Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Constitución del valor: definición de la riqueza

Conocemos el valor bajo sus dos aspectos contrarios: no le conocemos en su totalidad. Si pudiésemos adquirir esta nueva idea, tendríamos el valor absoluto, y sería posible una tarifa de valores tal como la pedía la memoria leída en la Academia de Ciencias.

Figurémonos, pues, la riqueza como una masa sostenida por una fuerza química en estado permanente de composición, como una masa en la cual los nuevos elementos que entran sin cesar se combinan en proporciones diferentes, pero según una ley cierta: el valor es la relación proporcional (la medida) en que cada uno de esos elementos forma parte del todo.

Se siguen de aquí dos cosas: primera, que los economistas se han engañado completamente cuando han buscado la medida general del valor en el trigo, en el dinero, en la renta, etc., como también cuando, después de haber encontrado que el tipo para esa medida no estaba aquí ni allí, han concluído diciendo que no hay para el valor razón ni medida alguna; segundo, que la proporción de los valores puede variar continuamente, sin que por esto deje de estar sujeta a una ley, cuya determinación es precisamente lo que se busca.

Este concepto del valor llena, como se verá, todas las condiciones, porque abraza a la vez el valor útil, en lo que tiene de positivo y de fijo, y el valor en cambio, en lo que tiene de variable; hace cesar la contrariedad, que parecía un obstáculo insuperable para toda determinación; y por fin, así entendido, difiere enteramente, como demostraremos, de lo que podría ser la simple yuxtaposición de las dos ideas, valor útil y valor en cambio, y está dotado de nuevas propiedades.

La proporcionalidad de los productos no es cosa que pretendamos enseñar al mundo como una revelación, ni traer a la ciencia como una novedad: no es ninguna cosa nunca vista, como no lo era tampoco la división del trabajo cuando A. Smith explicó sus maravillosos resultados. La proporcionalidad de los productos, como nos sería fácil probar con innumerables citas, es una idea vulgar que encontramos a la vuelta de cada hoja en las obras de economía política, pero que no ha sido aún puesta por nadie en el rango que le corresponde, tarea que tomamos hoy sobre nuestros hombros. Teníamos, por lo demás, interés en hacer esta declaración, a fin de tranquilizar al lector sobre nuestras pretensiones a la originalidad, y reconciliarnos con esos hombres que, por lo tímidos, son poco favorables a las ideas nuevas.

Los economistas, a lo que parece, no han entendido jamás por la medida del valor sino un tipo, una especie de unidad primordial que existiese por sí misma y fuese susceptible de aplicación a todas las mercancías, como lo es el metro a todas las dimensiones. Tal han creído muchos que era, en efecto, el papel del dinero. Pero la teoría de la moneda ha probado después que, lejos de ser la medida de los valores el dinero, no es más que su aritmética, y aun una aritmética convencional. El dinero es para el valor lo que el termómetro para el calor: el termómetro, con su escala arbitrariamente graduada, indica bien cuándo hay pérdida o acumulación de calórico; pero no nos dice cuáles son las leyes de equilibrio del calor, ni cuál es su proporción en los diversos cuerpos, ni qué cantidad de calor es necesaria para producir en él una subida de 10, 15 o 20 grados. No es ni siquiera seguro que los grados de la escala, todos iguales entre sí, correspondan a iguales relaciones de calórico.

La idea que hasta aquí se ha formado de la medida del valor es, pues, inexacta. Lo que nosotros buscamos no es, como tantas veces se ha dicho, el tipo del valor, cosa que carece de sentido, sino la ley por la que los productos se combinan y proporcionan en la riqueza social; porque de que se la conozca dependen, en lo que tienen de normal y legítimo, el alza y la baja de las mercancías. En una palabra, así como por la medida de los cuerpos celestes se entiende la relación que resulta de la comparación de esos cuerpos entre sí, así por la medida de los valores debe entenderse la relación que resulta de comparados entre sí, por cuya causa sostengo que esa relación tiene su ley y esa comparación su principio.

Supongo, por lo tanto, la existencia de una fuerza que combina, en proporciones ciertas y determinadas, los elementos de la riqueza, y hace de ellos un todo homogéneo; si los elementos constitutivos no están en la proporción deseada, no por esto se dejará de efectuar la combinación; no sucederá sino que en lugar de absorber toda la materia, rechazará una parte como inútil. El movimiento interior que produce la combinación y determina la afinidad de las diversas sustancias, es en la sociedad el cambio, no ya tan sólo el cambio considerado en su forma elemental y de hombre a hombre, sino también el cambio considerado como la función en una sola e idéntica riqueza social de todos los valores producidos por las industrias privadas. Llamamos por fin valor a la proporción según la cual entra cada elemento a formar parte del todo. Lo que después de esa combinación queda es valor negativo, no-valor, mientras que, por la accesión de cierta cantidad de otros elementos, no se combina ni se cambia.

Explicaremos más adelante el papel del dinero.

Sentado todo esto, se concibe que en un momento dado, a fuerza de estadísticas y de inventarios, sea dable determinar empíricamente, a lo menos de una manera aproximada, la proporción de los valores que constituyen la riqueza de un país, poco más o menos como los químicos han descubierto, por medio de la experiencia, auxiliada del análisis, la proporción de hidrógeno y oxígeno necesaria para formar agua. No veo que tenga nada de repugnante la aplicación de este método a la determinación de los valores: después de todo, no es esto más que cuestión de contabilidad. Pero un trabajo tal, por interesante que fuese, nos enseñaría muy poca cosa. Por una parte, en efecto, sabemos que la proporción varía incesantemente; por otra, es claro que, no dando un cuadro de la fortuna pública sino la proporción de los valores en la localidad y la hora en que ha sido hecho, no podríamos nunca deducir de ahí la ley de la proporcionalidad de la riqueza. No bastaría para esto un solo trabajo de este género; admitiendo que el procedimiento fuese digno de confianza, se necesitarían millares y millones de trabajos semejantes.

Ahora bien, no sucede aquí con la ciencia económica lo que con la química. Los químicos, a quienes ha descubierto la experiencia tan bellas proporciones, no saben nada del cómo y del porqué de esas proporciones, como nada saben tampoco de la fuerza que las determina. Por lo contrario, la economía social, que por ninguna investigación a posteriori podría llegar a conocer directamente la ley de proporcionalidad de los valores, puede descubrirla en la fuerza misma que la produce y que es tiempo ya de dar a conocer.

Esta fuerza, que ha celebrado A. Smith con tanta elocuencia y han desconocido sus sucesores, dándole como su igual el privilegio, esa fuerza, digo, es el trabajo. El trabajo difiere de productor a productor, en cantidad y en calidad: sucede con él, desde este punto de vista lo que con todos los grandes principios de la naturaleza y las leyes más generales, simples en su acción y en sus fórmulas, pero modificadas hasta lo infinito por multitud de causas particulares que se manifiestan bajo una innumerable variedad de formas. El trabajo, sólo el trabajo, produce los elementos todos de la riqueza y los combina hasta en sus últimas moléculas, según una ley de proporcionalidad variable, pero cierta. Sólo el trabajo, por fin, como principio de vida, agita la materia de la riqueza, mens agitat molem, y le da sus proporciones.

La sociedad, o sea el hombre colectivo, produce una infinidad de objetos cuyo uso constituye su bienestar. Ese bienestar se desarrolla, no sólo en razón de la cantidad de los productos, sino también en la de su variedad o calidad y proporción. De este dato fundamental se sigue que la sociedad debe siempre, a cada momento de su vida, buscar en sus productos una proporción que, atendidos la fuerza y los medios de producción, entrañe la mayor suma de bienestar posible. Abundancia, variedad y proporción en los productos, son los tres términos que constituyen la riqueza: la riqueza, objeto de la economía social, está sujeta a las mismas condiciones de existencia que lo bello, objeto del arte; la virtud, objeto de la moral; y lo verdadero, objeto de la metafísica.

Pero ¿cómo se realiza esa proporción tan maravillosa y necesaria, sin la cual se pierde una parte del trabajo humano, es decir, se hace inútil, inarmónico, falso, y por consiguiente sinónimo de indigencia, de la nada?

Prometeo, según la fábula, es el símbolo de la actividad humana. Prometeo arrebató el fuego del cielo e inventó las primeras artes; Prometeo prevé el porvenir y se hace el igual de Júpiter; Prometeo es Dios. Llamemos, pues, a la sociedad Prometeo. Prometeo da al trabajo, por término medio, diez horas diarias, siete al descanso, otras tantas al placer. Para sacar el mayor fruto de sus ejercicios, Prometeo toma nota de la fatiga y del tiempo que le cuesta cada uno de los objetos de su consumo. No puede instruirse sino por la experiencia, y esta experiencia durará toda su vida. Mientras trabaja y produce, Prometeo experimenta un sinnúmero de decepciones. Pero en último resultado, cuanto más trabaja, más se refina su bienestar, y más se idealiza su lujo; más extiende sobre la naturaleza sus conquistas; más fortifica en sí mismo el principio de vida y de inteligencia, cuyo solo ejercicio le hace feliz. Es esto hasta tal punto cierto que una vez concluída la primera educación del trabajador, y puesto orden en sus ocupaciones, para él trabajar no es ya penar, sino vivir, gozar. El atractivo del trabajo no destruye, sin embargo, la regla, antes es su fruto; los que, so pretexto de que el trabajo debe ser atractivo, concluyen por negar la justicia y proclamar el comunismo, se parecen a los niños que, después de haber cogido flores en el jardín, establecen su arriate en la escalera.

En la sociedad, la justicia no es otra cosa que la proporcionalidad de los valores: tiene por garantía y sanción la responsabilidad del productor.

Prometeo sabe que tal producto cuesta una hora de trabajo, tal otro un día, una semana, un año: sabe al mismo tiempo que todos estos productos, evaluados por sus gastos, forman la progresión de su riqueza. Empezará, pues, por asegurar su existencia, proveyéndose de los objetos menos costosos, y por consiguiente más necesarios; luego, a medida que vaya asegurando sus necesidades, pensará en los objetos de lujo, procediendo siempre, si es cuerdo, por la gradación natural del precio que cada cosa le cuesta. Algunas veces Prometeo se equivocará en sus cálculos, o bien, arrastrado por la pasión, sacrificará un bien inmediato o un goce prematuro; y después de haber sudado sangre y agua, se extenuará. La ley lleva en sí misma su sanción: no cabe quebrantarla, sin que el infractor reciba al punto su castigo. Say ha tenido, por lo tanto, razón en decir: El bienestar de esta clase (la de los consumidores), que está compuesta de todas las demás, constituye el bienestar general, el estado de prosperidad de un país. Pero habría debido añadir que el bienestar de la clase de los productores, compuesta también de todas las otras, constituye igualmente el bienestar general, el estado de prosperidad de las naciones. Así también cuando ha dicho: La fortuna de cada consumidor está perpetuamente en lucha con todo lo que compra, habría debido añadir: Y la fortuna de cada productor es atacada sin cesar por todo lo que vende. Sin esta reciprocidad limpiamente presentada, se hace ininteligible la mayor parte de los fenómenos económicos. Demostraré a su tiempo cómo, a consecuencia de esta grave omisión, los más de los economistas que escriben libros han delirado sobre la balanza del comercio.

He dicho hace poco que la sociedad produce por de pronto las cosas que menos cuestan, y por consiguiente las más necesarias. Pero ¿es verdad que respecto de los productos, la necesidad tenga por correlativo la baratura, y viceversa, de suerte que esas dos palabras, necesidad y baratura, del mismo modo que las de carestía y superfluidad, sean sinónimas?

Si cada producto del trabajo, tomado aisladamente, pudiese bastar para la existencia del hombre, la sinonimia en cuestión no sería dudosa; teniendo todos los productos las mismas propiedades, los de más fácil producción y los más necesarios serían los que costasen menos. Mas no se formula con esta precisión teórica el paralelismo entre la utilidad y el precio de los productos: sea por previsión de la naturaleza, o por cualquiera otra causa, el equilibrio entre la necesidad y la facultad productora es más que una teoría, es un hecho que confirma la práctica de todos los días y el progreso de las sociedades.

Trasladémonos al día siguiente de haber nacido el hombre, al punto de partida de la civilización: ¿no es verdad que las industrias en un principio más sencillas, y que menos preparaciones y gastos exigieron, fueron las siguientes: cosecha de frutos naturales, pastos, caza y pesca? ¿que sólo tras ellas y mucho tiempo después vino la agricultura? Esas cuatro industrias primordiales han sido desde entonces perfeccionadas y objeto además de apropiación: doble circunstancia que, lejos de alterar la esencia de los hechos, le da, al contrario, más realce. La propiedad, en efecto, se ha fijado de preferencia en los objetos de utilidad más inmediata, en los valores hechos, si puedo así explicarme; de tal modo que podría fijarse la escala de los valores por los progresos de la apropiación.

En su obra sobre la Libertad del trabajo, el señor Dunoyer (1) ha sentado positivamente este principio, cuando ha distinguido cuatro grandes categorías industriales, que ha colocado según el orden de su desarrollo, es decir, del menor el mayor gasto de trabajo: la industria extractiva, que comprende todas las funciones semibárbaras que antes hemos citado; la industria comercial, la industria manufacturera y la industria agrícola. Con profunda razón ha puesto tan sabio escritor en último lugar la agricultura. Porque a pesar de su remota antigüedad, es positivo que esta industria no ha marchado al mismo paso que las otras; luego, la sucesión de las cosas en la humanidad no debe ser determinada por su origen, sino por su completo desarrollo. Es posible que la industria agrícola haya nacido antes que las otras, o bien que sean todas contemporáneas; mas deberá siempre ser tenida por la última en fecha la que más haya tardado en perfeccionarse. Así la naturaleza misma de las cosas, tanto como sus propias necesidades, indican al trabajador el orden con que debe emprender la producción de los valores que constituyen su bienestar; de donde resulta que nuestra ley de proporcionalidad es a la vez física y lógica, objetiva y subjetiva, y tiene el mayor grado de certidumbre. Sigamos aplicándola.

De todos los productos del trabajo, tal vez ninguno haya costado más largos ni más penosos esfuerzos que el calendario. No hay, sin embargo, otro producto que pueda hoy adquirirse con tanta baratura, ni que sea, por consiguiente, según nuestras propias definiciones, más necesario. ¿Cómo explicar este cambio? ¿Cómo el calendario, tan poco útil para las primeras hordas, a quienes bastaba la alternación de la noche y del día, y la del invierno y del verano, ha venido a ser a la larga tan indispensable, tan poco dispendioso, tan perfecto? Porque por un maravilloso concierto de las cosas, en economía social todos esos epítetos se explican. ¿Cómo, en una palabra, darse cuenta, por nuestra ley de proporción, de la variabilidad del valor del calendario?

Para que se hiciese, para que fuese posible el trabajo que exige la producción del calendario, era preciso que el hombre encontrase medio de ganar tiempo sobre sus primeras ocupaciones y sobre las que fueron sus consecuencias inmediatas; era preciso, en otros términos, que esas industrias fuesen más productivas o menos costosas de lo que eran en un principio: lo cual equivale a decir que era, por de pronto, indispensable resolver el problema de la producción del calendario sobre las mismas industrias extractivas.

Supongo, pues, que de improviso, por una feliz combinación de esfuerzos, por la división del trabajo, el empleo de alguna máquina, o una más inteligente dirección de los agentes naturales, en una palabra, por su industria, Prometeo encuentra medio de producir en un día tanta cantidad de un determinado artículo como antes producía en diez: ¿qué se seguirá de ahí? El producto cambiará de lugar en el cuadro de los elementos de la riqueza; habiendo aumentado, si así puedo decirlo, su fuerza de afinidad para otros productos, habrá disminuído en otro tanto su valor relativo, y será sólo cotizado en diez, en lugar de serlo como antes en cien. Pero este valor no por esto dejará de estar siempre rigurosamente determinado; y será aún el trabajo el único que fije la cifra de su importancia. Así el valor varía, y la ley de los valores es inmutable. Hay más: si el valor es susceptible de variación, es precisamente por estar sometido a una ley cuyo principio es esencialmente móvil, es a saber: el trabajo medido por el tiempo.

Es aplicable este razonamiento lo mismo a la producción del calendario que a la de todos los valores posibles. No tengo necesidad de añadir que ha llegado a ser el calendario para todos una de las cosas más necesarias, por haber multiplicado nuestros negocios la civilización, es decir, el hecho social del aumento de las riquezas, por habernos hecho cada día más preciosos los instantes, y por habernos obligado a llevar un registro exacto y detallado de toda nuestra vida. Es, por otra parte, sabido que esta admirable invención ha promovido, como su complemento natural, una de las más preciosas industrias, la relojería.

Aquí se presenta naturalmente una objeción, la única que se puede oponer a la teoría de la proporcionalidad de los valores.

Say, y los economistas que le han seguido, han observado que, estando el mismo trabajo sujeto a tasación, a avalúo, como cualquiera otra mercancía, habría círculo vicioso en tomarle por principio y causa eficiente del valor. Así, han dicho, es preciso atenerse a la escasez y la opinión.

Esos economistas, permítanme que se lo diga, han mostrado en esto una prodigiosa falta de atención. El trabajo se dice que vale, no como mercancía, sino por los valores que en él se supone virtualmente encerrados. El valor del trabajo es una expresión figurada, una anticipación de la causa al efecto. Es una ficción, del mismo modo que la productividad del capital. El trabajo produce, el capital vale; y cuando, por una especie de elipsis, se dice el valor del trabajo, se hace una supresión que nada tiene de contrario a las reglas del lenguaje, pero que hombres de ciencia deben guardarse de tomar por una realidad. El trabajo, como la libertad, el amor, la ambición, el genio, es una cosa vaga e indeterminada por su naturaleza, que se define, no obstante, cualitativamente por su objeto, es decir, que pasa a ser una realidad por su producto. Cuando, pues, se dice: el trabajo de este hombre vale cinco francos por día, es como si se dijese que el producto diario del trabajo de ese hombre vale cinco francos.

Ahora bien, el efecto del trabajo es ir eliminando incesantemente la escasez y la opinión, como elementos constitutivos del valor, y, por una consecuencia necesaria, ir trasformando las utilidades naturales o vagas (apropiadas o no) en utilidades mensurables o sociales; de donde resulta que el trabajo es a la vez una guerra declarada contra la parsimonia de la naturaleza, y una conspiración permanente contra la propiedad.

Por este análisis, el valor, considerado en la sociedad que forman naturalmente entre sí los productores, por la división del trabajo y por el cambio, es la relación de proporcionalidad de los productos que componen la riqueza; y lo que se llama especialmente el valor de un producto, es una fórmula que indica en caracteres monetarios la proporción de este producto en la general riqueza. La utilidad funda el valor; el trabajo determina su relación; el precio es, salvas las aberraciones que tendremos que estudiar, la expresión misma de esa relación.

Tal es el centro a cuyo alrededor oscilan el valor útil y el valor en cambio; tal el punto en que vienen a perderse y desaparecen; tal la ley absoluta, inmutable, que domina las perturbaciones económicas y los caprichos de la industria y del comercio, y rige y gobierna el progreso. Obedece a esta ley todo esfuerzo de la humanidad que piensa y trabaja, toda especulación individual y social, como parte integrante de la riqueza colectiva. La economía política estaba destinada a hacerla reconocer, estableciendo sucesivamente todos sus términos contradictorios; la economía social, que me permitiré por un momento distinguir de la economía política, por más que en el fondo no deban diferir la una de la otra, tiene por objeto promulgarla y realizarla en todo.

La teoría de la medida o de la proporcionalidad de los valores es, tómese muy en cuenta, la teoría misma de la igualdad. En efecto, así como en la sociedad, donde hemos visto que hay completa identidad entre el productor y el consumidor, la renta que se paga a un ocioso es un valor arrojado en las llamas del Etna; del mismo modo, el trabajador a quien se da un salario excesivo, es como un segador a quien se diese un pan para coger una espiga. Todo lo que los economistas han calificado de consumo improductivo, no es en el fondo sino una infracción de la ley de la proporcionalidad.

Iremos viendo cómo de esos sencillos datos deduce poco a poco el genio social el sistema, aun oscuro, de la organización del trabajo, del reparto de los salarios, de la tarifa de los productos, de la solidaridad universal. Porque el orden en la sociedad se establece por los cálculos de una justicia inexorable, de ningún modo por los sentimientos paradisíacos de fraternidad, de abnegación y de amor, que tantos apreciables socialistas se esfuerzan hoy por excitar en el pueblo. En vano, a ejemplo de Jesús, predican la necesidad y dan el ejemplo del sacrificio; el egoísmo puede más, y sólo la ley de severa justicia, sólo la fatalidad económica es capaz de domarle. El entusiasmo humanitario puede producir sacudimientos favorables al progreso de la civilización; pero esas crisis del sentimiento, del mismo modo que las oscilaciones del valor, no producirán jamás otro resultado que el de establecer más fuertemente y más en absoluto la justicia. La naturaleza, o la Divinidad, ha desconfiado de nuestros corazones; no ha creído en el amor del hombre por sus semejantes; y todo lo que la ciencia nos revela de las miras de la Providencia sobre la marcha de las sociedades -lo digo con vergüenza de la conciencia humana, pero es preciso que nuestra hipocresía lo entienda-, manifiesta en Dios una profunda misantropía. Dios nos ayuda, no por bondad, sino porque el orden es su esencia; Dios procura el bien del mundo, no porque juzgue que sea digno de él, sino porque le obliga a tanto la religión de su suprema inteligencia. El vulgo puede darle el dulce nombre de padre, pero es imposible que el historiador, que el economista filósofo, crea que nos ama y nos estima.

Imitemos esa sublime indiferencia, esa ataraxia estoica de Dios; y puesto que el precepto de caridad ha fracasado siempre en lo de producir el bien social, busquemos en la razón pura las condiciones de la virtud y la concordia.

El valor concebido como proporcionalidad de los productos, en otras palabras, el valor constituído (2), supone necesariamente, y en un grado igualdad, utilidad y venalidad, indivisible y armónicamente unidas. Supone utilidad, porque sin esta condición el producto carecería de esa afinidad que le hace susceptible de cambio, y por consecuencia le convierte en un elemento de riqueza; supone, por otra parte, venalidad, porque si el producto no fuese cambiado a todos horas y por un precio determinado, no sería más que un no-valor, no sería nada.

Pero en el valor constituído, todas esas propiedades adquieren una significación más amplia, más regular y más verdadera que antes. Así, la utilidad no es ya esa capacidad, por decirlo así inerte, que tienen las cosas, de servir para nuestros goces y nuestras exploraciones; la venalidad no es tampoco esa exageración de un capricho ciego o de una opinión sin principio; la variabilidad, por fin, no se manifiesta ya en ese regateo lleno de mala fe entre la oferta y la demanda: todo esto ha desaparecido para dar lugar a una idea positiva, normal, y, bajo todas las modificaciones posibles, determinable. Por medio de la constitución de los valores, cada producto, si es lícito establecer semejante analogía, es como el alimento que, descubierto por el instinto de la nutrición, y preparado luego por el órgano digestivo, entra en la circulación general, donde se convierte, según proporciones determinadas, en carne, huesos, líquidos, etc., y da al cuerpo vida, fuerza y belleza.

Veamos ahora qué pasa en la idea de valor, cuando, de las nociones antagonistas de valor útil y de valor en cambio, nos elevamos a la de valor constituido o valor absoluto. Hay, si puedo decirlo asi, una trabazón de una idea en otra, una recíproca compenetración de las dos, en la cual, prendiéndose como los átomos corvos de Epicuro, se absorben y desaparecen, pasando a formar un compuesto dotado, en un grado superior, de todas sus propiedades positivas, y desembarazado de todas las negativas. Un valor verdaderamente tal, como la moneda, los efectos de comercio de primera clase, los títulos de la deuda del Estado, las acciones de una empresa sólida, no cabe ni que tome sin razón un precio exagerado, ni que pierda en el cambio: no está ya sometido a la ley natural del aumento de las especialidades industriales y de la multiplicación de los productos. Hay más: un valor tal no es resultado de una transacción, es decir, de un eclecticismo, de un justo medio, de una mezcla; es, si, el producto de una fusión completa, producto enteramente nuevo y distinto de sus componentes: como el agua, producto de la combinación del hidrógeno y del oxígeno, es un cuerpo aparte, del todo distinto de sus elementos.

La resolución de dos ideas antitéticas en una tercera de orden superior es lo que llama la escuela síntesis. Sólo ella da la idea positiva y completa que, como se ha visto, se obtiene por medio de la afirmación o negación sucesiva -da todo lo mismo- de dos conceptos diametralmente opuestos. De aquí se deduce un corolario de una importancia capital, tanto en la práctica como en la teoría: siempre que en la esfera de la moral, de la historia o de la economía política, el análisis ha descubierto la antinomia de una idea, se puede afirmar a priori que esta antinomia entraña una idea más elevada que aparecerá tarde o temprano.

Siento insistir tanto en cosas ya familiares para los jóvenes que van a recibir el bachillerato en artes; pero debía dar esas explicaciones a ciertos economistas que, a propósito de mi crítica de la propiedad, han amontonado dilema sobre dilema para probarme que si no era partidario de la propiedad, debía ser necesariamente comunista; todo por no saber lo que es tesis, antítesis y síntesis.

La idea sintética de valor, como condición fundamental de orden y de progreso para la sociedad, había sido vagamente percibida por A. Smith, cuando sirviéndome de las palabras de Blanqui (3), presentó en el trabajo la medida universal e invariable de los valores, e hizo ver que todas las cosas tenían su precio natural, hacia el que gravitaban sin cesar en medio de las fluctuaciones del precio corriente, ocasional por circunstancias accidentales extrañas al valor venal de la de la cosa.

Pero esta idea del valor era toda intuitiva en A. Smith; y la sociedad no cambia de hábitos por intuiciones, no se decide a tanto sino por la autoridad de los hechos. Era preciso formular la antinomia de una manera más sensible y más neta: J. B. Say fue su principal intérprete. Mas, a pesar de los esfuerzos de imaginación y de la admirable sutileza de este economista, la definición de Smith le domina sin que él lo advierta, y resalta en todos sus raciocinios.

Valuar una cosa, dice Say, es declarar que debe ser estimada tanto como otra que se designa ... El valor de cada cosa es vago y arbitrario ínterin no esté reconocido. Hay por lo tanto, una manera de reconocer el valor de las cosas, es decir, de fijarlo; y como este reconocimiento o fijación se hace comparando entre sí las cosas, hay y no puede menos de haber un carácter común, un principio, por medio del cual se declara que una cosa vale más, menos o tanto como otra.

Say había empezado por decir: La medida del valor es el valor de otro producto. Habiendo advertido más tarde que esta frase no era más que una tautología, la modificó diciendo: La medida del valor es la cantidad de otro producto; lo cual no es más inteligible. En otra parte, este escritor, ordinariamente tan lúcido y tan firme, se enreda en vanas distinciones: Cabe apreciar el valor de las cosas, no medirlo; esto es, compararlo con un título invariable y conocido, porque no existe. Todo lo que se puede hacer está reducido a valuar las cosas comparándolas. Distingue otras veces valores reales y valores relativos: Los primeros, dice, son aquellos en que el valor de las cosas cambia con los gastos de producción; los segundos, aquellos en que el valor de las cosas cambia con relación al valor de otras mercancías.

Preocupación singular de un hombre de genio, que no advierte que comparar, valuar, apreciar, es medir; que no siendo toda medida más que una comparación, indica por lo mismo una relación verdadera, si la comparación está bien hecha; que, por consecuencia, valor o medida real, y valor o medida relativa, son cosas perfectamente idénticas, y la dificultad se reduce toda, no a encontrar un tipo de medida, puesto que todas las cantidades pueden serlo recíprocamente las unas para las otras, sino a determinar el punto de comparación. En geometría ese punto es la extensión; y la unidad de medida, es ya la división del círculo en 360 partes, ya la circunferencia del globo terráqueo, ya la dimensión media del brazo, de la mano, del pulgar o del pie del hombre. En la ciencia económica, lo hemos dicho después de A. Smith, el punto de vista desde el que se comparan todos los valores, es el trabajo; en cuanto a la unidad de medida, la adoptada en Francia es el franco. Increíble parece que tantos hombres de juicio se rebelen desde hace cuarenta años contra idea tan palpable. Pero nada: La comparación de los valores se efectúa sin que haya entre ellos punto alguno de comparación, y sin unidad de medida; esto han resuelto sostener, para con todos y contra todos, los economistas del siglo XIX, antes que abrazar la teoría revolucionaria de la igualdad. ¿Qué dirá la posteridad?

Voy ahora a demostrar con elocuentes ejemplos, que la idea de medida o proporción de los valores, necesaria en teoría, se ha realizado y se realiza todos los días en la práctica.


Notas

(1) Charles Dunoyer (1786-1862) fundó con Charles Comte, en 1814, el periódico Le Censeur, perseguido bajo la Restauración. La obra a que alude Proudhon es De la liberté du travail ou simple exposé des conditions dans lesquelles las torces humaines s'exercent avec la plus de puissance (1845, 3 vol.).

(2) Coincide aquí el pensamiento d~ Proudhon con el de Rodbertus. Marx intenta refutar esta teoría en su Miseria de la filosofía.

(3) Adolfo Blanqui, hermano del célebre revolucionario (1798-1854), redactor jefe del Journal des Economistes y autor de una excelente Historia de la economía política (1837). Fue admirador de Proudhon desde la época de sus primeros trabajos.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha