Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Remedios contra la concurrencia

¿Cabe abolir la concurrencia en el trabajo?

Tanto valdría preguntar si cabe suprimir la personalidad, la libertad, la responsabilidad individual.

La concurrencia es, en efecto, la expresión de la actividad colectiva, del mismo modo que el salario, considerado en su más elevada acepción, es la expresión del mérito y del demérito; en una palabra, de la responsabilidad del trabajo. En vano declaman y se sublevan contra esas dos formas esenciales de la libertad y de la disciplina en el trabajo. Sin una teoría del salario, no hay distribución, no hay justicia; sin una organización de la concurrencia, no hay garantía social, ni por lo tanto solidaridad.

Los socialistas han confundido estas dos cosas esencialmente distintas, cuando al contraponer la unión del hogar doméstico a la concurrencia industrial, se han preguntado si la sociedad no podría ser constituída como una gran familia, cuyos individuos todos estuviesen ligados por los vínculos de la sangre, en vez de formar una especie de coalición, donde están todos retenidos por la ley de sus intereses.

La familia no es, si puedo decirlo así, el tipo, la molécula orgánica de la sociedad. En la familia como el Sr. de Bonald había observado muy bien, no existe más que un ser moral, un solo espíritu, una sola alma, y casi diría con la Biblia, una sola carne. La familia es el tipo y la cuna de la monarquía y del patriciado: en ella reside y se conserva la idea de autoridad y de soberanía, que va desapareciendo cada vez más en el Estado. Por el modelo de la familia se habían organizado todas las sociedades antiguas y feudales; y precisamente contra esa antigua constitución patriarcal protesta y se subleva la democracia moderna.

La unidad constitutiva de la sociedad es el taller (1).

Ahora bien, el taller implica necesariamente interés de cuerpo e intereses privados; una persona colectiva e individuos. De aquí todo un sistema de relaciones desconocidas en la familia, entre las cuales figura en primer lugar la oposición entre la voluntad colectiva, representada por el patrón, y las voluntades individuales, representadas por sus asalariados. Vienen en seguida las relaciones de taller a taller, de capital a capital, en otros términos, la concurrencia y la asociación. Porque la concurrencia y la asociación se apoyan mutuamente, no existen la una sin la otra, y lejos de excluirse, no son siquiera divergentes. Quien dice concurrencia, supone ya un fin común; y la concurrencia no es, por lo tanto, sinónimo de egoísmo: el más deplorable error de los socialistas ha consistido en haberla considerado como la destrucción de la sociedad.

No cabe que tratemos de destruir la concurrencia, cosa tan imposible como destruir la libertad; trátase tan sólo de encontrar su equilibrio, o por mejor decir, su policía. Porque toda fuerza, toda espontaneidad, ya individual, ya colectiva, necesita de determinación: acerca de esto, sucede con la concurrencia, lo que con la inteligencia y la libertad. ¿Cómo, pues, se podrá determinar en la sociedad la concurrencia de una manera armónica?

Hemos oído ya la contestación del Sr. Dunoyer, que habla en nombre de la economía política: la concurrencia se ha de determinar por sí misma. Según el Sr. Dunoyer y todos los demás economistas, el remedio para los inconvenientes de la concurrencia está aún en la concurrencia; y puesto que la economía política es la teoría de la propiedad, del derecho absoluto de usar y abusar, es claro que la economía política no puede contestar otra cosa. Ahora bien, es esto como si se dijera que la educación para la libertad se hace por la libertad, el cultivo de la inteligencia por la inteligencia, y que el valor se determina por el valor; proposiciones todas evidentemente tautológicas y absurdas.

Y en efecto, encerrándonos en la materia de que tratamos, salta a los ojos que la concurrencia practicada por sí misma, y sin más objeto que conservar una independencia vaga y discorde, no puede conducir a nada, y sus oscilaciones son eternas. Luchan en la concurrencia los capitales, las máquinas, los procedimientos, el ingenio y la experiencia, es decir, más capitales aún en lucha, y los más gruesos batallones son siempre los que vencen. Si, pues, no se hace la concurrencia sino en provecho de intereses particulares, sin que sus efectos sociales hayan sido determinados por la ciencia, ni reservados por el Estado; ha de haber en la concurrencia, como en la democracia, tendencia continua de la guerra civil a la oligarquía, de la oligarquía al despotismo, y luego disolución y nueva guerra civil sin término y sin tregua. He aquí por qué la concurrencia, abandonada a sí misma, no puede llegar jamás a constituirse: del mismo modo que el valor, necesita de un principio superior que la socialice y la defina. Estos hechos están ya lo suficientemente acreditados, para que podamos considerar los como definitiva adquisición de la crítica, y dispensamos de volver a hablar de ellos. La economía política, en lo que a la policía de la concurrencia se refiere, está demostrado que es impotente, con saber que no tiene ni puede tener otro medio que la concurrencia misma.

Fáltanos, ahora, saber cómo resuelve el socialismo el problema. Un solo ejemplo bastará a darnos la medida de sus medios, y nos permitirá establecer, respecto de él, conclusiones generales.

Entre todos los socialistas modernos, el Sr. D. Luis Blane es tal vez el que, por su notable talento, ha sabido mejor llamar sobre sus escritos la atención del público. En su Organización del trabajo, después de haber reducido el problema de la asociación a un solo punto, la concurrencia, se decide, sin vacilar, por su abolición. Por esto sólo cabe juzgar cuánto se ha ilusionado sobre el valor de la economía política, y el alcance del socialismo, este escritor ordinariamente tan cauto. Por una parte, el Sr. Blanc, recibiendo de no sé dónde sus ya redondeadas ideas, concediéndolo todo a su siglo y nada a la historia rechaza absolutamente el contenido y la forma de la economía política, y se priva de los materiales mismos de la organización; por otra atribuye a tendencias resucitadas de todas las épocas anteriores y que toma por nuevas, una realidad que no tienen, desconociendo así la naturaleza del socialismo, que es la de ser exclusivamente crítico. El Sr. Blanc nos ha dado, por lo tanto, el espectáculo de una imaginación viva y pronta en lucha contra un imposible. Ha creído en el poder adivinador del genio; pero ha debido tener presente que la ciencia no se improvisa, y que trátese de un Adolfo Boyer, un Luis Blanc, o un J. J. Rousseau, desde el instante en que no hay nada en la experiencia, no hay tampoco nada en el entendimiento.

El Sr. Blanc empieza por esta declaración: No acertamos a comprender a los que han imaginado no sé qué misteriosa unión entre los dos principios opuestos. Injertar la asociación en la concurrencia, es una pobre idea: es reemplazar a los eunucos por los hermafroditas.

El Sr. Blanc deberá sentir siempre haber escrito esas cuatro líneas. Prueban que a la fecha de la cuarta edición de su libro, estaba tan poco adelantado en lógica como en economía política, y razonaba sobre la una y la otra, como un ciego sobre colores. El hermafroditismo en política consiste precisamente en la exclusión, porque la exclusión trae siempre bajo una u otra forma, y en un mismo grado, la idea excluída; y el Sr. Blanc quedaría, a no dudarlo, extrañamente sorprendido, si por la perpetua mezcla que hace en su libro de los principios más contrarios, la autoridad y el derecho, la propiedad y el comunismo, la aristocracia y la igualdad, el trabajo y el capital, la recompensa y el desinterés, la libertad y la dictadura, el libre examen y la fe religiosa, se le demostrase que él es el verdadero hermafrodita, el publicista de doble sexo. Colocado el Sr. Blanc en los confines de la democracia y del socialismo, un grado más abajo de la República, dos grados debajo del Sr. Barrot, tres grados debajo del Sr. Thiers, es aún, dígase y hágase lo que se quiera, un descendiente en cuarto grado del señor Guizot, un doctrinario.

Verdaderamente, dice el Sr. Blanc (2), no somos de los que fulminan anatemas contra el principio de autoridad. Este principio, hemos tenido mil veces ocasión de defenderle contra ataques tan peligrosos como ineptos. Sabido es que cuando en una sociedad no está en ninguna parte la fuerza organizada, está en todas el despotismo.

Así, según el Sr. Blanc, el remedio contra la concurrencia, o por mejor decir, el medio de abolirla, consiste en la intervención de la autoridad, en la sustitución de la libertad del individuo por el Estado; es el sistema inverso del de los economistas.

Sentiría que el Sr. Blanc, cuyas tendencias sociales son conocidas, me acusase de hacerle una guerra impolítica con refutarle. Hago justicia a las generosas intenciones del Sr. Blanc; leo sus obras con agrado, y le doy sobre todo gracias por el servicio que ha prestado, al poner al descubierto en su Historia de los diez años la incurable indigencia de su partido. Pero nadie puede consentir en hacer el papel de engañado o de imbécil; y, aparte toda cuestión personal, ¿hay verdaderamente algo de común entre el socialismo, que es una universal protesta, y la mescolanza de añejas preocupaciones que constituyen la República del Sr. Blanc? El Sr. Blanc no cesa de apelar a la autoridad, y el socialismo se declara altamente anárquico; el Sr. Blanc pone el poder sobre la sociedad, y el socialismo tiende a hacerlo pasar debajo; el Sr. Blanc hace descender la vida social de arriba, y el socialismo pretende hacerla brotar y crecer de las clases inferiores; el Sr. Blanc corre tras la política, y el socialismo va en busca de la ciencia. No más hipocresía, diré al Sr. Blanc: usted no quiere catolicismo, ni monarquía, ni nobleza; pero cree indispensable un Dios, una religión, una dictadura, una censura, una jerarquía, distinciones, rangos. Y yo niego la divinidad, la autoridad, la soberanía, el Estado jurídico, y todas las demás mistificaciones representativas de usted: no quiero el incensario de Robespierre ni la varilla de Marat, y antes que sufrir su democracia andrógina, apoyo el statu quo. Hace dieciséis años que su partido es un obstáculo al progreso, y detiene la marcha de la opinión pública; hace dieciséis años que manifiesta su origen despótico, haciendo cola al poder en la extremidad del centro izquierda: es hora ya de que abdique o haga su metamorfosis. Implacables teóricos de la autoridad, ¿qué proponéis que no pueda realizar de un modo más llevadero que vosotros el gobierno a que hacéis la guerra?

El sistema del Sr. Blanc está reducido a tres puntos:

1° Dar al poder una gran fuerza de iniciativa, o lo que es lo mismo, hacer omnipotente la arbitrariedad para realizar una utopía.

2° Crear talleres públicos de que sea socio comanditario el Estado.

3° Matar la industria privada con la concurrencia de la industria nacional.

Ni más ni menos.

¿Ha abordado el Sr. Blanc el problema del valor, que por si sólo entraña todos los demás problemas? No sabe siquiera que tal problema exista. ¿Nos ha dado una teoría de la distribución de la riqueza? No. ¿Ha resuelto la antinomia de la división del trabajo, causa eterna de ignorancia, inmoralidad y miseria para el jornalero? Tampoco. ¿Ha hecho desaparecer la contradicción de las máquinas y del salariado, o conciliado los derechos de la asociación con los de la libertad? El señor Blanc consagra, por lo contrario, esta contradicción. Bajo la despótica protección del Estado, admite en principio la desigualdad de categorías y de salarios, añadiéndole por vía de compensación el derecho electoral. Obreros que votan sus reglamentos y nombran a sus jefes, ¿no son acaso libres? Podrá suceder muy bien que esos obreros votantes no admitan que se les mande ni diferencia de sueldo; y entonces, como nada se habrá previsto para satisfacer a las capacidades industriales, sin dejar de conservar la igualdad política, penetrará la disolución en el taller, y a menos que intervenga la policia, volverá cada cual a sus negocios, o como vulgarmente se dice, cada mochuelo a su olivo. El Sr. Blanc, sin embargo, no encuentra serios ni fundados estos temores: espera la prueba con calma, seguro de que la sociedad no se ha de tomar el trabajo de desmentirle.

¿Ha profundizado tampoco el Sr. Blanc las tan complejas y embrolladas cuestiones del impuesto, del crédito, del comercio internacional, de la propiedad, de la herencia? Y el problema de la población, ¿lo ha resuelto? No, no, y mil veces no. El Sr. Blanc elimina las dificultades cuando no puede vencerlas. A propósito de la población, por ejemplo, dice: Como no hay más que la miseria que sea prolífica, y como con el taller social ha de desaparecer la miseria, no hay por qué ocupamos de tal problema.

En vano el Sr. Sismondi, apoyado en la experiencia universal, le dice: No tenemos confianza alguna en los que ejercen poderes delegados. Creemos que toda corporación ha de llevar peor sus negocios que los que están movidos por sus intereses individuales; que habrá siempre en los directores negligencia, fausto, dilapidación, favoritismo, temor de comprometerse, todas las faltas, por fin, que se notan en la administración de la fortuna pública cuando se la coteja con la de la privada. Creemos, además, que en una junta de accionistas no habrá nunca más que falta de atención, capricho, negligencia, y que una empresa mercantil estaría constantemente comprometida y pronto arruinada si hubiese de depender de una asamblea deliberativa y de un comercial. El Sr. Blanc, aturdido con la sonoridad de sus frases, no oye nada: reemplaza el interés privado con el sacrificio de cada cual a la cosa pública; sustituye a la concurrencia la emulación y las recompensas. Después de haber erigido en principio la jerarquía industrial, consecuencia necesaria de su fe en Dios, en la autoridad y en el genio, se entrega a ciertos poderes místicos, ídolos de su corazón y de su fantasía.

Así el Sr. Blanc empieza por un golpe de Estado, o por mejor decir, valiéndonos de sus mismas frases, por una aplicación de la tuerza de iniciativa que crea para el poder; e impone luego una contribución extraordinaria a los ricos para la comandita del proletario. La lógica del Sr. Blanc es sencillísima, es la de la República: el poder puede lo que el pueblo quiere, y lo que el pueblo quiere es verdadero. ¡Singular manera de reformar la sociedad, la de comprimir sus más espontáneas tendencias, negar sus más auténticas manifestaciones, y en vez de generalizar el bienestar por medio del desarrollo normal de las tradiciones, hacer cambiar de manos el trabajo y la renta! Mas ¿a qué, en verdad, esos disfraces? ¿Para qué tantos rodeos? ¿No era más sencillo adoptar desde luego la ley agraria? ¿No podía el poder, en virtud de su fuerza de iniciativa, declarar de un golpe que todos los capitales e instrumentos de trabajo son propiedad del Estado, salva la indemnización que se conceda por vía de transición a los actuales poseedores? Con una medida brusca, pero leal y sincera, quedaba completamente desbrozado el campo económico. No habría debido andarse más por el camino de la utopía, y el Sr. Blanc habría podido entonces, sin obstáculo alguno, proceder a su modo a la organización de la sociedad.

Pero ¿qué digo? ¡organizar! Toda la obra orgánica del Sr. Blanc consiste en ese grande acto de expropiación o de sustitución, como quiera llamársele; una vez pasada a otras manos y republicanizada la industria y constituído el gran monopolio, el señor Blanc no duda de que la producción vaya a medida de su deseo, ni comprende siquiera que se presente una sola dificultad contra lo que él llama su sistema. Y a la verdad, ¿qué objeciones se han de hacer a una idea tan radicalmente nula e incomprensible como la del Sr. Blanc? La parte más curiosa de su libro está en la escogida colección que ha hecho de los argumentos que le han opuesto algunos incrédulos, argumentos a los que, como es fácil adivinar, contesta victoriosamente. Esos críticos no habían visto que al discutir el sistema del Sr. Blanc, argumentaban sobre las dimensiones, el peso y la figura de un punto matemático. Ha sucedido, empero, que la controversia por él sostenida ha enseñado más al señor Blanc de lo que habían hecho sus propias meditaciones; advirtiéndose que, si hubiesen continuado las objeciones, habría concluído por descubrir lo que creía haber inventado, la organización del trabajo.

Pero, ¿ha conseguido, por fin, el Sr. Blanc el objeto que se proponía, objeto por otra parte tan mezquino, que consiste en la abolición de la concurrencia y la garantía del buen éxito de una empresa patrocinada y comanditada por el Estado? Citaré a propósito de esto las reflexiones de un economista de talento, el Sr. Garnier, a cuyas palabras me permitiré añadir algunos comentarios.

El gobierno, según el Sr. Blanc, escogería obreros de moralidad y les daría buenos salarios. Así el Sr. Blanc necesita hombres ad hoc; no se linsojea de poder aplicar su sistema a toda clase de temperamentos. En cuanto a los salarios, el Sr. Blanc los promete buenos: esto es siempre más cómodo que definirlos y determinarlos.

Sienta el señor Blanc la hipótesis de que los talleres darían un producto neto, y harían además una concurrencia tal a la industria privada, que ésta no podría menos de transformarse en talleres nacionales.

¿Cómo había de ser esto posible, si el precio de coste de los talleres nacionales había de ser más elevado que el de los talleres libres? He dicho en el capítulo I que los 300 obreros de una fábrica de hilados no producen entre todos para el fabricante un beneficio neto y regular de 20.000 francos; y que esos 20.000 francos, distribuídos entre los 300 trabajadores, no aumentarían su salario sino en 18 céntimos por día. Esto es cierto tratándose de todas las industrias. ¿Cómo ha de llenar ese déficit el taller nacional, si ha de dar a sus obreros buenos salarios? Por la emulación, contesta el señor Blanc.

El señor Blanc cita con extrema complacencia la casa Leclaire, sociedad de oficiales pintores de brocha gorda que realiza pingües beneficios y que considera como una demostración viva de su sistema. El señor Blanc habría podido añadir a este ejemplo, una multitud de sociedades parecidas que probarían ni más ni menos lo que la casa Leclaire. La casa Leclaire es un monopolio colectivo sostenido por la gran sociedad que la constituye. Trátase ahora de saber si la sociedad entera puede llegar a ser un monopolio en el sentido del señor Blanc y sobre el modelo de la casa Leclaire, cosa que niego positivamente. Pero lo que más de cerca atañe a la cuestión que nos ocupa, y no ha llamado la atención del señor Blanc, es que resulta de las cuentas de reparto que la casa Leclaire le ha facilitado, que siendo los salarios de esta casa superiores en mucho al término medio general de los salarios, lo primero que habría que hacer en una reorganización de la sociedad, sería suscitar a la casa Leclaire, ya entre sus jornaleros, ya entre los de fuera, una concurrencia.

Los salarios serían determinados por el gobierno. Los individuos del taller social dispondrían de ellos según les conviniera, y la incontestable excelencia de la vida en común no tardaría en hacer surgir de la asociación de los trabajos la voluntaria asociación de los goces.

El señor Blanc es comunista, ¿sí o no? Declárese de una vez en lugar de estar, como suele decirse, nadando entre dos aguas, y si el comunismo no le hace más inteligible, se sabrá por lo menos qué quiere.

Leyendo el suplemento en que el señor Blanc ha creído, a propósito, combatir algunas objeciones que le han hecho algunos periódicos, se ve mejor lo incompleta que es su concepción, hija por lo menos de tres padres, el saintsimonismo, el fourierismo y el comunismo, con el concurso de la política y de un poco, muy poco, de economía.

Según sus explicaciones, el Estado no había de ser más que regulador, legislador y protector de la industria, y en modo alguno fabricante ni productor universal. Pero como protegería exclusivamente los talleres sociales para destruir la industria privada, llegaría forzosamente al monopolio, y caería a pesar suyo en la teoría saintsimoniana, a lo menos en cuanto a la producción.

El señor Blanc no puede negarlo: su sistema va dirigido contra la industria privada; y el poder en él, por su fuerza de iniciativa, tiende a matar toda iniciativa individual y a proscribir el trabajo libre. Odia el señor Blanc la unión de las ideas contrarias: y así vemos que, después, de haber sacrificado la concurrencia a la asociación, le sacrifica aún la libertad. Espero verle llegar a la abolición de la familia.

Del principio electivo saldría, sin embargo, la jerarquía, como sucede en el fourierismo y la política constitucional. Esos mismos talleres sociales, reglamentados por la ley, ¿serían más que corporaciones? Y ¿cuál es el vínculo de esas corporaciones? La ley. ¿Quién hará la ley? El gobierno, sin duda. ¿Supone usted que será bueno? La experiencia ha demostrado, por lo contrario, que el gobierno jamás ha acertado a reglamentar los innumerables accidentes de la industria. Nos dice usted que él fijará la tasa de los beneficios y de los salarios, y espera usted que lo haga de manera que los trabajadores y los capitales no puedan menos de refugiarse en el taller social. Pero usted no nos dice cómo se ha de establecer el equilibrio entre esos talleres con tendencia a la vida común, al falansterio; usted no nos dice cómo han de evitar esos talleres la concurrencia interior y exterior, ni cómo conjuran con relación al capital el exceso de población, ni en qué se distinguirán los talleres sociales fabriles de los agrícolas, ni otras muchas cosas de no menos importancia. Yo sé bien que usted responderá: Por la virtud específica de la ley. Pero ¿y si el gobierno y el Estado de usted no aciertan a hacerla? ¿No siente usted que se le desliza el pie por la pendiente, y tiene usted necesidad de agarrarse a algo análogo a la ley viva? Se ve bien, al leerle, que lo que más le preocupa es inventar un poder susceptible de ser aplicado a su sistema; pero declaro que después de haberle leído atentamente, no creo que tenga usted una noción clara y precisa de lo que tanto busca. Lo que a usted como a todos nosotros le falta, es la verdadera noción de la libertad y de la igualdad, que usted no quisiera desconocer, y está sin embargo obligado a sacrificar, por muchas que sean las precauciones que tome.

No conociendo la naturaleza y las funciones del poder, no se ha atrevido a detenerse una sola vez en explicaciones ni a darnos el menor ejemplo.

Admitamos que los talleres funcionen para producir: serán talleres mercantiles que darán circulación a los productos, que harán cambios. Y ¿quién fijará el precio? ¿También la ley? En verdad le digo que necesitará usted de una nueva aparición en el monte Sinaí, porque sin ella no acertarán jamás a salir del atolladero ni usted ni su Consejo de Estado, ni su Congreso de diputados, ni su are6pago de senadores.

Estas reflexiones son exactas e irrefutables. El señor Blanc, con su organización por el Estado, se ve obligado a concluir siempre por donde habría debido empezar, evitándose el trabajo de escribir su libro, por el estudio de la ciencia económica. Como dice muy bien su crítico: El señor Blanc ha cometido la' grave falta de aplicar la estrategia política a cuestiones que no la consienten. Ha tratado de poner en compromiso al gobierno, y no ha acertado sino a demostrar a más y mejor la incompatibilidad del socialismo con la democracia tribunicia y parlamentaria. Su folleto, esmaltado de páginas elocuentes, le honra como literato; en cuanto al valor filosófico del libro, hubiera tenido absolutamente el mismo si el autor se hubiera limitado a escribir en cada página con grandes caracteres: protesto.

Reasumamos:

La concurrencia, como posición o fase económica, considerada en su origen, es el resultado necesario de la intervención de las máquinas, de la constitución del taller y de la teoría de la reducción de los gastos generales; considerada en su significación propia y en su tendencia, es el modo como se manifiesta y se ejerce la actividad colectiva, es la expresión de la espontaneidad social, el emblema de la democracia y de la igualdad, el más enérgico instrumento de la constitución del valor, el sustentáculo de la asociación. Como arranque impulsivo de las fuerzas individuales, es la garantía de la libertad, el primer síntoma de su armonía, la forma de la responsabilidad que les une y les hace solidarios.

Pero la concurrencia abandonada a sí misma y privada de la dirección de un principio superior y eficaz, no es más que un movimiento vago, una oscilación sin objeto de la fuerza industrial, eternamente traída y llevada entre esos dos extremos igualmente funestos: los gremios y los amos a que hemos visto que el taller da origen, y el monopolio de que trataremos en el capítulo siguiente.

El socialismo, al protestar con razón contra esa concurrencia anárquica, nada de satisfactorio ha propuesto aún para reglamentarIa; y la prueba de ello es que en todas las utopías que hasta aquí han visto la luz, se ve abandonada a la arbitrariedad la determinación o socialización del valor, yendo a parar todas las reformas, ya a la corporación jerárquica, ya al monopolio del Estado, ya al despotismo comunista.


Notas

(1) En la concepción proudhoniana el taller debe reemplazar al gobierno como el contrato debe reemplazar a la ley.

(2) Proudhon se opuso toda la vida a las doctrinas de Blanc, precursor del llamado socialismo de Estado y que apelaba siempre a la intervención y la iniciativa de los poderes públicos para implantar las reformas sociales por él proyectadas.

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