal político: así en todos los pueblos se ha distinguido la sociedad de la religión. Tomábase la primera por fin, y la segunda tan sólo por medio: el príncipe era el ministro de la voluntad colectiva, al paso que Dios reinaba en las conciencias, esperando más allá del sepulcro a los culpables que hubiesen escapado de la justicia de los hombres. La misma idea de progreso y de reforma no ha dejado de existir en ninguna parte: nada, por fin, de lo que constituye la vida social ha sido en nación alguna religiosa enteramente ignorado o desconocido. ¿Por qué, pues, repito, esa tautología de Sociedad-Divinidad, si es cierto, como se pretende, que la hipótesis teológica no contiene otra cosa que el ideal de la sociedad humana, el tipo preconcebido de la humanidad transfigurada por la igualdad, la solidaridad, el amor y el trabajo?

Si hay, a la verdad, una preocupación, un misticismo cuya decepción me parece hoy temible, no es ya el catolicismo que se va, sino más bien esa filosofía humanitaria que sobre la fe de una teoría demasiado sabia para que no tenga su mezcla de arbitraria, hace del hombre un ser santo y sagrado; que le proclama Dios, es decir, esencialmente bueno y ordenado en todas sus fuerzas y facultades, a pesar de las terribles pruebas de dudosa moralidad que sin tregua nos está dando; que atribuye sus vicios a la compresión en que ha vivido, y se promete alcanzar de él por medio de una libertad completa los actos del más puro desinterés y de la abnegación más pura, porque en los mitos en que, según esa filosofía, se ha pintado la humanidad a sí misma, están descritos y opuestos el uno al otro bajo los nombres de infierno y de paraíso, un tiempo de compresión y de pena y otro de felicidad y de independencia. Con una doctrina tal bastará, cosa por otra parte inevitable, que el hombre reconozca que no es ni Dios, ni bueno, ni santo, ni sabio, para que al punto se eche de nuevo en brazos de la religión; de tal modo que en último análisis, todo lo que habrá ganado el mundo en la negación de Dios, será la resurrección de Dios.

No es esto, a mi modo de ver, el sentido de las fábulas religiosas. La humanidad, con reconocer a Dios como su autor, su señor, su alter ego no ha hecho más que determinar por medio de una antítesis su propia esencia; esencia ecléctica y llena de contrastes, emanada de lo infinito y contradictoria de lo infinito, desarrollada en el tiempo y con aspiraciones a la eternidad, falible por todas estas razones, aunque guiada por el sentimiento de la belleza y del orden. La humanidad és hija de Dios, como toda oposición es hija de una posición anterior: por esto la humanidad ha encontrado en Dios un semejante y le ha dado sus propios atributos, si bien siempre revistiéndose de un carácter específico, es decir, definiendo a Dios como su término contradictorio. La humanidad es un espectro para Dios, como Dios es un espectro para la humanidad: el uno es para el otro causa, razón y fin de existencia.

No bastaba, pues, haber demostrado con la crítica de las ideas religiosas que la concepción del yo divino está reducida a la percepción del yo humano; era además preciso hacer la contraprueba de esa deducción con la crítica de la humanidad misma, y ver si esa humanidad llenaba las condiciones que suponia su aparente divinidad. Tal es el trabajo que hemos inaugurado solemnemente, cuando partiendo a la vez de la realidad humana y de la hipótesis divina, hemos empezado a desenvolver la historia de la sociedad en sus establecimientos económicos y en sus pensamientos especulativos.

Hemos dejado sentado por una parte que el hombre, aunque provocado por el antagonismo de sus ideas y en cierto modo excusable, obra mal por antojo y por el ímpetu bestial de sus pasiones, cosa incompatible con el carácter de un ser libre, inteligente y santo. Hemos demostrado por otra parte que la naturaleza del hombre no está armónica y sintéticamente constituida, sino formada por la aglomeración de las virtualidades especiales de las demás criaturas; circunstancia que, con revelarnos el principio de los desórdenes cometidos por la libertad humana, ha venido a demostrarnos la falta de divinidad de nuestra especie. Finalmente, después de haber probado que en Dios no sólo no hay providencia, sino que también es imposible; después de haber, en otros términos, separado en el ser infinito los atributos divinos de los antropomórficos, hemos concluido en contra de las afirmaciones de la antigua teodicea que, relativamente al destino del hombre, destino esencialmente progresivo, la inteligencia y la libertad en Dios sufren cierto contraste, una especie de limitación y de menoscabo que resultan de su carácter de eterno, inmutable e infinito; de tal manera que el hombre, en vez de adorar en Dios a su soberano y su guía, no podia ni debia ver en él sino a su antagonista. Bastará esta última consideración para hacernos rechazar también el humanismo como sistema que tiende inevitablemente, por la deificación de la humanidad, a una restauración religiosa. El verdadero remedio contra el fanatismo, según nosotros, no está en identificar la humanidad con Dios, lo cual equivale a afirmar en economía social el comunismo, y en filosofía el misticismo y el statu quo, sino en probar a la humanidad que Dios, en el caso de que le haya, es su enemigo.

¿Qué solución saldrá más tarde de esos datos? Dios ¿resultará por fin ser algo?

Ignoro si llegaré a saberlo nunca. Si por una parte es cierto que no tengo hoy más motivo para afirmar la realidad del hombre, ser ilógico y contradictorio, que la realidad de Dios, ser que no se concibe ni se manifiesta; sé a lo menos, por la radical oposición de esas dos naturalezas, que nada tengo que esperar ni temer del autor misterioso que supone involuntariamente mi conciencia; sé que mis más auténticas tendencias me retraen cada día más de la contemplación de esta idea; sé que el ateísmo práctico debe ser en adelante la ley de mi corazón y mi entendimiento; que debo buscar la regla de mi conducta en la fatalidad susceptible de observación; que debo rechazar y combatir todo mandamiento místico y todo derecho divino que se me proponga; que es atentar contra mí mismo volver a Dios por la religión, la pereza, la sumisión o la ignorancia; que si un día, por fin, he de reconciliarme con Dios, esa reconciliación, imposible mientras viva, reconciliación en la que tendría mucho que ganar y nada que perder, no se puede realizar sino destruyéndome a mí mismo.

Concluyamos, pues, y escribamos en la columna que debe servirnos de punto de mira para nuestras investigaciones.

El legislador desconfía del hombre, compendio de la naturaleza y sincretismo de todos los seres. No cuenta con la Providencia, facultad inadmisible en el espíritu infinito.

Pero atento a la sucesión de los fenómenos, dócil a las lecciones del destino, busca en la fatalidad la ley de la especie humana, la perpetua profecía de su porvenir.

Recuerda también a veces que si el sentimiento de la Divinidad mengua entre los hombres; si se retira progresivamente la inspiración del cielo para hacer lugar a las deducciones de la experiencia, si hay escisión cada vez más flagrante entre el hombre y Dios; si ese progreso, forma y condición de nuestra vida, escapa a las percepciones de una inteligencia infinita, y por consiguiente, sin historia; si por decirlo todo de una vez, es una baja hipocresía y una amenaza a la libertad de parte de un gobierno, apelar de nuevo a la Providencia, el consentimiento universal de los pueblos, sin embargo, manifestado por el establecimiento de tantos y tan diversos cultos, y la contradicción para siempre jamás insoluble que afecta las ideas, las manifestaciones y las tendencias de la humanidad, indican una relación secreta de nuestra alma, y por ella de la naturaleza entera, con lo infinito, relación que, determinada, expresaría a la vez el sentido del universo y la razón de nuestra existencia.


Notas

(1) M. Bakunin ha continuado el desarrollo de las ideas de Proudhon acerca del problema religioso, por ejemplo, en Federalismo, socialismo y antiteologismo.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha