Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Oposición del hecho y del derecho en la economía de las sociedades

Yo admiro la realidad de una ciencia económica.

Esta proposición, hoy puesta en duda por pocos economistas, es tal vez la más atrevida que haya podido sostener nunca un filósofo; y por lo menos, así lo espero, el curso de estas investigaciones probará que el mayor esfuerzo del espíritu humano será un día haberla demostrado.

Admito, por otra parte, la certidumbre absoluta, al mismo tiempo que el carácter progresivo de la ciencia económica, que entre todas las ciencias es, a mi modo de ver, la más comprensiva, la más pura y la mejor formulada en hechos: nueva proposición que hace de esa ciencia una lógica o metafísica in concreto, y cambia radicalmente las bases de la antigua filosofía. La ciencia económica, en otros términos, es para mí la forma objetiva y la realización de la metafísica, la metafísica en acción, la metafísica proyectada sobre el plano perdido del tiempo; de modo que cualquiera que se ocupe de las leyes del trabajo y del cambio, es verdadera y especialmente metafísico. Después de lo dicho en el prólogo, esto no tiene nada de sorprendente. El trabajo del hombre es la continuación de la obra de Dios, que al crear todos los seres no ha hecho más que realizar exteriormente las leyes eternas de la razón. La ciencia económica es, pues, necesariamente y a la vez una teoría de las ideas, una teología natural y una psicología. Esta observación general habría bastado por sí sola para explicar por qué, teniendo que tratar de materias económicas, había de suponer previamente la existencia de Dios, y con qué título yo, simple economista, aspiro a resolver el problema de la certidumbre.

Pero, impaciente estoy por decirlo, no considero ciencia el incoherente conjunto de teorías a que se ha dado desde hace unos cien años el nombre oficial de economía política, conjunto que a pesar de la etimología del nombre no es aún más que el código o la rutina inmemorial de la propiedad. Estas teorías no contienen sino los rudimentos o la primera sección de la ciencia económica; y éste es el motivo por qué, del mismo modo que la de la propiedad, son todas contradictorias entre sí y la mitad del tiempo inaplicables. La prueba de este aserto, que es en cierto sentido la negación de la economía política tal como nos la han trasmitido A. Smith, Ricardo, Malthus y J. B. Say, y tal como la vemos hace medio siglo, período en que no ha adelantado un paso, resultará particularmente de esta memoria.

La insuficiencia de la economía política la han reconocido en todos tiempos los hombres contemplativos que, sobradamente enamorados de sus elucubraciones para profundizar la práctica, y limitándose a juzgarla por sus resultados aparentes, han formado desde el origen un partido de oposición al statu quo, y se han consagrado a satirizar de una manera perseverante y sistemática la civilización y sus costumbres. En cambio la propiedad, base de todas las instituciones sociales, no careció nunca de defensores celosos que, gloriándose del título de prácticos, devolvieron golpe por golpe a los detractores de la economía política, y trabajaron valerosa y a veces hábilmente por consolidar el edificio que habían levantado de concierto la libertad individual y las preocupaciones generales. Esta controversia, aun hoy pendiente entre los conservadores y los reformistas, tiene por análoga en la historia de la filosofía la querella entre los realistas y los nominalistas. Es casi inútil añadir que por una como por otra parte el error y la razón son iguales, y la sola causa de no entenderse ha sido la rivalidad, la estrechez y la intolerancia de las opiniones.

Así dos fuerzas se disputan hoy el gobierno del mundo, y se anatematizan con el furor de dos cultos hostiles: la economía política, o la tradición; y el socialismo, o la utopía.

¿Qué es, pues, en términos más explícitos, la economía política? ¿Qué es el socialismo?

La economía política es la colección de las observaciones hechas hasta hoy sobre los fenómenos de la producción y la distribución de las riquezas, es decir, sobre las formas más generales, más espontáneas, y por consecuencia más auténticas del trabajo y del cambio.

Los economistas han clasificado de la mejor manera que han podido esas observaciones; han descrito los fenómenos y consignado sus accidentes y sus relaciones; han observado que estos fenómenos, en muchas circunstancias, presentaban cierto carácter de necesidad y les han dado el nombre de leyes; y ese conjunto de conocimientos recogidos de las manifestaciones, por decirlo así, más candorosas de la sociedad, ha venido a constituir la economía política.

La economía política es por lo tanto la historia natural de las costumbres, tradiciones, prácticas y rutinas más visibles y más universalmente acreditadas de la humanidad, en lo que se refiere a la producción y a la distribución de la riqueza. Como tal, la economía política se considera legítima de hecho y de derecho: de hecho, puesto que los fenómenos que estudia son constantes, espontáneos y universales; de derecho, puesto que esos fenómenos tienen en su favor la autoridad del género humano, que es la mayor autoridad posible. Así la economía política se califica de ciencia, es decir, de conocimiento razonado y sistemático de hechos regulares y necesarios.

El socialismo, que, parecido al dios Vichnú, siempre muere y siempre resucita, ha hecho habrá como veinte años su diezmilésima encarnación en la persona de cinco o seis reveladores, trata de anómala la constitución presente de la sociedad, y por lo tanto todas sus constituciones anteriores. Pretende y prueba que el orden civilizado es ficticio, contradictorio e ineficaz, y engendra por sí solo la opresión, la miseria y el crimen. Acusa, por no decir calumnia, toda la historia de la vida social, y provoca con todas sus fuerzas la refundición de las costumbres y de las instituciones.

El socialismo concluye declarando que la economía política es una hipótesis falsa, una lógica sofística inventada en provecho de la explotación de los más por los menos; y aplicando el apotegma A fructibus cognoscetis, acaba de demostrar la impotencia y el ningún valor de la economía política por el cuadro de las calamidades humanas, de las que la hace responsable.

Mas si es falsa la economía política, falsa es también la jurisprudencia, que en todos los países es la ciencia del derecho y de la costumbre, puesto que, estando fundada en la distinción de lo tuyo y de lo mío, supone la legitimidad de los hechos descritos y clasificados por la economía política; falsas son aún las teorías de derecho público e internacional, con todas las varias especies de gobierno representativo, puesto que descansan en el principio de la apropiación individual y de la soberanía absoluta de las voluntades.

El socialismo acepta todas estas consecuencias. Para él la economía política, considerada por muchos como la fisiología de la riqueza, no es más que la práctica organizada del robo y de la miseria; así como la jurisprudencia, decorada por los legistas con el nombre de razón escrita, tampoco es más que la compilación de las reglas del bandolerismo legal y oficial, o sea de la propiedad. Consideradas en sus relaciones esas dos pretendidas ciencias, la economía política y el derecho, constituyen, al decir del socialismo, la teoría completa de la iniquidad y de la discordia. Pasando luego de la negación a la afirmación, el socialismo opone al principio de propiedad el de asociación, y se esfuerza por reconstituir de arriba abajo la economía social, es decir, por establecer un derecho nuevo, una política nueva, e instituciones y costumbres diametralmente opuestas a las formas antiguas.

Así la línea de demarcación entre el socialismo y la economía política es clara y determinada, y la hostilidad flagrante.

La economía política tiende a la consagración del egoísmo; el socialismo a la exaltación de la comunidad.

Los economistas, salvas algunas infracciones de sus principios, de las que creen deber acusar a los gobiernos, son optimistas respecto a los hechos realizados; los socialistas respecto a los hechos por realizar. Los primeros dicen que lo que debe ser es; los segundos que no es lo que debe ser. Por consecuencia, al paso que los primeros se presentan como defensores de la religión, del poder y de los demás principios contemporáneos y conservadores de la propiedad, por más que su crítica, no estando fundada más que en la razón, ataque no pocas veces sus propias preocupaciones; los segundos rechazan la autoridad y la fe, y apelan exclusivamente a la ciencia, por más que cierta religiosidad, del todo iliberal, y un desdén muy poco científico de los hechos, constituyan siempre el carácter más ostensible de sus doctrinas.

Por lo demás, ni unos ni otros dejan de acusarse recíprocamente de esterilidad e impericia.

Los socialistas piden cuenta a sus adversarios de la desigualdad de las condiciones, de esas orgías comerciales donde el monopolio y la concurrencia, en monstruoso consorcio, engendran eternamente el lujo y la miseria; acusan las teorías económicas, vaciadas siempre sobre lo pasado, de dejar el porvenir sin esperanza; presentan, en una palabra, el régimen de la propiedad como una alucinación horrible, contra la cual protesta y forcejea la humanidad hace cuatro mil años.

Los economistas, por su parte, desafían a los socialistas a que formulen un sistema donde sea posible vivir sin propiedad, sin concurrencia y sin policía; prueban, documentos en mano, que todos los proyectos de reforma han sido siempre sólo rapsodias de fragmentos tomados de ese mismo régimen tan denigrado por el socialismo, más claro, plagios de la economía política, fuera de la cual el socialismo es incapaz de concebir ni de formular una idea.

Cada día aumentan los autos de ese grave proceso, y la cuestión se embrolla.

Mientras la sociedad marcha y tropieza, mientras la sociedad sufre y se enriquece siguiendo la rutina económica, los socialistas, desde Pitágoras, Orfeo y el impenetrable Hermes, trabajan por establecer su dogma en abierta contradicción con la economía política. Se ha llegado hasta a hacer acá y allá algunos ensayos de asociaciones en conformidad con sus opiniones; pero hasta aquí esas raras tentativas, perdidas en el océano propietario, no han producido resultados; y como si el destino hubiese resuelto agotar la hipótesis económica antes de empezar la realización de la utopía socialista, el partido reformador se ve reducido a devorar los sarcasmos de sus adversarios esperando que le llegue el turno.

He aquí el estado del proceso. El socialismo denuncia sin tregua las maldades de la civilización, consigna día por día la impotencia de la economía política para satisfacer las atracciones armónicas del hombre, y presenta querella sobre querella; la economía política llena sus autos con los sistemas socialistas que pasan unos tras otros, y mueren desdeñados por el sentido común. La perseverancia del mal alimenta las quejas de los unos, y los constantes descalabros de los reformistas dan materia a la maligna ironía de los otros. ¿Cuándo llegará el día del fallo? El tribunal está vacío, y en tanto la economía política se aprovecha de su ventaja, y sin dar caución continúa gobernando el mundo: possideo quia possideo.

Si de la región de las ideas bajamos a la realidad de las cosas, el antagonismo se nos aparecerá aún más amenazador, más grave.

En estos últimos años, cuando suscitado el socialismo por largas tempestades, hizo entre nosotros su fantástica aparición, los hombres que hasta entonces habían permanecido indiferentes y libres ante todo género de controversias, se refugiaron con espanto en las ideas monárquicas y religiosas, y fue maldecida y rechazada la democracia, a la que se acusaba de producir sus últimas consecuencias. Esa inculpación de los conservadores a los demócratas era una calumnia. La democracia es por su naturaleza tan antipática a la idea socialista como incapaz de sustituir la monarquía, contra la cual está condenada a conspirar eternamente sin llegar jamás a destruirla. Esto es lo que pronto se vió, y podemos apreciar todos los días por las protestas de la fe cristiana y propietaria de los publicistas demócratas, que desde entonces empezaron a verse abandonados por el pueblo.

Por otra parte, la filosofía no se mostró ni menos extraña, ni menos hostil al socialismo que la religión y la política.

Porque así como en el orden político la democracia tiene por principio la soberanía del número, y la monarquía la soberanía del príncipe; así como en las cosas de la conciencia la religión no es otra cosa que la sumisión a un ser místico, llamado Dios, y al sacerdote que le representa; así como, por fin, en el orden económico la propiedad, es decir, el dominio exclusivo del individuo sobre los instrumentos de trabajo, es el punto de partida de las teorías; así la filosofía, tomando por base los pretendidos a priori de la razón, se ha visto fatalmente conducida a atribuir al solo yo la generación y la autocracia de las ideas, y a negar el valor metafísico de la experiencia, es decir, a poner en todo, en lugar de la ley objetiva, la arbitrariedad, el despotismo.

Ahora bien, una doctrina nacida de improviso en el corazón mismo de la sociedad, sin antecedentes y sin antepasados, que rechazaba el principio arbitral de todas las regiones de la sociedad y de la conciencia, y sustituía como verdad única la relación de los hechos; una doctrina que rompía con la tradición y no consentía en servirse de lo pasado, sino como de un punto de apoyo para lanzarse a lo futuro; una doctrina tal, digo, no podía dejar de levantar contra sí las autoridades establecidas; y es fácil ver hoy cómo, a pesar de sus discordias intestinas, esas autoridades, que no constituyen más que una, se entienden para combatir el monstruo dispuesto a devorarlas.

A los obreros que se quejan de la insuficiencia del salario y de la incertidumpre del trabajo, la economía política les opone la libertad del comercio; a los ciudadanos que buscan las condiciones de la libertad y del orden, los ideólogos les presentan sistemas representativos; a las almas tiernas, que faltas ya de la antigua fe preguntan la razón y el objeto de su existencia, la religión les habla de los insondables secretos de la Providencia, y la filosofía les reserva la duda. ¡Siempre subterfugios! ¡Jamás ideas completas en que descansen el corazón y el entendimiento! El socialismo dice a voz en grito que es tiempo de hacer rumbo hacia la tierra firme y de entrar en puerto; y los antisocialistas contestan: no hay puerto; la humanidad camina bajo la salvaguardia de Dios y la dirección de los sacerdotes, los filósofos, los oradores y los economistas, y nuestra circunnavegación es eterna.

Así la sociedad se encuentra desde su origen dividida en dos grandes partidos: el uno tradicional y esencialmente jerárquico, y según el objeto que considere toma sucesivamente el nombre de monarquía o democracia, filosofía o religión, en una palabra, propiedad; el otro que, resucitando a cada crisis de la civilización, se declara ante todo anárquico y ateo, es decir, refractario a toda autoridad divina y humana: éste es el socialismo.

Ahora bien, la crítica moderna ha demostrado que en un conflicto de esta especie la verdad está, no en la exclusión de ninguno de los términos contrarios, sino tan sólo en la conciliación de entrambos; es, digo, una adquisición de la ciencia que todo antagonismo, tanto en la naturaleza como en las ideas, se resuelve en un hecho más general, o en una fórmula compleja que pone de acuerdo los elementos contrarios, absorbiendo, por decirlo así, el uno y el otro. ¿No podríamos, por lo tanto, hombres de sentido común, en tanto que esperamos la solución que realizará, sin duda, el porvenir, prepararnos para esta gran transición, por medio del análisis de las fuerzas en lucha, así como de sus cualidades positivas y negativas? Un trabajo de esta índole, hecho con exactitud y conciencia, ya que no nos condujese de golpe a la solución, tendría al menos la inapreciable ventaja de revelarnos las condiciones del problema, y ponernos por tanto en guardia contra toda utopía.

¿Qué hay, pues, de necesario y de verdadero en la economía política? ¿A dónde va? ¿Qué puede? ¿Qué nos quiere? Esto es lo que me propongo demostrar en esta obra. ¿Qué vale por otra parte el socialismo? Nos lo dirá la misma investigación.

Porque, puesto que al fin y al cabo el socialismo y la economía política persiguen un mismo objeto, a saber, la libertad, el orden y el bienestar entre los hombres, es evidente que las condiciones que hay que llenar, o en otros términos, las dificultades que hay que vencer para alcanzar ese objeto, no pueden menos de ser para los dos las mismas, y no hay ya más que pesar los medios intentados o propuestos por una como por otra parte. Mas como por otro lado sólo la economía política ha podido hasta aquí convertir sus ideas en actos, y el socialismo apenas ha hecho más que entregarse a una perpetua sátira, no es menos obvio que, con apreciar el mérito de los trabajos económicos, tendremos reducidas a un justo valor las declaraciones socialistas; de suerte que nuestra crítica, especial en la apariencia, podrá tomar conclusiones absolutas y definitivas.

Antes de entrar a fondo en el examen de la economía política, es indispensable hacer entender mejor esto por medio de algunos ejemplos.

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