Índice del Sistema de las contradicciones económicas o Filosofia de la miseria de Pierre Joseph ProudhonAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Origen y filiación de la idea del crédito. - Preocupaciones contradictorias relativas a esta idea

El punto de partida del crédito es la moneda.

En el capítulo II hemos visto de qué manera, por un conjunto de circunstancias favorables, el valor del oro y de la plata se constituyó antes que el de las demás mercancías: pues bien; gracias a esto, la moneda llegó a ser el tipo de todos los valores vagos y oscilantes, es decir, de todos los valores no constituídos socialmente, no establecidos de una manera oficial. En el mismo capítulo quedó demostrado que si el valor de todos los productos estuviese determinado, si fuese aceptable, como el de la moneda, en toda clase de pagos, la sociedad, por" este solo hecho, habría llegado al más alto grado de desarrollo económico que puede alcanzar relativamente al comercio. La economía social no estaría entonces, como lo está hoy en lo que al cambio se refiere, en estado de simple formación, sino que se encontraría en estado de perfeccionamiento. La producción no estaría definitivamente organizada; pero ya el cambio y la circulación lo estarían, y bastaría que el obrero produjese sin cesar, ya reduciendo sus gastos, ya dividiendo su trabajo y descubriendo mejores procedimientos, ya inventando nuevos objetos de consumo y venciendo a sus rivales o sosteniendo la lucha con ellos, para que conquistase la riqueza y asegurase su bienestar.

En ese mismo capítulo hemos hecho conocer la inteligencia del socialismo respecto a la moneda, y hemos demostrado, refiriendo esta invención a su principio, que lo que debíamos condenar en los metales preciosos, no era el uso, sino el privilegio.

Y en efecto: en toda sociedad posible, aunque sea comunista, se necesita una medida del cambio, so pena de violar el derecho del productor o del consumidor y hacer la repartición injusta. Pues bien: hasta que los valores estén generalmente constituídos por un método de asociación cualquiera, es preciso que un producto, aquel cuyo valor parezca más auténtico, mejor definido, menos susceptible de alteración, y que a estas ventajas reúna la de una gran facilidad de conservación y de transporte, se tome por tipo, es decir, por instrumento de circulación y por paradigma de los demás valores. Es, pues, inevitable que este producto, verdaderamente privilegiado, llegue a ser objeto de todas las ambicionei, paraíso en perspectiva del trabajador y paladium del monopolio; que a pesar de todas las prohibiciones, este precioso talismán circule de mano en mano, invisible a las miradas de un poder celoso; que la mayor parte de los metales preciosos, sirviendo al numerario, quede retirada de su verdadero uso, y se convierta, bajo la forma de moneda, en capital dormido, en riqueza que no se consume; que en calidad de instrumento de los cambios, se tome el oro por objeto de especulación y sirva de base a un inmenso comercio; y por último, que, protegido por la opinión, y gracias al favor del público, adquiera el poder y ponga fin a la comunidad. Para destruir esta potencia formidable, no es necesario destruir el órgano, podemos decir el depositario, no; basta generalizar el principio haciéndolo extensivo a toda clase de productos. Estas proposiciones están tan bien demostradas y tan rigurosamente encadenadas las unas a las otras, como los teoremas de la geometría.

El oro y la plata, las mercancías que primero se constituyen en valores, una vez tomados por medida de los demás y convertidos en instrumentos universales del cambio, todo comercio, todo consumo, toda producción depende de ellos. Precisamente, por lo mismo que el oro y la plata adquirieron en el más alto grado los caracteres de sociabilidad y de justicia, llegaron a ser sinónimos de poder, de imperio y casi de divinidad. El oro y la plata representan la vida, la inteligencia y la virtud comerciales: un cofre lleno de monedas es un arca santa, un arca mágica que da, a los que tienen la facultad de introducir en ella sus manos, la salud, la riqueza, el placer y la gloria. Si todos los productos del trabajo tuviesen el mismo valor en cambio que tiene la moneda, todos los trabajadores gozarían de las mismas ventajas que disfruta el tenedor de dinero; cada uno poseería en su facultad de producir un manantial inagotable de riqueza; pero la religión del dinero no se puede abolir, o mejor dicho, la constitución general de los valores sólo se puede realizar por un esfuerzo de la razón y de la justicia humanas; y mientras ese esfuerzo no se haga, así como en una sociedad civilizada la posesión del numerario es un signo seguro de riqueza, es inevitable que la falta de dinero sea también un signo casi infalible de miseria. Siendo, pues, la moneda el único valor que lleva el timbre de la sociedad, la única mercancía aquilatada que tiene curso en el comercio, la moneda es, como la razón general, el ídolo del género humano. La imaginación atribuye al metal lo que es efecto del pensamiento colectivo manifestado por el metal, y todo el mundo, en vez de buscar el bienestar en su verdadera fuente, es decir, en la socialización de todos los valores, en la creación incesante de nuevas figuras monetarias, ha pensado exclusivamente en adquirir dinero, dinero, y siempre dinero.

Para responder a este pedido universal de numerario, que en el fondo no era más que una necesidad de subsistencias, de cambio y de venta, en vez de marchar directamente al fin, la sociedad se detuvo en el primer término de la serie, y en vez de hacer de cada producto una nueva moneda, sólo pensó en multiplicar hasta donde pudo la moneda metálica: primero, perfeccionando su fabricación; después facilitando su emisión, y más tarde por medio de ficciones. Evidentemente, esto era equivocarse sobre el principio de la riqueza, sobre el carácter de la moneda, el objeto del trabajo y la condición del cambio; esto era retrogradar en la civilización reconstituyendo en los valores el régimen monárquico que ya empezaba a alterarse en la sociedad. Y sin embargo, tal es la idea fundamental que hizo nacer las instituciones de crédito, y tal es la preocupación capital que hace antagónicas en su misma concepción todas estas instituciones.

Pero, como lo hemos dicho repetidas veces, la humanidad, aun obedeciendo a una idea imperfecta, no se engaña en sus miras; y ahora vamos a ver de qué manera, procediendo a la organización de la riqueza por un verdadero retroceso, obró tan bien, tan útilmente y tan infaliblemente, si se tiene en cuenta la condición de su existencia evolutiva, como le era posible hacerlo. La organización retrógrada del crédito, como todas las manifestaciones económicas anteriores, al mismo tiempo que daba a la industria un nuevo empuje, determinó una agravación de miseria: pero en fin, la cuestión social se presentó bajo un nuevo aspecto, y la antinomia, mejor conocida hoy, nos deja concebir la esperanza de una próxima y completa solución.

El objeto ulterior del crédito, desconocido hasta hoy, se reduce a constituir, con el auxilio y sobre el tipo del dinero, todos los valores oscilantes; su objeto inmediato y manifiesto es suplir esta constitución, condición suprema del orden en la sociedad y del bienestar para los trabajadores, por una difusión mayor del valor metálico. El dinero, dijeron los propagadores de esta nueva idea, es la riqueza: si pudiésemos proporcionar dinero, mucho dinero a todo el mundo, todos serían ricos; y en virtud de este silogismo, se desarrollaron sobre la tierra las instituciones de crédito.

Ahora bien: es evidente que si el objeto ulterior del crédito presenta una idea lógica, luminosa y fecunda, conforme, en fin, con la ley de organización progresiva, su objeto inmediato, único que se busca, único que se quiere, está lleno de ilusiones, y por su tendencia al statu quo, de graves peligros. El dinero, como las demás mercancías, está sometido a la ley de proporcionalidad; y si su masa aumenta sin que los demás productos se multipliquen en proporción, pierde de su valor, y en último análisis, nada añade a la riqueza social: por el contrario, si con la moneda la proporción aumenta siguiendo la población la misma ley, en nada habrá cambiado tampoco la situación respectiva de los productores, y en ambos casos la solución que se pide no habrá adelantado un paso. A priori, pues, no es cierto que la organización del crédito, en los términos que se presenta, contenga la solución del problema social.

Después de haber referido la filiación y la razón de existencia del crédito, debemos dar cuenta de su aparición, es decir, del rango que se le debe señalar en las categorías de la ciencia. Aquí, sobre todo, es en donde debemos demostrar la poca profundidad y la incoherencia de la economía política.

El crédito es a la vez la consecuencia y la contradicción de la teoría de los cambios, cuya última palabra, como hemos visto, es la libertad absoluta del comercio.

He dicho que el crédito es la consecuencia de la teoría de los cambios, y afirmo que, como tal, es ya contradictoria.

Al punto que hemos llegado en esta historia, a la vez fantástica y real de la sociedad, hemos visto todos los procedimientos de organización y los medios de equilibrio caer los unos sobre los otros, reproduciendo sin cesar, más imperiosa y más terrible que nunca, la antinomia del valor. Habiendo llegado a la sexta fase de su evolución, el genio social, obedeciendo a un movimiento de expansión que le impulsa, busca fuera de si, en el comercio exterior, la venta, es decir, el contrapeso que le falta. Ahora vamos a verle, defraudado en sus esperanzas, buscar este contrapeso, este mercado, esta garantía del cambio que necesita a todo trance, en el comercio interior, es decir, dentro de si. Por medio del crédito, la sociedad vuelve sobre sí misma; parece comprender que producción y consumo son para ella cosas idénticas, y que es en su interior y no en una emisión indefinida en donde ha de encontrar el equilibrio.

Todo el mundo reclama hoy para el trabajo las instituciones de crédito: ésta es la tesis favorita de los señores Blanqui, Wolowski y Chevalier, jefes de la enseñanza económica; ésta es también la opinión del señor Lamartine y de una multitud de conservadores y de demócratas, y de casi todos los que, rechazando el socialismo y con él la quimérica organización del trabajo, se llaman, sin embargo, partidarios del progreso. ¡Crédito! ¡crédito! exclaman estos reformadores de vastos pensamientos y de larga vista: el crédito es todo lo que nosotros necesitamos: al trabajo le sucede lo que a la población: uno y otra están suficientemente organizados, y la producción, cualquiera que ella sea, no faltará. Aturdido el gobierno por estos clamores, se creyó obligado a establecer las bases de la máquina de crédito más formidable que se ha visto, y nombró una comisión para reformar la ley de hipotecas.

Siempre el mismo refrán: ¡dinero! ¡dinero! dinero es lo que necesita el trabajador: sin moneda el obrero se encuentra tan desesperado como el padre de siete hijos sin pan.

Pero si el trabajo está organizado, ¿cómo es posible que necesite del crédito? Y si es el crédito el que falta a la organización, como pretenden sus admiradores, ¿se puede decir que la organización del trabajo es completa?

Así como en nuestro sistema de monopolio envidioso, de producción insolidaria y de comercio aleatorio, es el dinero, el dinero solamente, el que sirve de vehículo al consumidor para pasar de un producto al otro, así también el crédito, aplicando en grande escala esta propiedad del dinero, sirve al productor para realizar sus productos, mientras espera el momento de la venta. El dinero es la realización efectiva del cambio, de la riqueza y del bienestar: el crédito es su realización anticipada. Pero, como en uno y otro caso, el cambio es siempre el jefe de fila; como es necesario pasar por él para ir de la producción al consumo, se sigue de aquí que la organización del crédito equivale a una organización del cambio en el interior, y que, por consiguiente, en el orden del desarrollo económico, sigue inmediatamente a la teoría del libre comercio o del cambio exterior. Y no servirá decir que el crédito tiene por objeto favorecer más bien la producción que el consumo, porque con esto no se haría más que alejar la dificultad. Si nos remontamos más allá de la sexta estación económica, que es el cambio, encontraremos sucesivamente todas las demás categorías, cuyo conjunto expresa la producción, y son: la policía, el monopolio, la competencia, etc. Y tanto es esto así, que en definitiva, en vez de decir simplemente que el crédito anticipa el cambio y todo lo que es consecuencia del cambio, deberemos decir que el crédito supone, en el que lo recibe, una potencia tal que por el monopolio, la competencia, los capitales, las máquinas, la división del trabajo y la importancia de los valores, debe vencer a sus rivales: lo cual, lejos de debilitar, fortalece el argumento.

¿Cómo, pues, preguntaría yo a los organizadores del crédito, sin un conocimiento exacto de las necesidades del consumo, y por consiguiente de la proporción que es necesario dar a los productos consumibles; cómo sin una regla de los salarios, sin un método de comparación de los valores, sin una determinación de los derechos del capital y sin una policía del mercado, cosas todas que repugnan a vuestras teorías, podéis pensar seriamente en organizar el crédito, que equivale a decir el cambio, la venta, la repartición, el bienestar, en fin? Si habláis de organizar una lotería, estamos conformes: pero organizar el crédito, ¡vosotros que no aceptáis ninguna de las condiciones que lo pueden justificar! Yo os desafío a que lo hagáis. Y si por defender o paliar una contradicción, os atrevéis a decir que todas estas cuestiones están resueltas; si el cambio está por todas partes completamente abierto para el productor; si la venta de la mercancía está asegurada; si el beneficio es seguro; si el salario y el valor, dos cosas tan variables, están disciplinadas, es evidente que la reciprocidad, la solidaridad, la asociación, en fin, existen entre los productores; y en este caso, el crédito no es más que una fórmula inútil, una palabra vacía de sentido. Si el trabajo está organizado, y es preciso tener en cuenta que todo lo que acabo de decir constituye la organización del trabajo, el crédito es la circulación misma abrazando toda la evolución económica, desde la primera forma dada a la materia por el obrero, hasta la destrucción del producto por el consumidor; la circulación marcha bajo la inspiración de un pensamiento común hacia la medida normal del valor, y está libre de todos sus obstáculos.

La teoría del crédito, como suplemento o anticipación de la venta, es, pues, contradictoria. Considerémosla ahora desde otro punto de vista.

El crédito es la canonización del dinero, la declaración de su dominio sobre todos los demás productos; por consiguiente, el crédito es el mentís más formal y más rotundo que puede darse al sistema antiprohibicionista, y la justificación flagrante, por parte de los economistas, de la balanza del comercio. Que esos señores aprendan de una vez a generalizar sus ideas, y que nos digan por qué razón, siendo indiferente para un país pagar las mercancías que compra con dinero o con sus propios productos, necesita a cada momento el numerario; cómo es posible que una nación que trabaja se aniquile; cómo existe siempre la necesidad del único producto que no se consume, es decir, de dinero: cómo todas las sutilezas imaginadas hasta hoy para suplir la falta de numerario, papel de comercio, billetes de banco y papel moneda, no hacen más que traducir y hacer más sensible esta imperiosa necesidad social. A la verdad, el fanatismo antiprohibitivo que caracteriza a la secta economista, no se comprende ni se explica, si se tienen en cuenta los esfuerzos extraordinarios que hace para propagar el comercio del dinero y multiplicar las instituciones de crédito.

¿Qué es el crédito? La emancipación de un valor empleado, responde la teoría; un acto por medio del cual se hace circulable un valor que antes permanecía inerte. Hablemos con más claridad: el crédito es el anticipo que hace un capitalista de la mercancía más susceptible de cambiarse, por un depósito de valores de difícil cambio; por consiguiente, es el préstamo del producto más precioso, del dinero que, según M. Cieszkowski (1), tiene en suspenso a todos los valores cambiables, y sin el cual se verían condenados a la inacción; del dinero que mide, domina y subalterniza a todos los demás productos; del dinero, que es la única mercancía que sirve para pagar las deudas y extinguir las obligaciones; del dinero, que asegura a los pueblos, como a los particulares, el bienestar y la independencia; del dinero, en fin, que no sólo es el poder, sino también la libertad, la igualdad, la propiedad, todo.

He ahí lo que el género humano ha comprendido unánimemente; lo que los economistas saben mejor que nadie, pero lo que no cesan de combatir con una tenacidad risible, por sostener yo no sé qué liberalismo fantástico contrario a sus principios. El crédito se inventó para auxiliar al trabajo, haciendo pasar a manos del obrero el instrumento que le mata, el dinero; y de ahí parten los economistas para, sostener que entre las naciones industriales, la ventaja del dinero en los cambios no significa nada; que es igual para ella saldar sus cuentas con mercancías o con numerario, y que sólo deben fijarse en la baratura de los productos.

Pero si es cierto que los metales preciosos perdieron su preponderancia en el comercio internacional, este hecho significa que todos los valores llegaron al mismo grado de determinación en el comercio exterior, y que son, como el dinero, aceptables en toda clase de pagos. En otros términos: ese hecho significa que se ha descubierto la ley del cambio, y que el trabajo está organizado entre los pueblos. Si esto, es cierto, que se formule esa ley, que se explique esa organización, y en vez de hablarnos del crédito y de forjar nuevas cadenas para la clase obrera, que se explique ese principio de equilibrio internacional, y que se enseñe a todos esos industriales que se arruinan por falta de cambio, a todos esos obreros que se mueren de hambre porque les falta trabajo, que se les enseñe, digo, cómo sus productos, cómo su mano de obra, son valores de los cuales pueden disponer para su consumo, como si fuesen billetes de banco o dinero. ¡Cómo! ... El principio que, según los economistas, rige el comercio de las naciones, es inaplicable a la industria privada. ¿Y por qué? Vengan las razones, vengan las pruebas; yo las pido en nombre de Dios.

Contradicción en la idea misma del crédito, contradicción en el proyecto de organización, contradicción entre la teoría del crédito y la del libre comercio ... ¿es esto todo lo que tenemos que censurar en los economistas? No: al pensamiento de organizar el crédito, estos señores añaden otro, no menos ilógico: me refiero al proyecto de hacer al Estado organizador y príncipe del crédito. El Estado, decía el célebre Law preludiando la creación de los talleres nacionales y la republicanización de la industria, el Estado debe dar y no recibir el crédito: máxima sublime, inventada para agradar a todos los que se sublevan contra el feudalismo industrial, deseando reemplazarle por la omnipotencia del gobierno; pero máxima equívoca interpretada en sentidos opuestos por dos clases de personas: primera, los políticos fiscales y hacendistas, para quienes todos los medios de hacer venir el dinero del pueblo a los cofres del Estado son excelentes, porque ellos solos meten en esos cofres la mano; y segunda, los partidarios de la iniciativa, iba a decir de la confiscación gubernamental, para quienes sólo la comunidad es provechosa.

Pero la ciencia no busca lo que agrada, sino lo que es posible; y todas nuestras pasiones antibanqueras, nuestras tendencias absolutistas y comunistas, no pueden prevalecer a sus ojos contra la íntima razón de las cosas. Ahora bien: la idea de hacer derivar del Estado, todo crédito, y por consiguiente, toda garantía, puede traducirse en la pregunta siguiente:

El Estado, órgano improductivo, personaje sin propiedades y sin capitales, que sólo ofrece como hipoteca su presupuesto, siempre empeñado y siempre en quiebra; que no puede obligarse sin obligar a todo el mundo, incluso a sus acreedores, y sin cuya intervención se desarrollaron espontáneamente todas las instituciones de crédito; el Estado, por medio de sus recursos, de su garantía, de su iniciativa y de la solidaridad que impone, ¿puede convertirse en comanditario universal, en autor del crédito? Y aun siendo esto posible, ¿lo sufriría la sociedad?

Si se contesta afirmativamente a esta pregunta, se deduce que el Estado posee los medios de satisfacer los deseos de la sociedad manifestados por el crédito, desde el momento en que, renunciando a su utopía de la emancipación del proletariado por medio del libre cambio, y concentrándose en sí misma, procura restablecer el equilibrio entre la producción y el consumo, haciendo volver el capital al trabajo que lo produce. El Estado, constituyendo el crédito, habría obtenido el equivalente de la constitución de los valores: el problema económico quedaría resuelto, el trabajo emancipado, y la miseria destruída. Vemos, pues, que la idea de hacer al Estado autor y dispensador del crédito, a pesar de su tendencia despótico-comunista, es de una grande importancia y merece que fijemos en ella toda nuestra atención.

Para tratarla, no con la extensión que merece, supuesto que, en la altura a que hemos llegado, las cuestiones económicas no tienen límites, pero sí con la profundidad y la generalidad que pueden suplir los detalles, la dividiremos en dos períodos: uno que comprende todo el pasado del Estado relativamente al crédito, y otro que tendrá por objeto determinar lo que contiene la teoría del crédito, y por consiguiente, lo que se puede esperar de su organización, sea ésta por el Estado, sea por el capital libre.

Si para apreciar la potencia de organización que los economistas modernos quisieron reconocer al Estado en materia de crédito, después de habérsela negado en cuanto a la industria, bastasen los antecedentes, la victoria nos sería sumamente fácil de adquirir, porque podríamos limitarnos a presentar a nuestros adversarios, en vez de argumentos, lo que más fuerza les hace, que es la experiencia. Los hechos, les diríamos, prueban que el Estado no tiene propiedades, ni capitales, ni nada, en fin, que sirva de base a sus billetes. Todo lo que posee en valores mobiliarios e inmobiliarios, está hipotecado hace muchos años; las deudas que contrajo excediendo a su activo, y cuyos intereses paga la nación, pasan en Francia de cuatro mil millones: luego si el Estado se hace organizador del crédito y empresario de banco, no puede ser con sus propios recursos, sino con la fortuna de sus administrados; de lo cual es preciso deducir esta consecuencia: en el sistema de organización del crédito por el Estado, en virtud de una cierta solidaridad ficticia o tácita, lo que pertenece a los ciudadanos pertenece también al Estado, sin que exista la recíproca; y el gobernador de Luis XV tenía razón cuando dijo a este príncipe enseñándole su reino: Todo eso, señor, es vuestro.

Este principio del dominio eminente del Estado sobre los bienes de los ciudadanos, es el verdadero fundamento del crédito público: ¿por qué la Constitución no dice una sola palabra del asunto? ¿Por qué la legislación, el lenguaje y los hábitos le son contrarios? ¿Por qué se garantizan las propiedades de los ciudadanos, independientemente de toda soberanía del Estado, cuando se quiere introducir subrepticiamente esta teoría de la solidaridad de la fortuna pública y de las fortunas particulares? Y si esta solidaridad no existe ni puede existir dentro del sistema que reconoce la preponderancia y la iniciativa del poder; si no es más que una ficción, ¿a qué se reduce la garantía del Estado? ¿Qué puede valer su crédito?

Estas consideraciones, de una sencillez casi trivial y de una realidad inatacable, dominan toda la cuestión del crédito, y supongo que nadie se sorprenderá al verme insistir en ellas de vez en cuando.

No solamente la propiedad del Estado es nula, sino que su producción tampoco existe. El Estado es la casta de los improductivos, y ninguna industria ejerce, cuyoa beneficios previstos puedan dar valor y seguridad a sus billetes. Todo el mundo reconoce hoy que lo que el Estado produce, sea en trabajos de utilidad pública, sea en objetos de consumo doméstico o personal, cuesta tres veces más de lo que vale; por último, el Estado, como órgano improductivo de la policía, como productor de la parte del trabajo colectivo que se atribuye, vive únicamente de subvenciones: ¿cómo, pues, por qué virtud mágica, por qué transformación desconocida se convertirá de repente en dispensador de capitales, él, que no posee un solo céntimo? ¿Cómo el Estado, que es la improductividad misma, y a quien el ahorro es esencialmente antipático, se convertirá en banquero nacional y en comanditario universal?

Desde el punto de vista de la producción, como de la propiedad, es preciso volver a la hipótesis de una solidaridad tácita, cuyo intermediario será el Estado, que se encargará de explotarla secretamente en beneficio suyo hasta que pueda decirlo en alta voz y decretar los artículos.

Antes de haber visto funcionar esta inmensa máquina, yo no puedo creer que se trate simplemente de una empresa de banca formada con el auxilio de los capitales privados, y cuya gestión solamente se confíe a los funcionarios públicos. Aun cuando esta empresa ofreciese al comercio sus capitales a más bajo precio, ¿en qué se diferenciaría de las demás que le son análogas? Esto sería crear al Estado, sin que se molestase en lo más mínimo, un nuevo manantial de rentas; y si se exceptúa el peligro de dejar en manos del poder sumas tan considerables, yo no puedo ver lo que el progreso y la sociedad ganarían en ello. Indudablemente, la organización del crédito por el Estado debe descender más al fondo de las cosas, y el lector me permitirá que continúe mis investigaciones.

Y bien, se me responde; el Estado posee un capital, supuesto que tiene la mayor y la más segura de todas las rentas, que es la contribución. Aun cuando tuviese que aumentarla con algunos céntimos adicionales, ¿no puede servirse de ella para combinar, ejecutar y garantir las más vastas operaciones de crédito? Y hasta sin recurrir a una agravación del impuesto, ¿quién impide al Estado que, bajo la garantía limitada o ilimitada del país, y en virtud de un voto de sus representantes, cree un sistema completo de bancos agrícolas e industriales?

Pero de dos cosas una: o se toma el interés público como pretexto para hacer del crédito un monopolio en favor del Estado, o se admite que el banco nacional, como hoy el banco de Francia, funcionará en competencia con todos los banqueros del país. En el primer caso, la situación, lejos de mejorar, se empeora, y la sociedad marchará a su rápida disolución, supuesto que el monopolio del crédito en manos del Estado, tendrá por efecto inevitable aniquilar por todas partes el capital privado, negándole su derecho más legítimo, que es el interés. Si el Estado se declara comanditario, banquero único del comercio, de la industria y de la agricultura, se sustituye a todos esos millares de capitalistas y rentistas que viven de sus capitales y que se verán precisados a comerse el principal en vez de consumir la renta. Además de esto, al inutilizar los capitales, hace imposible su formación, lo cual es retrogradar hasta más allá de la segunda época de la revolución económica, y no cabe duda que se puede desafiar sin miedo a un gobierno, a una legislatura y a una nación, a que realice semejante empresa: por este lado la sociedad está detenida por un muro de acero que ninguna fuerza podrá derribar.

Lo que acabo de decir es decisivo y destruye por su base todas las esperanzas de los socialistas que, sin llegar al comunismo, desearían que, por medio de una arbitrariedad perpetua se creasen en favor de las clases pobres, unas veces subvenciones, o lo que es lo mismo, que se le diese parte de la fortuna de los ricos; otras, talleres nacionales privilegiados, lo cual conduciría a la ruina de la industria libre, y otras una organización del crédito por el Estado, que equivale a decir, supresión del capital privado y esterilidad del ahorro.

En cuanto a aquellos que no se detienen ante estas consideraciones, sin que necesite recordarles la serie, bien larga por cierto, de las contradicciones que deben resolver antes de tocar al crédito, me limitaré, por el momento, a hacerles observar que, haciendo la guerra al capital e imposibilitando su colocación, llegarían muy pronto, no al desempeño y a la solidaridad de los valores, sino a la supresión del capital circulante, a la abolición del cambio y a la prohibición del trabajo. El comercio del dinero, que es el modo según el cual se ejerce la productividad del capital, es necesariamente el más libre, quiero decir, el que menos se puede tocar, el más refractario al despotismo y el más antipático a la comunidad; por consiguiente, es el menos susceptible de centralización y de monopolio. El Estado puede imponer reglamentos a los bancos; puede, en ciertos casos y por medio de leyes especiales, restringir o facilitar su acción; pero no podrá por si mismo, por su propia cuenta o por la del público, sustituir a los banqueros y acaparar su industria.

Probado que la idea de hacer al Estado príncipe y dispensador del crédito es impracticable (¡y cuántas consideraciones me callo que demostrarían su absurdo! ...), forzoso será detenerse en la segunda hipótesis, que pide una competencia, o mejor dicho, una cooperación del Estado; sobre todo para ciertas clases de crédito, oscuras todavía, que exigen su iniciativa, y que los capitales privados no pudieron fecundar, ni siquiera alcanzar.

Henos aquí, pues, bien lejos de esa organización tan ruidosamente anunciada, del crédito por el Estado, la cual, por la fuerza misma de las cosas, se reduce, como todo lo que tiene ese origen, a ciertas manipulaciones legislativas y a una simple policía. Aun cuando el banco central entrase en el círculo administrativo, como debía de conservar toda la independencia de sus operaciones, como sus intereses tenían que estar separados de los del Estado, so pena de comprometerse y participar del crédito inherente al poder, este banco nunca sería más que la primera casa financiera del país; esto no sería una organización del crédito por el Estado, no señor, porque, lo he dicho ya y lo repito; el Estado no puede organizar nada; ni crédito, ni trabajo.

El Estado permanece, pues, y debe permanecer eternamente en su indigencia nativa, en la improductividad, que es su esencia, con sus costumbres de deudor, y en una palabra, con todas las cualidades más opuestas a la potencia creadora, que hacen de él, no el príncipe del crédito, sino el tipo del descrédito. En todas las épocas y en todos los países del mundo se ve al Estado entretenido, no en hacer salir el crédito de su seno, sino en organizar sus empréstitos. Como Esparta no tenía tesoro, se imponía un ayuno para reunir los fondos de un empréstito; Atenas tomaba prestados a Minerva su manto de oro y sus joyas; las confiscaciones, las exacciones y la moneda falsa eran el recurso ordinario de los tiranos. Las ciudades del Asia, familiarizadas con todos los secretos de la hacienda, procedían de un modo menos bárbaro, pero contraían empréstitos como nosotros y pagaban con la contribución (2). A medida que se avanza en la historia, se ve cómo se va perfeccionando en el Estado el arte de los empréstitos; pero el de dar crédito no ha nacido todavía. ¡Cuántas veces, para verse libre de sus deudas, el Estado se ha visto en la necesidad de entregar sus libros de cuentas! ... En Francia solamente, y durante un período de 287 años, M. Augier ha descubierto una cifra total de nueve bancarrotas hechas por el Estado, sin tener en cuenta, añade el historiador, los grandes y pequeños medios de liquidación análogos, que eran permanentes en tiempo de todos nuestros reyes y de la Liga, o que se repetían periódicamente a cada advenimiento al trono, desde la invención de este medio de saldar cuentas hecho por el rey Juan en 1351.

¿Y podían las cosas suceder de otro modo? ¿Se necesita tener mucha inteligencia para darse cuenta del antagonismo invencible que existe entre estas dos cosas, el crédito y el Estado? Dígase lo que se quiera, el Estado no es ni será jamás idéntico a la universalidad de los ciudadanos; por consiguiente, ni la fortuna del Estado puede identificarse con la totalidad de las fortunas particulares, ni sus obligaciones serán nunca comunes y solidarias para cada contribuyente. No dudo que se puede extraviar la opinión pública durante algún tiempo, dando al papel del Estado un crédito igual al del dinero; se puede también, a fuerza de sutilezas y de sofismas, sostener esta mentira gubernamental; pero bien pronto se verá que con esto no se hizo más que cubrir al asno con la piel del león, y cuando la menor dificultad se presente, veréis cómo la gran mascarada se desvanece, dejando tras de sí la confusión, el espanto y nada más. Lo que Law había visto en una contemplación profética, por medio de la cual se había adelantado dos siglos a la humanidad, cuando exclamaba: el Estado debe dar y no recibir crédito, era la asociación real de los trabajadores, era la solidaridad económica, resultado de la conciliación de todos los antagonismos que, sustituyendo el Estado por la grande unidad industrial, puede dar crédito satisfaciendo al productor y al consumidor a la vez. Engañado por una frase equívoca que le hizo tomar la careta por el hombre y el Estado por la sociedad, Law se propuso realizar una hipótesis contradictoria, y necesariamente, tenía que fracasar. ¡Dichosa Francia si en medio de aquella inmensa catástrofe, tuvo la suerte de que el ingenioso especulador llegase cuanto antes al fin de su ensayo! Más adelante, cuando nos ocupemos de las diversas ficciones que se han imaginado para hacer circular el numerario, o sea para desarrollar el crédito, tendremos ocasión de ocuparnos nuevamente de este gran desengaño, cuya primera víctima ha sido su propio inventor.


Notas

(1) Economista y filósofo polaco autor de la obra Du crédit et de la circulation (1839).

(2) Du Crédit public, por M. Augier.

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