Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComteTercera parte - Capítulo ITercera parte - Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

TERCERA PARTE

CAPÍTULO II

Sistematización de la moral humana

1° LA POLITICA POPULAR, SIEMPRE SOCIAL, DEBE LLEGAR A SER, SOBRE TODO, MORAL

66. Desde el comienzo de la gran crisis moderna, el pueblo no ha intervenido todavía más que como simple auxiliar en las principales luchas políticas, sin duda con la esperanza de obtener en ellas algún mejoramiento de su situación general, pero no con propósitos y con una finalidad" que le fuesen realmente propios. Todos los debates habituales han quedado esencialmente concentrados entre las diversas clases superiores o medias, porque se referían sobre todo a la posesión del poder. Ahora bien: el pueblo no podía interesarse de manera directa durante mucho tiempo por tales conflictos, porque la naturaleza de nuestra civilización impide evidentemente que los proletarios esperen, ni siquiera deseen, ninguna participación importante en el poder político propiamente dicho. Así, pues, después de haber comprobado esencialmente todos los resultados sociales que podían esperar de la sustitución provisional de la antigua preponderancia política de las clases sacerdotales y feudales por los metafísicos y los legistas, se hacen de día en día más indiferentes a la estéril prolongación de esas luchas cada vez más mezquinas, ya reducidas a vanas rivalidades personales. Cualesquiera que sean los esfuerzos continuos de la agitación metafísica por hacerlos intervenir en esos frívolos debates, con el cebo de lo que llaman los derechos políticos, el instinto popular ha comprendido ya, sobre todo en Francia, cuán ilusoria y pueril sería la posesión de tal privilegio, que ni siquiera en su grado actual de diseminación inspira habitualmente ningún interés verdadero a la mayoría de los que lo disfrutan en exclusividad. El pueblo sólo puede interesarse de verdad por el uso efectivo del poder, cualesquiera que sean las manos en que resida, y no por su conquista especial. En cuanto las cuestiones políticas, o más bien ya sociales, se refieran ordinariamente a la forma como debe ser ejercido el poder para mejor cumplir su destino general, que, en los tiempos modernos, se refiere de manera principal a la masa proletaria, no se tardará en reconocer que el desdén actual no se debe en modo alguno a una peligrosa indiferencia: hasta aquí, la opinión popular se mantendrá ajena a esos debates, que, a juicio de las inteligencias cuerdas, aumentando la inestabilidad de todos los poderes, tienden en especial a retrasar esa indispensable transformación. En una palabra, el pueblo está naturalmente dispuesto a desear que la vana y tormentosa discusión de los derechos sea al fin reemplazada por una fecunda y saludable estimación de los deberes esenciales, sean generales, sean especiales. Tal es el principio espontáneo de la íntima conexión que, sentida tarde o temprano, incorporará necesariamente el instinto popular a la acción social de la filosofía positiva, pues esta gran transformación equivale evidentemente a la del movimiento político actual en un simple movimiento filosófico, transformación que hemos motivado antes en las más altas consideraciones especulativas, y cuyo primero y principal resultado social consistirá, en realidad, en instituir de manera sólida una activa moral universal, prescribiendo a cada agente, individual o colectivo, las reglas de conducta más conformes a la armonía fundamental. Cuanto más meditemos en esta relación natural, mejor veremos que esta mutación decisiva, que sólo podía emanar del espíritu positivo, no puede encontrar hoy un firme apoyo más que en el pueblo propiamente dicho, único dispuesto a comprenderla bien y a interesarse profundamente por ella. Los prejuicios y las pasiones propios de las clases superiores o medias se oponen conjuntamente a que dicha mutación sea por lo pronto suficientemente apreciada, porque en esas clases deben interesar más, en general, las ventajas inherentes a la posesión del poder que los peligros que resultan de su ejercicio vicioso. Si el pueblo es ahora y debe seguir siendo indiferente a la posesión directa del poder político, no puede nunca renunciar a su indispensable participación continua en el poder moral, que, siendo el único verdaderamente accesible a todos, sin ningún peligro para el orden universal, y, por el contrario, con gran ventaja para el mismo, autoriza a cualquiera, en nombre de una común doctrina fundamental, a llamar convenientemente a sus diversos deberes esenciales a los más altos poderes. En realidad, los prejuicios inherentes al estado transitorio o revolucionario han llegado también en cierto grado a nuestros proletarios; mantienen en ellos perjudiciales ilusiones sobre el alcance indefinido de las medidas políticas propiamente dichas; les impiden advertir que la justa satisfacción de los grandes intereses populares depende de las opiniones y de las costumbres más que de las instituciones mismas, cuya verdadera regeneración, actualmente imposible, exige, ante todo, una reorganización espiritual. Pero se puede asegurar que la escuela positiva tendrá mucha más facilidad. para hacer entrar esta saludable enseñanza en los entendimientos populares que en ningún otro, sea porque en ellos no ha podido arraigar tanto la metafísica negativa, sea sobre todo por el impulso constante de las necesidades sociales inherentes a su situación precaria. Estas necesidades se refieren en esencia a dos condiciones fundamentales, una espiritual y otra temporal, de naturaleza profundamente conexa: se trata, en efecto, de asegurar convenientemente a todos, en primer término la educación normal, luego el trabajo regular; tal es, en el fondo, el verdadero programa social de los proletarios. Ya no puede existir verdadera popularidad para ninguna política que no sea la que tienda necesariamente a este doble destino. Ahora bien: tal es, evidentemente, el carácter espontáneo de la doctrina social propia de la nueva escuela filosófica; nuestras explicaciones anteriores deben aquí dispensarnos de toda otra aclaración a este respecto, aclaración reservada por lo demás a la obra tantas veces citada en este Discurso. Importa solamente añadir que la necesaria concentración de nuestros pensamientos y de nuestra actividad en la vida real de la Humanidad, rechazando toda vana ilusión, tenderá especialmente a afianzar mucho la adhesión moral y política del pueblo propiamente dicho a la verdadera filosofía moderna. En efecto, su seguro instinto percibirá pronto en ella un nuevo y poderoso motivo para orientar la práctica social hacia el prudente mejoramiento continuo de su propia condición general. Las quiméricas esperanzas inherentes a la antigua filosofía han conducido, por el contrario, con demasiada frecuencia, a descuidar y desdeñar tales progresos, o a impedirlos mediante una especie de aplazamiento continuo, por la mínima importancia relativa a que debía naturalmente dejarles reducidos esa eterna perspectiva, inmensa compensación espontánea de todas las miserias, cualesquiera que sean.

2" NATURALEZA DE LA PARTICIPACION DE LOS GOBIERNOS EN LA PROPAGACION DE LAS NOCIONES POSITIVAS

67. Este sumario examen basta ya para señalar, en los diversos aspectos esenciales, la necesaria afinidad de las clases inferiores con la filosofía positiva que, en cuanto se haya podido establecer plenamente el contacto, encontrará en ellas su principal apoyo natural, a la vez mental y social; mientras que la filosofía teológica no conviene ya más que a las clases superiores, cuya preponderancia política tiende a eternizar, así como la filosofía metafísica se dirige sobre todo a las clases medias, cuya activa ambición secunda. Todo espíritu reflexivo debe también comprender al fin la importancia tan fundamental que hoy tiene una inteligente vulgarización sistemática de los estudios positivos, esencialmente destinados a los proletarios, a fin de preparar en ellos una sana doctrina social. Los diversos observadores que pueden librarse, aunque sólo sea de momento, del torbellino diario, coinciden ahora en deplorar, y ciertamente con mucha razón, la anárquica influencia que, en nuestros días, ejercen los sofistas y los retóricos. Pero estas justas lamentaciones serán inevitablemente vanas mientras no se haya apreciado mejor la necesidad de salir al fin de una situación mental en la que la educación oficial no puede hacer, en general, otra cosa que formar retóricos y sofistas, que tienden luego de manera espontánea a propagar el mismo espíritu mediante la triste enseñanza procedente de los periódicos, de las novelas, de los dramas, entre las clases inferiores, a las que ninguna educación regular preserva del contagio metafísico, sólo rechazado por su razón natural. Aunque debamos esperar que los gobiernos actuales no tardarán en darse cuenta de lo mucho que la universal propagación de los conocimientos reales puede secundar cada vez más en sus esfuerzos continuos por el difícil mantenimiento de un orden indispensable, no debemos aun esperar de ellos, ni siquiera desear, una cooperación verdaderamente activa a esta gran preparación racional, que, por mucho tiempo debe resultar sobre todo de un libre celo privado, inspirado y sostenido por verdaderas convicciones filosóficas. La imperfecta conservación de una grosera armonía política, constantemente comprometida en medio de nuestro desorden mental y moral, absorbe demasiado justamente su atención diaria y hasta los tiene situados en un punto de vista demasiado inferior, para que puedan dignamente comprender la naturaleza y las condiciones de tal trabajo, y sólo se les debe pedir que entrevean la importancia del mismo. Si, por un celo intempestivo, intentaran hoy dirigirlo, no harían sino alterarlo profundamente, comprometiendo mucho su principal eficacia al no identificarlo con una filosofía bastante decisiva, lo que no tardaría en hacerlo degenerar en una incoherente acumulación de especialidades superficiales. De suerte que la escuela positiva, que es el resultado de un activo concurso voluntario de los espíritus verdaderamente filosóficos, no tendrá que pedir a nuestros gobiernos occidentales, para cumplir convenientemente su gran cometido social, más que una plena libertad de exposición y de discusión, equivalente a la que disfrutan ya la escuela teológica y la escuela metafísica. La una puede preconizar a diario y a su gusto, en las tribunas sagradas, la excelencia absoluta de su eterna doctrina y sentenciar a todos sus adversarios, cualesquiera que sean, a una irrevocable condenación; la otra, en las numerosas cátedras que le sostiene la munificencia nacional, puede también desarrollar a diario, ante inmensos auditorios, la universal eficacia de sus concepciones ontológicas y la preeminencia indefinida de sus estudios literarios. La escuela positiva, sin aspirar a tales ventajas, que sólo el tiempo debe procurar, no pide en esencia hoy más que un simple derecho de asilo regular en los locales municipales, para en ellos hacer ver directamente su actitud final para la satisfacción simultánea de todas nuestras grandes necesidades sociales, propagando con prudencia la única instrucción sistemática que puede en lo sucesivo preparar una verdadera reorganización primero mental, luego moral y por último política. Con tal de que encuentre siempre abierto este libre acceso, el celo voluntario y gratuito de sus raros promotores, secundado por el buen sentido universal, y bajo el impulso creciente de la situación fundamental, no temerá nunca sostener, incluso desde este momento, una activa competencia filosófica con los numerosos y poderosos órganos, aun con todos juntos, de las dos escuelas antiguas. Ahora bien; ya no es de temer que los hombres de Estado se desvíen gravemente, a este respecto, de la imparcial moderación cada vez más inherente a su propia indiferencia especulativa: la escuela positiva tiene incluso razones para contar, en este aspecto, con la benevolencia habitual de los más inteligentes de ellos, no sólo en Francia, sino también en todo nuestro Occidente. Su vigilancia continua de esta libre enseñanza popular no tardará en limitarse a prescribirle sólo la condición permanente de una verdadera positividad, excluyendo, con inflexible severidad, la introducción demasiado inminente aún de las especulaciones vagas o sofísticas. Pero, en este aspecto, las necesidades esenciales de la escuela positiva coinciden directamente con los deberes naturales de los gobiernos: pues si éstos deben rechazar tal abuso en virtud de su tendencia anárquica, aquélla, además de este justo motivo, lo juzga absolutamente contrario al destino fundamental de tal enseñanza por reanimar ese mismo espíritu metafísico en el que la escuela positiva ve hoy el principal obstáculo para el advenimiento social de la nueva filosofía. En este aspecto, así como en cualquier otro, los filósofos positivos se sentirán siempre casi tan interesados como los poderes actuales por el doble mantenimiento permanente del orden interior y de la paz exterior, porque ven en él la condición más favorable a una verdadera renovación mental y moral; sólo que, desde el punto de vista que les es propio, deben percibir de más lejos lo que podría comprometer o consolidar ese gran resultado político del conjunto de nuestra situación transitoria.

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