Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Insuficiencia de las teorías y de las críticas

Empecemos por hacer una observación importante: los contendientes están de acuerdo en apelar a una autoridad común, que cada cual cree tener de su parte, la ciencia.

Platón, utopista, organizaba su República ideal en nombre de la ciencia, que por modestia y eufemismo llamaba filosofía. Aristóteles, práctico, refutaba la utopía de Platón en nombre de la filosofía misma. Tal es la marcha de la guerra social desde Platón y Aristóteles. Los socialistas modernos se suponen todos al servicio de la ciencia una e indivisible, aunque sin poder ponerse de acuerdo ni sobre el contenido, ni sobre los límites, ni sobre el método de esta ciencia. Los economistas, por su parte, sostienen que la ciencia social no es más que la economía política.

Trátase, pues, por de pronto de reconocer lo que pueda ser una ciencia de la sociedad.

La ciencia, en general, es el conocimiento razonado y sistemático de lo que es.

Aplicando esta noción fundamental a la sociedad, diremos: La ciencia social es el conocimiento razonado y sistemático, no de lo que ha sido la sociedad, ni tampoco de lo que será, sino de lo que es en el curso todo de su vida, es decir, en el conjunto de sus manifestaciones sucesivas: sólo en esto puede haber razón y sistema. La ciencia social debe abrazar el orden humanitario, no sólo en tal o cual período de su duración, ni en tales o cuales de sus elementos, sino también en todos sus principios y en la integridad de su existencia, como si la evolución social, extendida por el tiempo y el espacio, se encontrase de repente reunida y fijada en un estado que mostrase la serie de las edades y el curso de los fenómenos, y permitiese por ahí descubrir su encadenamiento y su unidad. Tal debe ser la ciencia de toda realidad viviente y progresiva, y tal es incontestablemente la ciencia social.

Podría suceder, por lo tanto, que la economía social, a pesar de su tendencia individualista y de sus afirmaciones exclusivas, fuese una parte constitutiva de la ciencia social, en la que los fenómenos que describe viniesen a ser como los escalones primordiales de una vasta triangulación, y como los elementos de un todo orgánico y complejo. Desde este punto de vista el progreso de la humanidad, yendo de lo simple a lo compuesto, estaría enteramente conforme con la marcha de las ciencias, y los hechos discordantes y tan frecuentemente subversivos que constituyen hoy el fondo y el objeto de la economía política, deberían ser considerados como otras tantas hipótesis particulares realizadas sucesivamente por la humanidad, en vista de otra superior, cuya realización resolvería todas las dificultades, y sin derogar la economía política, vendría a dar satisfacción al socialismo. Porque, como he dicho en el prólogo, en ningún caso podemos admitir que la humanidad se engañe, cualquiera que sea la forma en que se exprese.

Aclaremos esto por medio de hechos.

La cuestión hoy más controvertida es, sin disputa, la organización del trabajo.

Como San Juan Bautista predicaba en el desierto: Haced penitencia, los socialistas van vociferando por todas partes esa novedad, vieja como el mundo: Organizad el trabajo; sin que puedan jamás decir qué debe ser, según ellos, esta organización. Como quiera que sea, los economistas han creído ver en ese clamoreo socialista una injuria a sus teorías: era esto, en efecto, como si se les echase en cara que ignoran lo primero que deberían haber conocido, el trabajo. Han contestado a la provocación de sus adversarios sosteniendo por de pronto que el trabajo está organizado, y no hay otra organización del trabajo que la libertad de producir y cambiar, ya por su cuenta personal, ya en compañía de otros, caso en el cual está prescrita por los Códigos Civil y de Comercio la marcha que debe seguirse. Mas luego, como este argumento no sirviese más que para hacer soltar la carcajada a sus adversarios, han tomado la ofensiva, y haciendo ver que los mismos socialistas no entendían una palabra de esa organización que agitaban como un espantajo, han concluído por decir que no era ésta sino una nueva quimera del socialismo, una palabra vacía de sentido, un absurdo. Los escritos más recientes de los economistas están llenos de esos implacables juicios.

Es, sin embargo, cierto que las palabras organización del trabajo presentan un sentido tan claro y tan racional como las de organización del taller, organización del ejército, organización de la policía, organización de la caridad, organización de la guerra. Bajo este aspecto es deplorablemente irracional la polémica de los economistas. No es menos cierto que la organización del trabajo no puede ser una utopía ni una quimera, porque desde el momento en que el trabajo, condición suprema de la civilización, existe, no puede menos de estar sometido a una organización tal como la presente, que pueden encontrar muy buena los economistas, pero que los socialistas juzgan detestable.

Contra la proposición de organizar el trabajo, formulada por los socialistas, no vendría a quedar por consecuencia sino la excepción perentoria de que el trabajo está ya organizado. Pero esto es del todo insostenible, puesto que es notorio que en el trabajo, la oferta, la demanda, la división, la cantidad, las proporciones, el precio, la garantía, todo, absolutamente todo está por regularizar; todo está entregado a los caprichos del libre arbitrio, es decir, del azar.

Nosotros, guiados por la idea que nos hemos formado de la ciencia moral, sostendremos, contra los socialistas y contra los economistas, no que conviene organizar el trabajo, ni que está organizado, sino que se organiza.

El trabajo, decimos, se organiza, es decir, está en vías de organizarse desde el principio del mundo, y seguirá organizándose hasta el fin. La economía política nos enseña los primeros rudimentos de esta organización; pero el socialismo tiene razón al decir que en su forma actual es una organización insuficiente y transitoria. La tarea de la ciencia está toda en buscar incesantemente, en vista de los resultados obtenidos y de los fenómenos que se van produciendo, cuáles son las innovaciones inmediatamente realizables.

El socialismo y la economía política, haciéndose una guerra burlesca, persiguen, pues, en el fondo la misma idea, la organización del trabajo.

Pero son ambos infieles a la ciencia y la calumnian recíprocamente, cuando por una parte la economía política, tomando por ciencia sus jirones de teoría, se niega a todo progreso ulterior, y cuando por otra el socialismo, abandonando la tradición, tiende a constituir la sociedad sobre bases inaliables.

Así el socialismo no es nada sin una crítica profunda y un desarrollo incesante de la economía política. Para aplicar aquí el célebre aforismo de la escuela, Nihil est in intellectu, quod non prius fuerit in sensu, no hay nada en las hipótesis socialistas que no se encuentre en las prácticas económicas. En cambio, la economía política no es más que una impertinente rapsodia, desde el momento en que declara absolutamente válidos los hechos recogidos por Adam Smith y J. B. Say. Otra cuestión, no menos controvertida que la anterior, es la de la usura o del préstamo con interés.

La usura o, como si dijéramos, el precio del uso, es todo género de emolumentos que saca el propietario del préstamo de su cosa. Quidquid sorti accrescit usura est, dicen los teólogos. La usura, fundamento del crédito, se presenta en primer lugar entre los resortes que la espontaneidad social pone en juego para organizarse, resorte cuyo análisis basta para descubrir las leyes profundas de la civilización. Los antiguos filósofos y los Padres de la Iglesia, que es preciso considerar aquí como los representantes del socialismo en los primeros siglos de la era cristiana, por una inconsecuencia singular, que procedía de la pobreza de las nociones económicas de su tiempo, admitían el arrendamiento y condenaban el interés del dinero; porque el dinero, según ellos, era improductivo. Distinguían, por consiguiente, el préstamo de las cosas que se consumen por el uso, en cuyo número ponían el dinero, del de las que, sin consumirse, aprovechan al que las usa por lo que producen.

Los economistas no tuvieron gran trabajo en demostrar, generalizando la noción de arrendamiento, que en la economía de la sociedad la acción del capital, o sea su productividad, es la misma, ya se le consuma en salarios, ya se le aplique a servir sólo de instrumento, y se hacía por consecuencia preciso o proscribir el arrendamiento de la tierra, o admitir el interés del dinero, puesto que lo uno y lo otro eran, bajo un mismo título, la recompensa del privilegio, la indemnización del préstamo. Más de quince siglos se necesitaron, con todo, para hacer aceptar esta idea y tranquilizar las conciencias asustadas por los anatemas del catolicismo contra la usura. Mas al fin la evidencia y la opinión general estuvieron por los usureros, y éstos ganaron la batalla contra el socialismo, resultando de esa especie de legitimación de la usura para la sociedad ventajas tan incontestables como inmensas. En esto el socialismo, que había intentado generalizar la ley escrita por Moisés sólo para los israelitas, Non faeneraberis proximo tuo, sed alieno, fue batido por una idea que había aceptado de la rutina económica, es decir, la idea de arrendamiento, elevada a la teoría de la productividad del capital.

Pero los economistas a su vez fueron menos felices, cuando más tarde se les retó para que justificasen el arriendo en sí mismo, y estableciesen esa teoría de la productividad de los capitales. Puede muy bien decirse que en este punto han perdido todo lo que antes habían ganado contra el socialismo.

Sin duda alguna, soy el primero en reconocerlo, el arriendo de la tierra, del mismo modo que el del dinero y el de todo valor mueble o inmueble, es un hecho espontáneo y universal, que tiene su origen en lo más profundo de nuestra naturaleza, y llega a ser pronto, en virtud de su normal desarrollo, uno de los más poderosos resortes de la organización. Probaré hasta que el interés del capital no es más que la materialización del aforismo: todo trabajo debe dejar un sobrante. Pero frente a esa teoría, o por mejor decir de esa ficción de la productividad del capital, se levanta otra teoría no menos cierta, que en estos últimos tiempos ha impresionado a los más hábiles economistas, y es que todo valor nace del trabajo y se compone esencialmente de salarios, o, en otros términos, que no hay riqueza que proceda originariamente del privilegio ni tenga valor más que por la forma, y por consecuencia que el trabajo es entre los hombres el único manantial de la renta (1). ¿Cómo, pues, conciliar la teoría del arrendamiento o de la productividad del capital, teoría confirmada por la práctica universal, que la economía política en su calidad de rutinaria no puede menos de aceptar, sin que pueda jamás justificarla, con esa otra teoría que nos presenta el valor compuesto normalmente de salarios, y conduce fatalmente, como lo demostraremos, a la igualdad en las sociedades del producto neto y del producto bruto?

Los socialistas no han dejado escapar la ocasión. Apoderándose del principio de que el trabajo es el origen de toda renta, se han puesto a pedir cuenta a los poseedores de capitales, de sus arriendos y de sus demás emolumentos; y así como los economistas habían ganado la primera victoria, generalizando bajo una expresión común el arriendo y la usura, los socialistas han tomado la revancha, haciendo desaparecer, bajo el principio aún más general del trabajo, los derechos señoriales del capital. La propiedad ha sido demolida de arriba abajo, y los economistas no han encontrado otro medio que el de guardar silencio. El socialismo, empero, en la imposibilidad de detenerse en la mitad de la pendiente, ha resbalado y caído hasta en los últimos confines de la utopía comunista; y a falta de una solución práctica, la sociedad está reducida a no poder justificar su tradición, ni entregarse a ensayos cuya menos funesta consecuencia sería hacerla retroceder algunos miles de años.

En situación tal, ¿qué prescribe la ciencia?

No es, a buen seguro, que nos detengamos en un punto medio arbitrario, indeterminable, imposible; sino que generalicemos más y descubramos un tercer principio, un hecho, una ley superior que explique la ficción del capital y el mito de la propiedad, y lo concilie con la teoría que atribuye al trabajo el origen de toda riqueza. Esto es lo que debía haber emprendido el socialismo si hubiese procedido lógicamente. La teoría de la productividad real del trabajo y la de la productividad ficticia del capital son, en efecto, la una y la otra esencialmente económicas. El socialismo se ha limitado a poner de manifiesto su contradicción, sin sacar nada de su experiencia ni de su dialéctica, por estar a lo que parece tan desprovisto de la una como de la otra. Dentro de los buenos procedimientos, el litigante que acepte para algo la autoridad de un título, debe aceptarla para todo: no es lícito escindir los documentos y los testimonios. ¿Podía el socialismo declinar la autoridad de la economía política respecto de la usura, cuando se apoyaba en esta misma autoridad respecto a la manera de descomponer el valor? No, por cierto. Todo lo que podía exigir en un caso tal el socialismo era, o que se obligase a la économía política a conciliar sus teorías, o se le encargase a él de tan espinosa tarea.

Cuanto más se profundiza esos solemnes debates, más parece que todo el pleito procede de que una de las partes se niega a ver, y la otra a moverse.

Es un principio de derecho público entre nosotros, que nadie puede ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad general, y mediante una justa y previa indemnización.

Este principio es eminentemente económico, porque de una parte supone el dominio eminente del ciudadano expropiado, cuya adhesión, según el espíritu democrático del pacto social, no puede menos de presuponerse; y de otra la indemnización, o sea el precio del inmueble expropiado, se regula, no por el valor intrínseco del objeto, sino por la ley general del comercio, que es la opinión, es decir, la oferta y la demanda. La expropiación hecha en nombre de la sociedad puede ser asimilada a un contrato de conveniencia, consentido por cada uno respecto de todos. No sólo, por lo tanto, se ha de pagar el precio, sino también la conveniencia misma, y así es en efecto como se valúa la indemnización. Si los jurisconsultos romanos hubiesen visto esta analogía, habrían sin duda vacilado menos sobre la expropiación por causa de utilidad pública.

Tal es, pues, la sanción del derecho social de expropiar: la indemnización.

Ahora bien, en la práctica no sólo no se aplica el principio de expropiación siempre que se debiera, sino que hasta es imposible que así sea. Así, la ley que ha creado los ferrocarriles, ha prescrito la indemnización de los terrenos que ocuparían los rieles, y nada ha hecho por esa multitud de industrias que alimentaban los trasportes por ruedas, industrias cuyas pérdidas excederán en mucho al valor de los terrenos reembolsados a los propietarios. Así también, cuando se trató de indemnizar a los fabricantes de azúcar de remolacha, no se le ocurrió a nadie que el Estado debiese indemnizar también esa multitud de jornaleros y empleados que hacía vivir esa industria, e iban quizás a encontrarse reducidos a la indigencia. Es, sin embargo, cierto, atendida la noción del capital y la teoría de la producción, que del mismo modo que el poseedor territorial a quien el ferrocarril priva de su instrumento de trabajo tiene derecho a ser indemnizado, derecho tiene a otro tanto el industrial cuyos capitales esteriliza el mismo camino. ¿De qué depende, pues, que no se le indemnice? ¡Ay! de que indemnizar es imposible. Con ese sistema de justicia y de imparcialidad, las sociedades se verían no pocas veces en la imposibilidad de obrar, y volverían a la inmovilidad del derecho romano. ¡Es indispensable que haya víctimas! ... Se ha abandonado por consecuencia el principio de indemnización; hay bancarrota inevitable del Estado para con una o muchas clases de ciudadanos.

En esto llegan los socialistas; echan en cara a la economía política que no sabe sino sacrificar el interés de las masas y crear privilegios; y luego, haciendo ver en la ley de expropiación el rudimento de una ley agraria, van a parar bruscamente a la expropiación universal, es decir, a la producción y al consumo en común.

Pero aquí el socialismo vuelve a caer de la crítica en la utopía, y manifiesta de nuevo su impotencia en sus contradicciones. Si el principio de expropiación por causa de utilidad pública, desarrollado en todas sus consecuencias, conduce a una completa reorganización de la sociedad, antes de poner manos a la obra es preciso determinar esa nueva organización; y el socialismo, lo repito, tiene por toda ciencia sus jirones de fisiología y de economía política. Conviene luego, conforme al principio de indemnización, si no reembolsar, a lo menos garantir a los ciudadanos los valores de que se hayan desprendido; conviene, en una palabra, asegurarlos contra los riesgos del cambio. Ahora bien, fuera de la fortuna pública cuya gestión solicita, ¿dónde buscará el socialismo la caución de esa misma fortuna?

Es imposible, en buena y sincera lógica, salir de este círculo. Así los comunistas, más francos en sus maneras que ciertos otros sectarios de ideas ondulantes y pacíficas, cortan la dificultad proponiéndose, una vez dueños del poder, expropiar a todo el mundo sin indemnizar ni garantir a nadie. En el fondo podría muy bien no ser esto ni desleal ni injusto: desgraciadamente quemar no es responder, como decía a Robespierre el interesante Desmoulins, y en semejantes debates se vuelve casi siempre a la hoguera y la guillotina. Aquí, como en todo, hay frente a frente dos derechos igualmente sagrados, el del ciudadano y el del Estado; lo cual es decir que no puede menos de haber una fórmula de conciliación superior a las utopías socialistas y a las teorías truncadas de la economía política, que es lo que se trata de descubrir. ¿Qué hacen, con todo, las partes litigantes? Nada. No parece sino que promueven las cuestiones para tener ocasión de injuriarse. ¿Qué digo? Ni las comprenden siquiera esas cuestiones; así es que mientras el público se ocupa en los sublimes problemas de la sociedad y de los destinos humanos, los empresarios de ciencia social, ortodoxos y cismáticos, no están de acuerdo sobre los principios. Testigo la cuestión causa de estos estudios, no más entendida a buen seguro por sus autores que por sus detractores, la relación entre los beneficios y los salarios.

¡Cómo! ¿Personas consagradas a la economía, toda una Academia, habría puesto a concurso una cuestión sin comprender siquiera sus términos? ¿Cómo habría podido ocurrírsele semejante idea?

Pues bien, sí, es increíble, fenomenal lo que me adelanto a decir; pero cierto. Los teólogos no responden a los problemas de la metafísica sino con mitos y alegorías, los cuales reproducen siempre los problemas sin resolverlos jamás, y los economistas no responden a las cuestiones que ellos mismos sientan, sino refiriendo cómo y por dónde han venido a proponerlas. Si concibiesen la posibilidad de ir más allá, dejarían de ser economistas.

¿Qué es, por ejemplo, el beneficio? Lo que queda al empresario, después de cubiertos todos sus gastos. Ahora bien, los gastos se componen de jornadas de trabajo y valores consumidos, en definitiva de salarios. ¿Cuál es el salario de un obrero? ¿Lo que puede dársele?, se ignora. ¿Cuál debe ser el precio de la mercancía que lleve el empresario al mercado? ¿El mayor que puede obtener?, también se ignora. En economía política no es siquiera licito suponer que la mercancía y el jornal puedan ser tasados, bien que se convenga en que cabe valuarlos, porque el avalúo, dicen los economistas, es una operación esencialmente arbitraria que no puede conducir jamás a una conclusión segura y cierta. ¿Cómo, pues, encontrar la relación entre dos incógnitas que, según la economía política, no cabe despejar en caso alguno? Así la economía política sienta problemas insolubles; y, sin embargo, veremos pronto cuán inevitable es que los proponga y que nuestro siglo los resuelva. Por esto he dicho que la Academia de Ciencias morales, poniendo a concurso la relación entre los beneficios y los salarios, había hablado sin conciencia, había hablado proféticamente.

Pero, se dirá, ¿no es verdad que si el trabajo es muy solicitado y los obreros escasean, podrá aumentar el salario y disminuir por otro lado el beneficio? ¿que si por la mucha concurrencia la producción sobra, habrá hacinamiento de mercancías y venta a pérdida, y por consecuencia falta de beneficios para el capitalista y de trabajo para el obrero? ¿que éste entonces ofrecerá sus brazos a la baja? ¿que si se inventa una máquina empezará ésta por apagar el fuego de sus rivales, y luego, establecido el monopolio y puesto el obrero bajo la dependencia del empresario, el beneficio y el salario irán el uno en sentido inverso del otro? Estas y otras causas, ¿no pueden ser acaso estudiadas, apreciadas, equilibradas, etcétera?

¡Oh! ¡monografías! ¡historias! Saturados estamos de ellas desde A. Smith y J. B. Say, sobre cuyos textos apenas se han hecho más que variaciones. Pero no es así como debe entenderse la cuestión, por más que la Academia no le haya dado otro sentido. La relación entre el beneficio y el salario debe ser tomada en un sentido absoluto, y no bajo el punto de vista inconcluyente de las oscilaciones del comercio y de la división de los intereses: cosas ambas que deben recibir ulteriormente su interpretación. Me explicaré.

Considerando al productor y al consumidor como una sola persona, cuya retribución es naturalmente igual a su producto, y distinguiendo luego en ese producto dos partes, una que reintegra al productor de sus anticipos y otra que figura ser un beneficio, según el axioma de que todo trabajo debe dejar un sobrante; tenemos que determinar la relación que media entre las dos partes. Hecho esto, será fácil deducir de aquí las relaciones de fortuna de las dos clases de hombres, empresarios y asalariados, así como también dar razón de todas las oscilaciones comerciales. Esta será una serie de corolarios que habrá que añadir a la demostración.

Ahora bien, para que haya y sea susceptible de aprecio una relación de esta índole, es de todo punto imprescindible que una ley interna o externa rija la constitución del salario y la del precio de venta; y como en el actual estado de cosas el salario y el precio varian y oscilan sin cesar, se pregunta cuáles son los hechos generales, las causas que hacen variar y oscilar el valor, y en qué límites se realiza esta oscilación.

Pero esta pregunta es hasta contraria a los principios, porque quien dice oscilación supone necesariamente una dirección media, a la que la va llevando sin cesar el centro de gravedad del valor; así que, con pedir la Academia que se determinen las oscilaciones del beneficio y del salario, pide que se determine el valor mismo. Justamente esto es lo que rechazan los señores académicos: no quieren entender que si el valor es variable, es por la misma razón determinable; que la variabilidad es indicio y condición de determinabilidad. Pretenden que el valor no puede ser determinado jamás porque varia siempre, y es como si sostuvieran que dados el número de las oscilaciones por segundo de un péndulo, la extensión de las oscilaciones y la latitud y altura del lugar en que se hace el experimento, no cabe determinar la longitud del péndulo por hallarse éste en movimiento. Tal es el primer artículo de fe de la economía política.

En cuanto al socialismo, no parece haber comprendido mejor la cuestión, ni cuidarse mucho de ella. Entre sus muchos órganos, los unos echan pura y simplemente a un lado el problema, sustituyendo el sistema de racionamiento al de reparto, es decir, desterrando del organismo social el número y la medida; otros salen del paso aplicando el sufragio universal al salario. No hay para qué decir que esas vulgaridades encuentran miles y centenares de miles de personas que a ojos cerrados las aceptan.

La economía política ha sido condenada en forma por Malthus en este famoso pasaje:

Un hombre que nace en un mundo ya ocupado, si su familia no tiene medio de sustentado, o si la sociedad no necesita de su trabajo, no tiene el menor derecho a reclamar una porción cualquiera de alimento: está realmente de más en la tierra. En el gran banquete de la naturaleza no hay para él cubierto. La naturaleza le manda que se vaya, y no tardará en llevar a ejecución la orden.

Esta es la conclusión necesaria, fatal, de la economía política, conclusión que demostraré con una evidencia hasta hoy desconocida en esta clase de estudios. ¡La muerte para el que no posea! A fin de penetrar mejor el pensamiento de Malthus, traduzcámosle en proposiciones filosóficas, despojándole de su barniz oratorio:

La economía política entraña la libertad individual y la propiedad, que es su expresión; no la igualdad ni la solidaridad.

Bajo este régimen de cada uno en su casa, cada uno para sí, el trabajo, como toda mercancía, está sujeto al alza y a la baja: de aquí los riesgos del proletariado.

El que no tenga ni renta ni salario, no tiene derecho a exigir nada de los demás: su desgracia pesa exclusivamente sobre él; en el juego de la fortuna se ha vuelto contra él la suerte.

Desde el punto de vista de la economía política, estas proposiciones son irrefragables; y Malthus, que las ha formulado con tan alarmante precisión, está al abrigo de todo cargo. Desde el punto de vista de las condiciones de la ciencia social, esas mismas proposiciones son radicalmente falsas y hasta contradictorias.

El error de Malthus, o por mejor decir de la economía política, no consiste en sostener que un hombre que no tenga de qué comer debe morir; ni en pretender que bajo el régimen de apropiación individual, el que no tenga ni renta ni salario deba suicidarse, si no quiere verse arrojado del mundo por el hambre. Esta es por una parte la ley de nuestra existencia, ésta es por otra la consecuencia de la propiedad; y Rossi se ha tomado a buen seguro más trabajo del que debiera por justificar sobre este punto el buen sentido de Malthus. Sospecho, es verdad, que Rossi, haciendo tan extensamente y con tanto amor la apología de Malthus, ha querido recomendár la economía política, del mismo modo que su compatriota Maquiavelo, en su libro del Príncipe, recomendaba a la admiración del mundo el despotismo. Presentándonos la miseria como la condición sine qua non de la arbitrariedad industrial y comercial, Rossi, parece decimos a voz en grito: éste es vuestro derecho, ésta es vuestra justicia, ésta vuestra economía política; ésta es la propiedad.

Pero la candorosa Galia no acepta esas sutilezas; habría valido más decir a Francia en su lengua inmaculada: el error de Malthus, el vicio radical de la economía política consiste, en tesis general, en afirmar como estado definitivo una condición transitoria, la distinción de la sociedad en patriciado y proletariado, y especialmente en decir que en una sociedad organizada, y por consiguiente solidaria, es posible que los unos posean, trabajen, comercien, mientras los otros no tengan ni posesión, ni trabajo, ni pan. Finalmente, Malthus, o sea la economía política, se pierde en sus conclusiones cuando ve una perpetua amenaza de carestía en la facultad de reproducirse indefinidamente de que goza la especie humana, al par de todas las especies animales y vegetales, cuando lo que cabía y se debía deducir era la necesidad, y por consiguiente, la existencia de una ley de equilibrio entre la población y la producción.

En dos palabras, la teoría de Malthus, y éste es el gran mérito de este escritor, mérito que no ha tenido en cuenta ninguno de sus colegas, es la reducción de la economía política al absurdo.

En cuanto al socialismo, ha sido juzgado hace muchísimo tiempo por Platón y Tomás Moro en una sola palabra, utopía, no-lugar, quimera.

Preciso es, sin embargo, decirlo en honra del entendimiento humano, y para hacer justicia a todos: ni la ciencia económica y legislativa podía ser en sus principios otra cosa de lo que la hemos visto, ni la sociedad puede detenerse en esta primera posición.

Toda ciencia debe empezar por circunscribir su dominio, producir y reunir sus materiales: antes del sistema, los hechos; antes del siglo del arte, el siglo de la erudición. Sujeta como todas las demás a la ley del tiempo, y a las condiciones de la experiencia, la ciencia económica, antes de investigar cómo deben pasar las cosas en la sociedad, tenía que decimos cómo pasan; y todas esas rutinas, que los autores califican tan pomposamente en sus libros de leyes, de principios y de teorías, a pesar de ser incoherentes y contrarias, debían ser recogidas con una diligencia escrupulosa y descritas con severa imparcialidad. Para cumplir esta tarea, se necesitaba quizá más talento, y sobre todo más desinterés, del que puede exigir el progreso ulterior de la ciencia.

Si, pues, la economía social es aún hoy más bien una aspiración hacia lo porvenir que un conocimiento de la realidad, preciso es reconocer también que los elementos de ese estudio están todos en la economía política; y creo ser inérprete del sentimiento general, diciendo que esa opinión es ya la de la mayoría de los hombres que piensan. Lo presente tiene pocos defensores, es cierto; pero no se está menos universalmente disgustado de la utopía; y todo el mundo comprende que la verdad debe estar en una fórmula que concilie estos dos términos: conservación y movimiento.

Así están ya revelados, gracias sean dadas a los A. Smith, a los J. B. Say, a los Ricardo y a los Malthus, así como a sus temerarios contradictores, los misterios de la fortuna, atria Ditis: la preponderancia del capital, la opresión del trabajador, las maquinaciones del monopolio, inundadas ya todas de luz, retroceden ante las miradas de la opinión. Se raciocina y se hacen conjeturas sobre los hechos observados y descritos por los economistas; expiran bajo la reprobación general, apenas sacados a la luz del día, derechos abusivos y costumbres inicuas que han sido respetados mientras han permanecido envueltos en la oscuridad que les ha dado la vida; se sospecha que es preciso aprender el gobierno de la sociedad, no en una ideología hueca como la del Contrato social, sino, como lo había ya entrevisto Montesquieu, en la relación de las cosas; y se está ya formando en la nación, por encima y fuera de las opiniones parlamentarias, una izquierda de tendencias eminentemente sociales compuesta de sabios, de magistrados, de jurisconsultos, de profesores, hasta de capitalistas y de jefes industriales, todos representantes y defensores natos del privilegio, y de un millón de adeptos, partido que se esfuerza por sorprender en el análisis de los hechos económicos los secretos de la vida de las sociedades.

Representémonos, pues, la economía política como una inmensa llanura cubierta de materiales preparados para un edificio. Los trabajadores esperan la señal, llenos de ardor, y están impacientes por poner manos a la obra; pero el arquitecto ha desaparecido sin dejar plan alguno. Los economistas han guardado el recuerdo de una multitud de cosas: desgraciadamente no tienen ni la sombra de un presupuesto. Saben el origen y la historia de cada pieza; lo que han costado sus hechuras; qué madera da las mejores vigas, y qué greda los mejores ladrillos; cuánto se ha gastado en herramientas y acarreos; cuánto ganaban los carpinteros, y cuánto los canteros; pero sin conocer el destino ni el lugar de cosa alguna. No pueden los economistas dejar de reconocer que tienen a la vista los fragmentos de una obra maestra hacinados y revueltos, disjecti membra poetae; más les ha sido hasta aquí imposible volver a encontrar el diseño general, y siempre que han tratado de combinar algo no han hallado más que incoherencias. Desesperando al fin de combinaciones sin resultado, han concluído por erigir en dogma la inconveniencia arquitectónica de la ciencia, o, como ellos dicen, los inconvenientes de sus principios; han negado, en una palabra, la ciencia (2).

Así la división del trabajo, sin la cual la producción sería casi nula, está sujeta a mil inconvenientes, el peor de los cuales es la desmoralización del obrero; las máquinas producen, con la baratura, el hacinamiento de mercandas y la falta de trabajo; la concurrencia conduce a la opresión; el impuesto, lazo material de la sociedad, no es las más de las veces sino un azote tan temido como el incendio y el granizo; el crédito tiene por correlativo obligado la bancarrota; la propiedad es un hormiguero de abusos; el comercio degenera en juego de azar, donde a veces es hasta permitida la trampa; en resumen, encontrándose por todas partes el desorden en proporción igual con el orden, sin que se sepa cómo éste haya de llegar a eliminar a aquél, taxis ataxian diokein, los economistas han tomado el partido de concluir que todo va lo mejor del mundo, y mirar como hostil a la economía política todo proyecto de reforma.

Se ha abandonado, pues, la empresa de construir el edificio social. La muchedumbre ha invadido los talleres de construcción; columnas,capiteles, zócalos, madera, piedra, metales, todo ha sido distribuído en lotes y echado a la suerte, y de todos esos materiales reunidos para un templo magnífico, la propiedad, ignorante y bárbara, ha hecho miserables chozas. Trátase, pues, no sólo de encontrar el plan del edificio, sino también de desalojar a los que lo ocupan y sostienen que su ciudad es soberbia, poniéndose al oír la palabra restauración, en orden de batalla bajo el dintel de sus puertas. No se vió confusión tal ni aun en Babel: afortunadamente nosotros hablamos francés, y somos más atrevidos que los compañeros de Nemrod.

Dejemos la alegoría. Carece ya hoy de utilidad el método histórico y descriptivo, empleado con éxito mientras no se ha debido hacer más que practicar reconocimientos: después de millares de monografías y de tablas, no estamos más adelantados que en los tiempos de Jenofonte y de Hesíodo. Los fenicios, los griegos, los italianos, trabajaron como nosotros trabajamos: colocaban su dinero, tenían a salario a sus obreros, extendían sus propiedades, hacían sus expediciones y sus giros, llevaban sus libros, se entregaban a la especulación y al agiotaje, y por fin, se arruinaban según todas las reglas del arte económico, entendiendo no menos que nosotros en eso de atribuirse monopolios y estrujar al consumidor y al obrero. Las relaciones de todo esto sobran; y aun cuando repasásemos eternamente nuestras estadísticas y nuestras cifras, no tendríamos nunca ante los ojos sino el caos, el caos inmóvil y uniforme.

Créese, es verdad, que desde los tiempos mitológicos, hasta el presente año 57 de nuestra gran revolución, no ha dejado de ir el bienestar general en aumento. El cristianismo ha pasado durante mucho tiempo por la principal causa de esta mejora, que los economistas pretenden ya hoy debida a sus principios. Después de todo, dicen, ¿cuál ha sido la influencia del cristianismo sobre la sociedad? Profundamente utopista al nacer, no ha podido ni sostenerse ni extenderse sino a fuerza de ir adoptando poco a poco todas las categorías económicas, el trabajo, el capital, el arrendamiento, la usura, el tráfico, la propiedad; consagrando, en una palabra, la ley romana, que es la más elevada expresión de la economía política.

El cristianismo, extraño, en cuanto a su parte teológica, a las teorías sobre la producción y el consumo, ha sido para la civilización europea lo que eran no ha mucho para los obreros ambulantes las asociaciones gremiales y la francmasonería, una especie de contrato de seguros y socorros mutuos. Bajo este punto de vista, nada debe a la economía política, y el bien que ha hecho no puede ser invocado por ella en testimonio de certidumbre. Los efectos de la caridad y del desinterés no pertenecen tampoco al dominio de la economía, la cual ha de procurar la ventura de las sociedades por medio de la organización del trabajo y la justicia. Por lo demás, estoy pronto a reconocer los felices efectos del mecanismo propietario; sólo observo que esos efectos están enteramente contrapesados por las miserias que es de la naturaleza de su mecanismo producir; de suerte que, como confesaba no ha mucho ante el Parlamento inglés un ministro ilustre, y no tardaremos en demostrar nosotros, en la sociedad actual, el progreso de la miseria es paralelo y adecuado al progreso de la riqueza, lo cual anula completamente los méritos de la economía política.

Así, la economía política no se justifica ni por sus máximas ni por sus obras; y en cuanto al socialismo, todo su valor está reducido a haberlo demostrado. Forzoso nos es, pues, volver a emprender el examen de la economía política, puesto que sólo ella contiene, a lo menos en parte, los materiales de la ciencia social, y verificar si contienen sus teorías algún error, cuya corrección pueda conciliar el hecho y el derecho, revelar la ley orgánica de la humanidad, y dar la concepción positiva del orden.


Notas

(1) Véase en la Advertissement aux propriétaires una primera discusión de la doctrina de Smith y de Ricardo sobre el trabajo como fundamento del valor.

(2) El principio que preside la vida de las naciones, no es la ciencia pura: son los datos complejos que emanan del estado de las luces, de las necesidades y de los intereses. Así se expresaba en diciembre de 1844, uno de los espíritus más lúcidos que haya en Francia, León Faucher. Que se explique, si se puede, cómo un hombre de este temple ha sido conducido, por sus convicciones económicas, a declarar que los datos complejos de la sociedad son opuestos a la ciencia pura.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha