Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

II

Desarrollo de las instituciones de crédito

De toda la economía política, el crédito es la parte más difícil, pero también es la más curiosa y la más dramática. Por esta razón, a pesar del gran número de obras que se han publicado sobre la materia, y de las cuales algunas son excelentes (1), me atrevo a decir que esta inmensa cuestión no ha sido tratada en toda su extensión, y por consiguiente, en toda su simplicidad. Aquí es en donde vamos a ver al hombre, instrumento de la lógica eterna, realizar poco a poco, y por una serie de movimientos, una pura abstracción como es el crédito, del mismo modo que le hemos visto anteriormente convertir en realidades toda esta fantasmagoría de ideas abstractas que llamamos división del trabajo, jerarquía, competencia, monopolio, contribución y libertad de comercio. Estudiando los diversos problemas a que dé lugar el crédito, acabaremos de convencernos de que la verdadera filosofía de la historia está en el desarrollo de las fases económicas, y veremos que la constitución del valor aparece decididamente como la raíz de la civilización y como el problema de la humanidad. Aquí veremos a la sociedad, como dice muy bien el señor Augier, girar alrededor de una moneda de oro, como la tierra gira alrededor del sol. Sucede con el crédito lo que con las demás fases que hemos estudiado hasta ahora: no es un hijo directo de la voluntad del hombre, dice el mismo autor; es una necesidad para la sociedad humana, una necesidad tan imperiosa como la de la alimentación: es una fuerza innata, providencial o fatalmente inteligente que hace su obra de cosas futuras o de revoluciones tenebrosas ... Los poderes y los reyes se agitan, y el dinero los conduce: esto lo digo sin deseo de parodiar la acción de la Providencia.

Para nosotros, digámoslo sin escrúpulo, la filosofía de la historia no está en esas fantasías semipoéticas que Bossuet y sus sucesores nos ofrecieron tantas veces, sino en lo caminos oscuros de la economía social. Trabajar y comer es, con permiso de los escritores artistas, el único fin aparente del hombre: lo demás, son vueltas y revueltas de personas ociosas que buscan trabajo o que piden pan. Para cumplir este humilde programa, el vulgo profano ha necesitado más genio que todos los filósofos, sabios y poetas para componer sus obras maestras.

Cosa singular, cuyo ejemplo no hemos citado todavía, y que sorprenderá al lector poco acostumbrado a estas metamorfosis del pensamiento: el crédito, en su expresión más avanzada, se presenta ya bajo una fórmula sintética, sin que por eso deje de ser una antinomia, la séptima en el orden de las evoluciones económicas. Como lo ha demostrado el señor Cieszkowski en una obra, cuya lectura no me cansaré de recomendar a los aficionados a la metafísica aplicada, el crédito llega a su más alto período desarrollándose sucesivamente en posición, oposición y composición; por consiguiente, produciendo una idea positiva y completa. Pero como nosotros lo demostraremos también, esta síntesis, formada regularmente, es de un orden secundario, y presenta todavía una contradicción. Vemos, pues, que las ideas, como los cuerpos, se componen y se descomponen hasta lo infinito, sin que la ciencia pueda decir nunca cuál es el cuerpo o la idea simple. Las ideas y los cuerpos son todos de una simplicidad igual, y sólo nos parecen complejas cuando las comparamos o cuando las relacionamos con otros cuerpos y con otras ideas.

Tal es el crédito: una idea que, de simple que parece ser a su nacimiento, se desenvuelve poniendo a su contraria; después se complica combinándose con ella, y vuelve a presentarse tan simple, tan elemental, tan contradictoria y tan impotente como al principio. Nos parece que ya es tiempo de presentar las pruebas.

El crédito se desenvuelve en tres series de instituciones: las dos primeras son inversas la una de la otra, y la tercera las resume todas en una combinación íntima.

La primera serie comprende la letra de cambio, el banco de depósitos, al cual es preciso añadir también la caja de ahorros, y por último, el préstamo sobre prenda o sobre hipoteca, cuyo ejemplo es el monte de piedad.

Por medio de esta serie de operaciones, se quiso hacer el dinero más accesible a todo el mundo; primero, facilitando el camino y acortando las distancias; después, haciendo que el dinero mismo fuese menos casero y menos tímido. En términos más claros: a fin de encontrar dinero a menos precio, se pensó en hacer economías; por un lado en el trasporte, recurriendo a la letra de cambio; por el otro en la usura de la materia y en el cambio, valiéndose del banco de depósitos; y por último, se procuró atraer el dinero por medio de la seguridad, ofreciéndole la garantía de la prenda o de la hipoteca.

Por medio de la letra de cambio, el dinero que poseo o que se me debe en San Petersburgo, está en París a mi disposición, y recíprocamente; la suma que poseo en París y que debo en San Petersburgo, existe en esta última capital a disposición del acreedor. Esta combinación es una consecuencia forzosa del comercio; sigue a la producción y al cambio, como el efecto sigue a la causa, y confieso ingenuamente que no comprendo la manía de los economistas que se empeñan en buscar en la historia la fecha de la invención de las letras de cambio, fijándola en el siglo XII o XIII, próximamente. La letra de cambio, por bárbara e irregular que sea su redacción, existe desde el momento en que, poniéndose dos países en relación, se puede pagar una cantidad cualquiera de uno a otro, mediante el simple reconocimiento del que la presenta, o por aviso del que la expide. Por esta razón, el señor Augier hace bien en considerar como letra de cambio la obligación que firmó a Tobías su pariente Gabelo; obligación que fue satisfecha por este último a Tobías el joven, que la presentó, sin que el suscriptor le conociese. Este hecho que, según la leyenda, debió pasar en Asia, cinco o seis siglos antes de Jesucristo, prueba que en esta época las operaciones de cambio y de descuento no estaban organizadas entre Ragés y Nínive; pero el principio era conocido, la consecuencia podía deducirse fácilmente, y esto basta para demostrar mi tesis.

Todo el mundo conoce las ventajas del cambio, y nadie ignora hasta qué punto suple al numerario. Un negociante de Marsella, por ejemplo, debe 1.000 francos a otro de Lyon, el cual los debe a su vez a otro negociante de Burdeos. Pues bien: para que el negociante de Lyon cobre su crédito y pague a la vez su deuda, basta que dirija a su corresponsal de Burdeos una letra de cambio contra el negociante de Marsella, cuya letra de 1.000 francos tendrá la doble garantía del marsellés y del lyonés. La misma operación se podrá repetir, con la misma letra de cambio, entre el comerciante de Burdeos y otro de Tolosa, lo cual triplicará la garantía de la letra, y así a lo infinito. La garantía del título, y por consiguiente su solidez y su valor comercial, aumentan constantemente hasta que, vencido el término, se presente al cobro. La letra de cambio es, pues, un verdadero suplemento de la moneda, y un suplemento tanto más seguro, cuanto que la promesa adquiere, por medio del endoso, una garantía progresiva que la hace, en muchas ocasiones, preferible al dinero.

Con el banco de depósitos, la sociedad se elevó a otra abstracción, que consiste en la distinción de la moneda de cuenta y la moneda corriente.

El dinero, como toda materia o mercancía, está sujeto a usura, alteración, robo y fraude. Además de esto, la diversidad de monedas es un obstáculo para su circulación y una nueva traba. Estas dificultades desaparecieron con los depósitos públicos que admitían toda clase de moneda por su valor intrínseco, mediante una deducción, y entregando en cambio bonos pagaderos en moneda de ley. El banco de Amsterdam, fundado en 1609, se cita siempre como modelo de los bancos de depósitos.

De este modo, el dinero, representado por un papel de ningún valor, pudo circular sin temor a desgaste, fraude, agio, y en una palabra, sin experimentar pérdidas y con la mayor facilidad. Pero no era bastante haber preparado de este modo el camino al numerario: era preciso hacerle salir de los cofres, y también se encontró el medio de conseguirlo.

El dinero es la mercancía por excelencia, el producto cuyo valor está perfectamente determinado; y como tal, es el agente de los cambios y el prototipo de todos los valores. Sin embargo, y a pesar de estas eminentes prerrogativas, el dinero no es la riqueza, supuesto que es el único producto que no satisface nuestras necesidades: es, a no dudarlo, el jefe, el reclamo, si así puedo expresarme, de los elementos que deben constituirla; pero él, por sí mismo, vale bien poco.

El capitalista cuya fortuna consiste en dinero, tiene necesidad de emplear sus fondos, de cambiarlos, de hacerlos productivos, y productivos de dinero; es decir, de toda clase de productos: y esta necesidad de deshacerse de sus escudos, la experimenta con la misma energía que el capitalista cuya fortuna consiste en tierras, casas, máquinas, etcétera, siente la precisión de encontrar dinero para sostener su empresa.

Para que estos dos capitales hagan producir sus capitales, es preciso que los asocien: pero la asociación repugna al hombre a la vez que le es necesaria, y ni el industrial, ni la persona de dinero, por más que procuren entenderse, no consentirán jamás en asociarse. Sin embargo, un medio se presenta de satisfacer sus deseos sin violentar su repugnancia, y este medio consiste en que el tenedor de numerario preste sus fondos al industrial recibiendo en prenda los capitales mobiliarios o inmobiliarios de éste, más un beneficio o interés.

Tal es, en suma, la primera manifestación del crédito, o como dice la escuela, su tesis.

Resulta de todo esto, que la moneda, por mucho que se la eleve sobre las demás mercancías, aparece bien pronto, como instrumento de cambio, con notables inconvenientes, que son: el peso, el volumen, la usura, la alteración, la escasez, las dificultades del trasporte, etc.; que si el dinero, considerado en sí mismo, en su materia y en su valor, es una prenda perfecta del crédito, supuesto que es aceptable en todos los tiempos y en cambio de toda clase de productos, y que con él se pueden adquirir todos los bienes posibles, sin embargo, como representante de los valores y medio de circulación, ofrece desventajas y deja mucho que desear. En una palabra; el dinero es un signo imperfecto del crédito.

En lo que sigue veremos al genio comercial emplear todos sus esfuerzos en la reparación de este vicio propio del numerario.

El segundo término, que constituye la serie antitética de las instituciones de crédito, es inverso y podemos considerarlo. hasta cierto punto, como una negación del primero. Esta serie comprende los bancos de circulación y descuento, y todo lo que se refiere a los billetes de banco, papel moneda, moneda de papel, asignados, etc. He aquí el mecanismo de esta generación.

Ruego al lector que me perdone si le envuelvo constantemente en estas fórmulas de matafísica que me han servido para estudiar todas las fases económicas anteriores, y en las cuales hago entrar todavía las diversas formas del crédito. Reflexionando sobre él, se comprenderá fácilmente que este aparato, tan desgraciado al primer golpe de vista y tan extraño a nuestros hábitos literarios, es, a pesar de todo, el álgebra de la sociedad, y el único instrumento intelectual que, al darnos la llave de la historia, nos ofrece el medio de seguir con conciencia y certeza la obra instintiva y fatigosa de nuestra organización. Además, ya es tiempo de que nuestra nación renuncie a las pequeñeces de su literatura degenerada, al charlatanismo de una tribuna corrompida y de una prensa vana, si quiere salvarse de la decadencia política que la amenaza, y en cuyo favor se trabaja, hace dieciséis, años, con un éxito deplorable.

El billete de banco, por lo mismo que tiene su garantía, quiero, decir, el numerario que representa no es una ficción, sino pura y simplemente una abstracción, una verdad extraída del hecho o de la materia que la realiza y la concreta, y cuya existencia constituye la garantía del billete. En este estado de cosas, el papel de banco es un suplemento feliz y cómodo de la moneda, pero no la multiplica. Ahora, bien; esta facultad va a adquirirla por medio de una combinación de la letra de cambio y del reconocimiento del depósito.

Supuesto que la letra de cambio se recibe, como la moneda, en toda clase de pagos; supuesto que se la puede cambiar por todo género de productos, se la puede cambiar también por dinero: de aquí el banco de circulación; es decir, el oficio de descontar el papel de comercio, mediante el beneficio de la comisión. El negociante que convirtió su papel en dinero, tiene disponible el capital que, sin esta operación, permanecería inactivo, y por consiguiente, sin producir: con el importe de su letra de cambio, crea nuevos valores, adquiere servicios, paga salarios y salda cuentas. Rapidez en la producción, aumento de producto y multiplicación del capital: tales son las consecuencias del descuento.

Pero el banquero, cuyo arte se reduce a cambiar escudos por papel y después papel por escudos, puede, como el industrial, obligarse por medio de la letra de cambio y proporcionar papel sobre su propia casa; es decir, puede crear bonos nominales o al portador y pagaderos a su presentación.

Y en efecto; un banquero que tiene un millón de capital, después de haberle cambiado por papel a cuarenta días visto, puede encontrarse a las tres semanas sin tener un céntimo en caja, y por consiguiente, en la imposibilidad material de hacer nuevos descuentos. Pero, como en vez de numerario, este banquero sólo posee papel que está seguro de convertir en dinero, puede expedir sobre él una letra de cambio, puede crear lo que vulgarmente se llama un billete de banco, que el comerciante aceptará como verdadera moneda, y que, sin embargo, no es más que una promesa de pago.

Vemos, pues, que el billete de banco es la letra de cambio creada en el primer período del crédito, y elevada, por decirlo así, a la segunda potencia; es, en fin, una letra de cambio que se suscribe por valores recibidos en letra de cambio. He ahí en dónde empieza la ficción: y sin embargo, esta maniobra es lógica y racional; resulta, como fácilmente se comprende, de los dos principios combinados del depósito y del descuento; pero seguida en sus consecuencias más legítimas, llega a los abusos más monstruosos y a la destrucción del crédito mismo.

Si se consulta la teoría nada más, y teniendo en cuenta que todo, papel de comercio, sea a la vista o a plazo, se ha de pagar necesariamente, salvo los accidentes que el banquero debe prever, es claro que este puede dar contra sí mismo tantas letras de cambio y emitir tantos billetes de banco como valores se le presenten al descuento, a condición de hacer que las entradas coincidan con la presentación probable de los billetes, o de estipular una tregua en el caso de la acumulación inesperada. Esta teoría es matemáticamente irreprochable, supuesto que la letra de cambio del banquero no es más, si se me permite este término de la tipografía, que una retiración del papel que descuenta. Para esto, basta con que el negociante, como lo había observado perfectamente el señor Sismondi, dé crédito al banquero en vez de pedírselo. Pero aún hay más: el principio en cuya virtud el banco, en vez de dinero, da a los negociantes que vienen a descontar, una letra de cambio expedida contra su cartera, conduce directamente a la negación de la moneda y a su expulsión del comercio. Figurémonos ahora lo que deben ser (en perspectiva) los beneficios de una empresa que, en virtud del privilegio concedido por el soberano, es capaz de abrazar todo el comercio de un imperio, y que, sin poseer la menor partícula de oro, puede neutralizar el poder del dinero, realizar el cambio de todos los valores, y percibir el producto líquido de algunos miles de millones.

Tal fue, en nuestro concepto, la serie de razonamientos que condujo al famoso Law a la idea de su banco real; empresa que, sin tener en su principio un solo céntimo en caja, y apoyada (para dar cuerpo a la idea) en una explotación gigantesca del Mississipí, debía descontar todo el papel del comercio, y por la circulación de sus billetes, que irían poco a poco sustituyendo al numerario, y por las acciones que emitiese en cambio del dinero, atraería todas las riquezas metálicas del reino a los cofres del Estado. Arrastrado por la lógica de sus ideas y tranquilo en cuanto a la moralidad de su sistema por la firme garantía del Estado, cuya capacidad de dar crédito sin ofrecer hipoteca real, era para él un asunto de meditación diaria. ¿habrá tomado por lo serio su loca concepción, o será preciso ver en aquel hombre un estafador audaz? He ahí lo que yo no me atrevo a decidir por la sola exposición de esta aventura. Lo que sí me parece seguro, es que ni Law ni nadie, en su tiempo, conocía a fondo la teoría del crédito, del mismo modo que hoy los economistas, y con ellos muchas otras personas, desconocen por completo la filosofía de la economía política. Pero en fin; si alguna cosa puede disculpar a Law, es la buena fe, el admirable aturdimiento con que los economistas modernos propagan sus utopías de libertad de comercio, de competencia ilimitada, de contribución progresiva y equitativa, de organización del crédito, etcétera; es decir, la negación del monopolio por la afirmación del monopolio mismo.

Pero dígase lo que se quiera con respecto al sistema de Law, la ciencia sostiene hoy que, en la teoría del crédito, el uso del dinero conduce al no-uso del dinero; y tan cierto es esto, que por una aplicación de esa teoría, un célebre economista, David Ricardo, creó un sistema de circulación y descuento excluyendo completamente la moneda. Vemos, pues, que en el punto de partida, aparece el banco de depósito; un sistema dentro del cual, para facilitar moneda al negociante, el banco empieza pidiéndole la moneda que tiene, lo cual implica nulidad del crédito para todo el que carece de dinero: absurdo. Después se presenta el banco de circulación; un sistema cuya última palabra se reduce a afirmar que, para hacer dinero, basta una cuartilla de papel, cuyo valor es completamente nulo: absurdo también.

Este absurdo aparece mucho más claro todavía si, elevándonos al principio de la moneda, a la teoría de la constitución de los valores, generalizamos el principio del banco de circulación aplicándolo a toda clase de productos. Así como el banquero puede girar una letra de cambio contra su propia casa haciendo entrar en el comercio un valor ficticio que se admite como real, así también el empresario de industria y el comerciante pueden, auxiliados por un compadre, girar una letra de cambio por remesas que no hicieron o por productos que ni siquiera poseen. Y tan posible es lo que decimos, que con semejante mecanismo, y teniendo en cuenta que los billetes se multiplican a medida que el pedido del comercio aumenta, un Estado podría tener un movimiento de muchos miles de millones sin haber producido nada y sin poseer un solo céntimo. Esta aplicación del principio de los bancos de descuento es muy frecuente en el comercio, que la califica de circulación; término impropio que se emplea para caracterizar la posición de un hombre que hace dinero con ficciones y que recurre a todos los medios. Las reiteradas emisiones de asignados en tiempo de la República, no fueron otra cosa.

Ahora bien: hace cerca de un siglo que se ha entrevisto, más bien que comprendido, la contradicción de este mecanismo, y no se supo todavía evitarla (como sucedió y continúa sucediendo con otros inconvenientes de la economía política), sino recurriendo a un conflicto entre los extremos. Se han reunido los dos modos de la operación, y toda la habilidad consiste en mantenerse en un justo medio. En consecuencia, todo el mundo sabe, y los economistas no salen de este círculo tampoco, que un banco que funciona a la vez como caja de depósitos y como banco de emisión y descuento, puede muy bien emitir billetes por las dos terceras o por las tres cuartas partes más de los valores metálicos que posee, sin exponerse a conflictos de ningún género. Ahí se detiene la rutina: la economía política no va más lejos. Pero faltaba ensayar una tercera combinación del crédito; es decir, un tercer modo de facilitar la circulación de los valores no constituídos, recurriendo al intermediario del dinero, y tal es la obra que ha emprendido el señor Cieszkowski. Supuesto que existe oposición entre los dos primeros modos; oposición que la economía política no resuelve, es de presumir que debe haber un tercer término que, conciliando los otros dos, los complete y los perfeccione. Hasta hoy, dice el autor citado, poseemos como medios de crédito, aunque separados los unos de los otros:

1° La moneda, que es una garantía perfecta, a la vez que un signo imperfecto del crédito;

2° El billete de banco, que es una garantía imperfecta, a la vez que un signo perfecto del crédito.

Se trata ahora de encontrar una combinación, en la cual el agente de la circulación sea a la vez y en un mismo grado, garantía perfecta como el dinero, signo perfecto como el billete de banco, y, siguiendo la ley del interés, sea productivo como la tierra y los capitales; por consiguiente, no susceptible de esterilidad.

Esta combinación existe, dice el señor Cieszkowski, y lo prueba con el más hermoso lenguaje filosófico y con la más consumada experiencia; doble ventaja que debía hacerle ininteligible para los economistas y para los filósofos. En una exposición tan rápida de las ideas del señor Cieszkowski, es muy posible que perjudique a este escritor; sin embargo, añadiendo algunas veces mis propias ideas a las suyas, procuraré hacer un resumen de su sistema.

Elevémonos una vez más todavía a los principios.

Entre todas las mercancías, la moneda es la única cuyo valor, aunque variable, está definitivamente constituído; y a esta prerrogativa que sólo ellos tienen, deben los metales preciosos el servir de valuador común a todos los productos.

El objeto ulterior del crédito es llegar a la constitución de los valores, haciéndolos, como el oro y la plata amonedados, aceptables en toda clase de pagos. Evidentemente, esto sería resolver el problema del reparto, fundar la igualdad en la ley del trabajo, y conducir la humanidad al más alto grado de libertad individual y de asociación posibles. Para llegar a este resultado, hemos dicho, el genio social procede por asimilación; es decir, por medio de abstracciones y de ficciones sucesivas, procura hacer circulables, como el dinero, todos los valores producidos, a condición de valuarlos previamente. Por lo demás, importa poco que el cuerpo del valor cambie físicamente de mano o no, porque habrá circulación siempre que haya trasporte del título de propiedad. Un billete que representa riquezas acumuladas en el banco, equivale, para el portador, a la posesión actual de la suma que el billete indica; y de la misma manera, el precio estipulado y aceptado de una mercancía vendida, puede convertirse en moneda bajo la forma de una letra de cambio.

Se pregunta, pues, cómo se hará participar del beneficio de la circulación; cómo se hará que sirvan para el crédito, no solamente el dinero, los billetes que lo representan, las letras de cambio y otras obligaciones a plazo fijo y protestables que representan un valor vendido y entregado, sino también los que no se vendieron, como son la tierra y el trabajo mismo; a lo cual responde el señor Cieszkowski:

Si después de valuar, tanto en capital como en renta, todas las riquezas mobiliarias e inmobiliarias de una nación, se hiciesen de los títulos de propiedad billetes de cambio aceptables en pago de contribuciones y demás, deduciendo una parte alícuota (mitad, un tercio o un cuarto del valor de la cosa) para garantía del portador, tendríamos en este nuevo agente de la circulación:

1° Una garantía perfecta, porque esta prenda sería, como los lingotes de oro del banco, un capital existente, real y no ficticio;

2° Un signo perfecto, porque sería eminentemente trasportable y de ningún valor intrínseco;

3° Una moneda productiva, porque sería el título de propiedad de capitales que estaban en plena producción.

Además, estos billetes no suprimirían el uso de la moneda, por más que lo limitasen: tampoco harían cesar la ficción de los billetes de banco y del papel moneda; pero aunque la moneda y los billetes de confianza hubiesen servido de paradigma a la creación de los nuevos efectos, éstos conseguirían dominarlos reteniéndoles en sus justos límites.

El autor entra después en largos detalles sobre la organización de la agencia central de donde partiría esta vasta emisión de valores, sobre la jerarquía de los bancos secundarios, las precauciones que deberían tomarse, la marcha que debería seguirse y los ejemplos que apoyan su sistema. Una sola cosa falta a su proyecto, y es que tenga la fortuna de agradar a cualquier fantasma de hombre de Estado que, comprendiéndole a medias y retocándolo a su modo, gane una inmensa reputación y haga olvidar a su autor.

Para que nada quede por decir sobre esta obra interesante, haré notar que en ella fue donde el señor Wolowski, amigo y compatriota del autor, profesor de legislación comparada en el Conservatorio de artes y oficios, encontró las bases de su proyecto de organización del crédito agrícola; proyecto de una gran trascendencia, que ha recibido la adhesión de los hombres más considerados y más competentes en la materia.

Tal es, pues, el desarrollo normal y completo de todas las instituciones posibles de crédito; y digo posibles, porque más allá de esta teoría, que abraza todos los valores producidos y susceptibles de producir, todos los capitales empleados y la tierra, no hay nada.

Primera evolución: Letra de cambio, préstamo sobre prendas, banco de depósitos.

Segunda evolución: Banco de circulación y descuento, papel de confianza, papel moneda, asignados.

Tercera evolución: Emancipación de todos los capitales empleados, representados por billetes que producen interés.

El sistema del señor Cieszkowski, consecuencia necesaria de los dos primeros, ¿se realizará algún día? Si nos fijamos únicamente en el movimiento económico que conduce a la' sociedad, se puede creer que si: todas las ideas tienden en Francia a la reforma hipotecaria y a la organización del crédito agrícola; dos cosas que, bajo una forma más o menos pronunciada, suponen necesariamente la aplicación de este sistema. Como verdadero artista, el señor Cieszkowski ha trazado el ideal de su proyecto, y describió la ley económica que en lo sucesivo regirá todas las reformas de la sociedad. Poco importan, pues, las diferencias de aplicación y las modificaciones de detalle; la idea es suya en su calidad de teórico, y suyo será el mérito de la profecía si se llega a realizar. En una palabra: el señor Cieszkowski ha pintado una de las fases más curiosas de la organización social; posible es que exista una laguna en la historia, pero esta laguna no puede existir en la ciencia. La sociedad vive por el espíritu mucho más que por los sentidos, y por esta razón se le permite algunas veces que cometa ciertas faltas en la práctica.

Dirijamos ahora una mirada retrospectiva a este movimiento prodigioso del crédito, tan espontáneo y tan lógico a la vez, y procuremos hacer resaltar la prueba de esta necesidad providencial que encontramos a cada paso, y cuyo agente involuntario parece ser el hombre; de esta necesidad, repito, que tan profunda admiración produjo al señor Augier, y que es la prueba menos equívoca de la infalibilidad humana.

¿Sería posible que no existiese la moneda? Tanto valdría preguntar si podría suceder que entre todos los productos del trabajo humano no se encontrase uno cuyo valor fuese más comercial que el de los demás. Observemos de paso que el progreso podría haber sido más o menos lento, si en vez del oro y de la plata, la sociedad hubiese adoptado por valuador común, el trigo, el hierro, la seda u otra mercancía, cuyo valor fuese más variable y cuya circulación ofreciese mayores dificultades.

¿Podría suceder que una vez inventada la moneda, no fuese objeto de la ambición general y la cosa más necesaria para el pobre tanto como para el rico? Y supuesto que la fabricación de una cantidad mayor de numerario, en vez de resolver el problema, no hace más que aplazarlo, ¿sería posible que, una vez valuados en dinero todos los capitales y todos los productos, no se procurase desempeñarlos, poniéndolos en circulación como la moneda?

Digámoslo sin miedo: todo eso era inevitable; todo eso estaba escrito en el cerebro humano, como en el libro de los destinos. Reconocido esto, el camino que la humanidad siguió era el verdadero, y sus operaciones quedan justificadas. Hubo un momento en que el socialismo, hablando por boca de la Iglesia, se sublevó contra el espíritu económico, y pareció que deseaba detener la marcha de las saciedades proscribiendo el interés. Esta fue una especie de negación de la providencia hecha por la providencia misma; una protesta de la conciencia universal convertida en cristiana, contra la razón universal, que persistía en obrar como si fuese pagana. El socialismo, que constituyó siempre el fondo de la catolicidad, presentía entonces que ni siquiera con una organización perfecta del crédito, la humanidad avanzaría más que con la completa competencia; que la miseria y la opulencia no harían más que agravarse, y exigía una ley más perfecta, menos egoísta, y sobre todo, menos ilusoria. Desgraciadamente, en la época en que Roma y los Concilios, arrastrados por un falso espíritu de popularidad, se resolvían. contra el capital y prohibían el interés, la libertad no existía; y como esta conquista sólo podía realizarse por medio de la propiedad, y en su consecuencia, por el interés, la Iglesia se vió precisada a retirar sus rayos y a aplazar sus anatemas.

La enfermedad de nuestro siglo es la sed del oro, la necesidad de crédito: ¿y qué hay en esto que deba admiramos? Que la moral hipócrita, que la literatura famélica y la democracia retrógrada se desaten contra el reinado de la banca y contra el culto del becerro de oro; esas imprecaciones ininteligentes, sólo sirven para hacernos conocer la marcha triunfante de la idea. Desde el Sinaí, el becerro de oro es el dios a quien adora el género humano; dios fuerte, invencible, que sólo encuentra infieles entre los contemplativos que, como Moisés en la montaña, se olvidan de comer y de beber. No, Israel no se engañó cuando, al postrarse ante una masa de oro, exclamó: He ahí el dios que te salvó de la esclavitud, Israel; y tampoco Moisés se equivocó cuando quiso que su pueblo reconociese un poder superior al oro, y le presentó a Jehovah, la fuerza creadora, el trabajo, en fin, que es la libertad y la riqueza.

Pero, como dice el sabio, hay tiempo para todo: tiempo para sembrar y para recoger; tiempo para Mammon y para Jehovah; tiempo para el capital y para la igualdad. En el génesis económico, el culto del oro debía preceder al culto del trabajo; y como lo hizo notar oportunamente el señor Augier, cada progreso del crédito es una victoria que se consigue contra el despotismo. No parece sino que, con el capital, aparece para nosotros la libertad.

La letra de cambio, el banco de depósitos, el cambio de monedas, el préstamo a interés, los empréstitos públicos, las cuentas corrientes, el numerario ficticio, el interés compuesto y los procedimientos de amortización que se deducen, parece que se conocen desde tiempo inmemorial; pero la transmisibilidad de la letra de cambio por vía de endoso, la creación de la deuda pública permanente y las grandes combinaciones del crédito, parecen ser de invención más moderna (3).

Todos estos procedimientos, por cuyo medio se expresa el crédito, empezando por la moneda de hierro hasta el asignado y el papel que produce interés, deben considerarse como las piezas de una inmensa máquina cuya acción se define con una sola palabra tan antigua como el mundo: faenus, interés. Cosa singular, y que no debe sorprendernos: la invención del préstamo a interés no pertenece al capital, sino al trabajo mismo y al trabajo esclavo. Por todas partes y en todos los tiempos, los industriales oprimidos son los que descubren que el préstamo a interés puede convertirse en un arma ofensiva y defensiva, más temible que la espada y el escudo; por todas partes las castas privilegiadas, la nobleza, los reyes y el sacerdocio se dejan explotar por la usura, esperando el día en que deban volver contra los pueblos el acero encantado que hiere y cura, que mata y resucita.

La inmovilidad en que habían estado los capitales, la tierra y el hombre de la gleba, no tardó en desaparecer a consecuencia de las Cruzadas. El primer escudo libre fue el que se pudo prestar; pero si el primer fondo de rescate era mínimo, la producción lo había puesto a interés compuesto, y el movimiento empezó. La clase que sólo cuenta con el trabajo y la inteligencia para adquirir las riquezas, se constituyó en un cuerpo temible bajo el régimen de las corporaciones: los comerciantes se confederaron, y sus aglomeraciones y sus cofradías se convirtieron en ciúdades; las ciudades, a su vez, se acrecentaron; la sublevación siguió al poder, y la independencia fue, como siempre, el fruto de la insurrección. Las ciudades marítimas abrieron la marcha, y la coalición tuvo sus centros en Inglaterra, en las Indias, en Suecia, Noruega, Rusia y Dinamarca. Hamburgo, Bremen, Lübeck, Francfort y Amsterdam, se hicieron célebres por su nombre de ciudades hanseáticas (Hanse, asociación) . Para obtener concesiones, la liga prestó dinero a los soberanos y obtuvo por este medio derechos de ciudad y privilegios. Además de esto, si había quejas, la asociación suspendía todo comercio y bloqueaba los puertos, hasta que los gritos de los obreros ociosos y la miseria del pueblo hambriento obligaban a los soberanos a pedir gracia y a llamar a aquellos amos extranjeros, muchas veces para concederles nuevos privilegios, lo cual equivale a decir, nuevos medios de opresión. En este estado las cosas, los reyes temblaban ante la liga hanseática. Por último, hubo sociedades secretas, una francmasonería del dinero, iniciaciones, tormentos que sufrir para ser admitido en los centros de la liga, verdaderas fortalezas levantadas en el seno de las ciudades, como sucedía con las factorías de Génova y de Venecia en el Levante (Augier, Histoire du Crédit public).

En dos palabras: las ciudades crearon una fuerza pública; y para que esta fuerza estuviese regularmente asalariada, se impusieron una cotización que fue el origen de la renta pública. Los reyes se apresuraron a imitar esta innovación; y como siempre estaban contrayendo empréstitos, una vez establecida la renta pública, no tardó en formarse la deuda pública. Vemos, pues, que el crédito nace y se desarrolla espontáneamente en el seno del trabajo y de la servidumbre; crece, pues, por medio de la libertad, y se convierte a su vez en soberano y conquistador. Entonces lo adopta el Estado; primero para arruinarse cada vez más aumentando su consumo improductivo; más tarde para aumentar sus posesiones, y últimamente para atraer al nuevo feudalismo.

Bien pronto los reyes, continúa diciendo el señor Augier, a imitación de las comunas, empezaron a hacer la guerra con moneda. Luis XI fue el primer rey que pensó sanamente sobre el dinero: prestó 300.000 escudos de oro a Juan de Aragón, y se hizo hipotecar, como garantía, los condados de Cerdeña y del Rosellón; prestó también 20.000 escudos de oro a Enrique VI de Inglaterra, y recibió en hipoteca la ciudad de Calais. A la guerra de devastación, sucedía la guerra de los capitales.

En el año de 1509, el rey Luis XII se encargó de pagar la guarnición de Verona que pertenecía a Maximiliano; exigió que el príncipe le entregase, como garantía de esta suma y de todas las que en lo sucesivo le pudiese prestar, las dos ciudadelas de Verona y la plaza de Vallegio. Ahora bien; si el buen rey Luis pagaba la guarnición a condición de que la ciudad le perteneciese, preguntamos: ¿qué clase de ventaja alcanzaba el emperador Maximiliano? Ninguna: prestar sus hombres al rey de Francia, y nada más

Este mismo Maximiliano, a quien los historiadores de su tiempo llamaron Maximiliano sin dinero, fue detenido tres días en la tienda de un boticario de Brujas, hasta que renunció al gobierno de Flandes, agobiado entonces bajo el peso de las contribuciones que este príncipe lleno de deudas imponía a los ciudadanos. Se ha visto también al Papa León X y a todo el clero, empeñar a los judíos las alhajas de las iglesias, los vasos sagrados y las reliquias de los santos, como en otros tiempos Pericles había empeñado el manto de oro de Minerva para sostener la guerra contra los lacedemonios.

¿Qué fue la revolución del 89? Una emancipación de capitales. Los privilegios de la nobleza y del clero hacían inalienable e indivisible la mayor parte del capital social, y no hay duda que fue una verdadera ley agraria el decreto que dispuso a la vez su liquidación y su movilización. El verdadero objeto de la revolución, confesado ya por todo el mundo, no fue ni podía ser otro; y todo ese rumor republicano e imperialista que se observó más tarde, y del cual sólo un recuerdo nos queda, lo ha demostrado bien claramente. Tampoco tendrá otro resultado el combate empeñado a nuestra vista entre el capital, representado por la economía política, y el trabajo, representado a su vez por el socialismo. Sólo haré observar que hoy, a pesar de las apariencias contrarias, el trabajo se encuentra en mejores condiciones que antes; y no diré la razón ahora, porque no es éste el momento oportuno de decirla.

No olvidemos que, además del poderoso impulso que dió a la emancipación general la usura que el tercer estado ejercía sobre los demás órdenes, hubo la influencia de las masas metálicas arrojadas sobre Europa por el Nuevo Mundo, la de los bancos de circulación y la de la comandita. Añadid el progreso de las ciencias, de las artes y de la industria, obra propia y exclusiva de la clase media, y comprenderéis por qué razón, al venir Sieyes en 1789 a decir al mundo que el tercer estado lo era todo y que la nobleza y el clero no eran nada, fue preciso que el monarca, príncipe de los nobles e hijo primogénito de la Iglesia, diese fuerza de ley a esta declaración del hijo de un pechero.

Ya no se puede dudar que el crédito, ese conjunto de combinaciones que hace del trabajo y de los valores oscilantes una especie de moneda corriente y productiva, que abre en el interior ese mercado que la libertad más absoluta no puede ofrecernos; el crédito, digo, fue uno de los principios más activos de la emancipación del trabajo, del acrecentamiento de la riqueza colectiva y del bienestar individual.

Y cuando se reflexiona sobre la multitud de medios de producción, de cambio, de reparto y de solidaridad efectiva que el genio de la humanidad ha creado, sorprende menos el optimismo de los que sostienen que todo marcha bien, que la sociedad hizo bastante en favor del proletario, que si hay pobres la culpa es de ellos, y hasta se llega a dudar de si las quejas del socialismo tendrán el menor fundamento.

Dígnese el lector seguirme un instante en esta recapitulación.

La libertad individual está garantizada: el trabajador no teme que un amo le dispute su peculio; cada cual dispone libremente de los productos de su trabajo y de su industria; la justicia es igual para todos: si la Constitución, por un motivo conservador y de orden incontestable dentro del régimen propietario, hizo del censo la condición del derecho electoral, como esta condición está en las cosas y no en las personas, y como a la vez todo el mundo tiene abierto el camino de la fortuna, se puede decir, desde este punto de vista, que la ley electoral, como el impuesto, es una ley de igualdad; por consiguiente, una institución irreprochable y hasta superior al pueblo para quien se dictó. Por lo demás, el Estado invita y provoca al simple obrero para que siga el ejemplo de la clase media, proletario como él en otros tiempos, y que hoy se encuentra con riquezas y con dignidad: el Estado ofrece al trabajador la caja de ahorros, luego la de retiros, más tarde la comandita, la asociación, etc. Si el proletario sabe usar los medios que tiene a su disposición, puede esperar que llegue un día en que le sea posible equilibrar con sus capitales la fuerza del capitalista a quien acusa, rivalizar, por medio de su trabajo, con las más vastas industrias, y participar, en fin, de esta soberanía de la riqueza que, desde hace ya muchos siglos, viene destruyendo poco a poco la fuerza del poder. ¿No debemos, pues, atribuir la miseria y el descontento de las clases obreras a los gustos depravados, a las costumbres de desorden y de indisciplina, al egoísmo que la devora y le hace rechazar toda idea de asociación, y por último, a las absurdas doctrinas que se le predican, más bien que a una falta real de medios para elevarse al nivel de las demás?

Yo tomo al proletario en la cuna, porque desde este momento la sociedad empieza a ocuparse de él, y le sigo, paso a paso, hasta el sepulcro. Con objeto de asegurarle los cuidados que exigen los primeros años, la sociedad le abre las casas de maternidad. Permítaseme, por un momento, asimilar estos asilos a una institución de crédito en favor del pobre. El niño recién nacido es ya deudor a un banco, porque él, más bien que su madre, es el que recibe los beneficios de esta providencia social.

Al salir de aquel establecimiento, entra en la sala de asilo; más tarde, recibirá los elementos de todos los conocimientos humanos, hasta los de la música y la pintura, en escuelas creadas exclusivamente para él. Llega, por fin, el día del aprendizaje; el período más penoso, si bien se mira, de todos los que componen la vida del obrero. Pero ... ¡ah! ¡todos esos dolores parecen ligeros al niño, sostenido por la alegría y la inocencia de su edad, por las caricias de su madre, los consejos de su padre y la inmensa esperanza de una vida que empieza! ... A los dieciocho años es obrero, es libre, empieza a ser hombre, ama ya, y dentro de algún tiempo será padre.

Supongamos que este obrero de veinte años, que sólo tiene sus brazos y esa suma de conocimientos que da la escuela primaria, el aprendizaje y algunas lecturas; supongamos, digo, que este obrero, obedeciendo a una buena inspiración, desea crear una pensión para su vejez, o un recurso para su mujer y sus hijos en el caso de que la muerte lo arrebate.

La caja de ahorros está abierta para él; y depositando en ella 5 francos cada mes, al fin del año tendrá 60. A los veinte años, cuando el obrero se encuentre en toda la fuerza de la edad y de la razón, la suma de sus ahorros se elevará a 1.200 francos, que, unidos al interés, formarán un capital disponible de 2.000 próximamente; los cuales, al 4 por 100 al año, le producirán una renta de 80 francos.

Supongamos ahora que este mismo obrero, al llegar a la edad de cuarenta años, cuando la previsión es el primer deber del padre de familia, en vez de consumir esta renta de 80 francos, la lleva a la sociedad de seguros sobre la vida: a 3 por 100 de prima, hace una suma de 2.666 francos que asegura a la viuda y a sus hijos si muere, y que reunidos con los 2.000 que posee en la caja de ahorros, forman un capital de 4.666 francos, que dejará a su familia si muere a los cuarenta y un años de edad. Supongamos, al contrario, que este hombre continúa, como antes, llevando sus 5 francos mensuales a la caja de ahorros, más los intereses de la primera suma que habrá recibido y entregado de nuevo en la caja; supongamos también que vive veinte años más; a los sesenta de su edad, tendrá un capital de 7.000 francos próximamente; sus hijos estarán educados ya, y por poco que quiera trabajar aún, pasará una vejez desahogada.

Desarrollemos ahora, en mayor escala, esta hipótesis interesante.

Supongamos que en una de nuestras grandes ciudades, París, Lyon, Ruan o Nantes, mil obreros que están resueltos a participar de las ventajas que ofrecen el ahorro y el seguro, forman entre sí una sociedad de socorros mutuos, cuyo principal objeto será el de auxiliarse en los casos de enfermedad y de falta de trabajo, de modo que todos se aseguren la subsistencia y la continuación de los depósitos. En primer lugar, con el capital que reunieron por medio del depósito, estos obreros pueden muy bien formar entre sí una sociedad de seguros sobre la vida que, ofreciéndoles todas las ventajas de esta clase de sociedades, les proporcione a la vez los beneficios de la operación. Esto equivale a decir que pueden asegurarse ellos mismos a más bajo precio, o que, con la misma prima, podrían asegurar una suma mucho más considerable.

Vemos, pues, que un obrero, al mismo tiempo que habría reunido, en cuarenta años de imprescindibles economías, una suma de 4.000 francos, pudo asegurar a su familia, con el interés que produjesen sus ahorros, otra cantidad de 3.000 que, reunidos, dan un total de 7.000 francos que dejaría a su viuda si él muriese a los sesenta años, edad en la cual el hombre está todavía robusto y puede trabajar. Siete mil francos es la dote de muchas señoritas.

Este ejemplo nos presenta uno de los usos más felices de las ficciones del crédito. Es claro, en efecto, que el importe de las sumas aseguradas no es más que un capital ficticio, irrealizable en su mayor parte, si se le considera en un momento cualquiera de la duración del contrato. Pero este capital, ficticio para la sociedad, es una realidad para cada uno de los asegurados, supuesto que sólo es reembolsable por fracciones mínimas, y sucesivamente, a la muerte de cada uno. El seguro sobre la vida es análogo a la letra de cambio y al papel de banco, que en vez de apoyarse en lingotes, se apoya en nuevas entradas.

Supongamos, por último, que una sociedad de trabajadores, organizada de este modo, se sostiene, se renueva y se desarrolla durante un período de veinte o treinta años: llegará un momento en que esta sociedad, agrupando sus fuerzas, pueda disponer de muchos millones. ¿Y qué empresa será imposible para estos hombres laboriosos y sobrios, personas experimentadas por treinta años de paciencia y de economía, disponiendo de esa fuerza? ¿Y no es evidente que esa conducta, sostenida durante tres o cuatro generaciones, y propagada por todas partes como una nueva religión, reformaría el mundo estableciendo infaliblemente la igualdad entre los hombres?

Cada cual puede variar y combinar hasta lo infinito las suposiciones de este género, y siempre tendremos por resultado que, si el proletario es pobre, es porque no quiere tomarse el trabajo de ser rico.

Pero, ¡Dios mío! ... esto equivale a decir que si somos locos es porque no somos razonables, y que si sufrimos, es porque no gozamos de completa salud. Indudablemente, nuestro derecho público, nuestras leyes civiles y de comercio, nuestra ciencia económica y nuestras instituciones de crédito, contienen un millón de veces lo que se necesita para que el proletario salga de la miseria y se emancipe de la odiosa servidumbre del capital, de ese yugo infame de la materia, causa primera de todas las aberraciones del espíritu; más para descubrir la ley de esta emancipación, es preciso salir, por medio de una concepción trascendental, del círculo de la usura; y al punto a que hemos llegado en esta faz milagrosa del crédito, nos encontramos, más que nunca, sepultados en los abismos de la usura. Más adelante diremos cuál es, en este asunto, la parte que corresponde al proletariado, al capitalista y a la Providencia misma.

Después de haber dicho lo que fueron hasta este momento las formas del crédito y lo que pueden llegar a ser, debemos decir algo del formulario Que les es común a todas, y que es a la economía política lo que el procedimiento es a la justicia: me refiero a la contabilidad.

El crédito es padre de la contabilidad, ciencia cuyo secreto consiste en el principio de que no puede haber deudor sin acreedor, y recíprocamente; lo cual viene a ser una traducción del aforismo que los productos se obtienen con productos, y reproduce, bajo una forma nueva, el antagonismo fundamental de la economía política.

No dejan de ser interesantes los siguientes detalles sobre la contabilidad entre los romanos:

Los antiguos romanos tenían cada uno un registro en el cual anotaban sus deudas y sus créditos, especie de cuentas corrientes en donde inscribían también, bajo el nombre de las personas con quienes estaban relacionados, el pasivo, acceptum, y el activo, expensum, de cada uno. Como sucede con nuestro diario cuando está en la forma prescripta por la ley y sin enmiendas, aquellos libros hacían fe ante los tribunales. Uno de ellos se llama nomem transcriptitium, registro de transcripción, que era el gran libro. Antes de pasar a él los asientos, los escribían, como nosotros, en un borrador. Este se encuentra indicado en Cicerón, pro Roscio, bajo el nombre de adversaria; como si dijésemos, registro. Los asientos en el transcriptitium se hacían mensualmente, por lo menos, anotando: por un lado lo que se había satisfecho, expensum, y por el otro lo que se había recibido, acceptum. Estos libros, que se llevaban en realidad por debe y haber, se llamaban rationes, porque debían dar razón de todo lo que se hacía entre las partes. Tal nos parece que debe ser el origen de la denominación del libro de razón o gran libro, y el de estas palabras: razón social, señores Clopin-Clopant, Harpagón y compañía. El que quería obligarse por una cantidad cualquiera, la daba por recibida en su registro, consignando el nombre del que quería hacer su acreedor, y éste ponía también en el suyo la entrega hecha a la persona que deseaba hacer su deudor. Esto era, en último resultado, lo que en lenguaje comercial llamamos hacer crédito y deber. De la conformidad de los registros nacía el contrato (Augier, Historia del crédito).

Notemos este paralelismo: deber, hacer deudor; hacer crédito, hacer acreedor; creer (esta palabra ha perdido en francés la acepción del latín credere), confiar; poner en el goce y propiedad hasta el pago completo, ser acreedor, en fin. Así también hemos señalado la correlación de servire y servare, ser o hacer esclavo, palabra que expresa enérgicamente la relación del amo al criado. La oposición de las ideas, sobre la cual se eleva poco a poco el edificio social, se había formulado desde el principio en el lenguaje, como más tarde, y por una sucesión de establecimientos, debía formularse en los hechos.

Además de la oposición fundamental de crédito y deuda, compra y venta, que tan perfectamente expresa el objeto ulterior que hemos dado al crédito (establecer el equilibrio entre la producción y el cambio), la contabilidad por partida doble nos revela otra oposición, que es la de las personas y las cosas. Después de abrir el negociante, por débito y crédito, una cuenta a cada una de las personas con quienes está relacionado en sus negocios, abre otra, por crédito y débito también, para cada clase de valores que puede recibir o entregar, y que clasifica en cuatro o cinco grandes categorías: cuenta de caja, cuenta de cambio, cuenta de mercaderías generales, cuenta de varios, las cuales vienen a reducirse, en la liquidación o inventario, en una sola cuenta; en la de pérdidas y ganancias, que expresa para el comerciante lo que el economista llama producto bruto y producto líquido.

¿No es ésta una inmensa circunvalación de fuertes bastiones y ciudadelas que el destino preparó desde la creación del mundo, que aprisiona nuestra inteligencia y detiene nuestra actividad a medida que tratan de producirse? A donde quiera que la libertad se vuelva, al instante se encuentra amarrada, sin que haya podido preverIo, por una de esas fatalidades económicas, que, bajo el aspecto de instrumentos auxiliares, la estrechan y la esclavizan sin que le sea posible salvarse ni concebir nada fuera de su círculo. Antes de que el comercio y la agricultura, el arte de contar como el de darse cuenta, se hubiesen inventado, el lenguaje, formado espontáneamente, anterior a todas las instituciones políticas y económicas, libre, por consiguiente, de la influencia de las preocupaciones posteriores; el lenguaje, digo, expresaba ya todas las ideas de trabajo, préstamo, cambio, crédito, deuda, mío, tuyo, valor y equilibrio. La ciencia económica existía; y al revés de los economistas que se honran en no dar fe más que a un grosero empirismo, si Kant se hubiese ocupado de la economía política, de seguro que la habría puesto entre las ciencias puras, es decir, entre las ciencias posibles a priori por la construcción de los principios, e independientemente de los hechos.

En un asunto como el que trato, todo debía ser nuevo e imprevisto. Yo he procurado averiguar durante mucho tiempo, por qué razón en las obras destinadas a la enseñanza de la economía política, desde A. Smith hasta Chevalier, no se menciona nunca la contabilidad de comercio, y pude descubrir que, la contabilidad o la teneduría de libros, es toda la economía política; por consiguiente, que era imposible que los autores de baturrillos, soi-dissant económicos, que no son en realidad más que simples comentarios, más o menos razonables sobre la teneduría de libros, se apercibiesen de ello. Así es que mi sorpresa, grande en un principio, desapareció repentinamente cuando pude convencerme de que un gran número de economistas contaba bastante mal, y no entendía una palabra del debe y del haber, como el lector podrá convencerse por sí mismo.

¿Qué es la economía política? La ciencia (aceptemos la palabra) de las cuentas de la sociedad; la ciencia de las leyes generales de la producción, de la distribución y del consumo de las riquezas. No es el arte de producir trigo, ni de hacer vino, ni de extraer carbón, ni de fabricar hierro; no es la enciclopedia de las artes y de los oficios, no: es el conocimiento de los procedimientos generales, por cuyo medio la riqueza se crea, se aumenta, se cambia y se consume en la sociedad.

De estos procedimientos generales, comunes a todas las industrias posibles, depende el bienestar de los individuos, el progreso de las naciones, el equilibrio de las fortunas, la paz en el interior y en el exterior.

Ahora bien: en todo establecimiento industrial y en toda casa de comercio, al lado de los obreros ocupados en la producción, expedición y entrada de mercancías; en una palabra, al lado de los trabajadores especiales, hay un empleado superior, un representante, si así puedo decirlo, de la ley general, un órgano del pensamiento económico encargado de llevar nota de todo lo que pasa en el establecimiento desde el punto de vista de los procedimientos generales de la producción, de la circulación y del consumo. Este empleado es el contador. Él, y sólo él, puede apreciar los efectos de una división del trabajo bien entendida; decir qué economías reporta una máquina; si la empresa cubre o no sus gastos; qué beneficio ha dejado la venta; cuáles son los mejores mercados, es decir, cuáles son los clientes que tienen responsabilidad, cuáles los que no merecen confianza, y en qué sitios se podrán encontrar. Sólo él está en disposición de seguir las maniobras de la competencia, prever los resultados de un monopolio y conocer de lejos el alza o la baja; sólo él, en fin, por sus cuentas de tratos y envíos, conoce la situación de las plazas, en lo que concierne al movimiento de los valores comerciales y metálicos y a la circulación de los capitales. El contador es el verdadero economista a quien una sociedad de falsos literatos robó su nombre sin que él lo supiese y sin que ellos mismos sospechasen que aquello que les servía para hacer tanto ruido en el mundo, la economía política, en fin, no era más que un insípido charlatanismo sobre la teneduría de libros.

La contabilidad comercial es una de las más bellas y más felices aplicaciones de la metafísica; una ciencia, pues bien merece este nombre, que, por la precisión y la certidumbre, no es inferior a la aritmética ni al álgebra.

Supongamos que se hubiese propuesto este problema a un matemático:

Dadas las notas escritas que todo negociante debe conservar de sus operaciones, descubrir una combinación de registro tal que ninguna venta, ninguna compra, ningún ingreso, ningún gasto, ningún beneficio ni ninguna pérdida, ninguna negociación, transacción, movimiento de numerario o mutación de capital, puedan disimularse, desnaturalizarse, falsificarse, aumentarse ni disminuirse sin que el fraude aparezca al instante en los libros, de tal manera que la responsabilidad del negociante ante la ley y frente a terceros, si éstos y la ley quieren proceder con rigor, esté completamente asegurada.

Si este matemático no tuviese más que cifras para encontrar la solución deseada, se habría visto sumamente embarazado. Pues bien: ése es, precisamente, el problema que resolvió el Código de Comercio en los artículos 8° y 9°.

Art. 8° - Todo comerciante está obligado a llevar un libro diario que presente, día por día, sus deudas activas y pasivas, las operaciones o endosos de efectos, y generalmente, todo lo que reciba y pague, por cualquier título que sea, consignando a la vez, mensualmente, las cantidades invertidas en los gastos de su casa: todo esto, independientemente de los demás libros que se usan en el comercio (3), pero que no son indispensables.

También tiene el deber de formar un legajo con las cartas que recibe, y copiar en un libro de registro las que él envíe.

Art. 9° - Queda también obligado a hacer anualmente un inventario de sus efectos mobiliarios e inmobiliarios, y de sus deudas activas y pasivas, copiándolas por años en un registro especial destinado a este objeto.

Y bien: ¿no encierran estos dos articulos todo el programa de la economía política? ¿Y no es risible ver a estos hombres que, después de haber erigido en ciencia esta rutina, buena si se la considera como, instrumento, detestable si se quiere ver en ella el principio de la justicia y de la sociedad; no es risible, digo, verlos en calidad de economistas, amonestar a esos comerciantes a quienes copian y que son sus maestros? ¿Qué sabe el economista más que lo que el Código de Comercio prescribe en diez líneas a todo negociante?

El Código de Comercio no ha prejuzgado nada sobre el precio de las mercancías ni sobre los salarios; deja este artículo al arbitrio del comerciante, obligándole solamente a poner en cuenta las cantidades, cualesquiera que ellas sean, que haya pagado. ¿No nos dicen también los economistas que el valor es una cosa inconmensurable y que depende exclusivamente de la oferta y de la demanda?

El Código de Comercio, en el título que trata de sociedades de comercio, desarrollando la doctrina del Código Civil, artículo 1832 y siguientes, dice: La sociedad es un contrato por el cual dos o más personas convienen en poner alguna cosa en común, teniendo en cuenta el beneficio que puede resultar, etc. El Código de Comercio supone, pues, que el trabajo, por sí solo, no puede ser objeto de una sociedad, materia de un comercio. ¿No dicen también los economistas. que el capital es productivo y que el orden social está fundado sobre el monopolio?

Inútil me parece llevar más lejos este paralelo. Las cuestiones de crédito público y de contribución, son todavía cuestiones de contabilidad aplicada al Estado; y no había razón para hacer de ellas un capítulo de la economía política vista la manera de entenderlas que tienen los economistas. ¡Si a lo menos fuese la economía política una filosofía del comercio o de la teneduría de libros! Pero no es así: la economía política no es más que un pesado comentario sobre los artículos 8° y 9° del Código de Comercio, que contienen la sustancia de mil volúmenes.

Diré, pues, resumiendo:

El Código de Comercio, al aplicar el principio metafísico que todo acreedor supone un deudor y viceversa, y al imponer a todo comerciante la obligación de registrar, día por día, sus deudas activas y pasivas y todas sus operaciones, estableció los verdaderos fundamentos del crédito, y creó el instrumento irresistible de la igualdad futura. Pero aunque la contabilidad no implique, por sí misma, la medida de los valores; aunque permanezca indiferente a la medida de las cantidades que expresa bajo los títulos debe y haber; aunque lo mismo se preste a hacer constar la ruina como la opulencia del comerciante, la expoliación del obrero como la justicia del amo, no se sigue de aquí que el legislador haya querido hacer una ley de inestabilidad de la fortuna. Y al aceptar los economistas como cosa juzgada lo que ni siquiera estaba prejuzgado; al hacer decir a la rutina lo que la rutina no podía saber, lo que habría declarado falso, si se la hubiese estudiado mejor, los economistas, digo, faltaron a su misión como filósofos, y perdieron su competencia como críticos.

Los libros de comercio son unos testigos incorruptibles que el negociante debe tener como una compañía de guardias siempre dispuesta a acusarle si es un bribón, y a justificarle si es un hombre honrado. De este papel completamente pasivo, de esta indiferencia del testigo algebraico, los economistas dedujeron la no existencia de la ley del cambio; pero el verdadero filósofo deduce, al contrario, que con semejantes instrumentos, la igualdad se salva, si la ley del cambio se descubre.

La contabilidad comercial debe abrazar el mundo entero, y el gran libro de la sociedad debe tener tantas cuentas corrientes como individuos existen, tantos artículos diversos como valores se producen.

Cuando llegue este tiempo de equidad, la política y el régimen representativo, la economía ecléctica y el socialismo comunista, serán tan despreciados como merecen serlo; y la monarquía, la democracia, la aristocracia, todos esos sinónimos de tiranía, parecerán a la juventud regenerada cosas tan extrañas como las calidades formales, los atomos ganchosos, la ciencia heráldica y la jerga de los teólogos.


Notas

(1) Citaré, entre otras, por el conjunto y la originalidad, la obra concisa y llena de detalles del señor Augier, Histoire du Crédit public, París, Guillaumin, 1842; y por el espíritu filosófico, la del Sr. Cieszkowski, Du Crédit et de la Circulation, París, Treuttel et Wurtz, 1839.

(2) El señor Augier, que da sobre todas estas cosas interesantes detalles, cree que su origen es completamente fenicio, y que la tradición judía, después de haberlas conservado durante siglos, las hizo reaparecer de repente hacia fines de la Edad Media, en tiempo del Renacimiento. A mí me agradan muy poco estas hipótesis de trasmisión, entre los pueblos, de ideas necesarias que la reflexión descubre inmediatamente que aparece el objeto que las representa. Creo que sucede con las combinaciones del crédito lo que con el lenguaje, con la religión y la industria. Cada pueblo las desarrolla espontáneamente en sí mismo, sin el auxilio de sus vecinos, según la naturaleza y el grado de sus propias necesidades. En ninguna cosa que se funda en la esencia de la sociedad, ninguna nación puede reivindicar la prioridad de invención ni el derecho de primogenitura. Las monedas, reales o ficticias, de cuero, de seda, de concha, de hierro, etc., son a la moneda de oro y al billete de banco, lo que el culto del lingham, del perro y de las cebollas, es al culto de Júpiter y de Jehovah; lo que el fetichismo es al cristianismo: todas estas formas del crédito nacieron, como las formas religiosas, de la espontaneidad de los pueblos, y como las formas religiosas, deben desaparecer ante una concepción más profunda y ante una idea más elevada.

(3) Estos libros son: el de compras y ventas; el mayor, el de caja, el de inventarias, el extracto de vencimientos, el copiador de cartas. etc.

Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha