Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Efectos subversivos de la concurrencia, y destrucción por ella de la libertad

El reino de los cielos se gana por la fuerza, dice el Evangelio, y sólo los violentos lo hacen suyo. Estas palabras son la alegoría de la sociedad. En la sociedad regida por el trabajo, están puestas a concurso la dignidad, la riqueza y la gloria: son la recompensa de los fuertes, y cabe muy bien definir la concurrencia, diciendo que es el régimen de la fuerza. Los economistas antiguos no habían advertido esta contradicción: los modernos se han visto obligados a reconocerla.

Para levantar un Estado del último escalón de la barbarie al primero de la opulencia, escribía A. Smith, no se necesitan sino tres cosas: la paz, contribuciones moderadas, y una regular administración de justicia. Todo lo demás viene por el curso natural de las cosas.

Sobre lo cual, el último traductor de Smith, el Sr. Blanqui, escribe esta sombría glosa: Hemos visto el curso natural de las cosas, produciendo efectos desastrosos, creando la anarquía en la producción, la guerra en los mercados, y la piratería en la concurrencia. La división del trabajo y el perfeccionamiento de las máquinas que debían procurar a la gran familia obrera del género humano la conquista de algunos ratos de ocio en provecho de su dignidad, no han producido en muchos puntos sino el embrutecimiento y la miseria ... Cuando escribía A. Smith, no había aún venido la libertad con sus dificultades y sus abusos, y el profesor de Glasgow no preveía más que sus dulzuras ... Smith habría escrito como el Sr. de Sismondi, si hubiese sido testigo del triste estado de Irlanda y de los distritos fabriles de Inglaterra en los tiempos en que vivimos.

Levantaos, pues, literatos, hombres de Estado, publicistas cotidianos, creyentes y semicreyentes, vosotros todos, que os habéis dado la tarea de aleccionar a los hombres: ¿oís esas palabras que parecen traducidas de Jeremías? ¿nos diréis por fin a dónde pensáis conducir la civilización? ¿Qué consejo dais a la sociedad, a la patria alarmada?

Pero ¿con quién estoy hablando? ¡con ministros, periodistas, sacristanes y pedantes! ¿Se acuerdan acaso esas gentes de los problemas de la economía social? ¿Han oído siquiera hablar de la concurrencia?

Un lyonés, un alma endurecida en las guerras mercantiles, viaja por Toscana. Observa que se fabrican actualmente en ese país de quinientos a seiscientos mil sombreros de paja, que componen en total un valor de 4 a 5 millones. Constituye allí esta industria, casi el único modo de vivir de las ú1timas clases del pueblo ... ¿Cómo, dice entre sí, un cultivo y una industria tan fáciles, no han sido aún trasladados a Provenza o al Languedoc, cuyo clima es igual al de Toscana? Mas a propósito de esto,pregunta un economista: ¿qué harán para vivir los campesinos de Toscana si se les arrebata su industria?

La fabricación de los satenes negros había llegado a ser para Florencia una especialidad, cuyo secreto conservaba preciosamente. Un hábil fabricante de Lyon, observa con satisfacción el viajero, vino a establecerse en Florencia, y ha concluído por apoderarse de los procedimientos propios para teñirlos y tejerlos. Este descubrimiento disminuirá, según todas las probabilidades, la exportación florentina (Viaje a Italia, por el Sr. Fulchiron).

En otro tiempo, no criaban el gusano de seda sino los campesinos de Toscana, a quienes ayudaba a vivir. Han venido las sociedades de agricultura, y han hecho presente que el gusano de seda no tiene en la alcoba del labrador suficiente ventilación, ni una temperatura bastante igual, ni está cuidado con la inteligencia que lo estaría si hubiese quien tomase el criarlo por oficio. En su consecuencia, ciudadanos ricos, inteligentes y generosos, han construído con gran aplauso del público, lo que llaman bigatieras (de bigatti, gusano de seda) (M. de Sismondi).

¡Y qué!, se pregunta luego, ¿van acaso a perder su trabajo esos criadores de gusanos de seda, esos fabricantes de satenes y sombreros? Pues ¿qué han de perder? Hasta se les probará que están interesados en la reforma, puesto que podrán rescatar a menos precio los mismos artículos que hoy fabrican. Tal es la concurrencia.

La concurrencia con su instinto homicida quita el pan a una clase de trabajadores, y no ve en esto sino una mejora, una economía; roba cobardemente un secreto, y se vanagloria de ello, como si hubiera hecho un descubrimiento; cambia las zonas naturales de la producción en detrimento de todo un pueblo, y pretende no haber hecho más que usar de las ventajas de su clima. La concurrencia trastorna todas las nociones de la equidad y de la justicia, aumenta los gastos reales de la producción, multiplicando sin necesidad los capitales comprometidos, provoca uno tras otro la carestía de los productos y su envilecimiento, corrompe la conciencia política poniendo el juego en lugar del derecho, y mantiene en todas partes el terror y la desconfianza.

¡Mas qué! Sin ese atroz carácter, dejaría de producir la concurrencia sus más felices resultados; sin la arbitrariedad en los cambios y las alarmas del mercado, el trabajo no levantaría sin cesar fábrica contra fábrica, ni la producción, entonces menos aguijoneada, realizaría ninguna de sus maravillas. Después de haber hecho surgir el mal de la utilidad misma de su principio, la concurrencia sabe de nuevo sacar el bien del mal: la destrucción engendra la utilidad, el equilibrio se realiza por medio de la agitación, y se puede decir de la concurrencia lo que Sansón decía del león que había derribado: De comedente cibus exiit, et de forti dulcedo. ¿Hay nada en todas las regiones de la ciencia humana más sorprendente que la economía política?

Guardémonos, sin embargo, de dejarnos llevar de un movimiento de ironía, que no sería por nuestra parte sino una injusta invectiva. Es propio de la ciencia económica encontrar su certidumbre en sus contradicciones, y la falta de los economistas está toda en no haber sabido comprenderlo. Nada más pobre que su crítica, nada más triste que la confusión de sus ideas en cuanto tocan la cuestión de la concurrencia: diríase que son testigos obligados por el tormento a confesar lo que quisiera callar su conciencia. El lector me agradecerá sin duda, que ponga ante sus ojos los argumentos del dejad pasar, haciéndolo, por decirlo así, asistir a un conciliábulo de economistas.

Abra la discusión el señor Dunoyer.

El señor Dunoyer es entre todos los economistas el que más enérgicamente ha abrazado la parte positiva de la concurrencia, y por consiguiente, como era de esperar, el que peor ha apreciado su parte negativa. El señor Dunoyer, con quien no se puede tratar de lo que él llama los principios, está muy lejos de creer que en materia de economía política el sí y el no puedan ser verdaderos a la vez y en un mismo grado; digámoslo en su elogio, una idea tal le repugna tanto más cuanto que él es franco y leal en sus doctrinas. ¿Qué no haría yo por hacer penetrar en esa alma tan pura, pero tan terca, esa verdad, para mí tan clara como la existencia del sol, la de que todas las categorías de la economía política son contradicciones? En vez de agotar sus fuerzas inútilmente en conciliar la práctica y la teoría, en lugar de contentarse con la ridícula excusa de que todo tiene aquí abajo sus ventajas y sus inconvenientes, buscaría el señor Dunoyer la idea sintética en que todas las antinomias se resuelven; y de conservador paradójico que hoy es, pasaría a ser con nosotros revolucionario inexorable y consecuente.

Si la concurrencia es un principio falso, dice el señor Dunoyer, síguese de ello que hace dos mil años que está la humanidad fuera del camino.

No, no se sigue de ahí lo que usted dice; la observación de usted, que es un prejuicio, está refutada por la teoría misma del progreso. La humanidad sienta sus principios de una manera sucesiva, y algunas veces a largos intervalos: jamás se desprende de ellos en cuanto a su contenido, por más que los destruya sucesivamente en cuanto a su expresión, a su fórmula. Esta destrucción toma el nombre de negación, porque la razón general, que siempre está en progreso, niega incesantemente la plenitud y la suficiencia de sus ideas anteriores. Así, siendo la concurrencia una de las épocas de la constitución del valor, uno de los elementos de la síntesis social, puede a la vez decirse con verdad que es indestructible en su principio y debe, sin embargo, en su forma actual ser abolida, negada. Si hay aquí, pues, alguien en oposición con la historia, es usted, señor Dunoyer.

Tengo que hacer sobre los cargos de que la concurrencia ha sido objeto varias observaciones. La primera es que ese régimen, bueno o malo, ruinoso o fecundo, no existe aún realmente, no se halla establecido en ninguna parte sino excepcionalmente y de la manera más incompleta.

Esta primera observación carece de sentido. La concurrencia mata la concurrencia, hemos dicho al empezar este párrafo; y este aforismo puede muy bien ser tomado por una definición. ¿Cómo ha de ser jamás completa la concurrencia? Por otra parte, aun cuando se concediera que la concurrencia no existe aún en toda su integridad, esto no probaría sino que la concurrencia no obra con toda la fuerza eliminadora que tiene; en nada cambiaría su naturaleza contradictoria. ¿Qué necesidad tenemos de esperar aún treinta siglos para saber que cuanto más se desarrolla la concurrencia, tanto más tiende a reducir el número de los concurrentes?

La segunda es, que es infiel la pintura que de ella se hace y no se tiene bastante en cuenta lo mucho que se ha generalizado el bienestar hasta entre las clases trabajadoras.

Si hay socialistas que desconocen el lado útil de la concurrencia, usted por su parte no hace mención alguna de sus perniciosos efectos. Como el testimonio de los adversarios de usted viene a completar el suyo, la concurrencia aparece en toda su claridad, resultando para nosotros la verdad de una doble mentira. En cuanto a la gravedad del mal, no tardaremos en ver a qué hemos de atenernos.

La tercera es que no se atribuye a sus verdadera causas el mal que experimentan las clases trabajadoras.

Porque haya otras causas de miseria que la concurrencia, ¿ha de poder negarse que la concurrencia contribuye por su parte a crearla? Si no hubiese cada año más que un industrial arruinado por la concurrencia, con tal que estuviese reconocido que su ruina es efecto necesario del principio mismo, la concurrencia como principio no podría menos de ser rechazada.

La cuarta es que los principales medios para obviarla no serían sino expedientes.

Posible es esto: mas de aquí concluyo que la insuficiencia de los medios propuestos le imponen a usted un nuevo deber, el de buscar los medios más expeditos para prevenir los males de la concurrencia.

La quinta, por fin, es que los verdaderos remedios, en cuanto es posible remediar por leyes el mal, estarían precisamente en el régimen que es causa de haberlo producido, es decir, en un régimen cada día más real de concurrencia y de libertad.

Pues bien. paso por ello. El remedio contra la concurrencia, según usted, es hacer universal la concurrencia. Mas para que la concurrencia sea universal, es preciso procurar a todo el mundo los medios de concurrir, es preciso destruir o modificar el predominio del capital sobre el trabajo, cambiar las relaciones entre oficiales y patrones, resolver, en una palabra, la antinomia de la división y las máquinas; es preciso organizar el trabajo. ¿Puede usted darme esa solución?

El señor Dunoyer desarrolla luego, con un valor digno de mejor causa, su utopía de concurrencia universal, laberinto donde el autor tropieza y se contradice a cada paso.

La concurrencia, dice el señor Dunoyer, encuentra una multitud de obstáculos.

Los encuentra, en efecto, en tan gran número y tan poderosos, que llega a hacerse imposible. Porque ¿qué medio hay para triunfar de obstáculos inherentes a la constitución de la sociedad, y por lo tanto, inseparables de la concurrencia misma?

Hay, además de los servicios públicos, cierto número de profesiones cuyo ejercicio ha creído el gobierno deber reservarse más o menos exclusivamente; las hay en número más considerable que las leyes han convertido en monopolio de un limitado número de individuos. Las entregadas a la concurrencia están sujetas a formalidades y restricciones, y a innumerables trabas que están lejos de ponerlas al alcance de todo el mundo, ni de hacerlas, por consiguiente, objeto de una concurrencia ilimitada. Hay, por fin, pocas que no estén sujetas a variados tributos sin duda alguna necesarios ...

¿Qué significa todo esto? El señor Dunoyer no creerá, supongo, que la sociedad pueda pasarse sin gobierno, sin administración, sin policía, sin contribuciones, sin universidades, en una palabra, sin todo lo que la constituye tal sociedad. Luego, puesto que la sociedad implica necesariamente excepciones a la concurrencia, la hipótesis de una concurrencia universal es quimérica. Henos aquí puestos de nuevo bajo el régimen de la arbitrariedad, cosa que sabíamos ya por la definición de la concurrencia. ¿Hay nada verdaderamente serio en los argumentos del señor Dunoyer?

En otro tiempo los maestros de la ciencia empezaban por rechazar lejos de sí toda idea preconcebida, y se consagraban a ir reduciendo a leyes generales los hechos, sin jamás alterarlos ni ocultarlos. Las investigaciones de A. Smith son para el tiempo en que se publicaron prodigios de sagacidad y de elevado raciocinio. El cuadro económico de Quesnay (1), por ininteligible que parezca, revela un profundo sentimiento de la síntesis general. La introducción al gran tratado de J. B. Say versa exclusivamente sobre el carácter científico de la economía política, y deja ver en cada una de sus líneas cuánto sentía el autor la necesidad de nociones absolutas. Los economistas del siglo pasado no han constituído, a buen seguro, la ciencia; pero buscaban con ardor y buena fe si podrían constituirla.

¡Cuán lejos estamos de tan nobles pensamientos! No se busca ya una ciencia; se defienden tan sólo intereses de dinastía y de casta. Se obstinan los economistas en la rutina a causa de su misma impotencia, autorizan los más venerandos nombres para dar a fenómenos anormales un carácter de autenticidad que no tienen, tachan de herejía los hechos que les acusan, calumnian las tendencias del siglo, y nada les irrita tanto como que se pretenda razonar con ellos.

Lo particular en los presentes tiempos, exclama con tono de vivo descontento el Sr. Dunoyer, es la agitación de todas las clases, su inquietud, lo imposible que es que se detengan en nada, ni con nada se contenten; es el trabajo infernal que se toma con los menos afortunados, para que estén con más disgusto a medida que la sociedad hace mayores esfuerzos para que sean en realidad menos dignos de lástima.

¡Bravo! ¡Porque los socialistas aguijonean la economía política son diablos encarnados! ¿Cabe, en efecto, nada más impío que revelar al proletario que sufre lesión en su trabajo y en su paga y que es irremediable su miseria dentro del medio en que vive?

El Sr. Reybaud repite, recargándola, la queja del Sr. Dunoyer, su maestro: diríase que los dos son los dos serafines de Isaías cantando un Sanctus a la concurrencia. En junio de 1844, en el momento en que publicaba la cuarta edición de los Reformadores Contemporáneos, escribía el Sr. Reybaud con toda la amargura de su alma: A los socialistas se debe la organización del trabajo, el derecho al trabajo; ellos son los que han promovido el régimen de vigilancia ... Las Cámaras legislativas de uno y otro lado del Estrecho, obedecen poco a poco a su influencia ... Así la utopía va ganando terreno ... y deplora luego el Sr. Reybaud la secreta influencia del socialismo sobre los mejores entendimientos, condena ¡véase hasta dónde llega el rencor! el inadvertido contagio en que se dejan atrapar hasta los que han roto lanzas contra el socialismo. Y anuncia después como su último acto de justicia contra los malos, la publicación próxima, bajo el título de Leyes del trabajo, de una obra en que probará (a menos de una nueva evolución en sus ideas) que las leyes del trabajo nada tienen de común con el derecho al trabajo, ni con la organización del trabajo, y que dejar hacer es la mejor de las reformas. La tendencia de la economía política no es ya tampoco, añade el Sr. Reybaud, hacia la teoría, sino hacia la práctica. La parte abstracta de la ciencia está ya definitivamente fijada. La controversia sobre las definiciones está agotada o poco menos. Los trabajos de los grandes economistas sobre el valor, el capital, la oferta y la demanda, el salario, las contribuciones, las máquinas, el arriendo, el aumento de población, la exuberancia de productos, los mercados, los bancos, los monopolios, etcétera, parecen haber tocado el límite de las investigaciones dogmáticas, y forman ya un conjunto de doctrinas más allá del cual hay que esperar bien poco.

Facilidad para hablar e impotencia para razonar, tal hubiera sido la conclusión de Montesquieu sobre este extraño panegírico de los fundadores de la economía social. ¡La ciencia esta ya constituida! Lo jura el Sr. Reybaud, y lo que él proclama con tanta autoridad, se repite en la Academia, en las cátedras, en el Consejo de Estado, en las Cámaras; se publica en los periódicos; se lo hacen decir al rey en sus discursos de año nuevo, y en su consecuencia, son juzgados por los tribunales los que a ellos recurren.

¡La ciencia está constituída! ¿Qué locura es, pues, la nuestra, oh socialistas, que buscamos la luz en pleno mediodía, y protestamos con la linterna en la mano contra el brillo de esos soles?

Pero créanme ustedes, señores; con sincero pesar y con profunda desconfianza de mí mismo, me veo obligado a pedirles algunas explicaciones. Ya que no pueden ustedes remediar nuestros males, dennos ustedes siquiera buenas palabras, dennos la evidencia, dennos la resignación.

Es indiscutible, dice el Sr. Dunoyer, que la riqueza está infinitamente mejor repartida en nuestros días de lo que ha estado nunca.

El equilibrio de los goces y de las penas, añade el Sr. Reybaud, tiende siempre aquí abajo a restablecerse.

¡Cómo! ¿qué están ustedes diciendo? ¿riqueza mejor repartida, y equilibrio restablecido? Explíquense ustedes por Dios sobre este mejor reparto. ¿Es la igualdad la que viene o la desigualdad la que se va? ¿La solidaridad la que aumenta o la concurrencia la que disminuye? No les dejo a ustedes que no me hayan contestado, non missura cutem ... Porque cualquiera que sea la causa del restablecimiento del equilibrio y de la mejor distribución que ustedes indican, yo la abrazaré con ardor y la seguiré hasta sus últimas consecuencias. Antes de 1830, tomo al azar la fecha, la riqueza, dicen ustedes, estaba mal repartida: ¿cómo así? Hoy lo está mejor: ¿por qué causa? ustedes verán sin duda a dónde voy a parar: no siendo aún del todo equitativa la distribución, ni absolutamente justo el equilibrio, por un lado pregunto: ¿cuál es la causa que desequilibra? por otro: ¿en virtud de qué principio pasa sin cesar la humanidad de lo peor a lo menos malo, de lo bueno a lo mejor? Porque al fin ese secreto principio de mejora no puede ser ni la concurrencia, ni las máquinas, ni la división del trabajo, ni la oferta y la demanda, puesto que todos estos principios no son más que las palancas que hacen oscilar sucesivamente el valor, como ha comprendido perfectamente la Academia de Ciencias morales. ¿Cuál es, pues, la soberana ley del bienestar? ¿Cuál es esa regla, esa medida, ese criterio del progreso cuya violación es la perpetua causa de la miseria? Hablen ustedes y no peroren.

La riqueza está mejor repartida, dicen ustedes; veamos las pruebas que nos dan.

El Sr. Dunoyer:

Según documentos oficiales, no existen mucho menos de once millones de cuotas de contribución territorial. Se valúa en seis millones el número de los propietarios que las pagan, de suerte que a razón de cuatro individuos por familia, sobre treinta y cuatro millones de habitantes no habrá menos de veinticuatro que participen de la propiedad de la tierra.

Luego, ateniéndonos a la cifra más favorable, no habrá en Francia menos de diez millones de proletarios, cerca de la tercera parte de la población. ¡Ah! ¿Qué les parece a ustedes? Añadan ustedes ahora a esos diez millones la mitad de los otros veinticuatro, para quienes la propiedad gravada de hipotecas, dividida, empobrecida, deplorable, no vale ni con mucho lo que un oficio, y no tendrán ustedes aún la cifra de los individuos que viven a título de precario.

El número de los veinticuatro millones de propietarios tiende sensiblemente a aumentar.

Sostengo yo que tiende sensiblemente a disminuir. Al parecer de ustedes, ¿quién es el verdadero propietario, el poseedor nominal lleno de contribuciones, de recargos, de prendas, de hipotecas, o el acreedor que cobra la renta? Los prestamistas judíos y los de Basilea son hoy los verdaderos propietarios de Alsacia; y lo que prueba el excelente juicio de esos prestamistas, es que no piensan en adquirir, prefieren colocar sus capitales.

A los propietarios territoriales hay que añadir cerca de 1.500.000 industriales con patente, o sea a razón de cuatro personas por familia, seis millones de individuos jefes de empresas industriales.

Mas en primer lugar, gran número de esos industriales con patente son propietarios territoriales, y cuentan ustedes dos veces unos mismos hombres. Puede luego afirmarse que de la totalidad de los industriales y comerciantes con patente sólo una cuarta parte cuando más obtiene beneficios, otra cuarta parte se sostiene a la par, y los demás están en déficit. Tomemos, pues, la mitad a lo sumo de los seis millones de pretendidos jefes industriales, añadámosles a los doce millones muy problemáticos de propietarios reales, y llegaremos a un total de quince millones de franceses capaces por su educación, su industria, sus capitales, su crédito y sus propiedades, de hacerse concurrencia. Para el resto de la población, o sean diecinueve millones de almas, la concurrencia es como la gallina para el puchero de que hablaba Enrique IV, un plato que hacen para el que puede pagado pero al cual no tocan.

Otra dificultad. Esos diecinueve millones de hombres para quienes es inaccesible la concurrencia son los mercenarios de los que concurren. Tales eran en otro tiempo los siervos, que combatían por los señores, sin poder jamás llevar bandera propia, ni levantar ejércitos. Ahora bien, si la concurrencia no puede por si misma llegar a ser la condición común a todos los ciudadanos, ¿cómo aquellos para quienes no tiene más que peligros no han de exigir garantías de parte de los barones a quienes sirven? Y si esas garantías no cabe negárselas ¿cómo han de ser otra cosa que trabas para la concurrencia, del mismo modo que la tregua de Dios inventada por los obispos habia sido una traba para las guerras feudales? Por la manera como está constituida la sociedad, decia yo hace poco, la concurrencia es una cosa de excepción, un privilegio; pregunto ahora: ¿cómo es posible el privilegio con la igualdad de derechos?

¿Creerán ustedes quizá, al vermer reclamar para los consumidores y los asalariados garantias contra la concurrencia, que éstos no son más que sueños de socialista? Pues oigan ustedes a dos de sus más ilustres cofrades, a quienes no acusarán ustedes, por cierto, de estar haciendo una obra infernal.

El Sr. Rossi en su tomo I, lección 16, reconoce al Estado el derecho de reglamentar el trabajo cuando es excesivo el peligro e insuficientes las garantías; lo cual quiere decir siempre, puesto que el legislador ha de procurar el orden público con principios y leyes, y no esperar a que se presenten hechos imprevistos para rechazados arbitrariamente. En otra parte, desde las páginas 73 a la 77 del tomo II, señala el mismo profesor como consecuencias de una concurrencia exagerada la incesante formación de una aristocracia banquera y territorial y la próxima ruina de la pequeña propiedad, y da la voz de alarma. El Sr. Blanqui, por su parte, declara que la organización del trabajo está a la orden del día en la ciencia económica (después se ha retractado); pide la participación de los obreros en los beneficios y el advenimiento del trabajador colectivo, y truena sin interrupción contra los monopolios, las prohibiciones y la tiranía de los capitales. Qui habet aures audiendi audiat! El Sr. Rossi, como criminalista, condena los actos del bandolerismo, de la concurrencia; el señor Blanqui, como juez instructor, denuncia a los culpables: es ésta la contraparte del dúo cantado hace poco a coro por los Sres. Reybaud y Dunoyer. Cuandó estos exclaman: Hosanna!, aquellos contestan como los Padres de los Concilios: Anathema!

Pero los Sres. Blanqui y Rossi, se dirá, no tratan de condenar sino los abusos de la concurrencia, no tienen intención de proscribir el principio; y en todo esto, se hallan perfectamente de acuerdo con los señores Reybaud y Dunoyer.

Protesto contra esta distinción, en interés de la reputación de los dos profesores.

De hecho, el abuso lo ha invadido todo, y la excepción ha pasado a ser la regla. Cuando el señor Troplong, defendiendo con todos los economistas la libertad de comercio, reconocía que la coalición de las mensajerías era de esos hechos que encuentran del todo impotente al legislador, y parecen desmentir las más sanas nociones de la economía política, tenía aún el consuelo de decirse que un hecho semejante era del todo excepcional, y había motivo para creer que no se generalizaría. Mas este hecho se ha generalizado: bastará al más rutinario jurisconsulto asomarse a la ventana, para ver que hoy ha sido absolutamente monopolizado todo por la concurrencia: trasportes por tierra, hierro y agua, trigos, harinas, vinos, aguardientes, maderas, carbones de piedra, aceites, hierros, tejidos, sal, productos químicos, etc. Es triste para la jurisprudencia, esa hermana gemela de la economía política, ver en menos de un lustro desmentidas sus graves previsiones; pero es más triste aún para una gran nación verse conducida por tan pobres talentos, y tener que espigar las pocas ideas que le dan vida entre la maleza de sus escritos.

En teoría, hemos demostrado que la concurrencia, desde su punto de vista positivo, debía ser universal y llevada a su grado máximo de intensidad, al paso que bajo su aspecto negativo, deben ser borrados de todas partes hasta sus últimos vestigios. ¿Se hallan los economistas en estado de hacer esa eliminación? ¿Han previsto sus consecuencias calculando sus dificultades? En caso de afirmativa me atreveré a darles a resolver el siguiente caso.

Un tratado de coalición, o por mejor decir, de asociación, porque los tribunales se verían no poco embarazados para definir la una y la otra, acaba de reunir en una misma compañía todas las minas de carbón de piedra de la cuenca del Loire. A consecuencia de una queja de Lyon y Saint Etienne, el ministro ha nombrado una comisión con el encargo de examinar el carácter y las tendencias de esta espantosa sociedad. Pues bien, yo pregunto: ¿qué puede aquí la intervención del poder, armado de la ley civil y de la economía política?

Se clama contra la coalición. Mas ¿se puede acaso impedir que los propietarios de minas se asocien, reduzcan sus gastos generales y los de explotación, y saquen mejor partido de sus minas por medio de un trabajo mejor entendido? ¿Se les ha de mandar que empiecen de nuevo su antigua guerra, y se arruinen con el aumento de gastos, el despilfarro, los productos invendibles, el desorden y la baja de precios? Esto es absurdo.

Se les impedirá que aumenten sus precios hasta volver a percibir el interés de sus capitales? Defiéndaseles entonces contra las pretensiones de aumento de salario de parte de los obreros, refórmese la ley sobre las sociedades en comandita, prohíbase el comercio de las acciones, y después de todas estas medidas, como los capitalistas propietarios no pueden, sin injusticia, ser condenados a perder los capitales que emplearon bajo otro régimen, termínese por indemnizarlos.

¿Se les impondrá un arancel? Esta sería otra ley de maximum. El Estado debería entonces ponerse en el lugar de los explotadores, hacer sus cuentas de capital, de intereses, de gastos de oficina; arreglar los salarios de los mineros, los sueldos de los ingenieros y de los directores, el precio de las maderas empleadas en la extracción, y los gastos del material, y por fin, determinar la cifra normal y legítima de los beneficios. Todo esto, no sería para hecho por una real orden, sino por una ley. ¿Se atrevería el legislador a cambiar, para una industria especial, el derecho público de los franceses, y sustituir la propiedad por el poder? Entonces, una de dos: o el comercio de los carbones caería en manos del Estado, o bien el Estado habría encontrado medio de conciliar para la industria extractiva la libertad y el orden, en cuyo caso pedirían los socialistas que lo que se hubiese ejecutado en un punto, se hiciese en todos.

La coalición de las minas del Loire, ha sentado la cuestión social en términos que no dejan escapatoria. O la concurrencia, es decir, el monopolio y lo que de él se sigue, o la explotación por el Estado, es decir, la carestía de trabajo y el empobrecimiento continuo, o bien, por fin, una solución igualitaria, o en otros términos, la organización del trabajo, cosa que lleva consigo la negación de la economía política y el fin de la propiedad.

Mas los economistas no proceden con tan brusca lógica; prefieren andar al regateo con la necesidad. El Sr. Dupin, en la sesión de la Academia de Ciencias morales y políticas, de 10 de junio de 1843, opinaba que si la concurrencia puede ser útil en lo interior, no se debe consentir que exista de pueblo a pueblo.

Impedir o dejar hacer, ésta es la eterna alternativa de los economistas: no va más allá su inteligencia. En vano se les dice que no se trata de impedir nada ni de permitirlo todo; que lo que se les pide y la sociedad espera, es una conciliación: esta doble idea no es para su cerebro.

Es necesario, replica el Sr. Dupin al Sr. Dunoyer, distinguir la teoría de la práctica.

¡Oh, Dios! es sabido que el Sr. Dunoyer, inflexible acerca de los principios en sus obras, es muy acomodaticio en la práctica en el Consejo de Estado. Dígnese siquiera una vez hacerse esta pregunta: ¿por qué me veo obligado a distinguir continuamente la práctica de la teoría? ¿por qué no estarán las dos de acuerdo?

El Sr. Blanqui, hombre conciliador y pacífico, apoya al sabio señor Dunoyer, es decir, la teoría. Piensa, sin embargo, con el Sr. Dupin, es decir, con la práctica, que la concurrencia no está exenta de faltas. ¡Tanto teme el Sr. Blanqui calumniar y atizar el fuego!

El Sr. Dupin se obstina en su opinión. Cita contra la concurrencia el fraude, la venta con pesos falsos, y la explotación de los niños. Todo, sin duda, para probar que la concurrencia puede en lo interior ser útil.

El Sr. Passy, con su lógica ordinaria, hace observar que habrá siempre en el mundo pícaros que, etc. -Acusad a la naturaleza humana, exclama, pero no a la concurrencia.

La lógica del Sr. Passy, se sale de la cuestión desde la primera palabra. Lo que se vitupera en la concurrencia, son los inconvenientes que resultan de su naturaleza, y no los fraudes de que es ocasión o pretexto. Un fabricante encuentra medio de reemplazar un obrero que le cuesta tres francos diarios por una mujer que no le cuesta sino uno. Este expediente es el único que le queda para sostener la baja y hacer marchar su establecimiento. Pronto agregará niños a las obreras; y luego, obligado por las necesidades de la guerra, reducirá poco a poco los salarios, y aumentará las horas de trabajo. ¿Dónde está aquí el culpable? Este argumento cabe presentarlo de cien maneras, y aplicarle a todas las industrias, sin que haya motivo para acusar a la naturaleza humana.

El mismo Sr. Passy se ve obligado a reconocerlo, cuando añade: En cuanto al trabajo forzoso de los niños, la culpa es de los padres. Justo; pero, y la falta de los padres, ¿de quién lo es?

En Irlanda, continúa este orador, no hay concurrencia, y la miseria es, sin embargo, extrema.

En este punto, el Sr. Passy ha faltado a su lógica ordinaria por una extraordinaria falta de memoria. En Irlanda hay monopolio completo y universal de la tierra, y concurrencia ilimitada y encarnizada para los arrendamientos. Concurrencia y monopolio son las dos balas que arrastra en cada pie la desgraciada Irlanda.

Cuando los economistas están cansados de acusar a la naturaleza humana, la codicia de los padres y la turbulencia de los radicales, se regocijan contemplando el cuadro de la felicidad del proletariado. Pero sobre este punto no están tampoco de acuerdo entre sí ni consigo mismos; y nada pinta mejor la anarquía de la concurrencia que el desorden de sus ideas.

Hoy, dice el Sr. Chevalier en su lección 4a, la mujer del artesano viste trajes elegantes que no se habrían desdeñado llevar las señoras del otro siglo. Y es, con todo, ese mismo Sr. Chevalier el que, según cálculos suyos, cree que la totalidad de la renta nacional da 65 céntimos por día y por individuo. Algunos economistas hacen bajar esta cifra a 55 céntimos. Y como de esta suma hay que tomar lo necesario para la formación de las fortunas superiores, puede muy bien computarse por la cuenta del Sr. de Morogues, que la renta de la mitad de los franceses no pasa de 25 céntimos.

Pero, replica con mística exaltación el Sr. Chevalier, ¿no consiste acaso la dicha en la armonía entre los deseos y los goces, en el equilibrio entre las necesidades y los medios de satisfacerlas? ¿No consiste en cierto estado del alma, cuyas condiciones no puede ni debe cambiar la economía política, estado que tampoco tiene la economía política la tarea de crear? Esto es obra de la religión y de la filosofía. -Economista, diría Horacio al Sr. Chevalier si viviese en nuestros días: ocúpate de mi renta, y déjame a mí el cuidado de mi alma: Det vitam, det opes; requum mi animum ipse parabo.

Tiene de nuevo la palabra el Sr. Dunoyer:

En muchas ciudades se podría confundir fácilmente en los días de fiesta la clase obrera con la clase media (¿por qué dos clases?): tan cuidadosamente vestida va la primera. No hay menos progreso en los alimentos. Los alimentos son a la vez más abundantes, más sustanciales y más variados. El pan, mejor en todas partes. La carne, la sopa, el pan blanco son ya en muchas ciudades fabriles de un uso infinitamente más común que en otro tiempo. Por fin, la duración de la vida media ha subido de treinta y cinco años a cuarenta.

Más lejos el Sr. Dunoyer da el estado de las fortunas inglesas, según Marshall. Resulta de este estado que hay en Inglaterra dos millones quinientas mil familias que no tienen más que una entrada anual de 1.200 francos. Ahora bien, 1.200 francos de renta en Inglaterra, corresponden a 730 en Francia, cantidad que, dividida entre cuatro personas, da para cada una 182 francos 50 céntimos, y por día 50 céntimos. Esto se acerca a los 65 céntimos que el Sr. Chevalier da para cada francés. La diferencia en favor de éste, procede de que, siendo menor en Francia el progreso de la riqueza, es también menor la miseria. ¿Qué es lo que debemos creer de los economistas: sus pomposas descripciones, o sus cálculos?

El pauperismo ha aumentado en Inglaterra hasta tal punto, confiesa el Sr. Blanqui, que el gobierno inglés ha debido buscar un refugio para los pobres en esas espantosas casas de trabajo ... En efecto, esas pretendidas casas de trabajo, donde el trabajo consiste en ocupaciones ridículas y estériles, no son, dígase lo que se quiera, sino casas de tormento. Porque no hay para un ser racional tormento parecido al de hacer rodar una muela sin grano ni harina con el solo objeto de evitar el descanso, y sin por esto escapar al ocio.

Esta organización (la de la concurrencia), continúa el Sr. Blanqui, tiende a hacer pasar a los capitales todos los beneficios del trabajo. En Reims, en Mulhouse, en San Quintín, como en Manchester, en Leeds, Spittfield, la existencia de los obreros es la más precaria posible ... Sigue un espantoso cuadro de la miseria de los obreros. Pasan ante uno hombres, mujeres, niños, niñas, hambrientos, esmirriados, cubiertos de harapos, pálidos, el semblante torvo. Termina la descripción por este rasgo: Los obreros de la industria mecánica no dan ya soldados para las quintas. A éstos, por lo visto, no les aprovecha el pan blanco ni la sopa del señor Dunoyer.

El Sr. Villermé considera inevitable el libertinaje de las obreras jóvenes. Su estado habitual es el concubinato: están enteramente subvencionadas por los amos, los horteras y los estudiantes. Por más que, generalmente hablando, tiene el matrimonio para el pueblo más atractivo que para la clase media, gran número de proletarios, malthusianos sin saberlo, temen la familia, y siguen el torrente de la costumbre. Así como los obreros son carne de cañón, las obreras son carne para la prostitución: esto explica su elegancia dominguera. Después de esto, ¿por qué habían de estar obligadas estas jóvenes a ser más virtuosas que las de la clase media?

El Sr. Buret (2), premiado por la Academia, decía: Sostengo que la clase obrera está abandonada en cuerpo y alma a los antojos de la industria. Y en otra parte: Los más débiles esfuerzos de la especulación, pueden hacer variar el precio del pan de cinco céntimos y más por libra; lo cual representa 620.500.000 francos para 34 millones de hombres. Obsérvese de paso que el Sr. Buret, cuya pérdida es muy sensible, consideraba como una preocupación popular la existencia de los acaparadores. Ea, sofista; acaparador o especulador, ¿qué importa el nombre, si reconoce usted la cosa?

Con citas de este género se podrían llenar volúmenes. Pero el objeto de este libro no es ni contar las contradicciones de los economistas, ni hacer una guerra personal sin resultados. Nuestro objeto es más levantado y digno; es desarrollar el sistema de las contradicciones económicas, lo cual es muy distinto. Pondremos aquí fin a tan triste revista, y echaremos, antes de concluir, una ojeada a los diversos medios propuestos para obviar los inconvenientes de la concurrencia.


Notas

(1) Fundador de la doctrina fisiocrática; en su Tableau économique resume sus opiniones sobre la circulación de las riquezas, opiniones que suscitaron mucho interés y adhesión.

(2) Buret, 1810-1842, discípulo de Sismondi, autor de la obra La misere des classes laborieuses en France et en Angleterre (1841, 2 tomos).

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha