Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Causas del establecimiento de la propiedad

La propiedad ocupa el octavo lugar en la cadena de las contradicciones económicas, y éste es el primer punto que debemos establecer.

Está demostrado que el origen de la propiedad no puede referirse a la ocupación ni al trabajo. La primera de estas opiniones es un círculo vicioso en el cual se presenta el fenómeno como explicación del fenómeno: la segunda es eminentemente eversiva de la propiedad, supuesto que, una vez reconocido el trabajo como su condición suprema, es imposible que la propiedad se establezca. En cuanto a la teoría que hace salir la propiedad de un acto de la voluntad colectiva, tiene el defecto de no decir cuáles fueron los motivos de esta voluntad, siendo precisamente estos motivos lo que se necesitaba conocer.

Sin embargo, aunque estas teorías, consideradas separadamente, llegan siempre a la contradicción, es cierto que contienen todas ellas una parte de verdad, y hasta se puede presumir que, si en vez de aislarIas, se estudiasen las tres reunidas y sintéticamente, se encontraría en ellas la verdadera teoría; quiero decir, la razón de existencia de la propiedad.

Sí, la propiedad empieza, o mejor dicho, se manifiesta por una ocupación soberana, efectiva, que excluye toda idea de participación y comunidad; sí, esta ocupación, en su forma legítima y auténtica, es el trabajo: sin esto, ¿cómo la sociedad habría consentido en conceder y hacer respetar la propiedad? Sí, la sociedad quiso la institución, y todas las legislaciones del mundo se hicieron para ella.

La propiedad se estableció por la ocupación, es decir, por el trabajo; es preciso recordarlo con frecuencia, no por la conservación de la propiedad, sino para instrucción de los trabajadores. El trabajo contenía en potencia, y por la evolución de sus leyes debía producir la propiedad, como había engendrado la separación de las industrias, después la jerarquía de los trabajadores, más tarde la competencia, el monopolio, la policía, etc. Todas estas antinomias son, con el mismo título, posiciones sucesivas del trabajo, piquetes clavados por él en su eterno camino, destinados a formular, por su reunión sintética, el verdadero derecho de gentes. Pero el hecho no es el derecho: la propiedad, producto natural de la ocupación y del trabajo, era un principio de anticipación y de invasión, y era necesario que la sociedad la reconociese y la legitimase. Estos dos elementos, la ocupación por el trabajo y la sanción legislativa que los legistas han separado sin razón en sus comentarios, se reunieron para constituir la propiedad. Ahora bien: se trata de conocer los motivos providenciales de esta concesión, y saber qué papel desempeña en el sistema económico: tal será el objeto de este capítulo.

Demostremos ante todo, que para establecer la propiedad, era necesario el consentimiento social.

Mientras la propiedad no está reconocida y legitimada por el Estado, es un hecho extrasocial, se encuentra en la misma posición del niño que no se hace miembro de la familia, de la ciudad y de la Iglesia, sino por el reconocimiento del padre, la inscripción en el registro civil y la ceremonia del bautismo. Sin estas formalidades, el niño es como el producto de los animales; un miembro inútil, un alma vil y esclava, indigna de consideración; un bastardo, en fin. El reconocimiento social era, pues, necesario a la propiedad, y toda propiedad implica una comunidad primitiva. Sin este reconocimiento, permanece como una simple ocupación, y puede ser disputada por el primero que llegue.

El derecho a una cosa, dice Kant (1), es el derecho de usar privadamente de una cosa, respecto de la cual estoy en comunidad de posesión (primitiva o subsiguiente) con los demás hombres. Esta posesión común es la única condición en que puedo fundarme para prohibir a los demás poseedores el uso privado de la cosa; pues si se prescinde de ella, será imposible concebir de qué modo yo, que no poseo actualmente la cosa, puedo ser perjudicado por los que la poseen y se sirven de ella. Mi arbitrio individual o unilateral, no puede obligar a los demás a que se abstengan del uso de una cosa si no estuviesen obligados por otros motivos. Esta obligación no puede tener más fundamento que los arbitrios reunidos en una posesión común. Si así no fuese, nos veríamos precisados a concebir un derecho en una cosa, como si tuviese una obligación conmigo, y de la cual derivaría, en último análisis, el derecho contra todo poseedor de esta cosa; concepción verdaderamente absurda.

Así, pues, según Kant, el derecho de propiedad, es decir, la legitimidad de la ocupación, procede del consentimiento del Estado, e implica, originariamente, posesión común. Siempre que el propietario se atreve a oponer su derecho al del Estado, éste, recordándole la convención, puede terminar el litigio con este ultimátum: O reconocéis mi soberanía y os sometéis a lo que el interés público reclama, o declaro que vuestra propiedad ha dejado de estar bajo la salvaguardia de las leyes y le retiro mi protección.

Según esto, en el espíritu del legislador, la institución de la propiedad, como la del crédito, la del comercio y la del monopolio, tuvo por objeto establecer el equilibrio, lo cual coloca a la propiedad entre los elementos de la organización, y la señala como uno de los medios generales de la constitución de los valores. El derecho a una cosa, dice Kant, es el derecho de usar privadamente de una cosa, respectode la cual estoy en comunidad de posesión con los demás hombres. En virtud de este principio, todo hombre sin propiedad puede y debe apelar a la comunidad, guardadora de los derechos de todos; de donde resulta, como ya se dijo, que, según los designios de la Providencia, las condiciones deben ser iguales. Kant, lo mismo que Reid, lo como prendió y lo explicó perfectamente en el siguiente párrafo: ¿Se pregunta ahora hasta dónde se extiende la facultad de tomar posesión de una tierra? Hasta donde la facultad de tenerla se lo permita; es decir, hasta donde pueda defenderla aquel que quiere apropiársela, como si la tierra dijese: Si no puedes defenderme, no puedes mandarme.

Sin embargo, yo no sé con seguridad, si este pasaje debe entenderse con respecto a la posesión anterior a la propiedad; pues Kant añade que la adquisición sólo es perentoria en la sociedad, y que en el estado de naturaleza es provisional. De aquí podría deducirse que, según Kant, la adquisición, una vez convertida en perentoria por el consentimiento social, puede aumentarse indefinidamente bajo la protección de la sociedad, lo que no puede verificarse en el estado de naturaleza, porque entonces sólo el individuo defiende su propiedad.

Pero sea de esto lo que se quiera, cuando menos se sigue del principio de Kant que, en el estado de naturaleza, la adquisición se extiende, para cada familia, a todo lo que puede defender; es decir, a todo lo que puede cultivar, o lo que es lo mismo, es igual a una fracción de la superficie cultivable dividida por el número de familias; pues si la adquisición es mayor que este cociente, al instante tendrá más enemigos que defensores. Ahora bien: como en el estado de naturaleza, esta adquisición, de aquel modo limitada, todavía es provisional, el Estado, al hacerla perentoria, quiso poner término a la hostilidad recíproca de los adquirentes. La igualdad fue, pues, el pensamiento secreto, el objeto capital del legislador en la constitución de la propiedad. En este sistema, que es el único razonable, el único admirable, la propiedad de mi vecino sirve de garantía a la mía. Yo no digo como el pretor, possideo quia possideo; yo digo como el filósofo, possideo quia possides.

Más adelante veremos que la igualdad por la propiedad es tan quimérica como la igualdad por el crédito, por el monopolio, la competencia y demás categorías económicas; que en este punto, el genio providencial, aun recogiendo de la propiedad los frutos más preciosos y más inesperados, vió frustradas sus esperanzas y corrió tras lo imposible. La propiedad no contiene más ni menos verdad que todos los momentos que la preceden en la evolución económica; como ellos, contribuye, en proporción igual, al desarrollo del bienestar y al aumento de la miseria; no es la forma del orden, y debe cambiar y desaparecer con el orden. Tales fueron también los sistemas de los filósofos sobre la certidumbre; después de haber enriquecido la lógica con sus descubrimientos, se resolvieron y desaparecieron en las conclusiones del sentido común.

Pero en fin: el pensamiento que presidió al establecimiento de la propiedad, fue bueno: debemos, pues, averiguar qué es lo que la justifica, en qué favorece a la riqueza, y cuáles son las razones positivas y determinantes que la hicieron nacer.

Recordemos, ante todo, el carácter general del movimiento económico.

La primera época tuvo por objeto inaugurar el trabajo en la tierra por la separación de las industrias, hacer cesar la inhospitalidad de la naturaleza, arrancar al hombre de su miseria original, y convertir sus facultades inertes en facultades activas, que fuesen para él otros tantos instrumentos de su dicha. Así como en la creación del universo, la fuerza infinita se había dividido, también para crear la sociedad el genio providencial dividió el trabajo. Por esta división, la igualdad empezó a manifestarse, no como identidad en la pluralidad, sino como equivalencia en la variedad; el organismo social quedó constituído en principio; el germen recibió el impulso vivificador, y el hombre colectivo vino a la existencia.

Pero la división del trabajo supone funciones generalizadas y funciones parcelarias; de ahí, desigualdad de condiciones entre los trabajadores, decadencia de los unos, elevación de los otros; y desde la primera época, el antagonismo industrial reemplaza a la comunidad primitiva.

Todas las evoluciones subsiguientes tienden por un lado a restablecer el equilibrio de las facultades, y por el otro a desarrollar la industria y el bienestar. Ya hemos visto que, lejos de esto, el esfuerzo providencial da siempre por resultado un progreso igual y divergente de riqueza y de miseria, de incapacidad y de ciencia. En la segunda época aparece el capital y el salariado, el reparto egoísta e injurioso; en la tercera, el mal se agrava por la guerra comercial; en la cuarta, se concentra y se generaliza por el monopolio; en la quinta, recibe la consagración del Estado. El comercio internacional y el crédito vienen a su vez a dar nuevo impulso al antagonismo: más tarde, la ficción de la productividad del capital, gracias al poder de la opinión, se convierte en una cuasi realidad, y un nuevo peligro amenaza a la sociedad, que es la negación del trabajo por el desbordamiento del capital. En este momento, y por esta situación extrema, nace teóricamente la propiedad; y tal es también la transición que tratamos de conocer.

Si hacemos abstracción del objeto ulterior de la evolución económica, y si la consideramos en sí misma, hasta ahora todo cuanto hace la sociedad, lo hace alternativamente por el monopolio y contra el monopolio. Esta es la raíz en torno de la cual se agitan y circulan los diversos elementos económicos. Sin embargo, a pesar de la necesidad de su existencia, a pesar de los innumerables esfuerzos que hizo para desarrollarse, a pesar de la autoridad del consentimiento universal que lo acepta, el monopolio es todavía provisional; como dice Kant, sólo dura mientras el titular sabe explotarlo y defenderlo. Por esta razón, le vemos unas veces cesar por la muerte, como en las funciones inamovibles y no venales; otras reducirse a un tiempo limitado, como en los privilegios de invención; otras perderse por falta de ejercicio, lo cual dió lugar a las teorías de la prescripción y a la posesión anual, en uso todavía entre los árabes. Otras veces, el monopolio es revocable a voluntad del soberano, como sucede con los permisos concedidos para construir en los terrenos militares, etc. Así, pues, el monopolio es una forma sin realidad; está adherido al hombre, pero no lleva consigo la materia; es el privilegio exclusivo de producir y de vender, pero no es todavía la enajenación de los instrumentos de trabajo, la enajenación de la tierra. El monopolio es una especie de arriendo que sólo interesa al hombre por la consideración del beneficio. El monopolista no tiene interés por ninguna industria, por ningún instrumento de trabajo ni por ninguna residencia; es cosmopolita y omnifuncionario; poco le importa todo si él gana; su alma no está sujeta a ningún punto del horizonte ni a ninguna partícula de materia, y su existencia permanece vaga mientras la sociedad que le confirió el monopolio como medio de hacer fortuna, no se lo convierte en una necesidad para vivir.

Ahora bien: el monopolio, tan precario por sí mismo, expuesto a todas las incursiones, a todas las avenidas de la competencia, atormentado por el Estado, prensado por el crédito y no interesando nunca el corazón del monopolista bajo la acción del agiotaje, tiende incesantemente a despersonalizarse; de modo que la humanidad, entregada a la tempestad financiera por el desempeño general de los capitales, está expuesta a desprenderse del trabajo y a retrogradar en su marcha.

Y en efecto: ¿qué era el monopolio antes del establecimiento del crédito, antes del reinado de la banca? Un privilegio de ganancia, no un derecho de soberanía; un privilegio sobre el producto, mucho más que un privilegio sobre el instrumento. El monopolista permanecía extraño a la tierra en donde habitaba, pero que no poseía realmente; podía muy bien multiplicar sus explotaciones, ensanchar sus fábricas, unir tierra a tierra; a pesar de todo, era siempre un administrador más que un dueño; no imprimía su carácter a las cosas; no las hacía a su imagen; no las amaba por sí mismas, sino por los valores que le producían; en una palabra, no quería el monopolio como fin, sino como medio.

Después del desarrollo de las instituciones de crédito, la condición del monopolio es todavía peor.

Los productores, que se deseaba asociar, han llegado a ser incapaces de asociación; perdieron el gusto y el espíritu del trabajo para convertirse en jugadores. Al fanatismo de la competencia, añaden los furores de la ruleta. La bancocracia cambió su carácter y sus ideas. En otro tiempo vivían como amos y asalariados, como vasallos y soberanos; hoy sólo se conocen como deudores y usureros, como gananciosos y perdedores. El trabajo desapareció ante el soplo del crédito; el valor real se desvaneció ante el valor ficticio, y la producción ante el agiotaje. La tierra, los capitales, el talento, el trabajo mismo, si existe en alguna parte, sirven de puestas en este juego. Nadie se ocupa de privilegios, de monopolios, de funciones públicas y de industria; la riqueza ya no se pide al trabajo, sino a un golpe de dados. El crédito, dijo la teoría, necesita una base fija; y precisamente, el crédito lo ha sacudido todo. No se apoya en hipótesis, añadía, sino en hipotecas, y hace correr estas mismas hipotecas: busca garantías; y como a pesar de la teoría que no quiere verlas en nada sino en las realidades, la prenda del crédito es siempre el hombre, supuesto que es él quien da valor a la prenda, y que sin él ésta sería absolutamente ineficaz y nula, sucede que no interesándonos ya por las realidades, con la garantía del hombre la prenda desaparece, y el crédito es lo que se jactaba de no ser, una ficción.

El crédito, en una palabra, a fuerza de emancipar el capital, acabó por emancipar al hombre de la sociedad y de la naturaleza. En este idealismo universal, el hombre no está ligado al suelo, está suspendido en el aire por una fuerza invisible. La tierra está cubierta de habitantes, los unos que nadan en la opulencia, los otros que mueren de miseria, y nadie la posee; sólo tiene dueños que la desdeñan y siervos que la aborrecen, porque no la trabajan para sí, sino para su portador de cupones que nadie conoce, que no verán jamás, que tal vez pase por aquella tierra sin mirarla y sin saber siquiera que le pertenece. El tenedor de la tierra, es decir, el que posee las inscripciones de renta, se parece al mercader que lleva en su carrera alquerías, pastos, ricas cosechas, excelentes viñas, etc.; pero ... ¿qué le importan, si está siempre dispuesto a cederlo todo mediante diez céntimos de alza? A la tarde se desprenderá de sus bienes del mismo modo que los recibió por la mañana, sin amor y sin pesar.

Así, pues, por la ficción de la productividad del capital, el crédito llegó a la ficción de la riqueza; la tierra ya no es taller del género humano; es un banco; y si fuese posible que este banco no hiciese continuamente nuevas víctimas que se viesen precisadas a pedir al trabajo el producto que perdieron en el juego, y por lo mismo sostener la realidad de los capitales; si fuese posible que la bancarrota no viniese a interrumpir de tiempo en tiempo esta orgía infernal, como el valor de la prenda bajaría siempre mientras que la ficción multiplicaría su papel, la riqueza real sería nula, y la inscripta crecería hasta lo infinito.

Pero la sociedad no puede retrogradar: es, pues, necesario salvar el monopolio so pena de morir, salvar la individualidad humana pronta a sumergirse en un goce ideal; es preciso, en fin, consolidar y sostener el monopolio. Este era, por decirlo así, célibe: Yo quiero, dice la sociedad, que se case: era el cortesano de la tierra, el explotador del capital, y yo quiero que se convierta en su señor y en su esposo. El monopolio se detenía en el individuo; pero en lo sucesivo se extenderá a la raza; gracias a él, la humanidad sólo tenía héroes y barones; de hoy en adelante tendrá dinastías. Una vez formalizado el monopolio, el hombre se unirá a la tierra y a su industria como a su mujer y a sus hijos, y la naturaleza y el hombre quedarán unidos por un afecto eterno.

La condición que el crédito hiciera a la sociedad, era, en efecto, la más detestable que se puede imaginar, supuesto que el hombre podía abusar mucho poseyendo poco. Pues bien: a los designios de la Providencia, a los destinos de la humanidad y del globo, convenía que el hombre estuviese animado de un espíritu de conservación y de amor hacia el instrumento de sus obras; instrumento representado, en general, por la tierra. El hombre no trata solamente de explotar el suelo; trata de cultivarIo, de embellecerIo y de amarlo; ¿y cómo llenará este objeto sino cambiando el monopolio en propiedad, el concubinato en matrimonio, propriamque dicabo, oponiendo a la ficción que aniquila y que mancha, la realidad que fortifica y que ennoblece?

La revolución que se prepara en el monopolio, tiene por objeto, sobre todo, transformar el que se ejerce sobre la tierra, pues a imitación de la propiedad territorial, se constituyeron todas las propiedades. De condicional, temporal y vitalicia, la apropiación se convertirá en perpetua, trasmisible y absoluta; y para defender mejor la inviolabilidad de la propiedad, en lo sucesivo se distinguirán los bienes en muebles e inmuebles, y se dictarán leyes que regulen la trasmisión, la venta y la expropiación de unos y otros.

En resumen: la constitución de la hipoteca por el dominio, es decir, por la unión más íntima del hombre y de la tierra; la constitución de la familia por la perpetuidad y la trasmisibilidad del monopolio; y en fin, la constitución de la renta, como principio de igualdad entre las fortunas: tales son los motivos que, en la razón colectiva determinaron el establecimiento de la propiedad.

1º El crédito exige garantías reales: todos los economistas están de acuerdo en este punto. De ahí la necesidad de formar la hipoteca para organizar el crédito.

Pero la garantía real es nula si no es a la vez personal, como creo haberlo demostrado ya. De ahí la necesidad de convertir el monopolio en propiedad para desarrollar el crédito. En el orden de las evoluciones económicas, la propiedad nace del crédito, por más que sea la condición previa, como la hipoteca viene después del préstamo, por más que aquélla sea la condición previa de este último. Me parece que esto fue lo que quiso decir el señor Augier al expresarse de este modo en la conclusión, demasiado breve, de su libro:

No hay hipoteca sin propiedad libre; y necesariamente, no hay crédito real sin propiedad. Los pueblos que trabajan por crear el crédito, sufren varias pruebas en la formación de su hipoteca y del género de producto que debe constituir su base.

Y en efecto; hasta el momento en que el privilegiado, contrayendo un empréstito, agrava su explotación, puede no verse en él más que el patrón de los trabajadores que están bajo sus órdenes, el gerente de una compañía que obra en nombre de sus colaboradores como en el suyo propio. El monopolio está enfeudado en su persona con privilegio sobre los intereses, el capital y los beneficios, pero sin garantía de perpetuidad y de trasmisibilidad, y bajo la condición de tomar parte, activa y personalmente, en la explotación. El derecho en la cosa no existe para él en toda su plenitud: el jefe de un establecimiento no puede aventurar ni comprometer un material que tiene todavía cierto carácter de comunidad; y esto consiste en que sólo goza de un privilegio de explotación, en que no tiene la propiedad. El monopolista, en fin, era una especie de mandatario; la necesidad del crédito le hizo rey.

¿Podría suceder que el privilegiado, al empeñar los instrumentos de trabajo, obrase en calidad de contramaestre, plenipotenciario de una pequeña República? No, seguramente; semejante condición, impuesta al prestamista, habría sido una disminución de sus ventajas, supuesto que le sometía a sus subalternos. Luego, por lo mismo que la sociedad, obligada por el crédito, reconoció al monopolista el derecho de contraer empréstitos sobre la hipoteca de su monopolio sin dar cuenta a sus compañeros de trabajo, le hizo propietario. La propiedad es el postulado del crédito, como el crédito había sido el postulado del comercio, y el monopolio el de la competencia. En la práctica, todas estas cosas son inseparables y simultáneas; pero en la teoría son distintas y consecutivas. La propiedad no es el monopolio, como la máquina no es la división del trabajo, por más que el monopolio vaya siempre y casi necesariamente acompañado de propiedad, como la división supone siempre y casi necesariamente el uso de las máquinas.

Graves consecuencias debían resultar de este arreglo, tanto para la sociedad como para el individuo. En primer lugar, convirtiendo un título precario en un derecho perpetuo, la sociedad debió esperar, y esperó en efecto, por parte del propietario, un afecto más grande y más moral a su industria, un amor más profundo y más racional al bienestar; por consiguiente, menos egoísmo, sentimientos de humanidad más profundos, una poesía del país natal, un culto del patrimonio que, extendiéndose a todos los trabajadores, enlazaría las generaciones y constituiría la patria. La patria tiene su origen en la propiedad; así es que los comunistas consecuentes, como los economistas, al destruir la propiedad los primeros, y al pedir el libre cambio los segundos, trabajan con todas sus fuerzas por borrar las diferencias de razas, de idiomas y de climas: ni unos ni otros quieren nacionalidades ni patria. Vemos, pues, que las sectas exclusivas, a pesar de su hostilidad y su odio, en el fondo están siempre de acuerdo: el antagonismo de las opiniones es una verdadera comedia.

Digo, pues, que al asegurar la perpetuidad del monopolio al propietario, la sociedad trabajaba a la vez por la seguridad del proletario: al hacer del capital la sustancia del poseedor, se prometía que a todos los que trabajasen con él y para él, los consideraría, no como compañeros, sino como hijos. ¡Hijos! ... es el nombre que, en el lenguaje popular, da el jefe a sus subordinados, y era también, en los idiomas primitivos, el nombre común de cada pueblo: Hijos de Israel, hijos de Mesraim, de Assur, etc. Administrando el propietario como un buen padre de familia, administraba para todos; el interés privado se confundía con el interés social; y por último: al decretar la propiedad, la sociedad creyó ennoblecer el patriarcado. Todo, incluso la herencia, modificada por el derecho de vender y de cambiar, garantizaba la estabilidad: tal era la monarquía hereditaria, expresión del derecho de propiedad que, al excluir las luchas de la elección, oponía en el interior una barrera a la guerra civil, y personificaba al pueblo en el exterior.

Para el individuo, la ventaja no era menos sensible.

Por la propiedad, el hombre toma definitivamente posesión de su dominio y se declara dueño de la tierra. Como lo hemos visto en la teoría de la certidumbre, de las profundidades de la conciencia, el yo se lanza y abarca el mundo, y en esta comunión del hombre y de la naturaleza, en esta especie de enajenación de sí mismo, su personalidad, lejos de debilitarse, gana en energía. Nadie es más fuerte de carácter, ni más previsor, ni más perseverante que el propietario. Como el amor, que podemos definir, una emisión del alma que aumenta con la posesión y que cuanto más se derrama, más abunda; así la propiedad aumenta al ser humano y lo eleva en fuerza y en dignidad. Rico, noble, barón, propietario, amo y señor; todas estas palabras son sinónimos. En la propiedad, como en el amor, poseer y ser poseído, activo y pasivo, expresan siempre la misma cosa; el uno es posible porque el otro existe, y sólo por esta reciprocidad, el hombre, ligado por una obligación unilateral hasta entonces, y sujeto ahora por el contrato sinalagmático que acaba de celebrar con la naturaleza, comprende lo que es, lo que vale, y goza de la plenitud de la existencia. Tan grande es la revolución que la propiedad produce en el corazón del hombre, que lejos de materializar sus afecciones, las espiritualiza; entonces es cuando aprende a distinguir la propiedad del usufructo, el dominio eminente, trascendental, de la simple posesión; y esta diferencia que el monopolio no podía alcanzar, es un paso más hacia la emancipación de la especie y hacia la asociación, que consiste en la unión de las voluntades y en la armonía de los principios, mucho más que en una mezquina comunidad de bienes que oprime el alma y el cuerpo a la vez.

La demostración de la propiedad está hecha, y sería necesario desmentir la historia entera para negarla. Al hablar del crédito, decíamos que la Revolución francesa no había sido más que un motín en favor de la ley agraria; ¿y qué es, en el fondo, una ley agraria, sino una colación de propiedad? Haciendo al pueblo propietario, en vez de dos castas que se habían hecho indignas e impotentes, la nación se dió recursos inmensos que le permitieron subvenir a los gastos de sus victorias y pagar los que le produjeron sus reveses. Aun es la propiedad la que sostiene hoy la parte moral de nuestra sociedad y pone una barrera a la disolución incesante del agiotaje. El comerciante, el industrial, el capitalista mismo, tienen sus ojos fijos en la propiedad, y todos aspiran a descansar en ella de las fatigas de la competencia y del monopolio.

2º Pero es en la familia, sobre todo, donde se descubre el sentido profundo de la propiedad. La familia y la propiedad marchan unidas, apoyadas la una en la otra, y sin tener ambas más significación ni más valor que el que les da la relación que las une.

Con la propiedad empieza la misión de la mujer. El gobierno de la casa, esta cosa completamente ideal y que se pretende ridiculizar, es el imperio de la mujer, el monumento de la familia. Suprimid la casa, esa piedra del hogar, centro de atracción de los esposos, y no habrá familia. Ved en las grandes ciudades a las clases obreras que, gracias a la instabilidad del domicilio, a la inacción de la casa y a la falta de propiedad, caen poco a poco en el concubinato y en la crápula. Seres que nada poseen, que no están ligados a nada, que viven al día y que nada se pueden garantizar, no tienen por qué casarse: vale más permanecer soltero que comprometerse sin recursos. La clase obrera está, pues, condenada a la infamia; idea que expresaba en la Edad Media el derecho del señor, y entre los romanos la prohibición del matrimonio hecha a los proletarios.

Ahora bien: ¿qué es la casa con relación a la sociedad sino el rudimento y la fortaleza de la propiedad? La casa es la primera cosa con que sueña la joven, y los que hablan de atracción y quieren suprimir el gobierno de la casa, deberían explicar esta depravación del instinto del sexo. Por mi parte, puedo decir que cuanto más pienso en ello, menos me explico el destino de la mujer fuera de la familia y del hogar. Cortesana o ama de llaves (ama de llaves digo, y no criada); yo no veo término medio; pero ... ¿qué tiene de humillante esta alternativa? ¿En qué la misión de la mujer, encargada de la dirección de la casa, de todo lo que se refiere al consumo y al ahorro, es inferior a la del hombre, cuya función propia es la dirección del taller, es decir, el gobierno de la producción y del cambio?

El hombre y la mujer se necesitan mutuamente como los dos principios constitutivos del trabajo: el matrimonio, en su dualidad indisoluble, es la encarnación del dualismo económico que se expresa con los términos generales, consumo y producción. Para este objeto se arreglaron las aptitudes de los sexos; el trabajo para el uno, el gasto para el otro; y ... ¡desgraciada únion aquella en que una de las partes falta a su deber! ¡ La felicidad que se habían prometido los esposos, se cambiará en dolor y en amargura, y sólo podrán acusarse a sí mismos! ...

Si sólo existiesen mujeres en el mundo, vivirían reunidas como una compañía de tórtolas; si no hubiese más que hombres, no tendrían motivo alguno para elevarse sobre el monopolio y renunciar al agiotaje; se los vería a todos, amos o criados, rodeando la mesa de juego o encorvados bajo el yugo del trabajo. Pero el hombre es varón y hembra, y de aquí la necesidad de la casa y de la propiedad. Que los dos sexos se unan, y al instante, de esta unión mística, la más asombrosa de todas las instituciones humanas, nace la propiédad y la división del patrimonio común en soberanías individuales.

El hogar: he ahí, en el orden económico, el más deseado de todos los bienes para la mujer; la propiedad, el taller, el trabajo por su cuenta: he ahí lo que el hombre ambiciona más, después de la mujer. Amor y matrimonio, trabajo y hogar, propiedad y domesticidad: todos estos términos son equivalentes, todas estas ideas se suponen las unas a las otras, y crean, para los futuros autores de la familia, una vasta perspectiva de felicidad a la vez que revelan al filósofo todo un sistema.

Sobre todos estos puntos, el género humano piensa de la misma manera: sólo el socialismo, en la vaguedad de sus ideas, protesta contra esta unanimidad del género humano. El socialismo quiere abolir el hogar porque cuesta mucho, la familia porque perjudica a la patria, y la propiedad porque se opone al Estado. El socialismo quiere cambiar la misión de la mujer: de reina que la hizo la sociedad, quiere convertirla en sacerdotisa de Cotytto. No es mi objeto entrar en una discusión directa de las ideas socialistas sobre este punto, porque respecto al matrimonio, como a la asociación, el socialismo no tiene ideas, y toda su crítica se resuelve en una confesión muy explícita de ignorancia; género de argumentación sin autoridad y sin alcance.

¿No es evidente que si los socialistas creyesen posible dar, por los medios conocidos, la comodidad y hasta el lujo a cada casa, no se sublevarían contra ella, y que si pudiesen conciliar los sentimientos cívicos con las afecciones domésticas, no condenarían la familia? ¿No es cierto que si poseyesen el secreto de hacer la riqueza, no sólo común, que sería bien poco, sino universal, que sería otra cosa, dejarían a los ciudadanos vivir particularmente o en común, y que no fatigarían al público con sus gritos contra el hogar? Los socialistas confiesan que el matrimonio, la familia y la propiedad, contribuyen poderosamente a la felicidad; el único cargo que les hacen, es que no saben de qué modo conciliar estas cosas con el bien general. ¿Es ésta una argumentación formal? ¡Como si su ignorancia particular fuese un argumento contra el desarrollo ulterior de las instituciones humanas! ¡Como si el objeto del legislador, no consistiese en realizar para todos y cada uno, el matrimonio, la familia y la propiedad! ...

Por no extenderme demasiado, me limitaré a tratar la cuestión bajo uno de sus principales aspectos, que es la herencia. Generalizaremos después, Ab uno disce omnes, como dice el poeta.

La herencia es la esperanza de la casa, el contrafuerte de la familia, la razón última de la propiedad. Sin la herencia, la propiedad no es más que una palabra, y la misión de la mujer se convierte en un enigma. ¿A qué vienen, en el taller común, obreros y obreras? ¿Para qué esta distinción de sexos que Platón, corrigiendo la naturaleza, procuraba suprimir en su República? ¿Cómo se explica esta duplicidad del ser humano, imagen de la dualidad económica, verdadera superposición, fuera de la casa y de la familia? Sin herencia, no sólo deja de haber esposos y esposas, sino también ascendientes y descendientes. ¿Qué digo? Ni siquiera puede haber colaterales, supuesto que, a pesar de la sublime metáfora de la fraternidad ciudadana, es claro que si todo el mundo es mi hermano, no tengo ninguno, Entonces sería cuando el hombre, aislado en medio de sus compañeros, sentiría el peso de su triste individualidad, y cuando la sociedad, privada de ligamentos y de vísceras por la disolución de la familia y la confusión de los talleres, como una momia seca, caería hecha polvo.

Pero el socialismo tiene valor bastante y no se asusta por tan poca cosa; el señor Luis Blanc, semisocialista que quiere la familia sin la herencia, como el socialista quiere la humanidad sin la patria y la familia, exclama en su Organización del trabajo:

La familia procede de Dios, y la herencia de los hombres.

Seguramente, esto no prueba que la familia sea mejor ni la herencia peor; pero todo el mundo conoce ya el estilo del señor Blanc: sus perpetuas reclamaciones en favor de la divinidad no son más que un superlativo poético, como se decía en la lengua hebrea, pan de los dioses, por pan de avena. Esto mismo lo da a entender bien claramente en las líneas siguientes:

La familia es, como Dios, santa e destinada a seguir la misma pendiente de forman y de los hombres que mueren.

Comparación, antítesis, período redondo, elegancia, nada falta, si se exceptúa la idea que, lo siento por el señor Blanc, es contraria al sentido común. Precisamente, por lo mismo que los hombres mueren y que las sociedades se transforman, la herencia es necesaria; por lo mismo que la familia no debe perecer nunca, es preciso oponer al movimiento incesante de las generaciones, un principio de inmortalidad que las sostenga. ¿Qué sería de la familia si estuviese continuamente dividida por la muerte, y debiese reconstituirse todos los días porque faltase un lazo de unión entre el padre y los hijos? Yo veo perfectamente lo que os impresiona: en vuestro concepto, la herencia sólo sirve para mantener la desigualdad; pero ésta no procede de la herencia, sino que resulta de los conflictos económicos. La herencia toma las cosas como las encuentra: cread la igualdad, y la herencia la sostendrá siempre.

El saintsimonismo había visto la conexión de la herencia y de la familia, y proscribió a las dos; pero la democracia avanzada, que no se atreve a declararse socialista ni comunista, creyó dar una prueba de su talento separando la una de la otra, y arrojándose en un eclecticismo tan pueril como el del gobierno a quien censura. Es verdaderamente curioso ver al señor Blanc pavonearse por haber hecho tan bello descubrimiento.

Se había dicho a los saintsimonianos: Sin herencia no hay familia; y ellos respondieron: Y bien: destruyamos la familia y la herencia. Los saintsimonianos y sus adversarios se equivocaban igualmente, aunque en sentido inverso. La verdad es que la familia es un hecho natural que no puede destruirse, mientras que la herencia es una convención social que los progresos de la sociedad pueden suprimir.

Pues yo digo que se equivocan todos los que ven en la familia, y en la herencia que la protege, un obstáculo a la asociación, y se imaginan que una convención social tan espontánea, tan universal como la herencia, no es un hecho natural. Los demócratas, grandes habladores de las cosas divinas y amantes de Requiem, no saben que lo que sale de la conciencia humana es tan natural como la cohabitación y la generación; la naturaleza, para ellos, es la materia; la humanidad, al obedecer a la espontaneidad de sus inclinaciones, se desvió de la naturaleza, y es preciso volverla a ella. ¿Y cómo se hará? ¿Por medio de hechos naturales? No; los demócratas no se precian de ser tan consecuentes; por convenciones. Pues qué, ¿hay algo más convencional que el sistema de manos-muertas con que los demócratas pretenden sustituir la herencia?

¿Se pueden explicar las causas que han hecho considerar hasta hoy, como absolutamente conexas, la cuestión de la familia y la de la herencia? Que en el actual orden de cosas la herencia es inseparable de la familia, nadie lo pone en duda; y precisamente, la razón está en los vicios de este orden social que nosotros combatimos. Que un joven salga de su familia para entrar en el mundo; si se presenta sin fortuna y sin más recomendación que su mérito, mil peligros le esperan: a cada paso encontrará obstáculos; su vida se consumirá en una lucha perpetua y terrible, en la cual triunfará quizás, pero corriendo el peligro de sucumbir. He ahí lo que el amor paternal debe prever.

Y bien: si el amor paternal cesa de prever eso, ¿quien lo preverá? Será, dicen los demócratas, este ser invisible, impalpable, inmortal, omnipotente, bueno, sabio, que lo ve todo, que lo hace todo y que responde a todo: ¡será el Estado!

Cambiad el medio en que vivimos; haced que todo individuo que se presente a la sociedad para servirla esté seguro de encontrar en ella el libre empleo de sus facultades y el medio de entrar en participación del trabajo colectivo: la previsión paternal, en este caso, queda reemplazada por la previsión social. Y esto es precisamente lo que debe ser para el niño, la protección de la familia; para el hombre, la de la sociedad.

Sí; ¡cambiad ... haced que ... reemplazad la previsión paternal con la social! Si no os hubiese leído, desearías veros obrar. ¡Qué desgracia tan grande que no podáis reemplazar también el trabajo de los individuos por el del Estado! ¡Qué calamidad que el Estado no pueda casarse, hacer chiquillos, alimentarlos y atenderlos sustituyendo a los particulares! Pero ... ¿qué digo? El trabajo libre y la producción de niños por medio del amor libre, ¿no son cosas naturales, y no es la herencia una cosa de convención?

¿Y qué responderíais a un padre que viene a deciros: Cuando hice mi testamento, no tuve en cuenta solamente a las personas a quienes instituyo herederas, sino a mí mismo. El acto de mis últimas voluntades es una forma por la cual continúo gozando de mis bienes después de haber dejado de vivir; es una manera de permanecer en la sociedad que abandono, una prolongación de mi ser entre los hombres; es, en fin, el lazo de la solidaridad que me une a mis hijos y que hace los afectos y las obligaciones comunes entre nosotros. Me habláis mucho de vuestra previsión, en cambio de la cual me exigís mis bienes; pero yo tengo más confianza en mí mismo que en el poder. Tenéis demasiadas cosas en qué pensar para ocuparos de todo en tiempo oportuno, y además, yo no es conozco. ¿Quién os ha visto? ¿En dónde vivís? ¿Cuáles son vuestras garantías? ¡Ah! os parecéis al dios de vuestros sacerdotes; prometéis el cielo a condición de que se os dé la tierra. ¡Presentaos, en fin, presentaos una sola vez con vuestra sabiduría y vuestro soberano poder! ...

La abolición de la herencia, como todos los sueños republicanos, procede de esa ideología absurda que pretende reemplazar por todas partes la acción libre del hombre por la fuerza de iniciativa del poder, el ser real por un ente de razón, la vida y la libertad por una quimera, cuya triste influencia fue la causa de casi todas las calamidades sociales.

El abuso de las sucesiones colaterales está universalmente reconocido, continúa diciendo el señor Blanc; estas sucesiones serán abolidas, y los valores que las componen se declararán propiedad común.

Para abolir las sucesiones colaterales, es preciso empezar por abolir la propiedad: sin esto, yo os desafío a que toquéis esas sucesiones. ¿Prohibiréis los fideicomisos, las retroventas, las dotaciones, etcétera? ¡Cómo! ¡tendré la facultad de dejar mis bienes a todo el mundo, quiero decir, al Estado, y no podré darlos a alguno! Se me permitirá trabajar, hacer ahorros, formar capitales, adquirir inmuebles, disfrutados exclusivamente, y cuando quiera disponer de ellos, cuando desee aumentar mi felicidad constituyéndome una familia adoptiva en vez de la natural que no tengo, entonces no seré dueño de nada! ¿De qué me sirve, pues, ser propietario? ¿Sois comunistas? Tened el valor de decirlo; no tergiverséis, no nos fatiguéis con vuestras ficciones de divinidad, de Repúblicas y de gobierno; sublimes palabras que no son más que clavijas en vuestra prosa poética, y un cebo para los imbéciles.

¿Tiene familia el pobre que nada puede dejar a sus hijos? Si la tiene, en el medio impuro en que vivimos, la familia puede existir, hasta cierto punto, sin necesidad de la herencia. Si no la tiene, justificad vuestras instituciones: y daos prisa, porque la familia no puede ser un privilegio ...

¡Declamación! La herencia existe en la familia del pobre como en la del rico: este derecho sagrado e inalienable, lo conquistó definitivamente el proletario en nuestra gran revolución, y lo opuso, como una barrera indestructible, al pillaje de la nobleza. Así también el plebeyo de Roma se emancipó de la tiranía del patricio obteniendo el jus connubii, el derecho de familia reservado durante largo tiempo para los nobles nada más. Lo que le falta al pobre, no es la herencia (el derecho de heredar), sino el patrimonio. En vez de abolir la herencia, pensad en hacer que cese el desheredamiento; pues, como vos mismo decís, la familia no puede ser un privilegio; por esta razón, el derecho de familia es universal, no común, y la herencia le es tan necesaria como el patrimonio. Proscribir la herencia porque no es todavía efectiva para todo el mundo, es razonar en un sentido materialista y contrarrevolucionario; es como si se condenase a Francia a no comer más que patatas y beber agua, por compasión a la desgraciada Irlanda.

Conducid la familia hasta la herencia, y bien pronto veréis cómo se abre un abismo entre el interés social y el interés doméstico.

Pero ... ¿de dónde viene este antagonismo? ¿Es de la herencia o de la desigualdad de los patrimonios? Con la herencia, decís, el patrimonio no puede existir por mucho tiempo, y con mayor razón, no puede convertirse en una realidad para todo el mundo. ¿Quién os lo dijo? ¿Qué sabéis vosotros si la herencia, como la propiedad, el monopolio y la competencia, podrá volverse en favor del trabajo y contra el capital, después de haber servido tanto tiempo al capital contra el trabajo? Tan escasa es la inteligencia que tenéis de las contradicciones económicas, que no se os ocurrirá nunca la idea de hacerlas producir resultados opuestos a los que hoy dan, combatiéndolas unas con otras: lejos de esto, toda vuestra ideología tiende a suprimirlas. ¡Suprimir de la ciencia social los principios de la sociedad; cercenar de la civilización los órganos civilizadores; tal es vuestra filosofía! Sí, los demócratas no examinarán las cosas tan de cerca; los socialistas quedarán satisfechos con las concesiones que les hacéis; la prensa patriótica celebrará vuestra elocuencia, y todo marchará divinamente en la mejor de las democracias posibles.

Los socialistas moderados atacan el derecho de sucesión, porque no saben convertirlo en un medio conservador de la igualdad; los fourieristas y los saintsimonianos atacan la familia, porque sus sistemas son incompatibles con la industria privada, la vida interior y el libre cambio; los comunistas atacan la propiedad, porque ignoran de qué modo dejará de ser abusiva por la mutualidad de los servicios ¡Confesión de ignorancia! Es el argumento de todas estas pretendidas sectas reformadoras, argumento que lleva en sí mismo la refutación, y basta para que nos disgusten las predicaciones humanitarias.

3º Una vez garantizado el crédito, constituída la familia, concedido a todos el derecho de sucesión, faltaría distribuir la propiedad a fin de que cada uno pudiese, a su vez, ser jefe de familia, y que nadie estuviese destituído de patrimonio. Pero ... ¿cómo se dividirá la tierra? ¿Cómo se determinarán los lotes? ¿De qué modo se sostendrá la igualdad de los patrimonios? ¿Llegará la tierra para tantas familias? ¿Se dará únicamente al cultivador, y el industrial, el productivo, el comerciante, etc., quedarán excluídos de la propiedad? ¿Cómo se harán las mutaciones, las compensaciones y las liquidaciones? ¿De qué modo se arreglará el trabajo y el reparto de los frutos? Como se ve, todas las cuestiones económicas se reproducen en la propiedad.

Y a todos estos problemas, tan horrorosos por su número, su profundidad, sus dificultades y sus inmensos detalles, la sociedad responde con una sola palabra: la renta.

A fin de no dejar duda alguna en el espíritu del lector, procederé con la renta del mismo modo que he procedido con la contribución. Haré ver que la idea orgánica encerrada en la constitución de la renta, se desarrolla en tres momentos consecutivos, de los cuales el último, ligado necesariamente a los otros dos, se resuelve en una operación de equilibrio.

¿Qué es, pues, la renta?

La renta, hemos dicho en el capítulo VI, tiene una grande afinidad con el interés: sin embargo, difiere esencialmente, porque el interés afecta sólo a los capitales que nacen del trabajo y se acumulan por medio del ahorro, mientras que la renta se refiere a la tierra, materia universal del trabajo, substratum primordial de todo valor.

Lo que caracteriza al capital, es el no producir más que un interés suficiente para reconstituirlo con beneficio: la progresión decreciente del interés, lo prueba sin necesidad de recurrir a una demostración teórica. Cuando el capital escasea y la hipoteca carece de valor y de garantía, el interés es perpetuo, y se eleva algunas veces a un tipo exorbitante. A medida que el capital abunda, el interés disminuye; pero como no puede desaparecer jamás, como no es posible que el préstamo de dinero se convierta en un simple cambio, cuyos riesgos serían para los capitalistas, y los beneficios para el que lo recibiese, el interés, cuando llega a cierto tipo, cesa de bajar y se transforma. De rédito perpetuo que era, se convierte en reembolso con prima y por anualidades; entonces es cuando el interés desempeña el papel que le señala la teoría.

Si el capital o el objeto prestado se consume o perece por el uso que de él se hace, como sucede con el trigo, el vino, el dinero, etc., el interés se extinguirá con la última anualidad; pero si el capital no se destruye, el interés será perpetuo.

La renta es el interés que se paga por un capital indestructible, que es la tierra; y como este capital no es susceptible de ningún aumento en cuanto a la materia, sino de un mejoramiento indefinido en cuanto al uso, sucede que, mientras el interés o beneficio del préstamo (mutuum) tiende a disminuir continuamente por la abundancia de los capitales, la renta tiende a aumentar siempre por el perfeccionamiento de la industria, que produce el mejoramiento en el uso de las tierras. De aquí resulta que el interés se mide por la importancia del capital, mientras que, relativamente a la tierra, la propiedad se aprecia por la renta.

Tal es la renta en su esenciá: ahora se trata de examinarla en su destino y en sus motivos.

En el punto de partida de la institución, la renta es el honorario de la propiedad, el emolumento que se paga al propietario por la gestión que le confiere su nuevo derecho. No repetiré lo que dije en el primer número de este capítulo sobre la necesidad en que la sociedad se encontraba de cambiar la condición del privilegiado, para favorecer el trabajo y el crédito: me limito a recordar que en la séptima época de la evolución económica, la ficción había hecho desvanecer la realidad; que la actividad humana corría peligro de perderse en el vacío, y que se había hecho necesario unir más íntimamente el hombre a la naturaleza: pues bien; la renta fue el precio de este contrato. Sin ella, la propiedad no habría sido más que un título nominal, una distinción puramente honorífica; pero la razón soberana que conduce la civilización, no emplea ese resorte del amor propio; paga y cumple sus promesas, no con palabras, sino con realidades. En las previsiones del destino, el propietario llena la más importante función del organismo social: es un centro de acción en cuyo derredor gravitan, se agrupan y se abrigan aquellos a quienes llama para hacer valer su propiedad; aquellos a quienes cambia, de asalariados envidiosos e insolentes, en hijos predilectos suyos.

Por lo demás, preciso será confesarlo; todo el mundo se hace grandes ilusiones sobre la felicidad y la seguridad de los rentistas, comparativamente al bienestar que disfrutan las clases trabajadoras. El obrero que gana 30 cuartos por día y ve pasar el carruaje del propietario que tiene 100.000 libras de renta, no puede menos de creer que aquel hombre es cien veces más dichoso que él. Sólo se ve en la renta un medio de vivir sin trabajar procurándose toda clase de placeres, y se aplaude la moral del rico que se impone una especie de deber social de gastar toda su renta. De ahí nace en el corazón de los hombres del pueblo un principio de envidia y de odio, tan injusto como inmoral, y una causa activa de depravación y de desaliento.

Sin embargo, para el que considera las cosas desde un punto de vista más elevado y en su inflexible verdad, en una sociedad que se encuentre en vías de organización, el rentista no es más que el guardián de las economías sociales, el curador de los capitales formados por la renta. Según la teoría que dice: todo trabajo debe dejar un excedente que se destina, parte a aumentar el bienestar del productor, y parte a mejorar el fondo productivo, el capital puede definirse: una extensión, por el trabajo, del dominio que nos dió la naturaleza. La tierra susceptible de explotación, está encerrada en muy estrechos límites; el globo entero nos parece ya una jaula en la cual nos encontramos detenidos, sin saber por qué, y se nos dió cierta cantidad de provisiones y de materiales, con cuyo auxilio podemos embellecer, extender, calentar y sanear nuestra estrecha morada. Toda formación de capital equivale, para nosotros, a la conquista de un terreno; pues bien: el propietario, como jefe de la expedición, es el primero que se aprovecha de la aventura. En último resultado, y a pesar de las inmensas pérdidas de capitales que suceden por efecto de la imprevisión, la cobardía y la corrupción de los tenedores (de ese modo pasan las cosas en la sociedad), la gran mayoría de las rentas se emplea en nuevas explotaciones. Francia se dispone a gastar dos mil millones en canales y en ferrocarriles, y esto será como si añadiese a su territorio la mitad de un departamento. ¿De dónde procede esta extensión maravillosa? Del ahorro colectivo: de la renta.

No importa que se citen algunos ejemplos de fortunas colosales cuyas rentas consumen improductivamente los titulares; casos excepcionales que desaparecen ante la masa de las fortunas medias. Estos ejemplos, cuyo escándalo subleva al trabajo y hace murmurar a la indigencia, pero cuyo castigo no se hace esperar mucho, confirman la teoría. El propietario que desconoce su misión y sólo vive para destruir sin tomar parte alguna en la gestión de sus bienes, no tarda en arrepentirse de su indolencia: como no ahorra nada, bien pronto recurre al préstamo, se llena de deudas, pierde su propiedad, y cae a su vez en la miseria. La Providencia ultrajada se venga al fin de un modo cruel. Yo he visto nacer y morir muchas fortunas, y observé siempre que es un trabajo tan difícil conservar la propiedad como adquirirla; que esta conservación implica abstinencia y economía, y que, en definitiva, la suerte del propietario que administra bien, no es muy superior a la del obrero que, con iguales productos, reúne el mismo espíritu de previsión y de orden. Consumo integral de la renta y conservación de la propiedad, son cosas que se excluyen: para conservar, el propietario debe ahorrar, capitalizar y extenderse; es decir, proporcionar cada vez más espacio y más latitud al trabajo: en otros términos; devolver en capitales lo que recibe en productos. En las previsiones del legislador, el propietario no es más digno de envidia que de piedad: y el hombre que sabe hacerse útil; que comprende que el trabajo es parte integrante de nuestro bienestar; que todo consumo abusivo y desordenado lleva consigo dolor y remordimientos; que ve la propiedad, pasando de mano en mano, cumplir su ley sin consideración al propietario a quien mata desde el momento en que le es infiel; este hombre, digo, si sólo se considera como consumidor y aspira a la justicia, no desea ni lamenta la falta de propiedad.

El mal uso de la renta, más que los bárbaros, perdió a la sociedad romana y despobló Italia. Este abuso preparó en la Edad Media la ruina de la nobleza, cuyo instrumento fue más tarde el crédito. La misma ininteligencia de la propiedad, produce todos los días tantas ruinas, y transporta incesantemente la propiedad de unos a otros. Así, pues, desde el primer momento de su evolución, la teoría de la renta adquiere una certidumbre matemática: la ley es imperativa, y ... ¡desgraciado del que no sabe conocerla! La renta, como la herencia, está fundada en razón y en derecho: no es un privilegio que debemos destruir; es una función que debemos hacer universal. Los abusos del consumo que se le censuran, y de los cuales no es más que el medio no pueden atribuírsele, porque proceden del libre arbitrio del hombre, y caen bajo la crítica del moralista. La economía social no tiene que ver con esto: el desorden, en este punto, acusa al hombre; pero la institución es irreprochable.

Llegamos ya a la segunda faz de la cuestión.

Si la renta es el honorario de la propiedad, es un tributo sobre el cultivo; pues confiriendo una retribución sin trabajo, deroga todos los principios de la economía social sobre la producción, la repartición y el cambio. El origen de la renta, como el de la propiedad, es, por decirlo así, extraeconómico; reside en consideraciones de psicología y de moral que sólo de muy lejos se relacionan con la producción de la riqueza, y que hasta destruyen su teoría; es un puente que se coloca entre dos mundos para que el propietario pase, y por el cual no puede transitar el colono. El propietario es un semidiós; el colono no es más que un hombre. En esta oposición lógica está, como lo demostraré más adelante, el verdadero abuso, la contradicción inherente a la propiedad; pero, como ya se dijo, esta contradicción es el anuncio de una conciliación próxima; tesis que vamos a demostrar anticipándonos en uno o dos períodos a la historia, y haciendo conocer inmediatamente el destino ulterior de la renta.

Dado que en la adjudicación de una renta perpetua hecha al propietario, el interés del amo es inverso del interés del arrendatario, como el valor en cambio lo es también del valor útil, se sigue de aquí que la renta, que debe pagarse al propietario, se establece por una serie de oscilaciones que deben resolverse todas en una fórmula de equilibrio. Considerado desde el punto de vista superior de la institución, ¿qué es lo que el arrendatario debe al propietario? ¿Cuál debe ser el importe de la renta? Resulta, pues, que el problema de la renta es, bajo una forma diferente, el problema del valor.

La teoría de Ricardo responde a esta pregunta.

En los primeros momento de la sociedad, cuando el hombre, nuevo todavía en el mundo, sólo tenía ante sus ojos la inmensidad de los bosques; cuando la tierra era vasta y la industria empezaba a nacer, la renta debió ser nula. El suelo, no modificado todavía por el trabajo, era un objeto de utilidad, no un valor en cambio; era común, no social. Poco a poco, la multiplicación de las familias y el progreso de la agricultura, hicieron conocer el precio de la tierra. El trabajo vino a dar al suelo su valor, y de ahí nació la renta. El campo que, con igual cantidad de servicios, producía más frutos, era más estimado; y por esta razón la tendencia de los propietarios fue siempre a atribuirse la totalidad de los productos del suelo, menos el salario del agricultor; es decir, menos los gastos de producción.

Vemos, pues, que la propiedad sigue al trabajo para arrebatarle todo lo que, en el producto, excede a los gastos de producción. Como el propietario llena un deber místico y representa la comunidad frente al colono, éste, en los designios de la Providencia, no es más que un trabajador responsable que debe dar cuenta a la sociedad de todo lo que percibe además de su salario legítimo; y los sistemas de arriendos, medierías, enfiteusis, etc., son las formas oscilatorias del contrato que se celebra, en nombre de la sociedad, entre el propietario y el colono. La renta, como todos los valores, está sujeta a la oferta y la demanda; pero como todos los valores también, tiene su medida exacta, la cual se expresa en beneficio del propietario y con perjuicio del labrador, por la totalidad del producto, deducidos los gastos de producción.

Por su esencia y su destino, la renta es un instrumento de justicia distributiva, uno de los mil medios que el genio económico pone en práctica para llegar a la igualdad; es un inmenso catastro que los propietarios y colonos ejecutan contradictoriamente, sin solución posible, obedeciendo a un interés superior, y cuyo resultado definitivo debe ser igualar la posesión de la tierra entre los explotadores del suelo y los industriales. En una palabra, la renta es esa ley agraria tan deseada, que debe hacer a todos los trabajadores y a todos los obreros poseedores iguales de la tierra y de sus frutos. Era necesaria esta magia de la propiedad para arrancar al colono el excedente de productos que considera suyos, porque se cree su exclusivo autor. La renta, o mejor dicho, la propiedad, rompió el egoísmo agrícola, y ha creado una solidaridad que ningún poder, ningún reparto de la tierra habría hecho nacer. Por la propiedad, la igualdad entre todos los hombres se hace definitivamente posible; la renta obra entre los individuos como la aduana entre las naciones, y todas las causas, todos los pretextos de desigualdad desaparecen, y la sociedad sólo espera la palanca que debe dar el impulso a ese movimiento. ¿De qué modo, al propietario mitológico, sucederá el propietario auténtico? ¿Cómo, al destruir la propiedad, los hombres se convertirán todos en propietarios? Tal es, en lo sucesivo, la cuestión que se debe resolver, y que es insoluble sin la renta.

El genio social no procede, como los ideólogos, por abstracciones estériles; no se inquieta por los intereses dinásticos, ni por la razón de Estado, ni por los derechos electorales, ni por las teorías representativas, ni por los sentimientos humanitarios y patrióticos; personifica o realiza siempre sus ideas; su sistema se desenvuelve en una serie de encarnaciones y de hechos, y para constituir la sociedad, se dirige siempre al individuo. Después de la época del crédito, era preciso unir el hombre a la tierra, y el genio social instituyó la propiedad. Se trataba después de formar el catastro del globo; en vez de publicar a son de trompeta una operación colectiva, puso en lucha los intereses individuales, y de la guerra del colono y del rentista, resultó, para la sociedad, el más imparcial arbitraje. Ahora, una vez obtenido el efecto moral de la propiedad, falta hacer la distribución de la renta. Guardaos de convocar asambleas primarias, de llamar a vuestros oradores y a vuestros tribunos, de reformar vuestra policía, y con este aparato dictatorial, exasperar el mundo. Una simple mutualidad en el cambio, auxiliada por algunas combinaciones de banca, bastará. Para los mayores efectos, los más sencillos medios; ésta es la ley suprema de la sociedad y de la naturaleza.

La propiedad es el monopolio elevado a la segunda potencia; es, como aquél, un hecho espontáneo, necesario y universal; pero la propiedad tiene el favor de la opinión, mientras que el monopolio se mira con desprecio. Por este nuevo ejemplo, podemos comprender que, así como la sociedad se establece por la lucha, la ciencia sólo marcha impulsada por la controversia. Por eso hemos visto que la competencia fue exaltada y censurada a la vez; que el impuesto, reconocido como necesario por los economistas, les disgusta donde quiera que lo encuentran; que el préstamo a interés fue sucesivamente condenado y aplaudido; que la balanza del comercio, las máquinas y la división del trabajo, merecieron la aprobación y las maldiciones del público. La propiedad es sagrada, pero se condena el monopolio: ¿cuándo veremos el fin de nuestras preocupaciones y de nuestras inconsecuencias?


Notas

(1) Principios metafísicos del derecho.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha