Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComteSegunda parte - Capítulo IITercera parte - Capítulo IBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO III

Desarrollo del sentimiento social

54. Sin poder detenernos aquí en la apreciación moral de la filosofía positiva, debemos, empero, señalar la tendencia continua que resulta directamente de su constitución propia, sea científica, sea lógica, para estimular y consolidar el sentido del deber desarrollando siempre el espíritu de conjunto, que va naturalmente unido a aquél. Este nuevo régimen mental disipa espontáneamente la fatal oposición que, desde finales de la Edad Media, existe cada vez más entre las necesidades intelectuales y las necesidades morales. Pero en lo sucesivo, todas las especulaciones reales, convenientemente sistematizadas, concurrirán siempre a constituir, en todo lo posible, la universal preponderancia de la moral, puesto que el punto de vista social llegará necesariamente a ser en ellas el vínculo científico y el regulador lógico de todos los demás aspectos positivos. Es imposible que tal coordinación, al desarrollar familiarmente las ideas de orden y de armonía, siempre adscritas a la Humanidad, no tienda a moralizar profundamente, no sólo a los espíritus selectos, sino también a la masa de las inteligencias, todas las cuales deberán participar más o menos en esta gran iniciación con arreglo a un sistema conveniente de educación universal.


1° EL ANTIGUO REGIMEN MORAL ES INDIVIDUAL

55. Un examen más íntimo y más amplio, a la vez práctico y teórico, muestra al espíritu positivo como el único susceptible, por su naturaleza, de desarrollar directamente el sentido social, primera base necesaria de toda sana moral. El antiguo régimen mental sólo podía estimularlo con ayuda de penosos artificios indirectos, cuyo resultado real tenía que ser muy imperfecto, dada la tendencia esencialmente personal de tal filosofía, cuando la prudencia sacerdotal no contenía la influencia espontánea de esa tendencia. Esta necesidad es ahora reconocida, al menos empíricamente, en cuanto al espíritu metafísico propiamente dicho, que nunca pudo llegar, en moral, a ninguna otra teoría efectiva que el desastroso sistema del egoísmo, tan aplicado hoy pese a tantas declaraciones contrarias: hasta las sectas ontológicas que han protestado seriamente contra tal aberración no han hecho sino sustituirlo con vagas e incoherentes nociones, incapaces de eficacia práctica. Una tendencia tan deplorable, y sin embargo tan constante tiene que tener raíces más profundas de lo que se supone con frecuencia. Proviene, sobre todo, de la naturaleza necesariamente personal de semejante filosofía que, siempre limitada a la consideración del individuo no ha podido nunca abarcar realmente el estudio de la especie, por una consecuencia inevitable de su vano principio lógico, reducido en esencia a la intuición propiamente dicha, que no tiene evidentemente ninguna aplicación efectiva. Sus fórmulas ordinarias no hacen más que traducir de modo ingenuo su espíritu fundamental; para cada uno de sus adeptos, la idea dominante es siempre la del yo; todas las demás existencias, cualesquiera que sean, incluso humanas, van confusamente implícitas en un solo concepto negativo y su vago conjunto constituye el no yo; la noción del nosotros no podría encontrar en él ningún lugar directo y distinto. Pero examinada esta cuestión más a fondo aún, hay que reconocer que, en este aspecto, como en todos los demás, la metafísica se deriva, tanto dogmática como históricamente, de la teología misma, no pudiendo nunca ser otra cosa que una modificación disolvente de ésta. En efecto este carácter de personalidad constante corresponde sobre todo con una energía más directa, al pensamiento teológico, siempre preocupado, en cada creyente, en intereses esencialmente individuales, cuya inmensa preponderancia absorbe de manera necesaria toda otra consideración, sin que ia más sublime entrega pueda inspirar la abnegación verdadera, justamente considerada entonces como una peligrosa aberración. Sólo la oposición frecuente de estos intereses quiméricos con los intereses reales ha proporcionado a la sagacidad sacerdotal un poderoso medio de disciplina moral, que con frecuencia ha podido determinar, en provecho de la sociedad, admirables sacrificios, los cuales, sin embargo, lo eran sólo en apariencia y se reducían siempre a una prudente ponderación de intereses. Los sentimientos benévolos y desinteresados, propios de la naturaleza humana, debieron sin duda manifestarse a través de tal régimen y hasta en ciertos aspectos, bajo su estímulo directo; pero, aunque su impulso no haya podido ser contenido, su carácter ha debido sufrir una gran alteración que probablemente no nos permite todavía conocer bien su naturaleza y su intensidad, por falta de un ejercicio propio y directo. Hay grandes motivos para presumir, por otra parte, que este hábito continuo de cálculos personales, tratándose de los más caros intereses personales del creyente, ha desarrollado en el hombre, incluso en cualquier otro aspecto por vía de afinidad gradual, un exceso de circunspección, de previsión y finalmente de egoísmo que su organización fundamental no exigía y que podrá, por tanto, disminuir algún día bajo un mejor régimen moral. Cualquiera que sea el valor de esta conjetura, resulta indiscutible que el pensamiento teológico es, por su naturaleza, esencialmente individual y nunca directamente colectivo. Para la fe, sobre todo monoteísta, la vida social no existe, por falta de una meta propia; la sociedad humana no puede entonces representar inmediatamente más que una simple aglomeración de individuos, cuya reunión es casi tan fortuita como pasajera, y que, ocupados cada uno exclusivamente de su salvación, sólo conciben la participación en la del prójimo como un poderoso medio de merecer mejor la suya propia, obedeciendo a las prescripciones supremas que han impuesto la obligación de la misma. Sin duda alguna deberemos siempre nuestra respetuosa admiración a la sagacidad sacerdotal que merced al feliz impulso de un instinto público, ha sabido sacar durante mucho tiempo una gran utilidad práctica de tan imperfecta filosofía. Pero este justo reconocimiento no podría llegar hasta prolongar artificialmente este régimen inicial más allá de su provisional destino, cuando ha llegado por fin el tiempo de una economía más adecuada al conjunto de nuestra naturaleza, intelectual y afectiva.

2° EL ESPIRITU POSITIVO ES DIRECTAMENTE SOCIAL

56. El espíritu positivo, por el contrario es directamente social, en todo lo posible, y sin ningún esfuerzo, por razón misma de su realidad característica. Para el espíritu positivo el hombre propiamente dicho no existe, sólo puede existir la Humanidad, puesto que todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad en cualquier aspecto que lo consideremos. Si la idea de sociedad parece aún una abstracción de nuestra inteligencia, ello se debe sobre todo al antiguo régimen filosófico; pues, a decir verdad, semejante carácter corresponde a la idea del individuo; al menos en nuestra especie. El conjunto de la nueva filosofía tenderá siempre a poner de manifiesto, tanto en la vida activa como en la especulativa, la relación de cada uno con todos, en una serie de aspectos diversos, haciendo involuntariamente familiar el sentimiento íntimo de la solidaridad social, convenientemente extendido a todos los tiempos y a todos los lugares. No sólo la activa consecución del bien público será siempre considerada como el modo más propio de asegurar generalmente el bien privado, sino que, por una influencia a la vez más directa y más pura, y finalmente más eficaz, el más completo ejercicio posible de las inclinaciones generales llegará a ser la principal fuente de la felicidad personal, aun cuando, excepcionalmente, no procurara otra recompensa que una inevitable satisfacción interior. Pues si, como es indudable, la felicidad resulta sobre todo de una inteligente actividad, debe, pues, depender principalmente de los instintos afines, por más que nuestra organización no les conceda en general una fuerza preponderante; puesto que los sentimientos benévolos son los únicos que pueden desarrollarse libremente en el estado social, que los estimula de forma natural cada vez más abriéndoles un campo indefinido, mientras que exige, de toda necesidad, cierta comprensión permanente de los diversos impulsos personales, cuya manifestación espontánea suscitaría conflictos continuos. En esta vasta extensión social, cada cual encontrará la satisfacción normal de esa tendencia a eternizarse que antes sólo podía hallarla con ayuda de ilusiones ya incompatibles con nuestra evolución mental. El individuo, al no poder ya prolongarse más que en la especie, se verá obligado a incorporarse a la misma de la manera más completa posible, uniéndose profundamente a toda su existencia colectiva, no sólo actual, sino también pasada y, sobre todo, futura, para sacar toda la intensidad de vida que implica, en cada caso, el conjunto de las leyes reales. Esta gran identificación podrá llegar a ser tanto más íntima y mejor sentida cuanto que la nueva filosofía asigna necesariamente a las dos clases de vida un mismo destino fundamental y una misma ley de evolución, consistente siempre, lo mismo para el individuo que para la especie, en la progresión continua hacia el fin que más atrás hemos explicado, o sea la tendencia, por ambas partes, a hacer prevalecer, en todo lo posible, el atributo humano, o la combinación de la inteligencia con la sociabilidad, sobre la animalidad propiamente dicha. Como nuestros sentimientos, cualesquiera que sean, sólo se pueden desarrollar mediante un ejercicio directo y sostenido, tanto más indispensable cuanto menos enérgicos son en su origen, sería superfluo insistir aquí más para demostrar a cualquiera que posea, aunque sea empíricamente, un verdadero conocimiento del hombre, la necesaria superioridad del espíritu positivo sobre el antiguo espíritu teológicometafísico, en cuanto a la fuerza propia y activa del instinto social. Esta preeminencia es de una naturaleza tan evidente que no cabe duda de que la razón pública ha de reconocerla suficientemente, mucho antes de que las instituciones correspondientes hayan podido apreciar de modo conveniente sus satisfactorias propiedades.

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