Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Oposición del valor de utilidad y del valor en cambio

El valor es la piedra angular del edificio económico. El divino artista que nos ha conducido a continuar su obra no se ha explicado con nadie; pero casi se adivina por algunos indicios. El valor presenta, en efecto, dos faces: la que los economistas llaman valor de uso, o valor en sí, y la que llaman valor en cambio, o de opinión. Los efectos que produce el valor bajo este doble aspecto, efectos que son muy irregulares, en tanto que no está asentado o, para hablar más filosóficamente, constituído, cambian totalmente por medio de esta constitución.

Ahora bien: ¿en qué consiste la correlación de valor útil a valor en cambio? ¿qué se debe entender por valor constituido? ¿por qué peripecia se verifica esta constitución? Este es el objeto y el fin de la economía política. Suplico al lector que ponga toda su atención en lo que sigue: este capítulo es el único de la obra que exige por su parte un poco de buena voluntad. Yo, por la mía, me esforzaré en ser cada vez más sencillo y más claro.

Todo lo que puede serme de alguna utilidad tiene para mí valor, y soy tanto más rico cuanto más abundan las cosas útiles: sobre esto no hay dificultad. La leche y la carne, los frutos y las semillas, la lana, el azúcar, el algodón, el vino, los metales, el mármol, la tierra por fin, el agua, el aire, el fuego y el sol, son, con relación a mí, valores de uso, valores por naturaleza y por destino. Si todas las cosas que sirven para mi existencia fueran tan abundantes como algunas, la luz por ejemplo; en otros términos, si la cantidad de cada especie de valores fuese inagotable, asegurado para siempre mi bienestar, ni tendría por qué entregarme al trabajo, ni pensaría siquiera. En un estado tal habría siempre utilidad en las cosas, pero no sería exacto decir que valiesen; porque el valor, como pronto veremos, indica una relación esencialmente social, pudiendo hasta decirse que sólo por el cambio, como por una especie de vuelta de la sociedad a la naturaleza, hemos adquirido la noción de lo útil. Todo el desarrollo de la civilización depende, por lo tanto, de la necesidad que tenía la raza humana de provocar incesantemente la creación de nuevos valores, del mismo modo que los males de la sociedad reconocen por causa primera la perpetua lucha que sostenemos contra nuestra propia inercia. Quítese al hombre esa necesidad que estimula su pensamiento y le predispone a la vida contemplativa, y el contramaestre de la creación no es ya más que el primero de los cuadrúpedos.

Pero ¿cómo se convierte el valor útil en valor en cambio? Porque es preciso observar que las dos clases de valores, bien que contemporáneos en el pensamiento, pues no se distingue el uno sino con ocasión del otro, tienen cierta relación de sucesión, puesto que no obtenemos el valor en cambio sino por una especie de reflejo del valor útil, del mismo modo que dicen los teólogos que en la Trinidad el Padre engendra al Hijo a fuerza de contemplarse eternamente. Los economistas no han observado bastante bien esa generación de la idea de valor, y conviene, por lo mismo, que nos detengamos en ella.

Ya que entre los objetos de que necesito, muchos no se encuentran en la naturaleza sino en pequeña cantidad, o no se los encuentra, me veo obligado a contribuir a la producción de los que me faltan; y como no puedo poner mano en todo, propondré a otros hombres, colaboradores míos en funciones diversas, que me cedan a cambio del mío una parte de sus productos. Tendré, por lo tanto, respecto a mí, más cantidad de mi producto particular del que consumo, así como mis iguales tendrán también, respecto a ellos, más cantidad de sus productos respectivos de la que necesitan. Se verifica esta convención tácita por medio del comercio. Con este motivo haremos observar que mejor aparece la sucesión lógica de las dos clases de valor en la historia que en la teoría, por haber pasado los hombres millares de años en disputarse los bienes naturales, que es lo que se llama la comunidad primitiva, antes de haber dado su industria lugar a ningún cambio.

Ahora bien, se da particularmente el nombre de valor de utilidad a la capacidad de todos los productos, ya naturales, ya industriales, de servir para la subsistencia del hombre; y el de valor en cambio, a la capacidad que tienen de ser cambiados el uno por el otro. En el fondo todo es lo mismo, puesto que el segundo caso no hace más que añadir al primero una idea de una substitución, cosa que parece una ociosa sutileza. En la práctica, empero, las consecuencias son sorprendentes, y ya felices, ya funestas.

Así, la distinción introducida en el valor es hija de los hechos y no tiene nada de arbitraria. Al hombre toca, sin dejar de someterse a esta ley, hacerla redundar en provecho de su libertad y su ventura. El trabajo, según la bella expresión del señor Walras, es una guerra declarada contra la parsimonia de la naturaleza: engendra a la vez la sociedad y la riqueza. No sólo produce el trabajo muchos más bienes incomparablemente de los que da la naturaleza -se ha observado que sólo los zapateros de Francia producían diez veces más que las minas reunidas del Perú, del Brasil y de México-, sino que, por las transformaciones por que hace pasar los valores naturales, extendiendo y multiplicando el trabajo sus derechos hasta lo infinito, sucede poco a poco que toda riqueza, a fuerza de ir recorriendo la serie industrial, vuelve entera al que la crea, quedando nada o casi nada para el poseedor de las primeras materias.

Tal es, pues, la marcha del desarrollo económico: primero, apropiación de la tierra y de los valores naturales; luego, asociación y distribución por medio del trabajo hasta llegar a la igualdad completa. Sembrado de abismos está nuestro camino, suspendida la espada sobre nuestras cabezas; pero para conjurar todos los peligros tenemos la razón; y la razón, es la omnipotencia.

Resulta de la relación del valor útil al valor en cambio que si, por desgracia o por malevolencia, se impidiese a uno de los productores cambiar, o viniese a cesar de repente la utilidad de sus productos, con tener llenos los almacenes nada poseería. Cuantos más sacrificios hubiese hecho y cuanto más ardimiento hubiese empleado en producir, tanto más profunda sería su miseria. Si la utilidad del producto, en lugar de desaparecer del todo, no hubiese hecho más que disminuir, cosa que puede suceder de cien maneras, el trabajador, en vez de caer y arruinarse por una catástrofe súbita, no haría más que empobrecerse; obligando a entregar una gran cantidad de su valor por otra pequeña de valores extraños, vendría a quedar reducida su subsistencia en una proporción igual al déficit de su venta, cosa que le conduciría, por grados, del bienestar a la extenuación. Si por fin viniese a aumentar la utilidad del producto, o a ser menos costoso producirlo, la balanza del cambio se inclinaría del lado del productor, cuyo bienestar podría irse elevando, desde la laboriosa medianía a la ociosa opulencia. Este fenómeno de depreciación y de enriquecimiento se presenta bajo mil formas y por mil combinaciones: en esto consiste el juego apasionado y lleno de intrigas del comercio y de la industria; esta lotería llena de trampas es la que los economistas creen que ha de durar eternamente, y la Academia de Ciencias morales y políticas pide sin saberlo que se suprima, cuando bajo los nombres de beneficio y de salario quiere que se concilie el valor útil con el valor en cambio, es decir, que se encuentre el medio de hacer igualmente susceptibles de cambio todos los valores útiles, y viceversa igualmente útiles todos los valores en cambio.

Los economistas han hecho resaltar muy bien el doble carácter del valor; pero no han presentado con la misma claridad la contradicción de su naturaleza. Aquí empieza nuestra crítica.

La utilidad es la condición necesaria del cambio; mas suprimid el cambio, y desaparece la utilidad: estos dos términos están indisolublemente unidos. ¿Dónde aparece, pues, la contradicción?

Puesto que todos los hombres subsistimos sólo por el trabajo y el cambio, y somos tanto más ricos cuanto más producimos y cambiamos, lo consiguiente para cada uno de nosotros es que produzcamos lo más posible de valores útiles, a fin de aumentar en otro tanto nuestros cambios y por lo mismo nuestros goces. Pues bien, el primer efecto, el efecto inevitable de la multiplicación de los valores, es que se envilecen: cuanto más abunda una mercancía, tanto más pierde en el cambio y mercantilmente se deprecia. ¿No es verdad que hay aquí contradicción entre la necesidad del trabajo y sus resultados?

Ruego encarecidamente al lector que fije su atención en el hecho antes de adelantarse a explicarlo.

Un labrador que ha cogido veinte sacos de trigo, y se propone comerlo con su familia, se reputa dos veces más rico que si hubiese cogido sólo diez; asimismo una mujer de su casa que ha hilado cincuenta varas de lienzo, se tiene por dos veces más rica que si hubiese hilado sólo veinticinco. Relativamente a la familia, tienen razón entrambos; pero desde el punto de vista de sus relaciones exteriores, pueden muy bien engañarse de medio a medio. Si la cosecha del trigo ha sido doble en todo el país, veinte sacos no valdrán en la venta lo que habrían valido diez, si no hubiese sido la cosecha más que de la mitad; así como en caso parecido, cincuenta varas de lienzo valdrán menos que veinticinco. De suerte que el valor disminuye a medida que la producción de lo útil aumenta, pudiendo suceder que un productor, sin dejar de enriquecerse, llegue a la indigencia. Y esto parece irremediable, puesto que el único medio de salvación sería que los productos industriales llegasen a existir todos como el aire y la luz en cantidad infinita, lo cual es absurdo. ¡Dios de mi razón! habría exclamado Juan Jacobo: no son los economistas los que deliran; es la economía política la que es infiel a sus definiciones: Mentita est iniquitas sibi.

En los ejemplos que preceden, el valor útil es mayor que el valor en cambio; en otros casos es menor. Se verifica entonces el mismo fenómeno, pero en sentido inverso: la balanza se inclina del lado del productor, y el consumidor es el que sufre. Así sucede principalmente en las carestías, donde el alza de las subsistencias tiene siempre algo de ficticio. Hay también profesiones cuyo arte está todo en dar a una utilidad mediana, de que podría uno muy bien prescindir, un valor de opinión exagerado: tales son en general las artes de lujo. El hombre por su pasión estética anda ávido de cosas fútiles, cuya posesión satisface grandemente su vanidad, su gusto innato por el lujo, y su más noble y más respetable amor a lo bello: sobre esto especulan los proveedores de esas clases de objetos. Imponer el capricho y la elegancia no es menos odioso ni menos absurdo que cobrar tributos sobre la circulación; pero perciben ese impuesto algunos fabricantes en boga, protegidos por la preocupación general, cuyo mérito consiste todo, las más de las veces, en falsear el gusto y fomentar la inconstancia. En vista de esto nadie se queja, y están reservados los anatemas de la opinión para los acaparadores, que a fuerza de ingenio llegan a hacer subir el precio del lienzo y del pan algunos céntimos.

No basta haber señalado, en el valor útil y en el valor en cambio, ese admirable contraste en que los economistas no están acostumbrados a ver sino una cosa muy sencilla; es preciso demostrar que esa pretendida sencillez encierra un misterio profundo que estamos en el deber de penetrar.

Reto, pues, a todo economista a que me diga, sin traducir ni repetir en otros términos la cuestión, por qué causa el valor mengua a medida que la producción aumenta; y recíprocamente, por qué causa aumenta este mismo valor a medida que la producción disminuye. En términos técnicos, el valor útil y el valor en cambio, necesarios el uno para el otro, están el uno del otro en razón inversa: pregunto, pues, por qué la escasez, no la utilidad, es sinónimo de carestía. Porque, nótese bien, el alza y la baja de las mercancías no dependen de la cantidad de trabajo invertido en la producción: los más o menos gastos que ocasionan de nada sirven para explicar las oscilaciones del cambio. El valor es caprichoso como la libertad: no considera para nada la utilidad ni el trabajo; lejos de esto, parece que en el curso ordinario de las cosas, y dejadas aparte ciertas perturbaciones excepcionales, los objetos más útiles son siempre los que se han de vender a más bajo precio; o en otros términos, que es justo que los bombres que trabajan más a gusto sean los mejor retribuídos, y los peor retribuídos los que viertan en su trabajo la sangre y el sudor. De tal modo, que siguiendo el principio hasta sus últimas consecuencias, se acabaría por concluir lo más lógicamente del mundo que las cosas de uso necesario y de cantidad infinita no deben valer nada, y por lo contrario, las de ninguna utilidad y de escasez extrema ser de un precio inestimable. Mas para colmo de dificultad, la práctica no admite estos extremos: por un lado, no hay producto humano que pueda llegar a existir en cantidad infinita; por otro, las cosas más raras no serían susceptibles de valor, si en mayor o menor grado no fuesen útiles. El valor útil y el valor en cambio están, pues, fatalmente encadenados el uno al otro, por más que por su naturaleza tiendan de continuo a excluirse.

No fatigaré al lector con la refutación de las logomaquias que se podrían presentar para ilustración de esta materia: no hay sobre la contradicción inherente a la noción de valor causa determinable ni explicación posible. El hecho de que hablo es uno de los llamados primitivos, es decir, de los que pueden servir para explicar otros; pero son en sí mismos insolubles, como los cuerpos llamados simples. Tal es el dualismo del espíritu y de la materia. El espíritu y la materia son dos términos que, tomados separadamente, indican cada uno una manera de ser especial del espíritu, pero sin corresponder a realidad alguna. Del mismo modo, dada para el hombre la necesidad de una gran variedad de productos, con la obligación de procurarlos por medio de su trabajo, la oposición entre el valor útil y el valor en cambio es un resultado natural y necesario; y de esa oposición, una contradicción en los umbrales mismos de la economía política. Ninguna inteligencia, ninguna voluntad divina ni humana podría impedirla.

Así, en vez de buscar una explicación quimérica, contentémonos con dejar bien consignada la necesidad de la contradicción.

Sea cual fuere la abundancia de los valores creados y la proporción en que se cambien, para que nosotros troquemos nuestros productos, es preciso que si tú eres quien haces la demanda, mi producto te convenga, y si eres tú el que ofrece, que me agrade el tuyo. Porque nadie tiene derecho a imponer a otro su propia mercancía: el comprador es e! único juez de la utilidad, o lo que es lo mismo, de la necesidad. En el primer caso, tú eres el árbitro de la conveniencia de la mercancía; yo en el segundo. Quítese esa libertad recíproca, y el cambio deja de ser el ejercicio de la solidaridad industrial: es un despojo. El comunismo, sea dicho de paso, no llegará a vencer jamás esa dificultad.

Pero, con la libertad, la producción permanece necesariamente indeterminada, tanto en cantidad como en calidad: de tal modo, que desde el punto de vista del progreso económico, así como desde el de la conveniencia de los consumidores, e! avalúo queda eternamente sujeto a la arbitrariedad, y estará siempre flotando el precio de las mercaderias. Supongamos por un momento que todos los productores venden a precio fijo: los habrá que produciendo más barato o mejor ganen mucho, mientras otros no ganen nada. De todas maneras, quedará roto el equilibrio. ¿Se querrá, para impedir la paralización del comercio, limitar la producción a lo estrictamente necesario? Esto sería violar la libertad; porque si se me quita el derecho de elegir, se me condena a pagar un máximum, se destruye la concurrencia, única garantía de la baratura, y se provoca el contrabando. Así, para impedir la arbitrariedad mercantil, se cae en brzos de la arbitrariedad administrativa; para crear la igualdad, se destruye la libertad, cosa que es la negación de la igualdad misma. ¿Se querrá reunir a todos los productores en un solo taller? Supongo que se posea el secreto para realizarlo. No sería esto aun suficiente; sería preciso reunir además a todos los consumidores en un mismo hogar y en una misma familia, y esto sería ya salir de la cuestión. No se trata de abolir la idea de valor, cosa tan imposible como abolir el trabajo, sino de determinarla; no se trata de matar la libertad individual, sino de socializarla. Ahora bien, está probado que lo que da lugar a la oposición entre el valor útil y el valor en cambio, es el libre albedrío del hombre: ¿cómo anular esta oposición ínterin ese libre albedrío subsiste? Y ¿cómo destruir este albedrío sin sacrificar al hombre?

Luego por el solo hecho de ser, en mi calidad de comprador libre, juez de mi necesidad, juez de si el objeto me conviene, y juez del precio que por él he de dar; y por ser tú, en tu calidad de productor libre, dueño de escoger los medios de ejecución, y árbitro, por consecuencia, de reducir tus gastos, no puede menos de introducirse la arbitrariedad en el valor, y de hacerlo oscilar entre la utilidad y la opinión.

Pero esta oscilación, perfectamente indicada por los economistas, no es más que el efecto de una contradicción, que presentándose en una vasta escala engendra los más inesperados fenómenos. Tres años de fertilidad, en ciertas comarcas de Rusia, son una calamidad pública; y en nuestros mismos viñedos, tres años de abundancia son una calamidad para los viñadores. Los economistas, no lo ignoro, atribuyen este hecho a la falta de mercados; así los mercados son para ellos una gran cuestión. Desgraciadamente sucede con la teoría de los mercados lo que con la de la emigración, que se ha querido oponer a la de Malthus: es una petición de principio. Las naciones mejor provistas de mercados están sujetas a la producción excesiva como las más aisladas: ¿hay algún punto en que el alza y la baja sean más conocidas que en las Bolsas de París y Londres?

De la oscilación del valor y de los efectos irregulares que de ella derivan, los socialistas y los economistas, cada cual por su parte, han deducido consecuencias opuestas aunque igualmente falsas: los primeros han tomado de ahí pie para calumniar la economía política, y excluirla de la ciencia social; los otros para rechazar toda posibilidad de conciliación entre los términos, y dar como ley absoluta del comercio la inconmensurabilidad de los valores, y por lo tanto, la desigualdad de las fortunas.

Digo que unos y otros yerran igualmente.

1° La idea contradictoria de valor, tan bien revelada por la inevitable distinción de valor útil y de valor en cambio, no procede de una falsa percepción del entendimiento, ni de una terminología viciosa, ni de ninguna aberración de la práctica; nace de la íntima naturaleza de las cosas, y se impone a la razón como forma general del pensamiento, es decir, como categoría. Ahora bien, como el concepto de valor es el punto de partida de la economía política, se sigue de ahí que todos los elementos de la ciencia (empleo la palabra ciencia por anticipación) son contradictorios en sí mismos y opuestos entre sí; de tal modo, que en cada cuestión el economista se encuentra incesantemente colocado entre una afirmación y una negación igualmente irrefutables. La antinomia, por fin, para servirme de la palabra consagrada por la filosofía moderna, es el carácter esencial de la economía política, es decir, a la vez su sentencia de muerte y su justificación.

Antinomia, literalmente contra-ley, significa oposición en el principio o antagonismo en las relaciones, así como la contradicción o antilogia indica oposición o contrariedad en el discurso. La antinomia, perdóneseme que entre en esos pormenores de escolástica, poco familiares aún para la mayor parte de los economistas, la antinomia, digo, es la concepción de una ley de doble faz, la una positiva y la otra negativa. Tal es, por ejemplo, la ley llamada atracción, que hace girar los planetas alrededor del sol, y descompuesta por los geómetras en fuerza centrípeta y fuerza centrífuga. Tal es aún el problema de la divisibilidad de la materia hasta lo infinito, que Kant ha demostrado poder ser afirmado y negado sucesivamente por argumentos igualmente plausibles e irrefutables.

La antinomia no hace más que expresar un hecho, y se impone de una manera imperiosa al entendimiento: la contradicción propiamente dicha es un absurdo. Esta distinción entre la antinomia, contralex, y la contradicción, contra-dictio, manifiesta el sentido en que se ha podido decir que, en cierto orden de ideas y de hechos, el argumento de contradicción no tiene el mismo valor que en las matemáticas.

Es regla en matemáticas que, demostrada falsa una proposición, es verdadera la inversa, y recíprocamente. Es hasta el gran medio de demostración en esa ciencia. En economía social no sucederá otro tanto. Así veremos, por ejemplo, que a pesar de demostrarse por sus consecuencias que la propiedad es falsa, no por esto resulta verdadero el comunismo, que es su fórmula contraria, antes cabe negarlo a la vez y por el mismo título que la propiedad. ¿Se sigue de ahí, como se ha dicho con ridículo énfasis, que toda verdad, toda idea procede de una contradicción, es decir, de algo que se afirma y se niega a la vez y desde el mismo punto de vista, ni que sea necesario rechazar la antigua lógica, que hace de la contradicción el signo por excelencia del error? Ese charlatanismo es sólo digno de sofistas que, sin fe ni buena fe, trabajan por eternizar el escepticismo, a fin de conservar su impertinente inutilidad. Como la antinomia, desde el punto y hora en que deja de tenérsela en cuenta, conduce infaliblemente a la contradicción, se las ha tomado la una por la otra, sobre todo en la lengua francesa, donde hay tendencias a designar las cosas por sus efectos. Pero ni la contradicción, ni la antinomia, que el análisis descubre en el fondo de toda idea simple, son el principio de lo verdadero. La contradicción es siempre sinónima de nulidad. La antinomia, a la que se da algunas veces el mismo nombre, es efectivamente la precursora de la verdad, a la que da, por decirlo así, materia; pero ni es la verdad misma, ni considerada en sí deja de ser la causa eficiente del desorden, la forma propia del mal y de la mentira.

Se compone la antinomia de dos términos necesarios el uno para el otro, pero siempre opuestos y con tendencias recíprocas a destruirse. Me atrevo apenas a añadirlo, pero es preciso saltar el vado: el primero de estos términos ha recibido el nombre de tesis, posición, y el segundo el de antítesis, contraposición. Ese mecanismo es ya tan conocido que se le verá pronto, así lo espero, figurar en el programa de las escuelas de instrucción primaria. No tardaremos en ver cómo de la combinación de esos dos ceros brota la unidad o la idea, la cual hace desaparecer la antinomia.

Así, en el valor, nada hay útil que no sea susceptible de cambiar ni nada susceptible de cambio que no sea útil: el valor de utilidad y el valor en cambio son inseparables. Pero al paso que, por el progreso de la industria, la demanda varía y se multiplica hasta lo infinito; al paso que la fabricación tiende por consecuencia a aumentar la utilidad natural de las cosas, y a convertir, por fin, todo valor útil en valor en cambio, la producción, por otro lado, al aumentar incesantemente la fuerza de sus medios y disminuir siempre sus gastos, tiende a reducir la venalidad de las cosas a la utilidad primaria; de suerte que el valor de utilidad y el valor en cambio están en perpetua lucha.

Los efectos de esta lucha son conocidos: de la antinomia del valor derivan: las guerras para extender el comercio y abrir nuevos mercados, el hacinamiento de mercancías, la paralización del cambio y del trabajo, las prohibiciones, los desastres de la concurrencia, el monopolio, el menosprecio de los salarios, las leyes de máximum, la espantosa desigualdad de fortunas y la miseria. Habrá de dispensárseme que no dé aquí la demostración de esto, que resaltará naturalmente de los subsiguientes capítulos.

Los socialistas, sin dejar de tener razón para pedir el fin de este antagonismo, han cometido la falta de desconocer su origen, y no ver en él más que un error del sentido común reparable por decreto de autoridad pública. De aquí esa explosión de lamentable sentimentalismo que ha logrado hacer insípido el socialismo para los entendimientos positivos, y que, propagando la más absurdas ilusiones, engaña aún todos los días a tantas gentes. Lo que yo echo en cara al socialismo no es que haya venido sin motivo, sino que siga siendo necio tan obstinadamente y por tan largo tiempo.

2° Mas los economistas han cometido la falta no menos grave, de rechazar a priori, y esto precisamente en virtud del carácter contradictorio, o por mejor decir, antinómico del valor, toda idea y toda esperanza de reforma, sin querer comprender jamás que por la misma razón de haber llegado la sociedad a su más alto período de antagonismo, era inminente la conciliación y la concordia. Se lo habría hecho palpable, sin embargo, un atento examen de la economía política, si hubiesen tenido más en cuenta los conocimientos de la metafísica moderna.

Está, en efecto, demostrado por todo lo que sabe de más positivo la razón humana, que donde se presenta una antinomia hay esperanza de resolver sus términos, y que, por consecuencia, se prepara una transformación. Ahora bien, la noción del valor, tal como ha sido expuesta, entre otros, por J. B. Say, se halla precisamente en este caso. Mas los economistas, que por una fatalidad inconcebible han permanecido en su mayor parte extraños al movimiento filosófico, no suponían ni por lo más remoto que el carácter esencialmente contradictorio o, como decían, variable del valor fuese a la vez el signo auténtico de su constitucionalidad, quiero decir, de su naturaleza eminentemente armónica y determinable. Por deshonroso que sea para las diversas escuelas económicas, es indudable que la oposición que han hecho al socialismo procede únicamente de esa falsa concepción de sus propios principios. Bastará para demostrarlo una prueba entre mil.

La Academia de Ciencias (no la de las Ciencias morales, sino la otra), saliéndose un día de sus atribuciones, permitió la lectura de una memoria en que se trataba de calcular tablas de valores para todas las mercancías, tomando la producción media por hombre y por jornal en cada género de industria. El Diario de los Economistas (en agosto de 1845) levantó al punto acta de esa memoria, a sus ojos usurpadora, para protestar contra el proyecto de arancel que constituía su objeto, y restablecer lo que llamaba los verdaderos principios.

No hay, decía en sus conclusiones, medida del valor, no hay patrón para el valor: nos lo dice la ciencia económica, como nos dicen las matemáticas que no hay movimiento continuo ni cuadratura del círculo, y no se llegará jamás, por lo tanto, a encontrarlos. Ahora bien, si no hay tipo para el valor, si la medida del valor no es siquiera una ilusión metafísica, ¿cuál es, en definitiva, la regla que dirige los cambios? .. Lo hemos dicho ya: es la oferta y la demanda de una manera general: ésta es la última palabra de la ciencia.

¿Y de qué manera probaba el Diario de los Economistas que no había medida para el valor? Me valgo del término admitido, reservándome demostrar dentro de poco que esta expresión, medida del valor, tiene algo de equívoca, y no dice exactamente lo que se quiere, lo que se debe decir.

Repetía este periódico, acompañándolo con ejemplos, la exposición que más arriba hemos hecho de la variabilidad del valor, pero sin llegar, como nosotros, a la contradicción. Ahora bien, si el apreciable redactor del artículo, uno de los más distinguidos economistas de la escuela de Say, hubiese tenido hábitos dialécticos más severos; si hubiese estado desde mucho tiempo acostumbrado, no sólo a observar los hechos, sino también a buscar su explicación en las ideas que los producen, no dudo de que se hubiese expresado con más reserva, y en lugar de ver en la variabilidad del valor la última palabra de la ciencia, habría reconocido que no es más que la primera. Reflexionando acerca de esa variabilidad del valor, y viendo que procede, no de las cosas, sino del entendimiento, habría dicho para sí, que así como la libertad del hombre tiene su ley, no puede menos el valor de tener la suya; y por consiguiente, que la hipótesis de una medida del valor, puesto que así se le llama, no tiene nada de irracional, antes al contrario, que lo ilógico e insostenible es la negación de esta medida.

Y efectivamente, ¿en qué repugna a la ciencia la idea de medir, y por consecuencia de fijar el valor? Todos los hombres creen en esa asignación, todos la quieren, la buscan, la suponen; toda proposición de venta o de compra no es, al fin y al cabo, sino una comparación entre dos valores, es decir, una determinación, más o menos justa si se quiere, pero efectiva. La opinión del género humano sobre la diferencia que existe entre el valor real y el precio de comercio es, puede decirse, unánime. A esto es debido que tantas mercancías se vendan a precio fijo. Las hay que tienen su valor determinado hasta en sus variaciones, el pan, por ejemplo. No se nos negará que si dos industriales pueden recíprocamente expedirse en cuenta corriente, y a un precio fijo, determinadas cantidades de sus respectivos productos, otro tanto cabe que hagan diez, ciento, mil industriales. Esto sería, precisamente haber resuelto el problema del valor. El precio de cada cosa sería objeto de regateo, lo confieso, porque el regateo es aún para nosotros la única manera de fijar el precio; pero al fin, como toda luz brota del choque, el regateo, por más que sea una prueba de incertidumbre, tiene por objeto, prescindiendo de la más o menos buena fe con que se haga, descubrir la relación de los valores entre sí, es decir, su medida, su ley.

Ricardo, en su teoría de la renta, ha dado un magnífico ejemplo de la mensurabilidad de los valores. Ha demostrado que las tierras arables, dados gastos iguales, son entre sí como sus rendimientos, y la práctica universal está de acuerdo con la teoría. Ahora bien, ¿quién nos dice que esa manera positiva y segura de valuar las tierras, y en general todos los capitales en juego, no sea también extensiva a los productos?

La economía política, se dice, no procede a priori; no juzga sino por hechos. Pues bien, son precisamente los hechos y la experiencia, que nos dicen que no hay medida del valor ni puede haberla, y nos prueban que si es natural que se haya presentado esta idea, es su realización completamente quimérica. La oferta y la demanda: ésta es la única regla de los cambios.

No repetiré que la experiencia prueba precisamente lo contrario; que en el movimiento económico de las sociedades todo revela una tendencia a la constitución y a la determinación del valor; que éste es el punto culminante de la economía política, que se encuentra transformada por esta constitución, y este el signo supremo del orden en la sociedad: reiterar sin pruebas esta exposición general sería insípido. Me encierro por el momento en los términos de la discusión, y digo que la oferta y la demanda, que se pretende sea la única regla de los valores, no son más que dos formas ceremoniosas que sirven para poner frente a frente el valor útil y el valor en cambio, y tratar de conciliarlos. Son los dos polos eléctricos que hay que poner en relación para producir el fenómeno de afinidad económica llamada cambio. Como los polos de la pila, la oferta y la demanda están diametralmente opuestas y tienden incesantemente a anularse, exagerando o reduciendo a la nada, por su antagonismo, el precio de las cosas. Se desea, pues, saber si no sería posible en todo caso equilibrar o hacer transigir estas dos fuerzas, de modo que el precio de las cosas sea siempre la expresión del valor verdadero, la expresión de la justicia. Decir después de esto que la oferta y la demanda son la regla de los cambios, es decir que la oferta y la demanda son la regla de la oferta y la demanda, no es explicar la práctica, sino declararla absurda, cosa que rotundamente niego.

Cité hace poco a Ricardo, por haber dado para un caso especial una regla positiva de comparación de valores. Los economistas hacen más: todos los años sacan de numerosos estados estadísticos el término medio de todas las mercuriales. Y bien, ¿qué significa un término medio? Todo el mundo comprende que en una operación particular, tomada a la ventura entre un millón de operaciones, nada puede indicar si es la oferta, es decir, el valor útil el que ha prevalecido, o si ha sido el valor en cambio, es decir, la demanda. Pero como toda exageración en el precio de las mercancías va tarde o temprano seguida de una baja proporcional; como, en otros términos, en la sociedad los beneficios del agiotaje son iguales a las pérdidas, se puede con justa razón creer que el precio medio en un período completo indica el valor real y legítimo de los productos. Este precio medio, es verdad, nos es conocido, cuando ya no nos sirve; mas ¿quién sabe si no cabría descubrirlo anticipadamente? ¿Se atrevería acaso a negarlo algún economista?

Queramos o no es, pues, necesario que busquemos la medida del valor: nos lo manda la lógica, cuyas conclusiones son iguales tanto para los economistas como para los socialistas. La opinión que niega la existencia de esa medida es irracional, es un delirio. Dígase cuanto se quiera, por un lado, que la economía política es una ciencia de hechos, y que los hechos contradicen la hipótesis de una determinación del valor; por otro, que esta escabrosa cuestión no existiría en una asociación universal que absorbiese todo antagonismo; replicaré siempre a derecha y a izquierda:

1° Que como no hay hecho sin causa, no lo hay tampoco sin ley; y si no se ha encontrado aún la del cambio, la culpa no es de los hechos, sino de los sabios;

2° Que mientras el hombre trabaje para subsistir, y trabaje libremente, la justicia será la condición de la fraternidad y la base de la asociación; y sin una determinación del valor, la justicia es coja, es imposible.

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