Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComteSegunda parte - Capítulo ISegunda parte - Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO II

Sistematización de la moral humana

47. La expresada indicación de las altas propiedades sociales que caracterizan el espíritu positivo no bastaría si no añadiéramos una sumaria apreciación de su aptitud espontánea para sistematizar al fin la moral humana, lo que constituirá siempre la principal aplicación de toda verdadera teoría de la Humanidad.


I

Evolución de la moral positiva

48. En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a la política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad que convienen a su naturaleza. Su independencia fundamental y hasta su ascendiente normal resultaron al fin, hasta donde era posible entonces, del régimen monoteísta propio de la Edad Media. Este inmenso servicio social, debido sobre todo al catolicismo, será también su principal título para el eterno agradecimiento del género humano. Solamente a partir de esta indispensable separación, sancionada y completada por la división necesaria de los dos poderes, ha podido realmente la moral humana comenzar a tomar un carácter sistemático, estableciendo, a salvo de impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que presidía entonces esta gran operación, hubieron de alterar mucho su eficacia y hasta comprometer gravemente su estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el impulso intelectual y el desarrollo moral. Unida así a una doctrina que no podía ser progresiva durante mucho tiempo, a la moral tenía que alcanzarle luego, cada vez más, el descrédito creciente que por fuerza iba a sufrir una teología que, retrógrada en lo sucesivo, llegaría a ser radicalmente incompatible con la razón moderna. Expuesta desde entonces a la acción disolvente de la metafísica, la moral teológica ha recibido en efecto durante los cinco últimos siglos, en cada una de sus tres partes esenciales, golpes gradualmente peligrosos, que la rectitud y la moralidad naturales del hombre no siempre han podido reparar con la práctica, a pesar del afortunado desarrollo continuo que debía procurarles el curso espontáneo de nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del espíritu positivo no viniera por fin a poner término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían seguramente una mortal fluctuación a todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también doméstica y hasta personal, no dejando en todo subsistir más que las reglas relativas a los casos más groseros, que la apreciación vulgar podría directamente garantizar.

49. En tal situación debe de parecer extraño que la única filosofía que puede en efecto consolidar hoy la moral es, por el contrario, tachada, en este aspecto, de incompetencia radical por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos católicos hasta los simples de deistas, que, en medio de sus vanos debates, coinciden sobre todo en prohibirle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el único motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a temas más simples. El espíritu metafísico, que tan a menudo ha tendido a disolver activamente la moral, y el espíritu teológico que, desde hace mucho tiempo ha perdido la fuerza de salvaguardarla, persisten no obstante en hacer de ella una especie de propiedad suya eterna y exclusiva, sin que la razón pública haya juzgado todavía convenientemente estas empíricas pretensiones. Verdad es que se debe reconocer en general que la implantación de toda regla moral ha tenido que realizarse en todo, al principio, bajo las inspiraciones teológicas, entonces profundamente incorporadas a todo el sistema de nuestras ideas, y por tanto únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero el pasado, en su conjunto, demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido decreciendo siempre como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos morales, lo mismo que los otros, han ido derivando cada vez más hacia una consagración puramente racional, a medida que el hombre corriente ha ido siendo más capaz de apreciar la influencia real de cada conducta sobre la existencia humana, individual o social. El catolicismo, al dirigirse a pueblos más avanzados, ha entregado a la razón pública una serie de prescripciones especiales que los antiguos filósofos han creído que no podían nunca ser independientes de los mandatos religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India; por ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Por eso se pueden observar, hasta tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de varios filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmoralidad que iba a determinar necesariamente la próxima revolución teológica. Las declaraciones actuales de las diversas escuelas monoteístas no impedirán tampoco al espíritu positivo coronar hoy, en las condiciones convenientes, la conquista, práctica y teórica, del dominio moral, ya espontáneamente encomendado, cada vez más, a la razón humana, y sólo nos falta, sobre todo, sistematizar por último sus inspiraciones particulares. No es posible que la Humanidad permanezca indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta sino sobre motivos quiméricos, eternizando una desastrosa oposición, hasta ahora pasajera, entre las necesidades intelectuales y las necesidades morales.


II

Necesidad de hacer la moral independiente de la teología y de la metafísica

50. Muy lejos de que la asistencia teológica sea eternamente indispensable a los preceptos morales, la experiencia demuestra, por el contrario, que, en los tiempos modernos, les ha resultado cada vez más nociva, haciéndoles inevitablemente participar, por esa funesta adherencia, en la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante los tres últimos siglos. En primer lugar, esa fatal solidaridad tenía que debilitar indirectamente, a medida que se iba extinguiendo la fe, la única base en la que se apoyaban unas reglas que frecuentemente expuestas a graves conflictos con impulsos muy enérgicos, necesitan estar cuidadosamente preservadas de toda vacilación. La creciente repulsión que el espíritu teológico inspiraba justamente a la razón moderna ha afectado gravemente a muchas importantes nociones morales, no sólo relativas a las más grandes relaciones sociales, sino también a la simple vida doméstica e incluso a la existencia personal; por otra parte, un ciego afán de emancipación mental no ha hecho sino llevar a erigir a veces el desdén pasajero de estas saludables máximas en una especie de loca protesta contra la filosofía retrógrada de la que parecían exclusivamente emanar. Esta funesta influencia se hacía sentir indirectamente hasta en los que conservaban la fe dogmática, porque la autoridad sacerdotal, después de haber perdido su independencia política, veía también decrecer cada vez más el ascendiente social indispensable a su eficacia moral. Además de esta impotencia creciente para proteger las reglas morales, el espíritu teológico las ha perjudicado frecuentemente también de una manera activa, por las divagaciones que ha suscitado desde que no está ya suficientemente disciplinado, bajo el inevitable impulso del libre examen individual. Así ejercido, realmente ha inspirado o favorecido muchas aberraciones antisociales que el buen sentido, libre de toda injerencia, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías subversivas que hoy vemos agitarse, sea contra la propiedad o incluso en cuanto a la familia, etc., no son producidas ni acogidas por las inteligencias plenamente emancipadas, a pesar de sus lagunas fundamentales, sino más bien por las que persiguen activamente una especie de restauración teológica, fundada en un vago y estéril deísmo o en un protestantismo equivalente. En fin, esta antigua adherencia a la teología ha resultado también necesariamente funesta a la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse. a su firme reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no consistiera más que en las ciegas y excesivamente frecuentes declamaciones de las diversas escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el supuesto peligro de tal operación, los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas con el irrecusable ejemplo de su propia vida cotidiana, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es, desgraciadamente, mucho más radical, pues resulta de la necesaria incompatibilidad que existe evidentemente entre las dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una fuerza muy superior a la de todos los demás, cualesquiera que sean no podrían nunca llegar a ser simples auxiliares de los motivos puramente humanos: en cuanto dejan de dominar, ya no pueden conservar ninguna influencia real. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar al fin la moral sobre el conocimiento positivo de la Humanidad y dejar que siga apoyándose en el mandato sobrenatural: las convicciones racionales han podido secundar las creencias teológicas, o más bien sustituirlas gradualmente, a medida que se ha ido extinguiendo la fe; pero la combinación inversa no es ciertamente más que una utopía contradictoria, en la que lo principal estaría subordinado a lo accesorio.

51. Una razonable exploración del verdadero estado de la sociedad moderna descubre, pues, que el conjunto de los hechos cotidianos desmiente cada vez más la supuesta imposibilidad de prescindir de toda teología para consolidar la moral, puesto que esta peligrosa dependencia ha tenido que resultar, desde finales de la Edad Media, triplemente funesta a la moral, sea debilitando o desacreditando sus bases intelectuales, sea suscitando en ellas perturbaciones directas, sea impidiendo darles una mejor sistematización. Si la moral práctica ha mejorado realmente, a pesar de principios activos de desorden, este feliz resultado no podría ser atribuido al espíritu teológico, entonces degenerado, por el contrario, en un peligroso disolvente; se debe sobre todo a la acción creciente del espíritu positivo, ya eficaz bajo su forma espontánea, consistente en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones han secundado el impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente las diversas aberraciones, especialmente las que procedían de las divagaciones religiosas. Cuando, por ejemplo, la teología protestante tendía a alterar gravemente la institución del matrimonio con la consagración formal del divorcio, la razón pública neutralizaba mucho sus funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las costumbres anteriores, únicas conformes con el verdadero carácter de la sociabilidad moderna. Al mismo tiempo, experiencias irrecusables han demostrado, en una vasta escala, en el seno de las masas populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas, para determinar grandes sacrificios o activas devociones, podían igualmente tenerlo opiniones directamente opuestas, y lo tenía, en general, toda convicción profunda, cualquiera que fuese su naturaleza. Estos numerosos adversarios del régimen teológico que con tanto heroísmo garantizaron hace medio siglo nuestra independencia nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, menos plena y constante abnegación que las bandas supersticiosas que, en el seno de Francia, secundaron la agresión exterior.

52. Para acabar de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológicometafísica de conservar la sistematización exclusiva de la moral usual, basta examinar directamente la doctrina peligrosa y contradictoria que el inevitable progreso de la emancipación mental la obligó pronto a establecer a este respecto, consagrando en todo, bajo formas más o menos explícitas, una especie de hipocresía colectiva, análoga a la que, equivocadamente, se supone que fue habitual entre los antiguos, aunque no tuvo nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre avance de la razón moderna en los espíritus cultivados, se propusieron obtener de ellos, por razón del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener sobre el vulgo la autoridad que juzgaban indispensable. Esta transacción sistemática no es en modo alguno exclusiva de los jesuitas, aunque constituye el fondo esencial de su táctica; el espíritu protestante le ha impreso también, a su manera, una consagración todavía más íntima, más extensa y, sobre todo, más dogmática; los metafísicos propiamente dichos la adoptan igual que los teólogos mismos; el más grande de ellos (1), aunque su alta moralidad fuese verdaderamente digna de su eminente inteligencia, fue llevado a sancionarla esencialmente, estableciendo, de una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean no implican ninguna verdadera demostración y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener indefinidamente su imperio. Aunque tal doctrina pueda resultar respetable en aquellos que no ponen en ella ninguna ambición personal, no por eso tiende menos a viciar todas las fuentes de la moralidad humana, haciendo que ésta se base necesariamente en un estado continuo de falsedad, y hasta de desprecio, de los superiores hacia los inferiores. Mientras los que debían participar en este falseamiento sistemático fueron poco numerosos, la práctica del mismo fue posible, aunque muy precaria; pero llegó a ser aún más ridícula que odiosa cuando la emancipación se extendió lo suficiente para que esa especie de complot piadoso pudiera abarcar, como sería necesario hoy, a la mayor parte de los espíritus activos. En fin, aun suponiendo cumplida esta quimérica extensión, este supuesto sistema deja en pie toda la dificultad con respecto a las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se encuentra así abandonada a su pura espontaneidad, ya justamente reconocida como insuficiente en la clase sometida. Si hay que admitir también la necesidad de una verdadera sistematización moral en estos espíritus emancipados, ya no podrá apoyarse sino en bases positivas, que finalmente serán así consideradas indispensables. En cuanto a limitar su destino a la clase esclarecida, aparte de que tal restricción no podría cambiar la naturaleza de esa gran construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en un tiempo en que la cultura mental que supone esa fácil emancipación ha llegado ya a ser muy común o más bien casi universal, al menos en Francia. Así, el empírico expediente sugerido por el vano deseo de mantener a todo trance el antiguo régimen intelectual, sólo puede acabar en dejar indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de los espíritus activos, como se ve hoy con demasiada frecuencia.


III

Necesidad de un poder espiritual positivo

53. Así, pues, en nombre sobre todo de la moral debemos trabajar ardientemente por lograr al fin la preponderancia universal del espíritu positivo para reemplazar un sistema periclitado que, unas veces impotente y otras perturbador, exigiría cada vez más la opresión mental como condición permanente del orden moral. Solamente la nueva filosofía puede restaurar hoy, respecto de nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente, capaces de resistir con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de la Humanidad, demostraciones irrecusables, fundadas en la inmensa experiencia que actualmente posee nuestra especie, determinarán exactamente la influencia real, directa o indirecta, privada y pública, propia de cada acto, de cada hábito y de cada inclinación o sentimiento; dé donde resultarán naturalmente, como otros tantos inevitables corolarios, las reglas de conducta, ya generales, ya especiales, más conformes al orden universal, y que, por consiguiente, tendrán que resultar generalmente las más favorables a la felicidad individual. Pese a la suma dificultad de este gran tema, me atrevo a asegurar que convenientemente tratado tiene soluciones tan ciertas como las de la geometría. No se puede, ciertamente, esperar hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias esas pruebas positivas de varias reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común; pero lo mismo ocurre ya con diversas prescripciones matemáticas, que, no obstante, son aplicadas sin vacilación en las más graves ocasiones, cuando, por ejemplo, nuestros marinos arriesgan diariamente su existencia confiados en teorías astronómicas que ellos no entienden en absoluto. ¿Por qué no se había de otorgar la misma confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de semejante régimen exige, en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios públicos, la intervención sistemática, pasiva o activa, de una autoridad espiritual destinada a recordar con energía las máximas fundamentales y a dirigir prudentemente la aplicación de las mismas, como lo he explicado especialmente en la obra antes indicada. Cumpliendo así la gran misión social que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo poder moral utilizará cuidadosamente la feliz aptitud de la filosofía correspondiente para abrogarse por sí misma la sabiduría de todos los diversos regímenes anteriores, siguiendo la tendencia ordinaria del espíritu positivo con respecto a todas las cuestiones. Cuando la astronomía moderna ha rechazado irrevocablemente los principios astrológicos, no por eso ha dejado de conservar preciosamente todas las nociones verdaderas obtenidas bajo el dominio de esos principios; lo mismo ha ocurrido con la química respecto de la alquimia.




Notas

(1) Kant (Nota de la Sociedad Positivista Internacional).

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