Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Hemos encontrado el sujeto y el objeto de la ciencia; la verdad del pensamiento y del ser queda demostrada; falta ahora descubrir el método.

En sus investigaciones, más o menos graves, sobre el objeto y la legitimidad del conocimiento, la filosofía no tardó en apercibirse de que seguía, sin saberlo, ciertas formas de dialéctica que renacían constantemente, y que, estudiadas más de cerca, se reconocieron al instante como los medios naturales de investigación del sentido común. La historia de las ciencias y de las artes no ofrece nada más interesante que la invención de estas máquinas de pensar, verdaderos instrumentos de todos nuestros conocimientos, scientiarum organa, de los cuales daremos a conocer los principales.

El primero de todos es el silogismo.

Este es, por naturaleza y por temperamento, espiritualista. Pertenece a ese momento de la investigación filosófica en que la afirmación del espíritu domina a la de la materia, en que la embriaguez del yo hace desdeñar el no-yo, y niega, por decirlo así, toda intervención a la experiencia. Es el argumento favorito de la teología, el órgano del a priori, la fórmula de la autoridad.

El silogismo es esencialmente hipotético. Dada una proposición general y otra subsidiaria, el silogismo enseña a deducir de una manera rigurosa la consecuencia, pero sin garantizar la verdad extrínseca de esta consecuencia, porque por sí mismo no garantiza tampoco la verdad de las premisas. El silogismo, pues, sólo es útil como medio de encadenar una proposición a otra, pero sin poder demostrar la verdad: como el cálculo, responde con exactitud a lo que se le pregunta, pero no enseña a proponer la cuestión. Aristóteles, que trazó las reglas del silogismo, no se equivocó respecto a este instrumento, cuyos defectos señaló y cuyo mecanismo analizó.

Procediendo invariablemente por un a priori, por un prejuicio, el silogismo no sabe de dónde viene: poco amigo de la observación, más bien establece su principio que lo expone; en una palabra, tiende menos a descubrir la ciencia que a crearla.

El segundo instrumento de la ciencia es la inducción.

Esta es la inversa o la negación del silogismo, como el materialismo, afirmación exclusiva del no-yo, es la negación del espiritualismo. Todo el mundo conoce esta forma de razonamiento, alabada y recomendada por Bacon, y que debía, según él, renovar las ciencias. Consiste en elevarse de lo particular a lo general, al revés del silogismo, que desciende de lo general a lo particular. Ahora bien: como lo particular puede clasificarse, según la variedad infinita de sus aspectos, en una multitud innumerable de categorías, y como el principio de la inducción consiste en no suponer nada que no se haya establecido antes, se sigue de aquí que, al revés del silogismo, que no sabe de dónde viene, la inducción no sabe a dónde va: permanece en la tierra, y no puede elevarse ni llegar al fin. Como el silogismo, la inducción sólo tiene fuerza para demostrar la verdad conocida de antemano, pero no la tiene para descubrirla. Esto empieza a notarse en Francia; aquí, en donde la ausencia de lo que se llama espíritu filosófico, es decir, la falta de instrumentos dialécticos superiores, retiene a la ciencia estacionaria en el momento mismo en que las observaciones se acumulan con una abundancia y una rapidez sorprendentes. Puede decirse, pues, que los progresos realizados desde Bacon, no se deben, como tantas veces se dijo, a la inducción, sino a la observación sostenida por el pequeño número de preocupaciones que nos había legado la antigua filosofía, y que la observación no hizo más que confirmar, modificar o destruir. Ahora que, al parecer, hemos agotado nuestra trama, la inducción se detiene y la ciencia no marcha.

En dos palabras; como la inducción lo concede todo al empirismo, y el silogismo al a priori, el conocimiento oscila entre dos nadas: mientras los hechos se acumulan, la filosofía se pierde, y muchas veces la experiencia permanece inútil.

Lo que se necesita hoy, es un instrumento que, reuniendo las propiedades del silogismo y de la inducción, partiendo a la vez de lo particular y de lo general, llevando de frente la razón y la experiencia; en una palabra, imitando el dualismo que constituye el universo y que hace salir toda existencia de la nada, conduzca siempre, infaliblemente, a una verdad positiva.

Tal es la antinomia.

Por lo mismo que una idea o un hecho presenta una relación contradictoria y desarrolla sus consecuencias en dos series opuestas, se debe esperar una idea nueva y sintética. Tal es el principio universal, y por consiguiente variado, del nuevo órgano formado por la combinación y la oposición del silogismo y la inducción; órgano entrevisto nada más por los antiguos, que Kant ha revelado, y que puso en práctica con tanto vigor y tan brillantemente el más profundo de sus sucesores, Hegel.

La antimonia sabe de dónde viene, a dónde va y lo que contiene: la conclusión que proporciona es verdadera sin condición de evidencia previa ni ulterior; verdadera en sí misma, por sí misma y para sí misma.

La antinomia es la expresión pura de la necesidad, la ley íntima de los seres, el principio de las fluctuaciones del espíritu, y por consiguiente, de sus progresos; la condición sine qua non de la vida en la sociedad, como en el individuo. En el curso de esta obra hemos dado a conocer suficientemente el maravilloso mecanismo de este instrumento; lo que nos falta por decir, encontrará sucesivamente su lugar en las partes que hemos de tratar.

Pero si la antinomia no puede engañar ni mentir, no es por eso toda la verdad; y si se limitase a este instrumento, la organización del sentido común sería incompleta, porque dejaría al arbitrio de la imaginación el orden de las ideas particulares determinadas por la antinomia; no explicaría el género, la especie, la progresión, las evoluciones, el sistema, en fin; precisamente, lo que constituye la ciencia. La antinomia habría cortado una multitud de piedras, pero quedarían esparcidas y no habría edificio.

La más superficial observación, basta para descubrir la distribución por pares de los órganos del cuerpo humano; pero el que no conociese más que esta dicotomía, verdadera encarnación de la gran ley de los contrarios, estaría muy lejos de poseer la idea de nuestra organización, tan complicada, y sin embargo, una. Otro ejemplo. La línea se forma por el movimiento de un punto que se opone a s( mismo; el plano nace de un movimiento análogo de la línea, y el sólido de un movimiento semejante del plano. Las matemáticas están llenas de estas apercepciones dualistas; pero el dualismo, por sí solo, no es menos estéril para la inteligencia de las matemáticas. Procurad deducir, por medio del dualismo, la idea de triángulo de la idea de línea: extraed de los conceptos antitéticos de cantidad, calidad, etc., la idea de rayo de luz con sus siete colores, y la de gama con sus siete tonos. Las ideas, una vez determinadas individualmente por sus relaciones contradictorias, necesitan aún una ley que las agrupe, les dé figura y las sistematice, sin lo cual permanecerían aisladas como las estrellas que el capricho de los primeros astrónomos pudo muy bien reunir en constelaciones fantásticas, pero que permanecieron extrañas unas a otras, hasta que la ciencia más profunda de un Newton y de Herschell descubrió las relaciones que las coordinan en el firmamento.

La ciencia, tal como puede resultar de la antinomia, no basta para la inteligencia del hombre y de la naturaleza: se necesita, pues, otro instrumento dialéctico que la complete. ¿Y qué puede ser éste, sino una ley de progresión, de clasificación y de serie?; ¿una ley que comprenda en su generalidad el silogismo, la inducción, la antinomia misma y que sea, respecto a ésta, lo que en la música es el canto respecto al acorde?

Esta ley; conocida en todos los tiempos, como se puede ver en el capítulo primero del Génesis, cuando Dios crea los animales y las plantas según sus géneros y especies, fue muchas veces aplicada por los naturalistas modernos; es soberana en matemáticas; los filósofos y los artistas la proclamaron como la ciencia pura de lo bello y de lo verdadero; pero nadie, que yo sepa, ha expuesto la teoría. Se me dispensará, pues, que con este objeto remita al lector a otra obra en la cual verá, sin duda, que he dado más pruebas de buena voluntad que de aptitud para llenar aquel vacío (1).

Progresión, serie, asociación de las ideas por grupos naturales: tal es el último paso de la filosofía en la organización del sentido común. Los demás instrumentos dialécticos se refunden en este: el silogismo y la inducción no son más que fragmentos desprendidos de series superiores que se consideran en diverso sentido: la antinomia es como la teoría de los dos polos de un pequeño mundo, abstracción hecha de los puntos medios y de los movimientos interiores. La serie comprende todas las formas posibles de clasificación de las ideas; es unidad y variedad, verdadera expresión de la naturaleza, y por consiguiente, forma suprema de la razón. Nada es inteligible para el espíritu si no puede referirse a una serie o seriarse; y toda criatura, todo fenómeno, todo principio que se presenta aislado, permanece ininteligible para nosotros. A pesar del testimonio de los sentidos y a pesar de la certidumbre del hecho, la razón lo rechaza y lo niega hasta que encuentra los antecedentes, los consiguientes y los corolarios; es decir, la serie, la familia.

Para hacer todo esto más claro, apliquémoslo al asunto mismo que constituye el objeto de este capítulo: la propiedad.

La propiedad es ininteligible fuera de la serie económica, hemos dicho en el sumario de este capítulo. Esto significa que la propiedad no se comprende ni se explica de una manera satisfactoria, ni por medio de los a priori, cualesquiera que sean, morales, metafísicos o psicológicos (fórmula del silogismo), ni por medio de los a posteriori legislativos o históricos (fórmula de la inducción), ni siquiera exponiendo su naturaleza contradictoria, como lo hice yo en mi Memoria sobre la propiedad (fórmula de la antinomia). Es necesario saber en qué orden de manifestaciones análogas, similares o adecuadas se coloca la propiedad; es preciso, en fin, encontrar la serie, pues todo lo que se aisla, todo lo que se afirma en sí, por sí y para sí solamente, no goza de una existencia suficiente, no reúne todas las condiciones de inteligibilidad y de duración; se necesita todavía la existencia en el todo, por el todo y para el todo; es preciso, en fin, que a las relaciones internas, se unan las externas.

¿Qué es la propiedad? ¿De dónde viene y qué quiere? He ahí el problema que más interesa a la filosofía; el problema lógico por excelencia, y de cuya solución dependen el hombre, la sociedad y el mundo. El problema de la propiedad es, bajo una forma diferente, el problema de la certidumbre; la propiedad es el hombre, es Dios, es todo.

Ahora bien: que los logistas respondan a esta cuestión formidable balbuceando sus a priori. a priori, la propiedad, para estar de acuerdo consigo misma, debería ser, como la libertad, recíproca e inalienable; de modo que toda adquisición, es decir, todo ejercicio ulterior del derecho de apropiación, sería a la vez, por parte del que adquiriese, el goce de un derecho natural, y frente a sus semejantes, una usurpación; lo cual es contradictorio, imposible.

Que los economistas, apoyados en sus inducciones utilitarias, nos digan a su vez: El origen de la propiedad es el trabajo. La propiedad es el derecno de vivir trabajando, de disponer, libre y soberanamente, de sus ahorros, de su capital, del fruto de su inteligencia y de su industria; no por esto su sistema es más sólido. Si el trabajo, la ocupación efectiva y fecunda, es el principio de la propiedad, ¿cómo se explica ésta en el hombre que no trabaja? ¿Cómo se justifica la renta? ¿Cómo de esta formación de la propiedad por el trabajo, se deduce el derecho de poseer sin trabajar? ¿Cómo se concibe que de un trabajo de treinta años, resulte una propiedad eterna? Si el trabajo es el origen de la propiedad, la propiedad será la recompensa del trabajo; pues bien: ¿cuál es el valor del trabajo? ¿Cuál es la medida común de los productos, cuyo cambio produce tan monstruosas desigualdades en la sociedad? ¿Se dirá que la propiedad debe estar limitada a la duración de la ocupación real, a la duración del trabajo? Entonces la propiedad deja de ser personal, inviolable y trasmisible; ya no es la propiedad. ¿No es evidente que, si la teoría de los legistas es arbitraria, la de los economistas es rutina pura? Por lo demás, pareció tan peligrosa por sus consecuencias, que se abandonó casi al mismo tiempo que se expuso. Los legistas del otro lado del Rhin volvieron casi todos al sistema de la primera ocupación, cosa increíble en el país de la dialéctica.

¿Y qué diremos de las divagaciones de los místicos; de esa gente a quien la razón horroriza y para quien el hecho está siempre suficientemente explicado y justificado, sólo porque existe? La propiedad, dicen, es una creación de la espontaneidad social, el efecto de una ley de la Providencia, ante la cual debemos humillarnos. ¿Y qué podremos encontrar que sea más respetable, más auténtico, más necesario y más sagrado que lo que el género humano quiso espontáneamente, y realizó con el permiso del cielo?

Así, pues, la religión viene, a su vez, a consagrar la propiedad. Por esto, puede juzgarse la escasa solidez del principio. Pero la sociedad, o sea la Providencia, no pudo consentir la propiedad sino teniendo en cuenta el bien general: ¿puede preguntarse, sin faltar al respeto que la Providencia merece, de dónde vienen las exclusiones? Si el bien general no exige absolutamente la igualdad de las propiedades, por lo menos implica cierta responsabilidad por parte del propietario; y cuando el pobre pide limosna, el soberano reclama el diezmo. Sin embargo, mientras la propiedad esté defendida por tan mezquinos medios, la propiedad estará en peligro; y mientras un hecho nuevo y más poderoso no se oponga a ella, los ataques a la propiedad serán insignificantes protestas, buenas para amotinar a los pobres y para irritar a los propietarios.

Por último, se presentó un crítico que, empleando una nueva argumentación, dijo:

La propiedad, como hecho y como derecho, es esencialmente contradictoria, y por esta razón misma podemos decir que es algo. Y en efecto:

La propiedad es el derecho de ocupación, y al mismo tiempo, el derecho de exclusión.

La propiedad es el precio del trabajo, y la negación del trabajo.

La propiedad es el producto espontáneo de la sociedad, y la disolución de la sociedad.

La propiedad es una institución de justicia, y la propiedad es el robo.

Resulta de todo esto que llegará un día en que la propiedad, transformada, será una idea positiva, completa, social y verdadera; una propiedad que abolirá la antigua, y que será para todos igualmente efectiva y benéfica: lo que lo prueba, es, precisamente, que la propiedad se presenta como una contradicción.

Desde este momento, empezó a conocerse la institución: su naturaleza íntima quedó descubierta, y su porvenir previsto. Y sin embargo, se pudo decir que el crítico no había hecho más que la mitad de su obra, ya que, para constituir definitivamente la propiedad, para quitarle su carácter exclusivo y darle su forma sintética, no bastaba haberla analizado en sí misma; era preciso encontrar el orden de ideas, dentro del cual era un momento particular, la serie que la envolvía, y fuera de la cual era imposible comprender ni atacar la propiedad. Sin esta condición, la propiedad, conservándose como statu quo, permanecía inatacable en tanto que hecho, ininteligible en tanto que idea, y toda reforma emprendida contra este statu quo no podía ser, con respecto a la sociedad, más que un retroceso, si no un parricidio.

Que se reflexione un momento nada más, y se verá que en la época actual, la propiedad lo es todo para la ciencia legislativa y para nuestros hábitos económicos; que fuera de la propiedad, a pesar de los esfuerzos hechos en estos últimos tiempos por el socialismo, no se concibe ni se imagina nada; que ni en la jurisprudencia, ni en el comercio y la industria, se descubre salida; que una vez destruída la propiedad, la sociedad cae en una desorganización sin fin; y que, por haber conocido la propiedad en su naturaleza antinómica, no por eso sabemos cómo realizará su fórmula definitiva, y cómo del orden actual saldrá un orden nuevo, cuya idea desconocemos todos; que se piense en esto, digo, y que se pregunte después de qué manera, por la sola virtud de la antinomia, de la organización presente, que agota a la vez nuestra experiencia y nuestra razón, llegaremos a determinar una forma social, para la cual carecemos de ideas y de hechos.

Es preciso confesarlo: al demostrar lo que es la propiedad en sí, la antinomia dijo su última palabra, y no puede ir más allá. Se necesita otra construcción lógica; es preciso encontrar la progresión, construir la serie fuera de la cual la propiedad aparece como un hecho aislado, una idea solitaria, y permanece inconcebible y estéril. Pero si en esta serie, la propiedad recobra su lugar, por consiguiente, su verdadera forma, será parte esencial de un todo armónico y verdadero, y al perder sus cualidades negativas, revestirá los atributos positivos de la igualdad, de la mutualidad, de la responsabilidad y del orden.

Así, pues, cuando quisimos descubrir la misión y el sentido filosófico de la moneda, de ese hecho que se presenta aislado en los libros de los economistas, y que por este motivo había permanecido inexplicable hasta hoy, hemos buscado la cadena de la cual supusimos que la moneda era un eslabón desprendido; y por esta simple hipótesis, descubrimos fácilmente que la moneda era el primero de los productos cuyo valor se constituyó socialmente, y que, por esta razón, servía de tipo a todos los demás. Así también, cuando hemos necesitado conocer la naturaleza del impuesto, otro hecho aislado, objeto de tantos clamores en la economía política, nos bastó completar la gran familia de los trabajadores haciendo entrar en ella, como género, a los trabajadores improductivos; es decir, a aquellos cuya remuneración no se verifica por medio del cambio, y cuyo empleo está en descenso, mientras que el de los otros está en progreso.

De la misma manera, para llegar a la completa inteligencia de la propiedad, para adquirir la idea del orden social, tenemos que hacer dos cosas: 1 determinar la serie de las contradicciones que comprenden la propiedad; y 2 por medio de una ecuación general, dar la fórmula positiva de esta serie.

Si la esperanza no nos engaña, bien pronto habremos realizado la primera parte de este trabajo. La propiedad es uno de los hechos generales que determinan las oscilaciones del valor; es una parte integrante de esta larga serie de instituciones espontáneas que comienza en la división del trabajo y termina en la comunidad, para resolverse después en la constitución de todos los valores. Ya hoy mismo, en el sistema de las contradicciones económicas, podemos presentar, como en una tapicería vista por el revés, la imagen de nuestra organización futura; de modo que, para dar la última mano a nuestro trabajo y resolver la segunda parte del problema, nos bastará enderezar lo que hoy presentamos al revés.

En principio, todo ser solitario, es decir, no dividido y sin compañeros, es naturalmente ininteligible; como el espíritu y la materia, como todas las esencias que no se manifiestan o que no están seriadas, es una cosa inaccesible al entendimiento y que se resuelve, para el espíritu, en sentimiento y en misterio. Por eso el ser infinito que ya la lógica nos obliga a aceptar, aun cuando la observación pruebe su existencia, será para el hombre como si no existiese. Como nada hay en él ni fuera de él que pueda poner término a la concentración y a la soledad, ni la eternidad, ni la ubicuidad, ni la omnipotencia, ni la ciencia infinita, ni la creación, ni la humanidad progresiva cuyo principio y conservador es él, pero de la cual se distingue esencialmente, un ser semejante permanecerá siempre desconocido, y todo lo que la razón nos impone respecto a él, es la negación, o, lo que es igual, la fe.

El silogismo, la inducción, la antinomia y la serie, forman, pues, el armamento completo de la inteligencia, y es fácil comprender que ningún otro instrumento dialéctico se puede descubrir ya.

El silogismo desenvuelve la idea, por decirlo así, de arriba abajo;

La inducción la reproduce de abajo arriba;

La antinomia la ataca de frente y de costado;

La serie la sigue y la penetra en solidez y profundidad.

El campo del conocimiento no tiene más dimensiones, y no puede haber otros métodos. Desde hoy, podemos decir que la lógica está hecha y el sentido común organizado; y como la organización del trabajo es el corolario inevitable de la organización del sentido común, es imposible que la sociedad deje de llegar bien pronto a su constitución segura y definitiva.


Notas

(1) Creación del orden en la humanidad. Un vol. in-l2.

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