Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

III

Mentira y contradicción del crédito. Sus efectos subversivos; su potencia para extender el pauperismo

Al conducir al hombre por el camino milagroso del crédito, parece que la Providencia tuvo por objeto crear en el seno de la sociedad una institución general de seguros para la propagación y la perpetuidad de la miseria.

Hemos visto que a cada evolución de la economía política, la distinción entre el amo y el asalariado, el capitalista y el trabajador, se hacía más profunda: las máquinas y la competencia, el monopolio, la organización del Estado, las prohibiciones y las franquicias, todo cuanto el ingenio del hombre imaginó para aliviar la suerte de la clase laboriosa, se convirtió siempre en provecho para el privilegio, y en opresión cada vez más terrible para el trabajo. Ahora se trata de consolidar la obra, de fortificar la plaza contra las incursiones del enemigo, y asegurar al poseedor contra los ataques del desposeído. Pero este seguro lo pagará todavía el expoliado, porque ... está escrito: todo por el trabajo, y todo contra el trabajador.

Obreros, trabajadores, hombres de labor, hombres que producís, se les dice con un énfasis lleno de lisonja; para vosotros, para consuelo de vuestra vejez, instituimos estas cajas de ahorros. Venid, traed vuestras economías; nosotros os las guardaremos, os pagaremos el interés, seréis nuestros rentistas, y nosotros seremos vuestros deudores. Labradores: vosotros tomáis dinero a usura; y como no reembolsáis nunca, se os expropia: venid a nuestros bancos hipotecarios; no os exigiremos nada por la escritura; no exigiremos tampoco el reembolso, y mediante un pequeño interés, al cabo de treinta y seis, de cuarenta y cinco o de cincuenta años, os veréis libres de la deuda. Manufactureros, comerciantes e industriales: carecéis de dinero; pero no sabéis que vuestras fábricas, vuestros útiles, vuestras casas, vuestra clientela, vuestro talento y vuestra probidad, son una mina cargada de oro. Nosotros lavaremos esa tierra y extraeremos el metal precioso que oculta; y cuando se haya hecho la operación, os lo devolveremos todo, mediante un ligero descuento. Padres de familia, ¿queréis asegurar una dote a vuestras hijas, una pensión a vuestras viudas, un ahorro para vuestros hijos menores? Pues venid; a partir del momento de la inscripción, sólo os pediremos un interés proporcionado a vuestra edad, de la suma que habremos de pagaros. y todos trabajaréis, todos viviréis sin inquietud, y el oro correrá a mares. Seréis ricos; ricos y dichosos, porque tendréis trabajo, venta, rentas, dotaciones, herencias y beneficio por todas partes.

Con una sola palabra destruyo este edificio, y reduzco a la nada la mistificación del crédito. Este, por esencia y por destino, exige siempre, como la lotería, más de lo que da; y no puede menos de ser así, porque si no fuese por eso dejaría de ser lo que es. Luego no puede dudarse que hay siempre expoliación de la masa, y cualquiera que pueda ser la apariencia, explotación, sin reciprocidad, del trabajo por el capital.

Y sobre todo: el crédito miente cuando se ofrece a todo el mundo.

Por un lado, el economista charlatán nos dice:

Sólo puede aspirar a gozar del crédito, el hombre honrado, aquel que tiene sentimientos de honor, que es fiel a su palabra y esclavo de sus compromisos. Crédito y confianza son sinónimos. Pues bien: ¿en qué sitios y entre qué personas puede existir la confianza, sino entre aquellas que son probas y morales? ¿Y quién no se sentirá impresionado al ver lo que tienen de liberal las instituciones de crédito provistas de abundantes recursos y administradas con buena intención? El objeto de estas instituciones es, en efecto, hacer pasar los instrumentos de trabajo, la substancia vital de las empresas, grandes o pequeñas, el nervio de la industria, los capitales, en fin, de las manos de los tenedores que no quieren hacerlos valer por sí mismos, a otras más aptas o más dispuestas a utilizarlos, que ofrecen seguridad. Donde quiera que existe el crédito bien organizado, el hombre que reúne la inteligencia y el amor al trabajo, la aptitud industrial y la probidad, está seguro de que no le faltará el medio de adquirir la comodidad y crearse aquella posición que el poeta antiguo calificaba de medianía de oro, que los ingleses designan con la palabra independencia, y que ofrece al hombre las mayores garantías de felicidad. Una vez en este punto, y salvo algunas excepciones, los hombres se detienen voluntariamente y clavan su tienda sin mirar más lejos. Y las excepciones mismas, las naturalezas superiores, cuando llegan aquí, pueden elevarse fácilmente por medio del crédito, a esas altas posiciones industriales que están al nivel de las mejores posiciones sociales, y de las cuales se pasa a las más eminentes funciones del Estado, como tantas veces hemos visto en nuestra sociedad liberal. De quince años a esta parte, señores, habéis visto dos comerciantes, dos hombres que se habían elevado siguiendo el camino del comercio, llegar a la primera de las dignidades del Estado, la de presidente del Consejo de Ministros! ... (Sr. Chevalier, Curso de economía política, Discurso preliminar, 1845).

Oigamos ahora al economista filósofo, y procuremos saborear la lección:

El crédito no es una anticipación del porvenir, una ilusión de crematística que no hace más que trasladar los capitales aparentando que los crea: el crédito es la metamorfosis de los capitales estables y empleados, en capitales circulantes o libres. Es necesario, pues, que el crédito se funde en realidades y no en expectativas, exige hipotecas y no hipótesis ... Ex nihilo nihil fit: luego, si queréis crear, prestad los materiales, y no lo que debéis crear, como instrumento de creación, porque ése es un círculo vicioso. El mal íntimo que mina el crédito consiste en que se descuenta el fin en vez de los medios (Cieszkowski, Del crédito y de la circulación).

¡Admirable en la expresión, pero desesperante en la lógica! El crédito, en buena y sana economía, no se concede a la persona, sino a la hipoteca; el crédito, tan magníficamente definido, la metamorfosis de los capitales empleados en capitales circulantes, es el cambio revocable de un capital cualquiera por dinero, una venta con pacto retrospectivo. Luego, a pesar de la etimología de la palabra, crédito es desconfianza, supuesto que el hombre que nada posee no obtiene crédito nunca: ¡lejos de esto, es él quien, obligado a servir para vivir, dará eternamente su trabajo a crédito durante ocho, quince o treinta días!

¡Y se nos habla de organizar el crédito, como si éste fuese algo más que la circulación de una mercancía accesible solamente a los que poseen capitales susceptibles de ser hipotecados! Hablad de organizar la prenda del crédito, porque ésa es la única cosa que falta; la prenda del crédito, ¿entendéis? es decir, la posesión de la tierra, la industria y el trabajo. El crédito no faltará nunca a las realidades; la confianza en las cosas no tiene límites; pero la confianza en el hombre, el crédito personal, no existe en ningún sitio. Luego, ya lo he dicho y lo repito; la prenda, los motivos de confianza en las personas, eso es lo que se trata de crear: y hablamos de hacer crédito al trabajo antes de educar al trabajador, es construir una sombra de vía férrea para trasportar sombras de viajeros en sombras de vagones.

Vemos, pues, que el crédito, por su condición esencial, es inaccesible al trabajador, que no tiene influencia directa en su destino, y que para él es lo mismo que si no existiese: es la manzana de oro de las Hespérides guardada por un dragón, siempre vigilante, que sólo el hombre fuerte que lleva en su escudo la cabeza de Medusa, la hipoteca, puede coger. El crédito no tiene nada que ver con los pobres, con los jornaleros ni con los proletarios; para ellos, el crédito es un mito, porque debe fundarse en realidades, no en expectativas; el crédito es real, no personal, como dicen los legistas. Para que esta regla pueda tomarse al revés, es preciso que, por la reacción del trabajo contra el capital, todas las riquezas apropiadas se conviertan en riquezas colectivas, que los capitales salidos de la sociedad entren de nuevo en la sociedad; es preciso, en fin, que se resuelva la antinomia. Pero entonces el crédito no será más que un órgano secundario del progreso, y habrá desaparecido en la asociación universal.

Supuesto, pues, que el crédito miente, es indudable que roba. La relación de estas dos ideas es tan necesaria, como la que existe entre la improductividad y la miseria. Y en efecto; el crédito es el reinado del dinero y de la productividad del capital organizada sobre las bases más amplias: dos ficciones que, bajo el nombre de crédito, se unen y se conciertan para consumar la servidumbre del trabajador.

No nos cansemos de recurrir a los principios.

Así como del capitalista al obrero hay supremacía y dependencia, o en otros términos; así como el capital inaugura en la sociedad un feudalismo inevitable, así también de la moneda a las demás mercancías hay supremacía y subalternización. La jerarquía de las cosas reproduce la de las personas; y aun cuando, siguiendo el sistema de Ricardo o el del Sr. Cieszkowski, todos los cambios se efectuasen por medio de billetes o títulos de propiedad de los capitales susceptibles de desempeño, la moneda metálica sería siempre el dios oculto que, en su profunda ociosidad y en su real incuria, dirigiría el crédito; primero: porque los valores circulantes se habrían, no hecho, pero sí fingido a su imagen; segundo: porque la moneda les serviría siempre de medida, aun cuando su estampilla apareciese en el papel; tercero: porque éste no tendría aceptación en el público ni crédito en el comercio, si no se le suponía siempre, y a voluntad, reembolsable en dinero; y cuarto: porque, a pesar de la generalidad de la ficción, la constitución efectiva de los valores no habría adelantado un paso.

¿Qué habríais obtenido con este banco central que emitiese miles de millones en billetes con interés, garantizados por las propiedades del Estado y por todos los inmuebles del país? Hacer un inmenso catastro por el cual todos los capitales y los instrumentos de trabajo, valuados en dinero, se movilizarían, se harían trasmisibles y se lanzarían a la circulación, sin más formalidades que una moneda de oro. En vez de cuatro mil millones a que asciende hoy en Francia la circulación, llegaría rápidamente a veinte o treinta mil. Es más; gracias a la variedad de la garantía, este inmenso material de circulación no se despreciaría. Tendríamos, pues, el fantasma de la constitución del valor, que debe hacer todas las mercancías aceptables como el oro; pero no tendríamos la realidad de esta constitución, supuesto que los capitales monetizados para entrar en el comercio, habrían sufrido una reducción previa, garantía de su valor nominal.

Creo, pues, dejar demostrado que el crédito no llena el objeto de la economía política, que se reduce a constituir todos los valores sociales en su precio natural y legítimo, determinando su proporcionalidad. Lejos de esto, el crédito, al desempeñar los valores mobiliarios e inmobiliarios, no hace más que declarar su subordinación al numerario: reconoce el imperio de éste y la dependencia de aquéllos; y en vez de crear una circulación franca, establece un peaje sobre todos los valores, por la deducción que les hace sufrir para hacerlos circulables. En una palabra, el crédito desvanece las nubes que envuelven el problema, pero no lo resuelve.

Esto mismo confiesa el Sr. Cieszkowski en los términos siguientes:

La explotación del crédito y de la circulación es la explotación de los valores más idealizados y más generalizados de una nación; es una industria, si se quiere; pero una industria que opera, no sobre tal y cual valor bruto e inmediato, sino sobre la quinta esencia general de todos los valores, sobre un producto sublimado de todas las riquezas efectivas, después de cuyo desprendimiento el residuo de la sublimación sólo presenta un caput mortuum.

He ahí, pues, la obra del crédito. Empieza por generalizar y sublimar (estimando en 4 lo que vale 6) la riqueza, reduciendo a un tipo único (el dinero) los valores (instrumentos de trabajo y productos), imperfectamente cambiables, como los granos de oro en el mineral. Después hace converger todos estos valores generalizados y sublimados hacia un órgano central, al palacio del dinero, en donde se realiza el misterio.

Démonos cuenta de la operación, considerándola bajo todas sus fases.

Primeramente el crédito, al dar a la moneda formas tan variadas como lo son los capitales empleados, no produce ninguna depreciación en los valores metálicos. El oro y la plata conservan su precio y su poder; el papel de crédito, aunque igual a ellos y superior en cierto sentido, supuesto que produce interés, no los anula: al contrario, haciendo circulables como ellos los capitales empleados, no hace más que marcar la proporción de los unos y de los otros. No es la mercancía moneda la que aumenta, como sucedería si se doblase la masa metálica, o si se emitiesen de repente mil millones en asignados; es la riqueza social misma, con su variedad infinita y sus formas innumerables, la que entra en movimiento. Este es un nuevo paso, en fin, pero un paso gigantesco hacia esa constitución absoluta del valor, que es el objeto final de la economía política. Y en efecto, para hacer definitiva esta constitución, sólo se trata de sustituir en el crédito la jerarquía por la igualdad, hacer que todo valor sea circulable, no sólo bajo el beneficio de la deducción y del descuento, sino a la par, que es el carácter esencial de la moneda.

Ahora bien: este intervalo, más allá del cual el trabajador y el capitalista se hacen iguales y semejantes, es el que el crédito no salvará sin dejar de ser lo que es; quiero decir, sin metamorfosearse en mutualidad, solidaridad y asociación: en una palabra, sin hacer desaparecer la servidumbre del interés.

El interés, la usura, la regalía, el diezmo, o como lo llamé en otra ocasión, el derecho de aubaine (1), es el atributo esencial del capital, la expresión de su prerrogativa; por consiguiente, la condición sine qua non del crédito. ¿Cesa este interés con la emancipación de los capitales mobiliarios e inmobiliarios y con la creación de los billetes que producen renta? No: lejos de eso, se ejerce en mayor escala, con más generalidad, regularidad y consistencia. Luego, nada se cambió en la constitución social; y el antagonismo en que descansa, debió recibir un aumento de actividad y de energía.

¿En qué consiste ahora el mecanismo, y cuál es la propiedad del interés? El querer que en la sociedad el producto neto sea un excedente del producto bruto (véase el capítulo VI), crear continuamente' un capital ficticio, una riqueza nominal, un gasto no precedido de ingreso, un activo que no se puede encontrar, es, en una palabra, suponer lo imposible, y como consecuencia, hacer que la riqueza afluya sin cesar de las manos de los que producen y, según la ficción, reciben crédito, a las manos de los que no producen, pero que, según la misma ficción, hacen crédito; lo cual es tres o cuatro veces contradictorio.

El capitalista que dispone de valores metálicos, únicos constituídos, únicos aceptables en toda clase de cambios; el capitalista, digo, queriendo ayudar al trabajador, favorecer el comercio y la producción, contribuir, en lo que pueda, a la fortuna pública, toma en garantía los títulos de propiedad de sus clientes, y les da dinero o letras de cambio contra su propia casa, lo cual aumenta sus beneficios; todo esto mediante interés, circunstancia que hace volver al banco el mismo númerario que se prestó, sin que por esto se extinga la deuda. Y como las sumas prestadas, que vuelven por medio de la usura, se vuelven a prestar continuamente, sucede bien pronto que el suelo, las casas y todo el mobiliario de la nación, se encuentran hipotecados a favor de los bancos. Este movimiento de enajenación es de una rapidez tan grande que sólo se le puede comparar con el de los cuerpos celestes. El doctor Price había calculado que un décimo, puesto a interés compuesto desde la era cristiana hasta 1772, habría producido más oro del que pueden contener 150 millones de globos del tamaño de la tierra.

Si el dinero que se cobra siempre apenas se prestó, y que siempre se pide con insistencia, llega a faltar, el banquero emite billetes de confianza; los cuales, a pesar de los pequeños accidentes y de los errores que pueden ocurrir no tardan en volver, como sucede con el numerario, dando lugar a un pedido mayor.

Si el papel de banco, garantizado por la hipoteca, no basta, se crean billetes con interés; se pone en circulación lo que queda de los capitales; se inventan nuevas combinaciones de amortización; se disminuye el precio del préstamo y los gastos del contrato; se alargan los plazos ... pero como, en definitiva, es imposible que el capital se preste de balde; como no es posible que ingrese tal como se emitió; como el interés del capital, por pequeño que sea, desde el instante en que debe reproducir indefinidamente el capital mismo con beneficio, es superior al excedente que el trabajo deja al productor, es necesario que en la nación, el trabajo, si así puedo expresarme, se enajene continuamente en beneficio del capital, y que continuamente, también, la bancarrota y la miseria restablezcan el equilibrio.

Cuando el doctor Price y su discípulo Pitt hacían sus cálculos sobre el interés compuesto, no se apercibían de que estaban demostrando matemáticamente la contradicción del crédito. La variedad de las formas, la sutileza de las combinaciones, la facilidad del trasporte, la latitud concedida para el reembolso; todo eso no vale nada: el equilibrio no puede existir sino a condición de hacer entrar el crédito en sí mismo; es decir, de hacer al capitalista y al trabajador, acreedores y deudores en igual grado; cosa imposible bajo el régimen del monopolio.

Venga, pues, cuanto antes esa circulación universal de los capitales; ese reinado de los billetes con interés, en el cual el dinero, ídolo decrépito, quedará completamente retirado, y veremos a la humanidad, que los poetas nos pintan como la prometida de Dios y la reina de la naturaleza, la veremos, digo, sentada como una cortesana ante una mesa de juego, con los ojos inflamados y la garganta palpitante, produciendo para el juego, comprando, vendiendo y especulando para el juego. Entonces los instrumentos de trabajo se habrán convertido en puestas y en instrumentos de juego; los mercados serán bolsas y los caminos guaridas de bandoleros; la navegación se convertirá en piratería; el arte y la ciencia serán fábricas de llaves falsas, de cinceles, de pinzas y de sierras preparadas para el robo: más tarde vendrán los horrorosos suicidios, las venganzas atroces, la disolución, el pillaje y la anarquía; después de lo cual, fatigada la sociedad, pero no harta, empezará de nuevo su círculo infernal.

¿No es de temer, exclama el señor Augier, el aspecto de este espantoso porvenir; no es de temer que el hábito produzca la impudencia, y que la gran familia humana se convierta en una cuadrilla de ladrones o de quebrados fraudulentos regidos por leyes contrarias a la equidad e hipócritamente coaligados contra la justicia, que siempre respetaron los hombres honrados? ¿No es de temer, en fin, que costumbres nunca vistas vengan a renovar y poner en práctica lo que sucedió, en cuarenta y ocho horas, en los Estados de América, la bancarrota de cien bancos a la vez, la del gobierno, y, lo que faltó al espectáculo, la de todos los ciudadanos en un día? ¡Hermoso asunto para soñar en los presidios; especie de ley agraria de nuevo género! ...

¿Cómo dudarlo todavía? Bajo el régimen del monopolio, organizar el crédito es jugar a la lotería todo el haber social. Mientras la diferencia del producto bruto y del producto líquido en la sociedad, única causa verdadera del pauperismo, pasa inadvertida, enmascarada por el ruido de la ciencia y el cambio de las decoraciones; mientras que el progreso de la mecánica industrial, las luchas de la competencia, la formación de las grandes compañías, las agitaciones parlamentarias, las cuestiones sobre enseñanza, impuesto, colonización y política exterior absorben la atención pública y la distraen de sus grandes intereses, el crédito, por la generalización de los valores, por su emancipación y su afluencia a un depósito único, se prepara a descubrir este sistema de miseria, y a demostramos la imposibilidad matemática de nuestro orden social.

La economía política, al dirigir el movimiento social hacia la constitución de los valores, aspira a resolver en la sociedad el problema que los mecánicos y los economistas declaran insoluble, porque no poseen los datos necesarios para resolverlo. El movimiento puede ser continuo bajo una condición: ¿cuál? La de que sea espontáneo, producido por una fuerza íntima, no por una fuerza exterior a la máquina. Así vemos que en el universo hay perpetuidad de movimiento, porque resulta de una fuerza íntima a la materia, la tracción; la vida es perpetua en el animal, porque resulta de una fuerza íntima a la organización, creadora del organismo y capaz, hasta cierto punto, de subyugar sus elementos. Y como está en la naturaleza de la vida acrecentar, por la organización, aquello mismo que se le opone, llega un momento en que la vida sucumbe bajo la atracción molecular, una espontaneidad bajo otra espontaneidad; pero la vida en sí misma, como la atracción, es perpetua.

Tal es también la fuerza que anima y desarrolla a la sociedad; fuerza espontánea, imperecedera, cuyos latidos son nuestras contradicciones. En la hipótesis del crédito, el hombre hace salir del privilegio, y sólo del privilegio, la fuerza productiva; esta fuerza que debe ser íntima al trabajo, y que por consiguiente, reside en las entrañas mismas de la sociedad. ¿Tiene algo de particular que el crédito, con todas sus combinaciones, llegue fatalmente a la inmovilidad y a la muerte? El privilegio, se dice, da impulso al trabajo por medio del crédito; pero el privilegio sólo dura el tiempo que el trabajador puede, produciendo, despojarse en beneficio suyo sin perecer. Y como la teoría del interés acumulado prueba que el capital prestado al trabajo se paga dos veces cada catorce años, se sigue de aquí que, en una organización perfecta del crédito, el trabajo pierde al cabo de los catorce años los capitales que puso en movimiento. La consecuencia es que el equilibrio no se establece para los capitales sino por medio de la bancarrota, lo cual significa que la ley del desarrollo social no es idéntica a la del crédito, y que, para ponernos de acuerdo con el principio que hace marchar el mundo, debemos empezar por desposeer a los que poseen; cosa imposible mientras no se resuelvan nuestras anteriores contradicciones.

Que se diga y se repita bajo todas las fórmulas imaginables, que el crédito debe fundarse en realidades y no en expectativas; que exige hipotecas y no hipótesis: toda esa teoría, inatacable para el que se coloca en el terreno de la rutina del privilegio, es impotente y falsa, supuesto que, en definitiva, los capitales, considerados en su conjunto, no tienen más hipoteca que ellos mismos, y que al prestarlos, el crédito no puede fundarse en más realidad que la suya. Al salvar de un salto toda esta fantasmagoría del crédito, Law demostró más franqueza que los teóricos de nuestro siglo, procurando fundarle sobre un mito (era preciso impresionar las imaginaciones con alguna cosa), y diciéndose a sí mismo: La teoría indica que el crédito debe ser real, es cierto; pero en la sociedad, la progresión del interés lleva consigo la insolvencia del deudor, y es inevitable que el crédito, que empieza siendo real, se convierta por fin en personal; es decir, que se funde en los castillos de España. Dada esta situación, vale más que el deudor sea el Estado. pues como hipoteca moral, la suya es bastante mejor que cualquiera otra. Además, este deudor es omnipotente, y se sigue de aquí que, al revés de los otros deudores, en vez de recibir, es él quien da crédito.

Imagínese el lector, si le es posible, a qué tortura de espíritu debió verse entregado este hombre en medio de todas estas contradicciones, cuyo secreto nadie poseía entonces; a qué vértigo debió sucumbir más tarde, cuando vió todas sus combinaciones por tierra y aparecer la fea bancarrota, como decía Mirabeau. Hemos necesitado cincuenta años de un desarrollo filosófico sin igual en la historia, para comprender a este Law, hombre de inteligencia superior, aventurero audaz que buscaba una construcción imposible, el movimiento continuo de la sociedad por medio del crédito, y que, razonando con una exactitud prodigiosa, llegó por su lógica misma a la contradicción y a la nada. ¡Júzguese ahora si este hombre debió ser admirado de los que creían comprenderle, y calumniado de los que no eran capaces de entenderle! ... Sin duda, Law tenía el vago presentimiento de esta terrible antinomia que iba ofreciendo, como la piedra filosofal, de nación en nación; y decimos que tenía el vago presentimiento de esa antinomia, porque no podemos admitir que se hiciese ilusiones sobre el valor de sus acciones del Mississipí; pero le era imposible darse cuenta de una duda que contradecía la teoría, y obligado por los acontecimientos, seguro de no haberse separado de la rutina vulgar, se decidió a penetrar en lo desconocido exponiéndose a arruinar un imperio por una experiencia metafísica, y a retirarse después agobiado bajo el peso de la execración general. Lo que yo más admiro en este hombre, lo que a mis ojos hace de Law un personaje verdaderamente histórico, una figura ideal, es el hecho de haber creído que semejante experiencia valía la pena de hacerse y que no hubiese vacilado ante las consecuencias. Después de todo, Law no disminuía el capital social; lo único que hizo fue hacerlo cambiar de sitio; para el trabajo quedaba como áncora de salvación; el pueblo no corría ningún riesgo en el ensayo; y en cuanto a la nobleza, avara, ociosa y depravada, no merecía que se cuidase mucho de ella.

Nadie comprendió las ideas de Law; ni siquiera él mismo; y los economistas y los historiadores que después hablaron y hablan todavía de ellas, tampoco han penetrado el misterio. Es, pues, necesario que la experiencia se renueve, y todo se dispone hoy con un conjunto admirable para que la tentativa sea más general, y para que ninguna fortuna se le escape. Los señores Cieszkowski y Wolowski son los principales jefes de la expedición; los miembros que componen la comisión encargada de revisar la ley de hipotecas y organizar el crédito agrícola, forman la tripulación, y el señor Augier es el Jeremías que llora, antes de tiempo, la terrible catástrofe. ¿Quién se atreverá a quejarse cuando las notabilidades de la economía política, de la banca, de la enseñanza y de la magistratura, apoyadas por la opinión pública, hablando en nombre de la ciencia y de los intereses del país, después de haber hecho adoptar sus ideas a los grandes poderes del Estado, a la vez que apuntaban la lección al legislador, hayan añadido a nuestro antiguo bagaje de democracia y de monarquía, la bancocracia, el gobierno de la bancarrota?

El crédito es hipócrita como la contribución, expoliador como el monopolio, agente de servidumbre como las máquinas. Como un contagio sutil y lento, propaga, extiende y distribuye entre la masa de los pueblos los efectos más concentrados y más localizados de las plagas anteriores. Pero sea cualquiera la máscara con que se cubra, piedad, trabajo, progreso, asociación, filantropía, el crédito es ladrón y asesino, principio, medio y fin del feudalismo industrial. El legislador de los hebreos había sondado todas estas profundidades cuando recomendaba a su pueblo que prestase a las demás naciones, pero que no les pidiese nunca prestado, y que bajo esta condición les prometía la dominación y el imperio del mundo:

Si prestas a las naciones -y tú no contraes empréstitos-, reinarás sobre todos los pueblos, -y nadie será tu amo. Deuteronomio, c. XV, v. 6.

Los judíos no faltaron a este precepto; infieles a Jehovah con frecuencia, fueron fieles a Mammon siempre, y se puede ver hoy si la promesa de Moisés se realizó.

El crédito obra, no directamente, hiriendo al productor solamente, sino de un modo indirecto y cayendo sobre el consumidor, como sucede con el impuesto por cuota. He aquí por qué la acción del crédito es imperceptible para el vulgo y no subleva la opinión contra él: como en todas las cuestiones de impuesto, el interés dividido de la producción vence al interés colectivo del consumo. Se dice que la fuerza aumenta con la concentración, vis unita major; también se puede decir que un peso cualquiera que se divide parece menor; y en esto, precisamente, se funda el prestigio del crédito. Como todo el mundo espera salir beneficioso del juego echando sobre el público el interés que le perjudica, todos están de acuerdo en recurrir al crédito, y nadie piensa en conjurar sus efectos subversivos: no se reflexiona que en esta lotería las probabilidades se combinan de tal manera que el banquero gana siempre y que, en definitiva, salvo algunos afortunados que acaban siempre por asociarse al banco, siendo el recargo de los productos universal y recíproco, cada productor sale tan perjudicado como si sufriese sólo el peso de su propio crédito, que es el peso de su mala conciencia.

Pero ... ¿no podría suceder que por la universalidad del crédito, por la variedad de sus combinaciones, cada cual fuese a la vez comanditario y comanditado, diese crédito y lo recibiese, percibiendo una prima en el primer caso y pagándola en el segundo, de modo que por esta circulación verdadera, las condiciones se igualasen y se garantizasen mutuamente?

Yo me hago cargo de esta objeción, por más que sea pueril, a fin de presentar con toda la evidencia posible el círculo vicioso del crédito y la imposibilidad matemática de esta pretendida circulación igualitaria. Por lo demás, varios financieros y no pocos organizadores del crédito, se engañaron con esta utopía: por consiguiente, debe perdonarse a la generalidad de los lectores que la presenten como un argumento, y a mí se me debe permitir que conteste.

Recordemos que en el período actual de las antinomias sociales que llamamos el crédito, y del cual se nos prometen tantas maravillas, nada está organizado: que el trabajo está abandonado a la división parcelaria, el taller al salariado, el mercado a la competencia y al monopolio, la sociedad a la hipocresía fiscal y parlamentaria. En esta situación, para que el equilibrio, tal como se le supone, pueda establecerse, es preciso que los grandes capitales perteneciesen a los más pequeños jornaleros; los de segundo orden, a los obreros de un grado superior; y los más reducidos, por consiguiente, las más pequeñas rentas, a los trabajadores que reciben los mayores sueldos. Pero esto es contradictorio, imposible, absurdo. Los que tengan más, son los que realizarán, necesariamente, mayores ahorros, y los que, en la comandita universal que se pretende crear, posean el mayor número de acciones. ¿Qué importa, pues, que cada trabajador, desde el infeliz que vive amarrado a una rueda y gana un franco 25 céntimos por día, hasta el jefe del Estado que recibe 12 millones anuales, estén inscriptos en la lista de los acreedores del Estado, A la iniquidad del salario no habréis hecho más que añadir la iniquidad de la renta; y sucederá con esto lo que con el proyecto de participación del señor Blanqui (capítulo II), según el cual, los asociados partícipes pueden recibir, además de su sueldo, y a título de beneficio, una parte diaria de 18 céntimos. Es, pues, necesario volver a la observación general que hemos hecho: para que el crédito pueda ser un verdadero medio de equilibrio, es preciso que éste se establezca previamente en el taller, en el mercado y en el Estado; es preciso, en fin, que el trabajo se organice. Ahora bien: esta organización no existe; lejos de eso, se la rechaza: luego es evidente que nada podemos esperar del crédito.

A fin de poner esta contradicción de manifiesto, examinaremos algunos casos particulares del crédito; sobre todo, aquellos que tienen su origen en la caridad más que en el interés, pues como lo haremos notar oportunamente, es de la familia del crédito; es una de sus formas, y desde que sale de su espontaneidad mística y se deja guiar por la razón, queda sometida a todas las leyes del crédito.

Empiezo por los asilos de beneficencia.

Está muy lejos de mi ánimo la intención de calumniar esas fundaciones verdaderamente piadosas, creadas bajo la invocación del Niño Jesús, y que la ciudad de París debe al celo activo e ilustrado de uno de sus más honrados ciudadanos, el señor Marbeau. El principio de la miseria es exclusivamente social; es el crimen de todo el mundo; pero las obras de caridad son personales y gratuitas, y yo no merecería perdón si desconociese la virtud de tantos hombres de bien que pasan su vida trabajando por la emancipación física y moral de las clases pobres.

Que se me dispense, pues, el análisis que me veré precisado a hacer en este libro, y que no se juzgue de la dureza de mi corazón por la inflexibilidad de mi razón. Mis sentimientos, puedo decirlo, fueron siempre lo que amigos y enemigos podían desear que fuesen; y en cuanto a mis escritos, por sombríos que parezcan, no son más que la expresión de mis simpatías por todo lo que es humano o viene del hombre.

He aquí lo que leo en un impreso de cuatro páginas destinado a propagar los asilos:

Casa cuna de niños pobres, menores de dos años, cuyas madres trabajan fuera de sus domicilios y se conducen bien.

La casa cuna se abre a las cinco y media de la mañana, y se cierra a las ocho de la noche. La madre trae a su hijo con la ropa blanca necesaria para el día; viene a darle el pecho a las horas de comer, y le recoge por la noche. El niño destetado tiene su cestita como los niños del asilo, y mujeres elegidas entre las pobres, cuidan de ellós. Un médico visita la casa cuna todos los días. Las madres dan a las mujeres que cuidan de sus hijos 20 céntimos por día. La que tenga dos niños en el asilo, sólo dará 30 céntimos por los dos.

Siguen los nombres de las señoras inspectoras y directoras, los de los médicos y miembros de los comités.

Confieso que la caridad de tantas personas del sexo femenino, las más distinguidas por el nacimiento, la educación y la fortuna, que se convierten en enfermeras de sus hermanas en Jesucristo, esperando que una sociedad mejor les permita convertirse en sus colaboradoras y compañeras, me conmueve y me arrebata; y puedo decir que me horrorizaría de mí mismo si, al hablar de los deberes que estas nobles señoras cumplen con tanto amor y sin que nadie se los imponga, saliese de mi pluma una sola palabra irónica o desdeñosa. ¡Oh santas y valerosas mujeres! ¡Vuestros corazones se anticiparon a los tiempos, y somos nosotros, miserables patricios, falsos filósofos y falsos sabios, los responsables de la inutilidad de vuestros esfuerzos! ¡Quiera el cielo que recibáis un día vuestra recompensa; pero quiera el cielo también que ignoréis siempre lo que una dialéctica inspirada por el infierno y que la sociedad puso en mi alma, me obligará a decir de vosotras!

¿Por qué, en una obra de misericordia, hecha en favor de los niños pobres menores de dos años, cuyas madres se ven precisadas a ganar el sustento fuera de sus domicilios, esta restricción dolorosa: y se conducen bien? Indudablemente, con esto se quiso estimular el trabajo, ayudar la economía, recompensar la buena conducta sin favorecer el desorden; pero ... ¿quién sufrirá los efectos de la exclusión? ¿Será la madre o el hijo? Y además, la mala conducta de esta mujer, ¿no es también una calamidad de la cual se debe salvar al pobre niño, todavía más que del abandono y de la desnudez?

Pero ¡ay! la caridad, si no quiere obrar ciegamente y producir menos bien que mal, debe, como el crédito, elegir sus personas: la caridad, o es una especie de contrato con pacto retrospectivo, como sucede con los asilos, o un préstamo vitalicio, como el hospital; pero este préstamo en todos los casos es tanto más eficaz, cuanto más saben agradecerlo las personas que lo reciben. La caridad, el corazón y la inteligencia nos lo dicen, no tiene calor para los incurables, como el crédito no tiene capitales para los comerciantes arruinados. Por este motivo vemos que todos cuantos libros se han escrito sobre ella, repiten esta máxima: la caridad debe ser, ante todo, inteligente; lo cual significa que no debe darse sin hipoteca, bajo pena de ejercitar aquella virtud con pérdida, y degenerar en consumo improductivo, en destrucción.

La caridad es, pues, embustera y avara como el crédito. Y es extraño que, de dos cosas tan opuestas en la apariencia, aunque perfectamente idénticas, como son la caridad y la usura, los moralistas no hayan sabido deducir esta consecuencia fatal que no pasó inadvertida a la antigua teología: que la caridad es en efecto una virtud sobrehumana, un principio antisocial subversivo y anárquico; una virtud, en fin, enemiga del hombre. Es extraño, repito, que haya todavía escritores de fama, como Michelet, que prediquen al mundo la regeneración por medio del amor y la omnipotencia del sacrificio.

¡Cómo! ¡no sois capaces de practicar las obras de abnegación!; no podéis ejercer la caridad sin hacer uso de vuestra razón, es decir, sin traducir vuestra caridad y vuestro sacrificio en un acto de simple justicia conmutativa, en una operación de crédito; y cuando hablamos de organizar este mismo crédito, de organizar el trabajo, de crear la justicia, de hacer que la caridad sea, no sólo inteligente, sino también inteligible, ¡gritáis contra el mercantilismo o contra la utopía! Nos acusáis de dureza y nos calificáis de egoístas, porque queremos someterlo todo al cálculo, en vez de dirigirnos, como vosotros, al amor y a la fe; preferís una caridad hipócrita a la aritmética, aunque la caridad no puede prescindir de la aritmética sin hacerse imbécil; pero ... ¿quién ignora que la caridad, el sacrificio y la abstinencia, os agradan porque amáis la desigualdad, porque debajo de ese aire humilde ocultáis un orgullo insoportable, y porque sois propietarios? Y bien: procurad justificar ahora vuestra caridad: defendedla, si os atrevéis.

Al asilo no le bastaba exigir, como seguridad, la buena conducta de la madre, no; era preciso imponer a esta mujer pobre y cargada de hijos una contribución, y se la impuso. Las madres dan a las mujeres que cuidan a sus hijos 20 céntimos por día, y si tienen dos, 30 céntimos por los dos. Contemos ahora 30 céntimos por la asistencia, 10 por ropa y lavado, 10 de calzado por todos los viajes que la madre habrá de hacer al asilo: total, 50 céntimos a deducir de un jornal de 90 céntimos o de un franco, cuando más. Añadid a esto que la madre abandona su casa, que no hace nada para su marido ni para ella misma, y veréis que la ventaja de las casas cunas para las mujeres pobres, es igual a cero.

¿Puede suceder esto de otro modo? No; pues si el trabajo de mecer al niño, el lavado y los demás cuidados que se le prodigan, fuesen gratuitos; si las madres no tuviesen más que hacer que darles el pecho, la casa cuna se convertiría bien pronto en pretexto y objeto de un impuesto considerable; sería una verdadera contribución de pobres, un estímulo a la maternidad legítima o ilegítima, al aumento de población, verdadera esfinge de las sociedades modernas. La caridad tiene que hacer aquí dos cosas incompatibles: cuidar de los niños pobres, y no estimular a los pobres para que tengan hijos. Precisamente, ése es el problema de Malthus; aumentar constantemente las subsistencias sin que éstas hagan crecer la población. Apóstoles de la caridad: ¡sois tan absurdos como los economistas!

Y notad bien este contraste. La madre cuyo hijo entra en el asilo, porque ella se conduce bien y trabaja; esta madre, a quien parece que se hace una limosna, la hace ella mucho mayor a sus protectoras, cuando les da su día de trabajo por 20 cuartos. De tiempo en tiempo, suelo leer en los periódicos las memorias de las loterías para los pobres; loterías cuyos billetes se premian generalmente con bonitas obras que regalan las señoras de caridad. Esto significa que una dama del gran mundo, cristiana y caritativa, que comprende que la misión del rico consiste en reparar los ultrajes que la fortuna hizo al pobre, y que posee 10.000 libras de renta, fruto del trabajo y de la expoliación del pobre, le devuelve el 5 o el 10 por 100 de lo que le debe (2), y goza además del mérito del sacrificio. ¿Podéis negar ahora, que vuestra caridad es hipocresía y usura? ¡Eh! ... Cada uno por sí y para sí, si os parece; vuestras encargadas de pedir para los pobres, son cortesanas con las cuales seducís al pueblo y devoráis su patrimonio. Que las grandes señoras trabajen para sí, que los pobres hagan lo mismo, y sepamos de una vez si la justicia vale o no vale más, para la felicidad del mundo, que la abnegación y el sacrificio.

¿Quién nos salvará de la caridad, de esta mistificación por cuyo medio se está abusando de la inocencia del proletario, de esta conspiración permanente contra el trabajo y la libertad?

Prescindo ya de las casas cunas, de los calefactorios públicos, de la escuela gratuita (¡gratuitas! como el aprendizaje ...), y llego al monte de piedad. Aquí debería protestar de nuevo del respeto profundo que me inspiran los autores de esta fundación útil; y a fin de que no se me acuse de una misantropía sistemática, y probar hasta la evidencia que yo sólo censuro las ideas, las teorías y las instituciones que en ellas se fundan, quiero partir, en lo que respecta al monte de piedad, de la hipótesis más favorable; la de que el dinero del pueblo depositado en la caja de ahorros, sólo se admite en los montes de piedad para prestar al pueblo.

Supongo, pues, que el interés de los capitales empleados en los montes de piedad, es de 3.50 francos por 100; el mismo que se paga a los imponentes de las cajas de ahorros ... 3 fr. 50 c.

Gastos de administración, comisionados, almacenes, etcétera, 1/2 por 100 ... 50 c.

Valor de los objetos que se dejan fuera, 33 por 100. Admitiendo que de la totalidad de los depósitos, sólo la décima parte se abandone y se venda por el establecimiento o por el dueño mismo, con un 16 por 100 de pérdida; ésta, repartida entre diez depósitos, da ... 1 fr. 60 c.

Total ... 5 fr. 60 c.

Moralidad:

Con la teoría del crédito, el trabajador que presta a 3.50 francos por 100, toma prestado a 5.60 francos: diferencia, 2.10 francos, que pierde en el interés. Existen algunos montes de piedad que prestan al 12 por 100, con el pretexto de que su producto se emplea en obras pías, sostener hospitales, etc. Esto es como si sacasen a un hombre veinte onzas de sangre, y se le ofreciese en compensación un vaso de agua azucarada. Se llegó a decir también que era conveniente que el interés en los montes de piedad fuese crecido; a fin de que el pueblo no se viese estimulado a llevar allí sus ropas: otro abuso de hipocresía. ¿Por qué, pues, no suprimís los montes de piedad? O mejor dicho: ¿por qué no ponéis sobre la puerta de esos santos establecimientos: Aqui se asesina por amor de Dios y por el bien de la humanidad?

Pero la institución que en nuestros tiempos ha merecido más, aplausos, y que, lo digo sin ironía, los merece bajo todos los puntos de vista, es la caja de ahorros. Los caracteres sombríos, a quienes cuesta mucho confesar que el gobierno hizo una cosa útil, han hecho a esta institución las objeciones más estúpidas: dijeron que el ahorro conducía a la avaricia, que turbaría la paz de los matrimonios por la facilidad que las mujeres tendrían de hacer economías contra la voluntad de sus maridos; preguntaron cómo era posible que ahorrase la persona que ni siquiera ganaba para vivir, y mil otras chocarrerías que no atacaban el principio en sí mismo, y que sólo sirvieron para probar la mala fe de sus autores.

Las cantidades que en 31 de diciembre de 1843 debía la caja de depósitos y consignaciones a las cajas de ahorros de las principales ciudades manufactureras del reino, eran:

A la de San Quintín ... 1 255 000 fr.
A la de Sedán ... 800 000
A la de Troyes ... 1 881 000
A la de Luviers ... 680 000
A la de Nimes ... 1 675 000
A la de Saint-Etienne ... 2 606 000
A la de Rive-de-Gier ... 130 000
A la de Reims ... 1 813 000
A la de Lille ... 4 412 000
A la de Mulhouse ... 1 081 000
A la de Lyon ... 7 589 000
A la de Ruan ... 6 158 000
A la de Amiens ... 4 784 000
A la de Abbeville ... 1 386 000
A la de Limoges ... 467 000

15 ciudades ... 36 717 000 fr.

He ahí, añade el señor Fix, algunos puntos elegidos en todo el territorio, y que representan nuestras principales industrias en todas sus ramificaciones. Consultando las memorias de estas diferentes cajas de ahorros, se ve que todas las categorías de obreros tomaron parte en los depósitos; lo cual prueba que ninguna clase trabajadora se ve especialmente atacada por la miseria, ni privada de la facultad de economizar. Los detalles que contienen las memorias, confirman plenamente este aserto. Hay, entre los imponentes, no solamente obreros de las más diversas profesiones, sino que a la vez presentan todas las diferencias del estado civil: hay hombres, mujeres de todas las edades, mineros, célibes, casados, etc.

Ante estos resultados, el señor Fix pregunta:

¿No prueba eso la eficacia de nuestras instituciones y de nuestro sistema económico para realizar el progreso?

Y tiene la buena fe de responder:

Estos hechos, por consoladores que parezcan, están, sin embargo, lejos de conducirnos a esta conclusión: que la suerte de las clases obreras es satisfactoria; que la condición de los trabajadores es feliz, y que no hay ninguna mejora que realizar. ¡Guárdenos Dios de hacer semejantes afirmaciones! Hay en este mundo más miserias de las que pueden curar una caridad sin límites, las meditaciones de todos los talentos superiores y los medios prácticos que resultasen de este doble esfuerzo. Los sufrimientos son muy reales, y jamás se los hará desaparecer.

Pero, en fin: si la economía política es eficaz para realizar el progreso de la riqueza, como pretende el señor Fix, ¿por qué es impotente para salvamos de la miseria? ¿Cómo se explica esta contradicción?

Un poco más adelante añade el señor Fix: esto consiste en que la felicidad sobre la tierra se armonizaría mal con nuestro destino futuro; lo cual quiere decir que la economía política es un enigma para los economistas, y que el señor Fix no lo ha adivinado.

Yo creo, lector, que estás más adelantado que nuestro autor, y continúo.

Todas las categorías de obreros tomaron parte en los depósitos de las cajas de ahorros, y entre los imponentes hay individuos de ambos sexos, de todas las edades y de todas las condiciones. Eso prueba que todas las condiciones son iguales como instrumentos de riqueza, y que en todas las edades y en todos los momentos de la vida social, el hombre puede ser productor y convertirse en autor de su bienestar. Con esto se demuestra de nuevo la equivalencia de las funciones y la anomalía de la miseria: tal es nuestro primer punto.

Pero en cada categoría industrial, la división del trabajo, las máquinas, la organización jerárquica, los beneficios del monopolio, la repartición inicua del impuesto, la mentira del crédito, hacen innumerables víctimas e inutilizan, para la multitud, los esfuerzos de la industria humana, la previsión del legislador y todas las combinaciones de la justicia y de la equidad. Ahora bien: faltando el equilibrio en la producción, es necesario que desaparezca también en el reparto; y sin inquietamos por la contrariedad que pueda haber, por la realización de la felicidad en la tierra, entre el destino presente y el futuro, por lo menos, es seguro que el destino presente no está de acuerdo consigo mismo, y que esta discordancia viene de la economía política.

Que las memorias de las cajas de ahorros proporcionen la prueba del bienestar de los imponentes; nosotros la aceptamos gustosos; pero si estas mismas memorias presentan a la vez la prueba del malestar de vuestros imponentes, ¿qué se habrá probado en favor de la economía política? De 400.000 obreros y criados que hay en París, sólo 124.000 están inscriptos en las cajas de ahorros; el resto no aparece. ¿En, qué gastan éstos sus salarios? Dos ejemplos nos lo dirán.

Cierto número de obreros impresores gana en París desde 5 a 10 francos por día, y trabajan todo el año; la inmensa mayoría no llega a 3 francos, y disfruta dos meses de descanso. En Lyon, algunos trabajadores en seda que tienen varios oficios en su casa, pueden hacer, con su trabajo personal y con el de los obreros que ocupan, de 5 a 6 francos de renta. La multitud no pasa, por término medio, los hombres de 2 francos y las mujeres de 1. Me detengo en estas dos profesiones. Y bien: que se me diga lo que puede ser en París la existencia de un adulto que gana menos de 3 francos al día, y en Lyon la de un obrero con un salario variable de 1 a 2 francos. ¡Y hay quien se admira de que esta gente no economice, tanto más, cuanto que no figura en la lista de los indigentes! Y sin embargo, estos hombres son más desgraciados que aquellos que, habiendo vencido la primera dificultad, reciben su parte de la caridad oficial.

Esos, diréis, están en el caso de redoblar su actividad, su economía y su inteligencia; deben aprovecharse de las cajas de ahorros y de otras instituciones de previsión, establecidas precisamente para los obreros que ganan menos. La caja de ahorros es el banco de depósitos del pobre, y fue una idea feliz la de hacer debutar al pobre en la carrera del bienestar, como debutaron todos los bancos.

Así, pues, la caja de ahorros no es más que una declaración oficial, una especie de verificación del pauperismo, y se quiere que sirva de medio curativo para el pauperismo. La caja de ahorros no tiene entrañas para los que nada pueden darle, y para ellos, precisamente, se ha creado. ¡A mí ya no me sorprende que estos moralistas tengan valor para exigir a los proletarios la inteligencia, la actividad y todas las virtudes morales, después de haber trabajado ellos mismos cuarenta años para hacerlos tan bestias! Pasemos.

Los efectos subversivos de la caja de ahorros son de dos clases: relativamente a la sociedad, y relativamente a los individuos.

En lo que respecta a la sociedad, la caja de ahorros, que descansa en la ficción de la productividad del capital, es la demostración más clara de los efectos desastrosos de esta ficción. Cuando los depósitos de todas las cajas de ahorros asciendan a mil millones, a 3 1/2 por 100, serán 35 millones de impuestos que habrá que añadir al presupuesto, repartiéndolos entre todos los contribuyentes. ¿Y quién pagará esta contribución? El país; es decir: la clase más pobre, la que nada tiene en la caja de ahorros, pagará la mayor parte; la clase económica, que cobra el interés, satisfará la parte menor; y la clase rica, una parte mínima. Vemos, pues, que la caja de ahorros tiene por punto de partida una expoliación, supuesto que sin esta expoliación no existiría. ¡Y aún se dice a los expoliados: imponed en la caja de ahorros! ... ¿por qué no imponéis en la caja de ahorros?

Supongamos que el Estado, fiel a las tradiciones del banco de depósitos, conserva, sin tocarlos, los fondos que se le confían. Al cabo de veinte años deberá, por el interés compuesto, dos mil millones en vez de mil que recibió. Habrá, pues, bancarrota infalible por la mitad de las cantidades que adeuda, sin ventaja alguna para el Estado. En esta hipótesis, la seguridad queda destruída y la institución es imposible. Pero también es evidente que el Estado no se colocaría nunca en condiciones tan desfavorables: deberá, pues, a fin de no recargarse, aplicar las economías del pueblo a los servicios públicos, lo cual es cambiar la caja de ahorros en un empréstito siempre abierto, que tiene un movimiento continuo de entradas y salidas, imposibles de reembolsar íntegramente. Desde que se crearon las cajas de ahorros, muchas personas empezaron a temer que llegase un día de pánico en que el gobierno se encontrase imposibilitado de responder a los imponentes que afluyesen exigiéndole sus fondos, y hasta un folletista célebre se fundó en esto mismo para censurarle duramente. ¡Como si el objeto del gobierno no debiese ser, precisamente, el colocarse en estado de no reembolsar! ¡Como si el no-reembolso no fuese una necesidad de la institución, y una de las más preciosas garantías del orden de cosas! ... El Journal des Débats (30 de diciembre de 1845), en un artículo suscripto por el señor Chevalier, si mal no recuerdo, lo comprendió perfectamente y lo reconoció con franqueza. En cuanto la suma total de las imposiciones llegue a su cifra máxima, que yo supongo de mil millones, el gobierno, sin el concurso de las Cámaras, habrá recibido y gastado mil millones, cuyo interés votarán siempre los representantes del país. ¿Y no es una cosa que da lástima ver a la prensa lanzando los mayores gritos por una conversión de rentas que se le niega y que no dará cuatro millones de economías, mientras pasan inadvertidos estos mil millones que, sin voto y sin examen, se evaporan en las oficinas del poder, excepción hecha del interés de sesenta o setenta millones que dejan en pos de sí?

La caja de ahorros es, para los imponentes, un agente de miseria no menos enérgico y seguro, pues lejos de atenuar en lo más mínimo el malestar del pueblo, no hace más que repartirlo y aumentarlo por esta repartición misma: es una enfermedad inflamatoria y local que se cambia en una languidez universal y crónica. Se dice al pobre: sufre más, abstente, ayuna, sé más pobre todavía, más necesitado, más despojado; no te cases, no ames, a fin de que el señor duerma tranquilo confiando en tu resignación, y que en los últimos días de tu vida el hospital no se vea precisado a cargar contigo.

Pero ... ¿quién me asegura que recogeré el fruto de esta larga privación? A medida que la vida se marcha, las probabilidades de vivir disminuyen; ¡y para conjurar un peligro siempre decreciente, se me exige el sacrificio del bien presente, del bien real! ... La vida no empieza de nuevo, y mis ahorros no pueden ser nunca la preparación de otra carrera. El sabio, el filósofo práctico, prefiere un goce cada semana, a mil escudos acumulados durante cuarenta años de avaricia solitaria; y esta elección es tanto más acertada cuanto que, con este régimen, sólo podemos atesorar para nuestros herederos. Vosotros decís: El goce es pasajero; esta plenitud de la vida que constituye la felicidad y la salud, sólo se sienten por intervalos y durante momentos muy cortos: la felicidad no existe en este mundo. Profundos moralistas sostienen, al contrario, que la vida está, precisamente, en estos instantes rápidos en que el alma y los sentidos no tienen nada que desear, y que aquel que ha conocido esta embriaguez de la existencia una sola vez durante un minuto, ha vivido ya. Y bien: ¿queréis que yo vegete en vez de vivir? ¿Y si no hay más vida que ésta?

Por último:

El objeto, filantrópico y confesado, de las cajas de ahorros consiste en preparar al obrero un recurso contra los accidentes que le amenazan; escasez, enfermedades, falta de trabajo, reducción del salario, etc. Bajo este concepto, la caja de ahorros es la prueba de una previsión y de un buen sentimiento dignos de elogio; pero es también la confesión pública y casi la sanción de la arbitrariedad mercantil, de la opresión capitalista y de la insolidaridad general, causas verdaderas de la miseria del obrero.

El objeto económico y secreto de la caja de ahorros, consiste en prevenir, por medio de una reserva, los tumultos por las subsistencias, las coaliciones y las huelgas, repartiendo en toda la vida del obrero la desgracia que, de un día a otro, puede sobrevenirle, produciéndole la desesperación. Desde este punto de vista, la caja de ahorros es un progreso, porque enseña a vencer la naturaleza y lo imprevisto; pero es también la muerte moral, la decadencia estética del trabajador. Se ha hablado mucho en estos últimos tiempos de hacer las cajas de ahorros y de retiros obligatorias para los obreros, reteniéndoles una parte del salario para este objeto. Venga esa ley; y a la vez que se habrán eliminado las miserias súbitas y las pobrezas extremadas, se habrá hecho de la inferioridad de la casta trabajadora una necesidad social, una ley constitutiva del Estado.

En fin, el objeto político y dinástico de la caja de ahorros es el de encadenar la población al orden de cosas, por medio del crédito que se le pide. Nuevo paso hacia la estabilidad, la igualdad civil y la subordinación del gobierno a la industria; pero al mismo tiempo excitación al egoísmo y decepción del crédito, supuesto que, en vez de ofrecer a todos una posesión efectiva y social de los productos del trabajo y de la naturaleza, la caja de ahorros no hace más que desarrollar el instinto de acumulación sin ofrecerle garantías. Ahora bien: si la caja de ahorros no afecta de ningún modo las causas de la desigualdad; si no hace más que cambiar el carácter del pauperismo, dándole en extensión lo que le quita en intensidad; si, gracias a ella, la separación del patriciado y del proletariado se hace más profunda; si es una consagración del monopolio, cuyos efectos la hicieron nacer, ¿se puede decir que la caja de ahorros es el áncora de salvación de las clases trabajadoras, y que debe producir algún día una inmensa renovación social? A las cajas de ahorros suceden las de retiros, las sociedades de socorros mutuos, de seguros sobre la vida, las subvenciones, etc.; combinaciones todas cuyo principio se reduce a repartir los riesgos, ya sobre la vida entera de cada individuo, ya sobre cierto número de asociados, pero sin atacar nunca el mal en su raíz, sin elevarse a la idea de una verdadera reciprocidad, ni siquiera de una simple reparación.

Según el proyecto del señor O. Rodrigues (3) sobre las cajas de retiros, todos los obreros podrían hacer imposiciones en la caja, desde 21 hasta 45 años, y la pensión podría empezar a cobrarse desde los 55 hasta los 65 años.

El mínimum de esta pensión sería de 60 francos.

Se puede decir que de mil individuos de 21 años, más de la mitad mueren antes de los 55; luego para evitar una vejez desgraciada a quinientas personas, se les hace pagar una contribución para otras tantas que, en el orden de la Providencia, nada tenían que temer. En vez de quinientos pobres, tendremos mil: tal es la ley de todas esas verdaderas loterías. El señor de Lamartine entrevió esta contradicción al quejarse de que se diese limosna a los pobres con el dinero de los mismos, y al pedir que los fondos de reserva saliesen del presupuesto. Desgraciadamente, el remedio habría sido peor que la enfermedad. ¡Una contribución de pobres! Por la salvación del pueblo y el bien de los indigentes, no se debía consentir semejante cosa, y no se consintió.

El seguro sobre la vida es otra clase de explotación, en la cual el empresario, mediante una renta anual que percibe por anticipado, promete pagar, el día que fallezca el asegurado, una cantidad de ... a sus herederos. Es lo inverso de la renta vitalicia.

Como estas empresas se sostienen, sobre todo, por el gran número de asociados, resulta que, en el seguro sobre la vida, los que viven mucho son explotados por los que mueren pronto. Siempre la repartición del mal, presentándose como garantía contra el mal; siempre la relación de extensión sustituyendo la de intensidad. Dejo a un lado los riesgos de la bancarrota que corren los asociados, los pleitos que necesitan sostener para que se les pague, y el peligro que corren de perder muchos años de sacrificio, si por una desgracia cualquiera se viesen imposibilitados de continuar satisfaciendo la prima.

Cualesquiera que sean, pues, las ventajas completamente personales que ciertos individuos, necesariamente en pequeño número, encuentren en las instituciones de socorros y de previsión, su impotencia contra la miseria queda matemáticamente demostrada. Todas obran como los juegos de azar, haciendo soportar a la masa el beneficio que ofrecen a algunos; de modo que, si como la razón lo indica y como la universalidad del mal lo exige, las sociedades de socorros hubiesen de socorrer realmente a todos los que lo necesitan, no socorrerían a nadie y se disolverían. Con la igualdad desaparecería la mutualidad. Así vemos como un hecho de experiencia, que las sociedades de socorros mutuos sólo se sostienen cuando se dirigen a obreros de cierta comodidad, y que caen, o mejor dicho, son imposibles, desde que se trata de admitir a aquellos a quienes servirían más, como son los pobres.

La caja de ahorros, la mutualidad, el seguro sobre la vida; cosas excelentes para la persona que, gozando ya de cierta fortuna, desea añadir a ella garantías, son, sin embargo, infructuosas y hasta inaccesibles a la clase pobre. La seguridad es una mercancía que se paga como cualquiera otra; y como la tarifa de esta mercancía baja, no según la miseria del comprador, sino según la importancia de la cantidad que asegura, el seguro se convierte en un nuevo privilegio para el rico y en una ironía cruel para el pobre.

Terminemos esta revista con un ejemplo que, tomado en otra esfera de operaciones, pondrá más de relieve lo que el crédito tiende a producir, y lo que es impotente para realizar, ya se deba a la intervención del Estado, ya a la acción del monopolio.

En el capítulo VI he explicado el origen y la teoría del rendimiento de los capitales, o sea del préstamo a interés. Hice ver cómo esta teoría, verdadera cuando se trata de transacciones entre particulares y el interés se limita a reconstituir el capital, más una prima ligera, es falsa si se la aplica a la sociedad y se admite la perpetuidad del interés. La razón, añadí entonces, está en que el producto líquido se considera como un excedente del producto bruto, y esto es contradictorio, imposible para la sociedad.

Ahora bien: el crédito no es más que la tentativa de igualar las condiciones, aplicando a la sociedad el principio del excedente del producto líquido sobre el producto bruto, y de la perpetuidad del interés.

Supongamos que el Estado emprende un canal, cuya construcción cueste 30 millones. Es claro que si el gobierno, después de haber tomado estos 30 millones del presupuesto, establece la tarifa de los derechos de navegación de manera que el canal produzca el interés de la suma que cuesta, lo hace pagar dos veces a los contribuyentes. El uso del canal, salvo los gastos de reparación, debe ser gratuito: tal es el principio. económico de los gastos del Estado.

En la práctica, las cosas no pasan de esta manera. En primer lugar, es raro que el Estado posea los capitales que necesita; y como no es posible que los adquiera de un solo golpe por medio del impuesto, sobre todo, desde que los gastos por causa de utilidad pública aumentaron en proporciones tan grandes, se cree más cómodo y menos oneroso recurrir al empréstito. Con el empréstito, los contribuyentes, en vez de dar 30 millones, sólo pagarán el interés que, por su pequeñez misma, desaparece en el presupuesto. Pero como el empréstito se había hecho según la ley del monopolio y siguiendo la jurisprudencia de la usura; en una palabra, como el capital debe entrar con beneficio en las arcas de los prestamistas, sucederá de dos cosas una: o que el empréstito se convertirá en renta perpetua, lo cual significa que el canal, siempre pagado, se deberá siempre, o que el interés se satisfará durante 40, 50 o 99 años solamente, con prima por la explotación, lo cual significa que durante un tiempo determinado, el precio del canal se habrá pagado dos, tres o cuatro veces. Generalmente, los prestamistas retienen la prima por anticipado, haciendo firmar al Estado una obligación de 100 cuando sólo dan 80, 70 o 60, como los usureros que prestan sin estipular interés por miedo a los tribunales.

Se sigue de aquí que un Estado que contrae un empréstito, no puede pagarlo, pues para reembolsar a los acreedores, tendría que imponer una contribución, lo cual es impracticable, o contraer un nuevo empréstio que, cubriéndose del mismo modo que el anterior, y debiendo devolver en totalidad lo que sólo recibió en parte, no haría más que aumentar la deuda. Todo el mundo sabe esto, y los prestamistas lo saben mejor que nadie. ¿Por qué razón, pues, el Estado, que se empeña continuamente, siempre encuentra prestamistas? Esto consiste en que a medida que sus deudas aumentan, las condiciones son mejores; de modo que, relativamente al Estado, en cierto sentido es verdad que el crédito aumenta a medida que la solvencia disminuye. He aquí la explicación de este fenómeno.

Supongo que en 1815 la deuda de Francia ascendiese a mil millones, y que el Estado cubriese sus empréstitos a 90 por 100; en 1830, elevándose la deuda a dos mil millones, el Estado aún podía encontrar prestamistas, pero a 80 por 100 solamente. En este sistema, no hay término para el crédito del Estado, sino cuando la renta absorbe la totalidad del producto nacional; pero entonces, por medio de la bancarrota, el Estado se salva de un empréstito que se convirtió en ficticio; todo el mundo se encuentra pagado, y el crédito público renace más floreciente que antes. El interés de la deuda en Inglaterra pasa de 700 millones, cerca de la sexta parte de la renta: que una serie de acontecimientos como los de 1789 a 1815 venga a doblar la deuda pública de Inglaterra, y cada familia inglesa deberá pagar anualmente, para satisfacer la renta, cuatro meses de su trabajo; cosa imposible, sin duda alguna, pero la más feliz que puede sucederle a Inglaterra.

Hubo un momento en que se creyó haber encontrado el medio de desempeñar al Estado recurriendo a la amortización. Este es un juego de escondite en el cual el Estado, especulando a la vez con su crédito y su descrédito, rescata sus obligaciones cuando descienden a menos de la par, por medio de capitales que busca a bajo precio. De modo que, gracias a esta operación, el Estado juega unas veces a la baja, y por consiguiente, se desacredita a sí mismo; otras veces, nececitando contraer nuevos empréstitos y elevar su crédito, se ve precisado a jugar a la alza, y hace imposible la amortización. Esta puerilidad, que se aplaudió mucho en su tiempo, puede, como otras muchas, dar una idea de las graves ocupaciones de un hombre de Estado.

Lo que sucede con el Estado, sucede también con la sociedad. Esta está dividida en dos castas: una que da crédito siempre, y otra que lo recibe; pero mientras en el Estado la operación es una y está centralizada, en la sociedad el crédito se divide hasta lo infinito entre millones de personas que prestan y piden prestado. Por lo demás, el resultado es siempre el mismo. Nueve bancarrotas del Estado hubo en tres siglos; cien quiebras se registran todos los meses en el tribunal de comercio del Sena; por estas cifras auténticas, se puede formar una idea de la acción del crédito sobre la economía de los pueblos.

Quiebra perpetua, bancarrota intermitente: he ahí, pues, para la sociedad y para el Estado, la última palabra del crédito. Y no busquéis otra salida: la ciencia financiera, al imaginar la caja de amortizaciones, os ha revelado su contradicción. Desde hoy queda demostrado que la vida en la humanidad obedece a otras leyes que a las categorías económicas; pues si fuese cierto, por ejemplo, que la humanidad viviese y progresase por el crédito, la humanidad debería perecer en el Estado, de treinta en treinta años, y en la sociedad continuamente.

Pero la vida en la humanidad es indefectible; la riqueza y el bienestar, la libertad y la inteligencia progresan continuamente; si el crédito real nos condena a morir, el crédito personal, que aparece siempre después de la ruina, nos empuja hacia delante con poderoso esfuerzo, y la obra de la civilización, siempre en vísperas de disolverse si hemos de creer en nuestras fórmulas, siempre bajo una ley mortal, continúa, a pesar de la ciencia, de la razón y de la necesidad, por un milagro incomprensible.


Notas

(1) Expresión muy usada por Proudhon para calificar el interés o el beneficio las rentas, los grandes sueldos, etc.

(2) De acuerdo con el informe del 8 de marzo de 1846, ciento noventa y un niños habían sido admitidos en las casas cunas, lo que, añadiendo 14 niñeras, da un total de doscientos cinco hogares socorridos. Cada hogar socorrido ha costado a la caridad, es decir a la contribución suplementaria pagada por las fundadoras, además de los 20 céntimos que cada madre debe pagar, 3.50 francos por mes. Suponiendo que son cien las personas caritativas que toman parte en las casas cunas, el sacrificio ha sido para cada una de ellas de 7.17 francos.

(3) Olinde Rodrigues, 1794-1851, discípulo y benefactor de Saint-Simon; fundó el Producteur; rompió con Enfantin en 1831.

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