Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

La propiedad es explicable fuera de la serie económica. De la organización del sentido común o problema de la certidumbre

I

La organización del sentido común supone la solución previa de otro problema, que es el de la certidumbre, y se divide en dos especies correlativas; certidumbre del sujeto y certidumbre del objeto: en otros términos; antes de investigar las leyes del pensamiento, era preciso asegurarse de la realidad del ser que piensa y del ser que es pensado, sin lo cual se correría peligro de investigar las leyes de nada.

El primer momento de esta gran polémica es aquel en que el yo procede al reconocimiento de sí mismo, se palpa, por decido así, y busca el punto de partida de su juicio. ¿Quién soy yo?, se pregunta; ¿soy algo, estoy seguro de mi propia existencia? He ahí la primera cuestión que el sentido común tenía que resolver, y la resolvió, en efecto, con este juicio tan admirado: Pienso, luego existo.

Pienso; esto basta; no necesito saber más para estar seguro de mi existencia, supuesto que todo cuanto puedo aprender sobre este punto, se reduce a saber que no se prueba la realidad de ningún ser si yo no la afirmo; y por consiguiente, que nada existe sin mí. El yo: tal es el punto de partida del sentido común, y su respuesta a la primera duda de la filosofía.

Así, pues, el sentido común, o mejor dicho, la naturaleza desconocida e impenetrable que piensa y que habla, el yo, en fin, se afirma, pero no se demuestra. Su primer juicio es un acto de fe en sí mismo, y declara la realidad del pensamiento, hecho primitivo, necesario, axioma, en fin, fuera del cual no es posible razonar.

Pero, ya fuese por falta de juicio, ya por sutileza de ideas, ciertos pensadores creyeron que esta afirmación del sentido común era ya demasiado atrevida, y habrían deseado que presentase los títulos que tenía para hacerla. ¿Quién nos garantiza, decían, que pensamos y que existimos? ¿Cuál es la autoridad del sentido íntimo? ¿Qué significa una afirmación cuyo valor está en su espontaneidad misma?

Grandes debates se sostuvieron con este motivo, pero el sentido común los terminó con esta célebre sentencia: Considerando que dudar de la duda misma es absurdo; que la investigación que tiene por objeto la legitimidad de la investigación es contradictoria; que semejante escepticismo es antiescéptico y se refuta por sí mismo; que es un hecho que pensamos y que deseamos conocer; que no se puede disputar sobre este hecho que abraza el universo y lo eterno; por consiguiente, que la única cosa que se debe hacer, es averiguar hasta dónde el pensamiento puede conducirnos. Pirrón y su secta serán reconocidos por la filosofía como absurdos, y el yo quedará tranquilo en cuanto a su existencia; por lo demás, su opinión, declarada por sus propios términos, contraria al sentido común, queda excomulgada por el sentido común.

A pesar de la energía de estos considerandos, algunos creyeron que debían protestar aún, y apelaron exigiendo la revisión del proceso. Los verdaderos escépticos, dijeron, no son los que dudan de la realidad de su duda, porque eso es ridículo; los escépticos sólo dudan de la realidad del contenido de la duda, y con mayor razón de los medios de averiguar si este contenido es real, lo cual es muy distinto.

Esto es, replicó el sentido común, como si dijeseis que no dudáis de la existencia de las religiones, porque la religión es un fenómeno del pensamiento, un accidente del yo, sino que dudáis de la realidad del objeto de las religiones, y con mucha más razón, de la posibilidad de determinar este objeto; o bien, que no dudáis de la oscilación del valor, porque esta oscilación es un fenómeno del pensamiento general, un accidente del yo colectivo, sino de la realidad misma de los valores, y mucho más, de su medida. Pero si relativamente al hombre, la realidad de las cosas no se distingue de la ley de las cosas, como, por ejemplo, la realidad de los valores, que no es ni puede ser más que la ley de los valores; y si la ley de las cosas no es nada sin el yo que la determina y la crea, como os veis precisados a confesar, vuestra distinción de la realidad de la duda y la realidad del contenido de la duda, como el a fortiori que le sigue, es absurdo. El universo y el yo son, por el pensamiento, idénticos y adecuados; luego nuestro trabajo es investigar, si, con relación a sí mismo, el yo puede equivocarse; si en el ejercicio de sus facultades, está sujeto a perturbaciones; cuáles son las causas de éstas; cuál la medida común de nuestras ideas; y por último, cuál es el valor de este concepto de no-yo que forma el yo en cuanto se pone en acción, y del cual le es imposible separarse.

Vemos, pues, que para el sentido común la teoría metafísica de la certidumbre es análoga a la teoría económica del valor, o mejor dicho, que estas dos teorías forman una sola; y los escépticos que, admitiendo la realidad del contenido de la duda, y por lo tanto, la posibilidad de determinar este contenido, se parecen a los economistas que, afirmando las oscilaciones del valor, rechazan la posibilidad de determinar estas oscilaciones, y por consiguiente, la realidad misma del valor. Nosotros hemos hecho justicia a esta contradicción de los economistas, y veremos bien pronto que, así como el valor se determina en la sociedad por una serie de oscilaciones entre la oferta y el pedido, también la verdad se constituye en nosotros por una serie de fluctuaciones entre la razón que afirma y la experiencia que confirma, y que de la duda misma se forma poco a poco la certidumbre.

Obtenida y determinada la certidumbre del sujeto, antes de pasar a la investigación de las leyes del conocimiento, faltaba determinar la certidumbre del objeto, base de todas nuestras relaciones con el universo. Esta fue la segunda conquista del sentido común, el segundo momento del trabajo filosófico.

Nosotros no podemos sentir, amar, razonar, obrar, existir, en fin, mientras permanecemos encerrados en nosotros mismos: es necesario que el yo ponga en acción sus facultades; que despliegue su ser; que salga, en cierto modo, de su nulidad; que después de haberse puesto, se oponga; es decir, que se ponga en relación con un no sé qué, que es o le parece ser distinto de él, y que llamamos no-yo.

Dios, el sér infinito a quien más tarde nuestra razón, asegurada en su doble base, supondrá invenciblemente, por lo mismo que su esencia lo abraza todo, no tiene necesidad de salir de sí mismo para vivir y conocerse. Su sér se desenvuelve por completo en sí mismo; su pensamiento es introspectivo; en él, el yo percibe el no-yo como yo, porque los dos son infinitos, porque lo infinito es, necesariamente, único, y porque en Dios, el tiempo es idéntico a la eternidad, el movimiento idéntico al reposo, el obrar sinónimo de querer, y el amor no tiene más objeto ni otra causa determinante que él mismo. Dios es el egoísmo perfecto, la soledad absoluta y la contradicción suprema. Bajo todos los aspectos, Dios, naturaleza inversa a la del hombre, existe por sí mismo y sin oposición, o mejor dicho, produce en su interior el no-yo en vez de buscarle en el exterior; aunque se distingue, es siempre yo; su vida no se apoya en ninguna otra; desde que se conoce, vive, y todo existe, todo se prueba por él: Ego sum qui sum, dice. Dios es, en efecto, el sér incomprensible, inefable y necesario, y aunque la razón se resista a confesarlo, la necesidad le obliga.

No sucede lo mismo con el hombre, con el ser finito. Este no existe por sí ni en sí mismo; necesita un medio en el cual su razón se refleje, su vida se despierte, y su alma, como sus órganos, encuentren la sustncia que necesitan. Tal es, por lo menos, la manera que nosotros tenemos de concebir el desenvolvimiento de nuestro ser. Este punto lo reconocen todos los que no se obstinaron en la contradicción de los pirronianos.

Se trata, pues, de reconocer el sentido de este fenómeno y de determinar la calidad de este no-yo que la conciencia nos presenta como realidad exterior, necesaria a nuestra existencia, aunque independiente de ella.

Pues bien, dicen los escépticos; admitamos que el yo no pueda, razonablemente, dudar que existe: ¿con qué derecho afirmará una realidad exterior que no es él, que permanece impenetrable y que califica de no-yo? Los objetos que vemos fuera de nosotros, ¿existen realmente? y si existen fuera de nosotros, ¿son tales como nosotros los vemos? Lo que los sentidos nos dicen con respecto a las leyes de la naturaleza, ¿viene efectivamente de ella, o es un producto de nuestra actividad pensante que nos presenta en el exterior lo que ella proyecta en su seno? ¿Añade algo la experiencia a la razón, o no es más que la razón manifestándose a sí misma? ¿Qué medio tenemos para convencernos de la realidad de ese no-yo?

Esta pregunta singular que el sentido común no habría hecho jamás, presentada por los genios más profundos que honran a nuestra raza, y desarrollada con una elocuencia, una sagacidad y una variedad de formas maravillosa, dió lugar a una infinidad de sistemas y de conjeturas, difíciles de comprender en sus voluminosos autores, pero de los cuales se puede formar una idea reduciéndolos a algunas líneas.

Varios filósofos pretendieron negar la existencia del no-yo; cosa natural y que debía esperarse. Un no-yo que se opone al yo, es como un hombre que viene a turbar a otro en su posesión, y el primer movimiento de éste consiste en negar semejante vecindad. Los cuerpos no existen, dijeron: no hay naturaleza, no hay nada fuera del yo, ni más esencia que la suya. Todo pasa en el espíritu: la materia es una abstracción, y lo que vemos y afirmamos como hijo de no sabemos qué experiencia, es el producto de nuestra actividad pura que, determinándose por sí misma, se imagina que recibe del exterior lo que ella misma crea, o mejor dicho, lo que llega a ser; pues hablando del alma, ser, producir y llegar a ser, son sinónimos.

A esto responde el sentido común: Nosotros distinguimos necesariamente dos modos en el conocimiento; la deducción y la adquisición. Por el primero, parece que el espíritu crea, en efecto, todo lo que aprende; tales son las matemáticas. Por el segundo, al contrario, el espíritu detenido constantemente en su progreso científico, sólo marcha movido por una excitación continua, cuya causa es completamente involuntaria y está fuera de la soberanía del yo. ¿Cómo se explica este fenómeno dentro del espiritualismo? Si toda la ciencia sale del yo sólo, ¿por qué no es espontánea, completa desde el origen, igual en todos los individuos, y en el mismü individuo, igual también en todos los momentos de su existencia? ¿Cómo, en fin, se explican el error y el progreso? En vez de resolver el problema, el espiritualismo lo elimina; desconoce los hechos mejor observados, los más indudables, como son los descubrimientos experimentales del yo; da tormento a la razón, y se ve precisado a poner en duda su propio principio, negando el testimonio negativo del espíritu. El espiritualismo es, pues, contradictorio, y por lo tanto, inadmisible.

Más tarde se presentaron otros sosteniendo que sólo la materia existe, y que el espíritu es una abstracción. Nada es verdadero ni real fuera de la naturaleza: no existe nada más que lo que podemos ver, tocar, contar, pesar, medir y trasformar; nada existe más que los cuerpos y sus infinitas modificaciones. Nosotros mismos somos cuerpos organizados y vivientes; y lo que llamamos alma, espíritu, conciencia o yo, no es más que una entidad que sirve para representar la armonía de este organismo. Es el objeto el que, por el movimiento inherente a la materia, engendra al sujeto: el pensamiento es una modificación de la materia; la inteligencia, la voluntad, la virtud y el progreso, son determinaciones de cierto orden, atributos de la materia, cuya esencia nos es desconocida.

Pero ... replica el sentido común: si Satanás in seipsum divisus est, quomodo stabit? La hipótesis materialista presenta una doble imposibilidad. Si el yo no es más que el resultado de la organización del no-yo; si el hombre es el punto culminante, el jefe de la naturaleza misma elevada a su mayor potencia, ¿cómo tiene la facultad de contradecir a la naturaleza, de atormentarla y de rehacerla? ¿Cómo se explica esta reacción de la naturaleza sobre sí misma, reacción que produce la industria, las ciencias, las artes, todo un mundo fuera de la naturaleza, y cuyo objeto es vencerla? ¿Cómo atribuir a modificaciones materiales lo que, según el testimonio de nuestros sentidos, único que aceptan los materialistas, se produce fuera de las leyes de la materia?

Y además: si el hombre es materia organizada, su pensamiento es la reflexión de la naturaleza. ¿Por qué, pues, la materia, por qué la naturaleza se conoce tan mal? ¿De dónde viene la religión, la filosofía y la duda? ¡Cómo! La materia lo es todo, el espíritu nada; y cuando esta materia llega a su más elevada manifestación, a su evolución suprema; cuando se hizo hombre, entonces no se conoce, pierde la memoria, se extravía y sólo marcha con el auxilio de la experiencia, como si no fuese la materia, es decir, ¡la experiencia misma! ¿Qué naturaleza es ésta que se olvida de sí misma, que necesita aprender a conocerse desde que llega a la plenitud de su sér, que se hace inteligente para ignorarse, y que pierde su infalibilidad en el instante mismo en que adquiere la razón?

El espiritualismo, al negar los hechos, sucumbe ante su propia impotencia, y los hechos aplastan al materialismo: cuanto más procuran establecerse ambos sistemas, tanto más manifiestan su contradicción.

Entonces, con un aire devoto y un continente recogido, se presentaron los místicos. El espíritu y la materia, el pensamiento y la extensión, dijeron, existen uno y otro; pero esto no lo sabemos por nosotros mismos, sino por Dios que nos lo ha revelado: y como todas las cosas fueron creadas por él; como todos existen en él; en él, espíritu infinito de quien procede nuestra inteligencia, puede verlas nuestra razón. De este modo se explica el paso del yo al no-yo, y las relaciones del espíritu y la materia se hacen inteligibles.

Como se hablaba de Dios por primera vez, el auditorio prestó mayor atención, y ...

Sin duda, dijo el sentido común: no pudiendo el espíritu ponerse en comunicación más que con el espíritu, es hábil hacernos ver en Dios, que es espíritu, las cosas corporales que ha creado. Desgraciadamente, este sistema descansa en un círculo vicioso y en una petición de principio. Por un lado, antes de creer en Dios, necesitamos creer en nosotros mismos: pues bien; nosotros no sentimos nuestro yo, no estamos seguros de nuestra existencia, si una reacción exterior no nos la hace sentir, o lo que es lo mismo, si no admitimos un no-yo, que es, precisamente, lo que se discute. En cuanto a la revelación, según sus partidarios, se hizo por medio de los milagros, signos cuyos instrumentos se tomaron de la naturaleza. ¿Cómo hemos de juzgar el milagro y creer en la revelación, si no estamos seguros previamente de la existencia del mundo, de la constancia de sus leyes y de la realidad de sus fenómenos?

La importancia del misticismo consiste en que, después de haber reconocido la necesidad del sujeto y del objeto, procura explicarlos por su origen. Pero este origen que, según los místicos, es Dios; es decir, un tercer término inteligente como el yo y real como el no-yo, no se le define, no se le demuestra ni se le explica; al contrario, al separarlo del mundo y del hombre, se le hace inaccesible a la inteligencia, y por lo tanto, no verdadero. El misticismo es una mistificación.

La controversia quedó en tal estado. Teístas e incrédulos, espiritualistas y materialistas, escépticos y místicos no podían ponerse de acuerdo, y el mundo no sabía en qué creer. Se miraban los unos a los otros sin decir nada, cuando con aire grave y sin énfasis, un filósofo, el más cauteloso y el más sutil que se ha conocido, tomó la palabra.

Comenzó por reconocer la realidad del yo y del no-yo, como también la existencia de Dios; pero dijo que era radicalmente imposible al yo asegurarse, por el razonamiento o la experiencia, de lo que existe fuera de él. Sí, exclamó; los cuerpos existen: el modo de formarse en nosotros el conocimiento, lo prueba; pero estos cuerpos, este no-yo, no lo conocemos en sí mismo, y todo cuanto la experiencia nos refiere sobre este punto, proviene de nosotros mismos; es el fruto propio de nuestro espíritu que, solicitado por sus percepciones externas, aplica a las cosas sus propias leyes, sus categorías, y luego se imagina que esta forma que él da a la naturaleza, es de ella misma. Sí, nosotros debemos creer en la existencia de Dios, en una esencia soberana que sirve de sanción a la moral y de complemento a nuestra vida; pero esta creencia en el Ser Supremo, no es más que un postulado de nuestra razón, una hipótesis completamente subjetiva que nuestra ignorancia nos obliga a imaginar, y que si se exceptúa la necesidad de nuestra dialéctica, nada en el mundo puede atestiguar.

A estas palabras siguió un largo murmullo: los unos se resignaron a creer en lo que no podrían demostrar jamás; los otros pretendieron que había motivos superiores a los de la razón para creer; éstos rechazaban una creencia que sólo se fundaba en la espontaneidad, y cuyo objeto podía reducirse a una simple formalidad de la razón; aquéllos acusaban abiertamente al filósofo crítico de inconsecuencia, y casi todos volvieron a caer, unos en el espiritualismo, otros en el materialismo, y los demás en el misticismo, sacando partido todos en favor de sus respectivos sistemas, de las confesiones de este filósofo. Por último, un hombre de corazón magnánimo y de alma apasionada, consiguió dominar el tumulto y llamar sobre sí la atención.

Este filósofo, dijo con amargura, pretende haber encontrado la llave de nuestros juicios; se llama racionalista puro; pero carece absolutamente de unidad, y sólo brilla por su incoherencia. ¿Qué Dios es ese que nadie puede demostrar, y que, sin embargo, llega precisamente en el acto del desenlace? ¿Qué objetividad es esa que no tiene más función que la de excitar el pensamiento sin proporcionarle materiales? Si el yo, la naturaleza y Dios existen, como se cree, estarán en relaciones directas y recíprocas, y en este caso podemos conocerlos: ¿qué relaciones son éstas? Si al contrario, estas relaciones son nulas o puramente subjetivas, como se cree, no es posible afirmar la realidad del no-yo ni la existencia de Dios.

El yo es esencialmente activo, y no necesita excitación de ningún género para obrar. Posee los principios de la ciencia, el saber y el hacer; goza de la potencia creadora, y lo que llamáis experiencia, es una verdadera emisión. Como el obrero que al hacer la experiencia de una idea nueva, crea el objeto mismo de su experiencia y produce un valor adecuado a su propio pensamiento, así en el universo el yo es el creador del no-yo; por consiguiente, lleva su sanción en sí mismo, y para nada necesita el testimonio de la naturaleza ni la intervención de la divinidad. La naturaleza no es una quimera, supuesto que es la obra que manifiesta al obrero; el no-yo, tan real como el yo, es el producto y la expresión del yo, y Dios no es más que la relación abstracta que une el yo y el no-yo en una fenomenalidad idéntica: todo se sostiene, todo se enlaza y se explica. La experiencia es la ciencia escrita, la manifestación del pensamiento del sujeto, que el sujeto vuelve a encontrar.

Por primera vez en la vida, la filosofía acababa de darse un sistema. Hasta este momento, no había hecho más que oscilar de una contradicción a otra, procediendo por negación y exclusión; es decir, suprimiendo lo que no podía explicar. Cuando más, había procurado afirmar sus diferentes tesis, pero sin poder resolverlas. Esta dificultad se había salvado, y un nuevo período de investigación iba a empezar.

A las conclusiones que acabamos de oír, replicó otro, nada habría que decir, y el sistema sería inatacable si estuviese demostrado que el hombre sabe algo, que existe en él una sola idea anterior a la experiencia. Entonces se concebiría que lo que aprende lo deduce, y que lo que experimenta lo vuelve a encontrar; pero no es cierto que el yo tenga, por sí mismo, ninguna idea; no es cierto que pueda crear la ciencia a priori, y yo desafío al preopinante a que coloque la primera piedra de su edificio.

He aquí, añadió con voz inspirada, lo que me enseñaron la razón y la experiencia. La relación que une al yo y al no-yo, no es, como se dice, una relación de filiación y de causalidad, sino de coexistencia. El yo y el no-yo existen el uno frente al otro, iguales e inseparables, aunque irreductibles, si no es en un principio superior, sujeto-objeto que los engendra a los dos; en lo absoluto, en fin. Este absoluto es Dios, creador del yo y del no-yo, o, como dice el símbolo de Nicea, de todas las cosas visibles e invisibles. Este Dios, este absoluto, abraza en su esencia el hombre y la naturaleza, el pensamiento y la extensión, porque sólo él tiene la plenitud del ser y lo es todo. Las leyes de la razón y las formas de la naturaleza son idénticas: ningún pensamiento se manifiesta si no es por medio de una realidad; y recíprocamente, ninguna realidad se presenta que no esté penetrada de inteligencia. He ahí de dónde procede esta armonía maravillosa de la experiencia y de la razón que os hizo tomar el espíritu como una modificación de la naturaleza, y la naturaleza como una modificación del espíritu. El yo y el no-yo, la humanidad y la naturaleza, son igualmente subsistentes y reales; la humanidad y la naturaleza son contemporáneas en lo absoluto, y la única cosa que las distingue es que, en la humanidad, lo absoluto se desarrolla con conciencia, mientras que en la naturaleza se desarrolla sin ella. El pensamiento y la materia son inseparables e irreductibles; se manifiestan, según los seres, en proporciones desiguales; y cada uno de los principios constitutivos de lo absoluto se presenta en las criaturas, ya subordinado, ya predominando. Es una evolución infinita, un desprendimiento perpetuo de formas, de esencias, de vidas, de voluntades, de potencias, de virtudes, etc.

Hubo un momento en que este sistema obtuvo, al parecer, todos los sufragios. La fusión del yo y del no-yo en lo absoluto; esta distinción y esta inseparabilidad al mismo tiempo, del pensamiento y del ser, que constituye la creación; el desprendimiento incesante del espíritu y la progresión de los seres en una escala sin fin, encantaban a todo el mundo; pero este entusiasmo desapareció como un relámpago. Un nuevo dialéctico se levantó bruscamente, y ... este sistema, dijo, sólo necesita una cosa, que es la prueba. El yo y el no-yo se confunden en lo absoluto: ¿qué absoluto es éste? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Qué prueba podemos tener de su existencia, supuesto que no se manifiesta, ni es posible que se manifieste en su calidad de absoluto? El pensamiento y el ser, se añade, idénticos en lo absoluto, son irreductibles en la creación, aunque inseparables y homólogos: ¿cómo se sabe esto? ¿Por qué la identidad de leyes no implica la identidad de esencias y de realidades, cuando se reconoce que la única cosa real para nosotros es la ley? Y ¿por qué se recurre a un absoluto místico e impenetrable?; ¿por qué se reproduce esa antigua quimera de Dios para conciliar dos términos que, por la identidad de sus leyes, están ya conciliados? La naturaleza y la humanidad son el desenvolvimiento de lo absoluto: ¿por qué se desenvuelve lo absoluto? ¿En virtud de qué principio y según qué ley se desenvuelve? ¿En dónde está la ciencia de este desenvolvimiento? Vuestra ontología y vuestra lógica, ¿cuáles son? Y después, si las mismas leyes rigen la materia y el pensamiento, bastará estudiar uno para conocer la otra: la ciencia es, pues, posible a priori: ¿por qué negáis la ciencia y sólo nos dais la experiencia que, por sí misma, no explica nada, porque no es ciencia?

Y bien, añadió: sin recurrir a lo absoluto, y ateniéndome a la identidad del pensamiento y del ser, yo me encargo de construir esa ciencia del desenvolvimiento que no habéis podido encontrar, porque distinguís lo que no puede admitirse como distinto; el espíritu y la materia, es decir, la doble faz de la idea.

Y el mundo vió a este titán de la filosofía intentando destruir el eterno dualismo por el dualismo mismo; establecer la identidad en la contradicción; sacar el ser de la nada, y auxiliado por su lógica solamente, explicar, profetizar, ¿qué digo? ¡crear la naturaleza y el hombre! Ninguno de sus antecesores había penetrado tan profundamente las leyes íntimas del ser; ninguno había arrojado una luz tan viva sobre los misterios de la razón: consiguió, en fin, dar una fórmula que, si no es toda la ciencia, ni siquiera toda la lógica, es, por lo menos, la llave de la ciencia y de la lógica. Pero bien pronto se vió que el autor no había podido construir esta lógica sino costeando perpetuamente la experiencia, y apoderándose de sus materiales; que todas sus fórmulas seguían a la observación, pero que no la precedían nunca: y como después del sistema de la identidad del pensamiento y del ser, nada podía esperarse ya de la filosofía, porque el círculo estaba cerrado, se demostró para siempre que la ciencia sin la experiencia es imposible; que si el yo y el no-yo son correlativos, necesarios el uno al otro, inconcebibles el uno sin el otro, no por eso son idénticos; que su identidad, como su reducción en un absoluto impenetrable, no es más que un modo de ver de nuestra inteligencia, un postulado de la razón, útil en ciertos casos para el razonamiento, pero sin la menor realidad; y por último, que la teoría de los contrarios, de una importancia incomparable para examinar nuestras ideas, descubrir nuestros errores y determinar el carácter esencial de lo verdadero, no es, sin embargo, la única forma de la naturaleza, la única revelación de la experiencia, y por consiguiente, la única ley del espíritu.

Habiendo partido del cogito de Descartes, henos aquí que hemos llegado, por una serie no interrumpida de sistemas, al cogito de Hegel. La revolución filosófica se terminó; un movimiento nuevo va a empezar, y el sentido común debe exponer sus conclusiones y dictar su fallo.

¿Qué dice, pues, el sentido común?

Relativamente al conocimiento: Supuesto que el ser sólo se revela a sí mismo en dos momentos indisolublemente unidos, que llamamos, al primero, conciencia del yo, y al segundo revelación del no-yo; supuesto que cada paso ulteriormente realizado en el conocimiento, implica siempre estos dos momentos reunidos; que este dualismo es perpetuo e irreductible; que fuera de él no existe sujeto ni objeto; que la realidad del uno está íntimamente ligada a la presencia del otro; que es tan absurdo aislarlos como pretender reducirlos, porque en ambos casos se niega la verdad y se suprime la ciencia, afirmamos, en primer lugar, que el carácter de la ciencia es éste necesariamente: Armonía de la razón y de la experiencia.

Relativamente a la certidumbre: Supuesto que, a pesar de la dualidad del origen del conocimiento, la certidumbre del objeto, en el fondo, es idéntica a la del sujeto; supuesto que ésta quedó fuera de toda duda al refutar a los escépticos pirronianos; que en este concepto tiene la autoridad de cosa juzgada; que la experiencia es una determinación del yo como una apreciación del no-yo, basta para satisfacer la razón. ¿Qué más podemos desear que estar seguros de la existencia de los cuerpos como lo estamos de la nuestra propia? ¿Y para qué hemos de averiguar si el sujeto y el objeto son idénticos o adecuados solamente; si en la ciencia somos nosotros los que prestamos nuestras ideas a la naturaleza, o es la naturaleza la que nos da las suyas, cuando al hacer esta distinción se supone que el yo y el no-yo pueden existir aisladamente, lo cual no es cierto, o que son reductibles, lo cual implica contradicción?

Relativamente a Dios: Dado que es una ley de nuestro espíritu y de la naturaleza, o por encerrar en una estas dos ideas, de la creación, que se ordene según una progresión que va de la existencia a la conciencia, de la espontaneidad a la reflexión, del instinto al análisis, de la infalibilidad al error, del género a la especie, de la eternidad al tiempo, de lo infinito a lo finito, del ideal a lo real, etc., se sigue de aquí, por una necesidad lógica, que la escala de los seres, todos invariablemente constituídos, aunque en proporciones diferentes, en yo y no-yo, está comprendida entre dos términos antitéticos; uno que el vulgo llama creador o Dios, que reúne todos los caracteres de infinidad, espontaneidad, eternidad, infalibilidad, etc.; y el otro, que es el hombre, y reúne todos los caracteres opuestos, una existencia evolutiva, reflexiva, temporal, sujeta a perturbación y a error, y cuyo principal atributo es la previsión, como la ciencia absoluta, es decir, el instinto, en su mayor grado de poder, es el atributo esencial de la divinidad.

Pero el hombre nos es conocido por la razón y la experiencia a la vez: Dios, al contrario, sólo se nos revela como postulado de la razón: en una palabra; el hombre existe; Dios es posible.

Tal fue, sobre los trabajos de la filosofía, éí segundo juicio del sentido común; juicio cuyos motivos se fundan en los materiales que la misma filosofía ha proporcionado; juicio sin apelación, y que se produjo claramente el día en que la filosofía reconoció que la razón no puede nada sin la experiencia; que respecto a Dios, sólo nos falta la evidencia del hecho, la demostración experimental. Desde aquel momento, la filosofía, cubriendo el rostro con su manto, dijo adiós al mundo, y pronunció sobre sí misma el consummatum est.

¿Es posible negar el dualismo que vemos por todas partes? No.

¿Es posible negar la progresión de los seres? Tampoco.

Pues bien: conocida la ley y dado el último término de esta progresión, es una necesidad de razón que exista un primer término, y que éste sea el antípoda del último. Así, pues, el ser infinito, el gran Todo in quo vivimus, movemur et sumus, el Género supremo, del cual el hombre tiende constantemente a separarse, y al cual se opone como a su antagonista, esta Esencia eterna no será el absoluto de los filósofos: como el hombre, su adversario, sólo existirá por su distinción en yo y no-yo, sujeto y objeto, alma y cuerpo, espíritu y materia, es decir, en dos aspectos genéricos diametralmente opuestos. Por lo demás, los atributos, facultades y manifestaciones de Dios, serían inversos de los atributos, facultades y determinaciones del hombre, como la lógica nos induce fatalmente a creer, y como conviene a lo infinito. Desde hoy, sólo falta a la hipótesis su realización; es decir, la prueba de hecho. Pero esta deducción es, en sí misma, irrefutable; y si fuese posible demostrar su falsedad con argumentos, el dualismo primordial habría desaparecido, el hombre dejaría de ser hombre, la razón no sería razón, el pirronismo se convertiría en sabiduría, y lo absurdo sería verdad.

He ahí; sin embargo, lo que hace temblar a la filosofía humanitaria: tan mal se repuso con respecto a lo absoluto y a todas sus fantasías panteístas; fue tan grande la alegría que experimentó creyendo escribrir que el hombre es a la vez Dios y el absoluto; está tan agotada y tan jadeante después de tantos sistemas, que no tiene valor para deducir, contra Dios y contra el hombre, la última consecuencia de sus doctrinas. Esta filosofía sonámbula, no se atreve a confesar que los medios suponen necesariamente dos extremos; que el último supone un primero; lo finito un infinito; la especie un género: que este infinito, tan real como lo finito que lo divide; este género supremo, que a su vez se convierte en especie por el contraste de la creación progresiva que emana de su seno; este Dios, en fin, antagonista del hombre, no puede ser lo absoluto; que es eso, precisamente, lo que lo hace posible; que si lo es, se necesita buscar el hecho a que corresponde, y que negarlo so pretexto de resolverlo en el hombre, es desconocer nuestra naturaleza militante, y crear encima, debajo y en derredor del hombre, un vacío incomprensible que la filosofía debe llenar so pena de aniquilar al hombre y ver perecer a su ídolo.

Por mi parte, siento decirlo, porque sé que esta declaración me separa de la fracción más inteligente del socialismo, me es imposible suscribir esta deificación de nuestra especie que, en el fondo, no es, en los nuevos ateos, más que el último eco de los terrores religiosos que, bajo el nombre de humanismo, rehabilitando y consagrando el misticismo, introduce la preocupación en la ciencia, el hábito en la moral y la comunidad en la ciencia social (lo cual equivale a decir, la atonía y la miseria), el absoluto en la lógica, etc. Me es imposible, repito, aceptar esta nueva religión que procuran hacerme agradable diciéndome que yo soy el Dios, y por lo mismo que me veo precisado a rechazar, en nombre de la lógica y de la experiencia, esa religión y todas las que la precedieron; me es necesario admitir todavía como plausible la hipótesis de un ser infinito, pero no absoluto, en quien la libertad y la inteligencia, el yo y el no-yo existen bajo una forma especial, inconcebible, pero necesaria, y contra la cual debo luchar hasta la muerte, como Israel luchaba contra Jehovah.

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