Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Necesidad de la concurrencia

El Sr. D. Luis Reybaud (1), novelista de profesión, economista por azar, premiado por la Academia de Ciencias morales y políticas a causa de sus caricaturas antirreformistas, y hoy uno de los escritores de más antipatía por las ideas sociales; el Sr. D. Luis Reybaud, digo, haga lo que quiera, no está por eso menos profundamente imbuído de esas ideas mismas: la oposición que hace con tanto estruendo no está ni en su corazón ni en su entendimiento, sino en los hechos.

En la primera edición de sus Estudios sobre los reformadores contemporáneos, conmovido el Sr. Reybaud por el espectáculo de los dolores sociales, tanto como por el valor de esos fundadores de escuelas que creyeron poder reformar el mundo con una explosión de sentimentalismo, había dicho formalmente que de todos sus sistemas quedaba y sobrenadaba el principio de asociación. El Sr. Dunoyer, uno de los jueces del Sr. Reybaud, le consagra estas palabras, tanto más lisonjeras para el Sr. Reybaud, cuanto que son ligeramente irónicas:

El Sr. Reybaud, que ha expuesto con tanta exactitud y talento en un libro premiado por la Academia francesa, los vicios de los tres principales sistemas reformistas, está por el principio que les es común y les sirve de base, la asociación. La asociación es a sus ojos, así lo declara, el más grande problema de los tiempos modernos. Está llamada, dice, a resolver el de la distribución de los frutos del trabajo. Si para la resolución de ese problema nada puede la autoridad, lo podría la asociación todo. El Sr. Reybaud habla aquí como un escritor del falansterio ...

El Sr. Reybaud había adelantado demasiado, como puede verse. Dotado sobradamente de buen sentido y buena fe para no ver el precipicio, sintió pronto que se extraviaba y empezó a retroceder. No que yo le impute a crimen ese cambio de frente. El Sr. Reybaud es de esos hombres a quienes no se debe sin injusticia hacer responsables de sus metáforas. Habría hablado antes de reflexionar, y se retractó; ¡qué cosa más natural! Si debiesen los socialistas quejarse de alguien, debería ser del Sr. Dunoyer, que había provocado la abjuración del Sr. Reybaud con tan singular cumplimiento.

El Sr. Dunoyer no tardó en advertir que sus palabras no habían caído en saco roto. Cuenta para gloria de los buenos principios, que en una segunda edición de los Estudios sobre los Reformadores, el Sr. Reybaud había modificado por sí mismo lo que podían ofrecer sus expresiones de absoluto. En lugar de lo podría todo, ha escrito podría mucho.

Era ésta, como hacía muy bien observar el mismo Sr. Dunoyer, una modificación importante, pero que permitía aún al Sr. Reybaud escribir al mismo tiempo: Esos síntomas son graves: pueden considerarse como los pronósticos de una organización confusa, en la cual ha de buscar el trabajo un equilibrio y una regularidad de que carece ... En el fondo de todos estos esfuerzos se oculta un principio, la asociación, que se haría mal en condenar por algunas manifestaciones irregulares.

Por fin, el Sr. Reybaud se ha declarado altamente partidario de la concurrencia, lo cual quiere decir que ha abandonado decididamente el principio de asociación. Porque si por asociación no se ha de entender más que las formas de sociedad determinadas por el Código de Comercio, cuya filosofía nos han dado compendiosamente el Sr. Troplong y el Sr. Delangle, no vale la pena de que distingamos a los socialistas de los economistas; es decir, a un partido que busca la asociación de otro que pretende que la asociación existe.

No vaya nadie a imaginar que porque el Sr. Reybaud ha dicho atolondradamente sí y no sobre una cuestión, de que no tiene aún una idea clara, le coloque entre esos especuladores de socialismo, que, después de haber lanzado al mundo una mistificación, empiezan luego a declararse en retirada so pretexto de que, perteneciendo la idea al dominio público, no tienen ya más que dejarla seguir su marcha. El señor Reybaud, a mi modo de ver, pertenece más bien a la categoría de los engañados, que cuenta en su seno tantos hombres honrados y personas de tanto ingenio. Será siempre el Sr. Reybaud a mis ojos el vir pro bus dicendi peritus, el escritor concienzudo y hábil que ha podido muy bien dejarse sorprender, pero no dice nunca sino lo que ve y lo que siente. El Sr. Reybaud, por otra parte, una vez colocado en el terreno de las ideas económicas, podía estar tanto menos de acuerdo consigo mismo, cuanto que tiene clara inteligencia y justo raciocinio. Voy a hacer un curioso experimento a la vista de mis lectores.

Si pudiese ser oído del Sr. Reybaud, le diría: Decídase usted por la concurrencia y hará usted mal: decídase usted en contra de la concurrencia y hará usted mal también: lo que significa que tendrá usted siempre razón. Tras esto, si, convencido de que no ha faltado usted en la primera edición de su libro ni en la cuarta, acierta usted a formular su opinión de una manera inteligible, le tendré a usted por un economista de tanto genio como Turgot y A. Smith, pero le prevengo a usted que entonces se parecerá usted a ese último, a quien usted no conoce probablemente mucho: será usted igualitario. ¿Acepta Ud. la apuesta?

A fin de preparar mejor al Sr. Reybaud para esa especie de reconciliación consigo mismo, empezaré por manifestarle que esa versatilidad de juicio, que otro cualquiera en mi lugar le echaría en cara con injuriosa acrimonia, es una traición, no del escritor, sino de los hechos cuya interpretación ha tomado a cargo.

En marzo de 1844, el Sr. Reybaud publicó acerca de los granos oleaginosos, materia interesante para la ciudad de Marsella, su patria, un artículo en que se declaraba calurosamente por la libre concurrencia y el aceite de sésamo. Según los datos que el autor había recogido y parecen auténticos, da el sésamo de 45 a 46 por ciento de aceite, mientras que el aceite de amapola y la colza no dan más que de 25 a 30, y la aceituna sólo de 20 a 22. El sésamo, por esta razón, no es del gusto de los fabricantes del Norte, que han pedido y logrado la prohibición de su entrada. Los ingleses, empero, están al acecho, prontos a apoderarse en cuanto puedan de ese precioso ramo de comercio. Prohíbase la entrada de la semilla, dice el Sr. Reybaud, y nos entrará el aceite en forma de jabón o de cualquier otro modo, habiendo perdido el beneficio que su fabricación nos habría procurado. El interés de nuestra marina exige, por otra parte, la protección de su comercio: se trata nada menos que de 40.000 toneladas de grano, lo cual supone el empleo de 300 buques y 3.000 marinos.

Estos hechos son concluyentes: 45 por ciento de aceite en lugar de 25; calidad superior a la de todos los aceites de Francia; baja de precio en un artículo de primera necesidad; economía para los consumidores; 300 buques, 3.000 marinos: esto nos daría la libertad de comercio. Luego, ¡vivan la concurrencia y el sésamo!

Después, a fin de asegurar mejor tan brillantes resultados, arrebatado el Sr. Reybaud por su patriotismo, y siguiendo directamente su idea, observa, a nuestro modo de ver juiciosamente, que el gobierno debe en adelante abstenerse de todo tratado de reciprocidad para los trasportes, y pide que nuestra marina ejecute tanto las importaciones como las exportaciones de nuestro comercio ... Lo que se llama reciprocidad, dice, es una pura ficción cuyas ventajas redundan sólo en favor de la parte cuya navegación es más barata. Ahora bien, como en Francia los elementos de la navegación, tales como la compra del buque, los salarios de la tripulación, y los gastos de armamento y avituallamiento, se elevan a una cifra excesiva y superior a la de las demás naciones marítimas, todo tratado de reciprocidad equivale para nosotros a un tratado de abdicación, y en lugar de consentir en un acto de conveniencia mutua, nos resignamos a sabiendas, o sin saberlo, a un verdadero sacrificio. Aquí, el Sr. Reybaud hace resaltar las desastrosas consecuencias de la reciprocidad ... Consume Francia 500.000 fardos de algodón, y nos los traen a nuestros muelles los americanos; emplea enormes cantidades de carbón de piedra, y nos las trasportan los ingleses; nos entregan sus hierros y sus maderas los mismos suecos y noruegos, sus quesos los holandeses, sus cáñamos y sus trigos los rusos, sus arroces los genoveses, su aceite los españoles, sus azufres los sicilianos, todos los artículos del Mediterráneo y del Mar Negro los griegos y los armenios.

Un estado tal de cosas es evidentemente intolerable, porque vendrá a inutilizar nuestra marina mercante. Apresurémonos, pues, a entrar en el taller marítimo, del que tiende a excluimos el bajo precio de la navegación extranjera. Cerremos nuestros puertos a los buques de las demás naciones, o por lo menos impongámosles un fuerte tributo. ¡Abajo, pues, la concurrencia y las marinas rivales!

¿Empieza a comprender el Sr. Reybaud que sus oscilaciones económico-socialistas son mucho más inocentes de lo que había creído? ¿Qué reconocimiento me deberá por haber tranquilizado su conciencia, tal vez alarmada?

La reciprocidad de que tan amargamente se queja el Sr. Reybaud, no es más que una forma de la libertad comercial. Declarad plena y enteramente libres las transacciones, y será rechazado nuestro pabellón de la superficie de los mares, como lo serían del continente nuestros aceites. Luego, pagaremos nuestros aceites más caros, si insistimos en fabricarlos nosotros mismos; más caros nuestros artículos coloniales si nosotros queremos trasportarlos. Para alcanzar la mayor baratura posible, sería preciso que, después de haber renunciado a nuestros aceites, renunciásemos a nuestra marina: tanto valdría renunciar desde luego a nuestros paños, a nuestros lienzos, a nuestros percales, a nuestros hierros; y luego, como una industria aislada cuesta aún demasiado cara, a nuestros vinos, a nuestros trigos, a nuestros forrajes. Cualquiera que sea el partido que se tome, el privilegio o la libertad, se llega siempre a lo imposible, a lo absurdo.

Existe, a no dudarlo, un principio de conciliación; pero ese principio, como no sea el del más perfecto despotismo, ha de derivar de una ley superior a la libertad misma; y esa ley es precisamente la que no ha definido todavía nadie, y la que pido a los economistas me formulen si verdaderamente poseen la ciencia. Porque yo no puedo tener por sabio al que, con la mejor buena fe y con todo el ingenio del mundo, me predica sucesivamente, en sólo quince líneas de distancia, la libertad y el monopolio.

¿No es evidente, y de una evidencia inmediata e intuitiva, que la concurrencia destruye la concurrencia? ¿Hay en la geometría un teorema más cierto ni más concluyente que éste? ¿Cómo, pues, bajo qué condiciones, en qué sentido puede entrar en la ciencia un principio que es la negación de sí mismo? ¿Cómo puede llegar a ser una ley orgánica de la sociedad? Si la concurrencia es necesaria; si, como dice la escuela, es un postulado de la producción, ¿cómo llega a ser tan devastadora? Y si su más seguro efecto es perder a los que arrastra tras sí, ¿cómo llega a ser útil? Porque los inconvenientes que tras sí lleva, del mismo modo que el bien que procura, no son accidentes que procedan de la obra del hombre; derivan lógicamente del principio los unos y el otro, y subsisten frente a frente y con el mismo derecho ... Por de pronto, la concurrencia es tan esencial al trabajo como la división, puesto que es la división misma presentada de nuevo bajo otra forma, o por mejor decir, elevada a la segunda potencia; la división, digo, no ya como en la primera época de las evoluciones económicas adecuadas a la fuerza colectiva, y por consiguiente, absorbedora de la personalidad del trabajador en el taller, sino dando por lo contrario origen a la libertad, y haciendo de cada subdivisión del trabajo como una especie de soberanía donde el hombre se presenta en toda su fuerza e independencia. La concurrencia, en una palabra, es la libertad en la división y en todas las partes divididas: empezando por las funciones más generales, tiende a realizarse hasta en las operaciones inferiores del trabajo parcelario.

Aquí los comunistas presentan una objeción. Conviene, dicen, distinguir en todo el uso del abuso. Hay una concurrencia útil, laudable, moral; una concurrencia que engrandece el corazón y el pensamiento; una noble y generosa concurrencia, la emulación; y esta emulación, ¿por qué no había de tener por objeto el provecho de todos? Hay otra concurrencia funesta, inmoral, antisocial, una concurrencia envidiosa que aborrece y mata: el egoísmo.

Así habla el comunismo, así se expresaba hace cerca de un año en su profesión de fe social el periódico La Reforma.

Por mucho que me repugne hacer la oposición a hombres cuyas ideas son en el fondo las mías, no puedo aceptar semejante dialéctica. La Reforma, creyendo conciliarlo todo, con una distinción más gramatical que real, no ha hecho más que adoptar sin saberlo, las doctrinas del justo medio, es decir, la peor especie de diplomacia. Su manera de argumentar es exactamente la misma que la de Rossi, relativamente a la división del trabajo: consiste en oponer la una a la otra la concurrencia y la moral, a fin de que recíprocamente se limiten, del mismo modo que Rossi pretendía detener y restringir por medio de la moral las inducciones económicas, trinchando por aquí y cortando por allá, según la oportunidad se lo exigía. He refutado a Rossi dirigiéndole esta sencilla pregunta: ¿cómo es posible que la ciencia esté en desacuerdo consigo misma, la ciencia de la riqueza con la ciencia del deber? Otro tanto pregunto a los economistas: ¿cómo es posible que un principio, cuyo desarrollo es visiblemente útil, sea al mismo tiempo funesto?

La emulación, se dice, no es la concurrencia. Por de pronto, observo que esa pretendida distinción no recae sino sobre los efectos divergentes del principio, lo cual ha hecho creer en la existencia de dos principios que la generalidad confundía. La emulación no es otra cosa que la concurrencia; y puesto que nos lanzamos a las abstracciones, por ellas entraré de buena gana. No hay emulación sin objeto, como no hay, sin objeto, pasión que se despierte; y como el objeto de toda pasión es necesariamente análogo a la pasión misma, la mujer para el amante, el poder para el ambicioso, el oro para el avaro, una corona para el poeta; así el objeto de la emulación industrial es necesariamente el provecho.

No, replica el economista; el objeto de la emulación del trabajador debe ser la utilidad general, la fraternidad, el amor.

Pero la sociedad misma, puesto que en vez de fijarse en el hombre privado, de quien se trata en este momento, no se quiere ocupar sino del hombre colectivo, la sociedad, digo, no trabaja sino con el objeto de enriquecerse: el bienestar, la felicidad son el único fin a que tiende. ¿Cómo podría dejar de ser verdad, respecto del individuo, lo que lo es respecto de la sociedad, cuando, después de todo, la sociedad es el hombre, cuando en cada hombre vive la humanidad entera? ¿Cómo sustituir al objeto inmediato de la emulación, que en la industria es el bienestar personal, ese motivo lejano y casi metafísico que se llama bienestar público, sobre todo, cuando no existe el uno sin el otro, cuando el uno al otro se engendran?

Los economistas, en general, se hacen una ilusión extraña. Fanáticos por el poder de la fuerza central, y, en el caso particular de que se trata, por el de la riqueza colectiva, pretenden hacer surgir como por rechazo el bienestar del trabajador que la ha creado, como si el individuo fuese posterior a la sociedad, y no la sociedad al individuo. Este caso no es, por lo demás, el único en que veremos a los socialistas dominados, sin saberlo, por las tradiciones del régimen contra el cual protestan.

Pero ¿a qué insisitir más? Desde el momento que el economista cambia el nombre de las cosas, vera rerum vaca bula, confiesa implícitamente su impotencia, y se aparta y desiste del pleito. Por esto me limitaré a contestarle: Negando la concurrencia, abandona usted su tesis; no cuente usted ya más con que sigamos discutiendo. Examinaremos en otra ocasión hasta qué punto debe el hombre sacrificarse por el interés de todos: por de pronto, se trata de resolver el problema de la concurrencia, es decir, de conciliar la más alta satisfacción del egoísmo con las necesidades sociales: déjenos usted en paz con sus moralidades.

La concurrencia es indispensable para la constitución del valor, es decir, para el principio mismo de la distribución de la riqueza, y por consecuencia para el advenimiento de la igualdad. Mientras un artículo constituye la especialidad de un solo fabricante, su valor real es un misterio, tanto por ocultarlo el productor, como por la incuria o ignorancia que puede éste tener para hacer bajar su precio natural hasta sus últimos límites. Así, el privilegio de la producción es una pérdida real para la sociedad; y una verdadera necesidad, tanto la publicidad de la industria, como la concurrencia de los trabajadores. No puede sustraerse a esta ley ninguna de las utopías imaginadas e imaginables.

No me propongo, por cierto, negar que no puedan ni deban ser garantidos el trabajo y el salario; tengo hasta la esperanza de que no está lejana la época de esta garantía; pero sostengo que la garantía del salario es imposible sin el conocimiento exacto del valor, y que este valor no puede ser descubierto más que por la concurrencia, de ningún modo por instituciones comunistas ni por un decreto del pueblo. Porque hay aquí algo más poderoso que la voluntad del legislador y la de los ciudadanos, y es la absoluta imposibilidad para el hombre de cumplir con su deber desde el momento en que se encuentra descargado de toda responsabilidad para consigo mismo; y la responsabilidad para consigo mismo en materia de trabajo, implica necesariamente concurrencia respecto de los demás hombres. Ordénese que desde 1° de enero de 1847 queden garantidos para todo el mundo el trabajo y el salario, y sufrirá al punto una inmensa relajación la ardiente actividad de la industria: el valor real caerá rápidamente muy por debajo del valor nominal; la moneda, a pesar de su busto y de su timbre, sufrirá la suerte de los asignados; el comerciante pedirá más para dar menos, y nos encontraremos un círculo más adentro del infierno de la miseria, cuyo tercer recinto es la concurrencia.

Aun cuando admitiese con algunos socialistas que el atractivo del trabajo pueda un día servir de alimento a la emulación sin idea alguna ulterior de ganancia, ¿de qué podría servirnos esta utopía en la fase que vamos estudiando? No estamos aún sino en la tercera época de la evolución económica, en la tercera edad de la constitución del trabajo, es decir, en un período en que es imposible que el trabajo sea atractivo; porque el atractivo del trabajo no puede ser efecto sino de un gran desarrollo físico, moral e intelectual en los trabajadores. Ahora bien, ese desarrollo, esa educación de la humanidad por la industria, es precisamente el objeto tras el cual vamos al través de las contradicciones de la economía social. ¿Podría, por lo tanto, servirnos el atractivo del trabajo de principio o de palanca, cuando es, aún para nosotros, el objeto y el fin?

Pero si es indudable que el trabajo, por ser la más alta manifestación de la vida, de la inteligencia y de la libertad, lleva consigo su atractivo, niego que ese atractivo pueda jamás ser totalmente separado de un pensamiento de utilidad, y por lo tanto, de un retroceso hacia el egoísmo; niego, digo, el trabajo por el trabajo, como niego el estilo por el estilo, el amor por el amor y el arte por el arte. El estilo por el estilo ha producido en nuestros días la literatura al vapor y la improvisación sin ideas; el amor por el amor conduce a la pederastia, al onanismo y a la prostitución; el arte por el arte lleva a las imitaciones chinescas, a la caricatura y al culto a lo raro. Cuando el hombre no busca ya en el trabajo sino el placer, pronto deja de trabajar y juega. La historia rebosa de hechos que acreditan esta degradación. Los juegos ístmicos, olímpicos, píticos y nemeos de Grecia, ejercicios de una sociedad que lo producía todo por medio de sus esclavos; la vida de los espartanos y de sus modelos los antiguos cretenses; los gimnasios, las palestras, los hipódromos y las agitaciones del ágora entre los atenienses; las ocupaciones que da Platón a los guerreros en su República y que están perfectamente acomodadas al gusto de su siglo; por fin, las justas y los torneos de nuestras sociedades feudales; todas estas invenciones y otras muchas que paso en silencio, desde el juego de ajedrez, inventado, se dice, en el sitio de Troya por Palamedes, hasta las cartas iluminadas para Carlos VI por Gringonneur, son ejemplos de lo que viene a ser el trabajo desde el punto y hora en que no le sirve de estímulo un motivo serio de utilidad. El trabajo, el verdadero trabajo, el que produce la riqueza y nos da la ciencia, necesita demasiado de regularidad, de perseverancia, de sacrificio, para ser por mucho tiempo amigo de la pasión, de suyo fugitiva, inconstante y desordenada; es una cosa demasiado elevada, demasiado ideal, demasiado filosófica para que pueda llegar a ser exclusivamente placer y goce, es decir, misticismo y sentimiento. La facultad de trabajar que distingue al hombre del bruto, tiene su origen en las más altas profundidades de la razón: ¿cómo había de poder llegar a ser en nosotros una simple manifestación de la vida, un acto voluptuoso de nuestra sensibilidad?

Y si se va ahora a la hipótesis de una trasformación de nuestra naturaleza, que no tiene antecedentes históricos, ni hay aquí nada que nos traduzca y revele, diré que esto no es más que un sueño ininteligible para los mismos que la defienden, una interversión del progreso, un mentís dado a las leyes más ciertas de la ciencia económica; y por lo tanto, me limito por toda respuesta a descartado de la discusión.

Permanezcamos en el terreno de los hechos, puesto que sólo los hechos tienen significación y pueden servimos de algo. Hízose la revolución francesa para conseguir tanto la libertad industrial como la libertad política; y aunque Francia en 1789 no había visto todas las consecuencias del principio cuya realización pedía, digámoslo altamente, no se ha engañado en sus actos ni en sus esperanzas. El que tratase de decir otra cosa, perdería a mis ojos el derecho a ser crítico; no disputaría jamás con un adversario que erigiese en principio el error espontáneo de veinticinco millones de hombres.

A fines del siglo XVIII, cansada Francia de privilegios, quiso sacudir a toda costa el entorpecimiento a que le habían condenado los gremios, y levantar la dignidad del obrero dándole la libertad. Urgía en todas partes emancipar el trabajo, estimular el ingenio, hacer responsables de sus obras a los industriales, suscitándoles mil competidores y haciendo pesar sobre ellos las consecuencias de su negligencia, de su mala fe y de su ignorancia. Desde antes del 89 estaba Francia madura para la transición: Turgot tuvo la gloria de obligarla a hacer la primera travesía.

Si la concurrencia no hubiese sido uno de los principios de la economía social, un decreto del destino, una necesidad del alma humana, ¿por qué en vez de abolir los gremios y las veedurías no se habría pensado en repararlo todo? ¿Por qué en lugar de una revolución no se habría hecho una simple reforma? ¿Por qué esta negación, si una modificación bastaba, tanto más cuanto que eso estaba dentro de las ideas conservadoras de que participaba la misma clase media? Explíquenme, si pueden, esa unanimidad de la nación, el comunismo y la democracia casi socialista, que acerca del principio de la concurrencia representan, sin pensarlo el sistema del justo medio, la idea antirrevolucionaria.

Añádase a esto que los sucesos vinieron a confirmar la teoría. A partir del ministerio de Turgot, empezó a notarse en toda la nación un aumento de actividad y de bienestar considerable. Así la prueba pareció tan decisiva que obtuvo el asentimiento de todas las Asambleas: la libertad de la industria y del comercio figura en nuestras constituciones al nivel de la libertad política. A esa libertad, por fin, debe Francia desde hace sesenta años los progresos de su riqueza.

Después de este hecho capital, que prueba de una manera tan victoriosa la necesidad de la concurrencia, permítaseme que cite otros tres o cuatro, que aunque menos generales, pondrán más de relieve la influencia del principio que defiendo.

¿Por qué está tan prodigiosamente atrasada entre nosotros la agri<:ultura? ¿De qué procede que en tan gran número de localidades reinen aún la rutina y la barbarie sobre el más importante ramo del trabajo nacional? Entre las numerosas causas que podría citar, veo en primer término la falta de concurrencia. Los labradores se arrancan unos a otros los pedazos de terreno; pero se hacen la concurrencia sólo en el estudio del notario, no en los campos. Y si se les habla de emulación, de bien público, ¡qué estupefactos se quedan! Métase el rey en sus negocios, dicen (para ellos, el rey es sinónimo del Estado, del bien público, de la sociedad), y nosotros arreglaremos los nuestros. Esta es su filosofía y su patriotismo. ¡Ah! ¡si el rey pudiese suscitarles concurrentes! ... Desgraciadamente es imposible. Al paso que en la industria nace la concurrencia de la libertad y la propiedad, en la agricultura la libertad y la propiedad son un obstáculo para la concurrencia. Retribuído el labrador, no según su trabajo y su inteligencia, sino según la calidad de la tierra y el favor de Dios, no piensa, al dedicarse al cultivo, sino en pagar los más bajos salarios y hacer los menos anticipos que pueda. Seguro de vender siempre sus productos, busca más la manera de reducir sus gastos que la de mejorar la tierra y la calidad de sus frutos. Siembra, y hace lo demás la Providencia. La única especie de concurrencia que conoce la clase agrícola, es la de los arrendamientos; y no es posible negar que en Francia, en Beocia, por ejemplo, no haya dado beneficiosos resultados. Mas como el principio de esta concurrencia es, por decirlo así, de segunda mano, y no emana directamente de la libertad y la propiedad de los cultivadores, desaparece con la causa que le produce, de tal manera, que para ocasionar la decadencia de la industria agrícola en muchas localidades o al menos para detener sus progresos, bastaría quizá convertir los colonos en propietarios.

Otro ramo del trabajo colectivo que en estos últimos años ha dado lugar a vivos debates, es el que concierne a las obras públicas ... Para dirigir la construcción de una carretera, dice muy bien el Sr. Dunoyer, valdría quizá más echar mano de un peón de albañil o de un postillón, que de un ingeniero acabadito de salir de la Escuela de caminos. No hay nadie que no haya tenido ocasión de apreciar la exactitud de estas palabras.

En uno de nuestros más hermosos ríos, célebre por la importancia de su navegación, había que construir un puente. Advirtieron los ribereños desde que se comenzaron los trabajos, que los arcos iban a ser demasiado bajos para que pudiesen pasar por ellos los buques durante las avenidas, y se lo hicieron observar al ingeniero encargado de construirIos. Los puentes, contestó éste con soberbia dignidad, se hacen para los que pasan por encima, y no para los que pasan por debajo. Esto ha pasado ya en el país a ser un proverbio. Mas como es imposible que la tontería lleve razón hasta el fin, el gobierno ha sentido la necesidad de retocar la obra de su ingeniero, y a la hora en que escribo se están realzando los arcos del puente. Si los negociantes interesados en el paso de la vía navegable hubiesen estado encargados de la construcción a su costa y riesgo, ¿se cree que habría habido necesidad de retocar el puente? Podría escribirse un libro con las grandes cosas del mismo género hechas por los sabios ingenieros de caminos que acaban de salir de la escuela: como son inamovibles, no se hallan estimulados por la concurrencia.

Citan como prueba de la capacidad industrial del Estado, y por consiguiente de la posibilidad de abolir en todo la concurrencia, la administración de tabacos. Y se dice allí: nada de sofisticaciones, nada de pleitos, nada de quiebras, nada de miseria. Los obreros suficientemente retribuídos, instruídos, sermoneados, moralizados y seguros de una jubilación creada por sus ahorros, están en una situación incomparablemente mejor que la de la inmensa mayoría de los obreros que ocupa la industria libre.

Podrá ser todo esto cierto; mas yo lo ignoro. No sé nada de lo que pasa en la administración de tabacos; no he tomado noticias de los directores ni de los obreros, ni las necesito. ¿Cuánto cuesta el tabaco vendido por la administración? ¿cuánto vale? Es fácil contestar a la primera de estas preguntas: basta para eso llegarse al primer estanco. Pero nada cabe decir sobre la segunda, porque se carece de un término de comparación y está prohibido averiguar por medio de ensayos el precio de coste de la Hacienda, y es, por consiguiente, imposible acertarlo. Luego la empresa de los tabacos constituída en monopolio cuesta a la sociedad necesariamente mucho más de lo que le rinde: es una industria que más que de su propio producto vive de una subvención, y por consiguiente, lejos de poder ser para nosotros un modelo, es uno de los primeros abusos que debe atacar la reforma.

Y cuando hablo de la reforma que debiera hacerse en la fabricación del tabaco, no me refiero solamente al enorme impuesto que triplica o cuadruplica el valor del producto, ni a la organización jerárquica de sus empleados, de los cuales unos por sus pingües sueldos son aristócratas tan costosos como inútiles, y otros asalariados sin esperanza, mantenidos para siempre jamás en una condición subalterna; ni me atengo tampoco al privilegio de los estancos, ni a toda esa turba de parásitos que sostiene; tengo principalmente a la vista el trabajo útil, el trabajo de los obreros. Por el solo hecho de no tener concurrencia alguna el obrero de la administración, por el solo hecho de no estar interesado en los beneficios ni en las pérdidas, en una palabra, por el solo hecho de no ser libre, su capacidad productiva es necesariamente menor y su servicio demasiado caro. Si se dice después que el gobierno trata bien a los que tiene a su salario y se ocupa de su bienestar, ¿qué tiene de extraño? ¿Cómo no se advierte que la libertad es aquí la que sobrelleva las cargas del privilegio, y que si, por acaso, hipótesis punto menos que imposible, se hiciese con todas las industrias lo que con la de los tabacos, llegando a agotarse la fuente de las subvenciones, la nación no podría ya equilibrar sus gastos y sus ingresos, y el Estado haría bancarrota?

Vengamos a los productos extranjeros. Cito aquí el testimonio de un sabio, extraño a la economía política, el Sr. Liebig. Antiguamente Francia importaba sosa de España, todos los años, por valor de 20 a 30 millones de francos, porque la barrilla de España era la mejor. Durante toda la guerra con la Gran Bretaña, el precio de la sosa, y por consecuencia el del jabón y el vidrio, fueron sin cesar en aumento. Las fábricas francesas sufrieron no poco a consecuencia de ese estado de cosas. Entonces fue cuando Leblanc descubrió los medios de extraer la sosa de la sal común. Este procedimiento fue para Francia un manantial de riqueza: la fabricación de la sosa tomó extraordinarias proporciones. Mas ni Leblanc, ni Napoleón, gozaron de los beneficios del invento. La Restauración, aprovechándose de la cólera de los pueblos contra el autor del bloqueo continental, se negó a pagar la deuda del emperador, cuyas promesas habían sido causa de los descubrimientos de Leblanc ...

Hace unos años, habiendo acometido el rey de Nápoles la empresa de convertir en monopolio el comercio de los azufres de Sicilia, Inglaterra, que los consume en gran cantidad, hizo para con el rey de Nápoles un casus belli de la conservación del monopolio. Interin cambiaban los dos gobiernos sus notas diplomáticas, pidiéronse en Inglaterra nada menos que quince privilegios de invención para extraer el ácido sulfúrico de los yesos, piritas de hierro y otras sustancias minerales de que la Gran Bretaña abunda. Mas, habiendo los dos gobiernos llegado a un arreglo, no se pasó adelante; quedó sí demostrado, por los ensayos que se hicieron, que la extracción del ácido sulfúrico por los nuevos procedimientos habría sido coronada de éxito, lo cual habría quizá anonadado el comercio que hace Sicilia de sus azufres.

Supóngase que no hubiese habido la guerra con Gran Bretaña, ni le hubiese dado al rey de Nápoles el antojo de convertir en monopolio el comercio de los azufres; y en mucho tiempo no se habría pensado en Francia en extraer la sosa de la sal marina, ni en Inglaterra en sacar el ácido sulfúrico de las montañas de yeso y de piritas que encierra. Tal es precisamente la acción de la concurrencia sobre la industria. El hombre no sale de su habitual pereza sino atormentado por la necesidad, y el medio más seguro de apagar en él la llama del genio es librarle de todo cuidado y quitarle el cebo del beneficio y de la distinción social que de éste resulta, creando en torno suyo la paz en todo y la paz continua, y trasladando al Estado la responsabilidad de su inercia.

Sí, forzoso es decirlo a despecho del quietismo moderno: la vida del hombre es una guerra permanente, guerra con la necesidad, guerra con la naturaleza, guerra con sus semejantes, y por consiguiente, guerra consigo mismo. La teoría de una igualdad pacífica fundada en la fraternidad y la abnegación, no es más que una falsificación de la doctrina católica, que nos manda renunciar a los bienes y placeres de este mundo; no es más que el principio de la indigencia, el panegírico de la miseria. El hombre puede amar a su semejante hasta morir por él; no le ama hasta el punto de trabajar por él.

A la teoría de la abnegación que acabamos de refutar en el terreno del hecho y del derecho, añaden los adversarios de la concurrencia otra que es justamente la contraria de la primera, porque es ley del espíritu que, cuando éste desconozca la verdad, su punto de equilibrio, oscile entre dos contradicciones. Esta nueva teoría del socialismo anticoncurrente es la de los estímulos a la industria.

¿Qué más social ni más progresivo en la apariencia que la protección a la industria y al trabajo? No hay un demócrata que no haga de éste uno de los más bellos atributos del poder, ni un utopista que no lo ponga en primera línea entre los medios de organizar la felicidad. El gobierno, empero, es por su naturaleza tan incapaz de dirigir el trabajo, que toda recompensa por él concedida es un verdadero hurto hecho a la caja común. Vamos a tomar del Sr. Reybaud el texto de esta inducción.

Las primas concedidas para alentar la exportación, hace observar en alguna parte el Sr. Reybaud, equivalen a los derechos que se pagan por la importación de la primera materia: la ventaja es absolutamente nula, y no sirve sino de estímulo para un sistema de contrabando.

Este resultado es inevitable. Suprímanse los derechos de entrada, y la industria nacional perderá, como se ha visto anteriormente a propósito del sésamo; manténganse los derechos no concediendo prima alguna a la exportación, y el comercio nacional saldrá vencido en los mercados extranjeros. Para obviar este inconveniente, ¿se vuelve a la prima? No se hace más que dar con una mano lo que se ha recibido con la otra, y se provoca el fraude, último resultado, caput mortuum, de todos los estímulos para la industria. Síguese de ahí que, toda protección al trabajo, toda recompensa dada a la industria que no sea el precio natural del producto, es un don gratuito; son gajes cobrados de los consumidores, y ofrecidos en su nombre a un favorito del poder, a cambio de cero, de nada. Alentar la industria es, pues, en el fondo, sinónimo de alentar la pereza: es una de las formas de la estafa.

En el interés de nuestra marina de guerra, el gobierno había creído deber conceder a los empresarios de trasportes marítimos una prima por cada hombre empleado en sus buques. Continúo ahora citando al Sr. Reybaud: Cada buque que sale para Terranova embarca de 60 a 70 hombres. De éstos, hay doce marineros; el resto son campesinos arrancados a los trabajos de la agricultura que, tomados a jornal para la sola preparación del pescado, permanecen del todo extraños a las maniobras, sin tener del marino sino los pies y el estómago. Esos hombres, sin embargo, figuran en los registros de la matrícula naval, perpetuando así una ficción, una mentira. Cuando se trata de defender el establecimiento de la prima, se les hace entrar en cuenta, hacen número, y contribuyen al éxito.

¡Esto es una innoble farsa!, exclamará sin duda algún reformador cándido; séalo. Analicemos el hecho, y procuremos entresacar de él la idea general que encierra.

En principio, el solo estímulo al trabajo que la ciencia puede admitir, son los beneficios. Porque si el trabajo no puede encontrar en sus propios productos su recompensa, lejos de alentársele, debe abandonársele lo más pronto posible; y si, por lo contrario, da un producto neto, es absurdo añadir a este provecho un don gratuito, recargando así el valor del servicio. Aplicando, pues, este principio, digo: Si el servicio de la marina mercante no reclama sino 10.000 marineros, no debe pedírsele que mantenga 15.000: el camino más corto para el gobierno, es embarcar 5.000 reclutas en buques del Estado, y hacerles viajar como unos príncipes. Todo estímulo a la marina mercante, es una invitación directa al fraude, ¿qué digo? una propuesta de salario para un servicio imposible. ¿Permiten acaso esas agregaciones de un personal inútil, ni las maniobras, ni la disciplina, ni las demás condiciones del comercio marítimo? ¿Qué puede hacer, pues, el armador viendo que el gobierno le ofrece una prima para el caso en que embarque en su buque gente que no necesita? Si el ministro tira el dinero del Tesoro por la ventana, ¿soy yo acaso culpable en recogerlo? ...

Así, cosa muy para notada, la teoría de los estímulos dimana en línea recta de la teoría del sacrificio; y por no querer que el hombre sea responsable, los adversarios de la concurrencia, llevados de la contradicción fatal de sus ideas, se ven obligados a hacer del hombre, tan pronto un Dios como un bruto. ¡Y se extrañan luego de que la sociedad sea sorda a sus voces! ¡Pobres niños! los hombres no serán jamás mejores ni peores de lo que los veis y fueron siempre. Desde el momento en que los aguijonea su bien particular, abandonan el bien público; en lo cual, si no los encuentro dignos de gran honor, los encuentro por lo menos dignos de excusa. Vuestra es la culpa si tan pronto les exigís más de lo que os deben, como excitáis su codicia con recompensas que no merecen. El hombre no tiene nada más precioso que él mismo, ni por consiguiente, más ley que su responsabilidad. La teoría de la abnegación, del mismo modo que la de las recompensas, es una teoría de pícaros que subvierte la sociedad y la moral; y por lo mismo que esperáis ya del sacrificio, ya del privilegio, la conservación del orden, creais en la sociedad un nuevo antagonismo. En vez de hacer surgir la armonía de la libre actividad de los individuos, hacéis extraños, el uno para el otro, el hombre y el Estado: con ordenar la unión, no hacéis más que atizar la discordia.

En resumen, fuera de la concurrencia, no hay más que esta alternativa: el estímulo, una mistificación; o el sacrificio, una hipocresía.

La concurrencia, analizada en su principio, es por lo tanto, una inspiración de la justicia, y sin embargo, vamos a ver cómo es injusta en sus resultados.


Notas

(1) Louis Reybaud. 1799-1879. Es conocido sobre todo por su novela satírica Jerome Paturot á la recherche d'une position sociale.

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