Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComtePrimera parte - Capítulo IIISegunda parte - Capítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE

SUPERIORIDAD SOCIAL DEL ESPÍRITU POSITIVO

CAPÍTULO I

Organización de la revolución

38. Para que esta sistematización final de las concepciones humanas quede hoy bastante caracterizada, no basta definir, como acabamos de hacerlo, su destino teórico; hay que considerar también aquí, de una manera distinta aunque sumaria, su necesaria aptitud para constituir la única solución intelectual que pueda realmente tener la inmensa crisis social que se ha operado desde hace medio siglo en el occidente europeo, y principalmente en Francia.


I

Impotencia de las Escuelas actuales

39. Mientras tenía lugar gradualmente, durante los cinco últimos siglos, la irrevocable disolución de la fIlosofía teológica, el sistema políticó que tenía como base mental esa filosofía iba sufriendo una progresiva descomposición no menos radical paralelamente presidida por el espíritu metafísico. Este doble movimiento negativo tenía por órganos esenciales y solidarios, por una parte las universidades, emanadas primero pero rivales luego del poder sacerdotal; por otra parte, las diversas corporaciones de legisladores gradualmente hostiles a los poderes feudales; sólo a medida que se diseminaba la acción crítica, sus agentes, sin cambiar de naturaleza, iban siendo más numerosos y más subalternos; de suerte que, en el siglo XVIII, la principal actividad revolucionaria hubo de pasar, en el orden filosófico, de los doctores propiamente dichos a los simples literatos, y luego en el orden político, de los jueces a los abogados. La Gran Crisis final (1) comenzó necesariamente cuando esta común decadencia, primero espontánea, sistemática luego, a la que, por lo demás, habían concurrido de diversa manera todas las clases de la sociedad moderna, llegó al fin al punto de hacer universalmente irrecusable la imposibilidad de conservar el régimen antiguo y la creciente necesidad de un orden nuevo. Esta crisis tendió siempre, desde su origen, a transformar en un vasto movimiento orgánico el movimiento crítico de los cinco siglos anteriores, presentándose como destinada sobre todo a realizar directamente la regeneración social, cuyos preámbulos negativos habían sido ya todos suficientemente cumplidos. Pero esta transformación decisiva, aunque cada vez más urgente, ha tenido que ser hasta ahora esencialmente imposible, por falta de una filosofía verdaderamente propia para darle una base intelectual indispensable. En el tiempo mismo en que el suficiente cumplimiento de la descomposición previa exigía el abandono de las doctrinas puramente negativas que la habían dirigido, una fatal ilusión, inevitable entonces, llevó, al contrario, a conceder espontáneamente al espíritu metafísico, único activo durante este largo preámbulo, la presidencia general del movimiento de reorganización. Cuando una experiencia plenamente decisiva hubo comprobado, a los ojos de todos, la absoluta impotencia orgánica de tal filosofía, la falta de toda otra teoría no permitió dar satisfacción inmediata. a las necesidades de orden, que ya prevalecían, de otro modo que con una especie de restauración pasajera de aquel mismo sistema, mental y social, cuya irreparable decadencia había originado la crisis. Finalmente, el desarrollo de esta reacción retrógrada hubo luego de determinar una memorable manifestación (2), que nuestras lagunas filosóficas hacían tan indispensable como inevitable, a fin de demostrar irrevocablemente que el progreso constituye, tanto como el orden, una de las dos condiciones fundamentales de la civilización moderna.

40. El concurso natural de estas dos pruebas irrecusables, cuya repetición ha llegado a ser tan imposible como inútil, nos ha llevado hoy a esta extraña situación en la que ni el orden ni el progreso pueden emprender nada verdaderamente grande, por falta de una filosofía realmente adaptada al conjunto de nuestras necesidades. Todo esfuerzo serio de reorganización tropieza con los temores de retrogradación que debe naturalmente inspirar en un tiempo en que las ideas de orden emanan todavía esencialmente del tipo antiguo, que ha llegado a ser justamente antipático a los pueblos actuales; de la misma manera, las tentativas de aceleración directa del progreso político no tardan en ser seriamente entorpecidas por las muy legítimas inquietudes que deben suscitar por la inminencia de la anarquía, en tanto que las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas. Como antés de la crisis, la lucha aparente sigue, pues, entablada entre el espíritu téológico, declarado incompatible con el progreso, que aquél ha ténido que negar dogmáticamenté, y el espíritu metafísico, que, después de haber ido a parar, en filosofía, a la duda universal, no pudo tender, en política, más que a implantar el desorden, o un estado equivalenté de desgobierno. Pero por el sentimiento unánime de su común insuficiencia, ni uno ni otro pueden inspirar ya, en los gobernantes, o en los gobernados, profundas convicciones activas. Su antagonismo continúa, sin embargo, alimentándolas mutuamenté, sin que ninguno de los dos pueda tener un triunfo decisivo ni caer en un verdadero abandono; porque nuestra situación intélectual los hace todavía indispensables para representar como quiera que sea las condiciones simultáneas, del orden por una parte, del progreso por otra, hasta que una misma filosofía pueda satisfacer a ambos igualmente, haciendo al fin parejamente inútiles la escuela retrógrada y la escuela negativa, cada una de las cuales está sobre todo destinada hoy a impedir la entera preponderancia de la otra. No obstante, las inquietudes opuestas, relativas a estos dos dominios contrarios, deberán naturalmente persistir a la vez, mientras dure este interregno mental, por una consecuencia inevitable de esa irracional escisión entre las dos fases inseparables del gran problema social. En efecto, cada una de estas dos escuelas, en virtud de su exclusiva preocupación, no es ya capaz siquiera de contener suficientemente las aberraciones inversas de su antagonista. La escuela teológica, a pesar de su tendencia antianárquica, se ha mostrado en nuestros días radicalmente impotente para impedir el empuje de las opiniones subversivas, que, después de haberse desarrollado especialmente durante la principal restauración de dicha escuela, ella misma las ha propagado con frecuencia, por frívolos cálculos dinásticos. Análogamente, cualquiera que sea el instinto antirretrógrado de la escuela metafísica, ya no tiene hoy toda la fuerza lógica que exigiría su simple cometido revolucionario, porque su inconsecuencia característica la obliga a admitir los principios esenciales de ese mismo sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca ella continuamente.

41. Esta deplorable oscilación entre dos filosofías opuestas, ambas ya igualmente vanas, y que tienen que extinguirse al mismo tiempo, debía suscitar el desarrollo de una especie de escuela intermedia, esencialmente estacionaria, destinada sobre todo a plantear directamente la cuestión social en su conjunto, proclamado al fin como parejamente necesarias las dos condiciones fundamentales que aislaban las dos opiniones activas. Pero, a falta de una filosofía propia para realizar esa gran combinación del espíritu de orden con el espíritu de progreso, esta tercera fuerza es aún, lógicamente, más impotente que las otras dos, porque sistematiza la inconsecuencia, consagrando simultáneamente los principios retrógrados y las máximas negativas, a fin de poder neutralizarlas mutuamente. Tal disposición, lejos de tender a solventar la crisis, no puede llevar sino a eternizarla oponiéndose directamente a toda verdadera preponderancia de un sistema cualquiera, si no estuviera limitada a un simple destino pasajero, el de dar satisfacción empírica a las más graves exigencias de nuestra situación revolucionaria, hasta el advenimiento decisivo de las únicas doctrinas que puedan en lo sucesivo convenir a todas nuestras necesidades. Pero este expediente provisional, concebido así, ha llegado hoy a ser tan indispensable como inevitable. Su rápido ascendiente práctico. implícitamente reconocido por los dos partidos activos, comprueba cada vez más, en los pueblos actuales, la declinación simultánea de las convicciones y de las pasiones anteriores, sean retrógradas, sean críticas, gradualmente reemplazadas por un sentimiento universal, real aunque confuso, de la necesidad y hasta de la posibilidad de una conciliación permanente entre el espíritu de conservación y el espíritu de progreso, igualmente propios del estado normal de la Humanidad. La tendencia correspondiente de los hombres de Estado a impedir hoy, en lo posible, todo gran movimiento político, resulta por otra parte espontáneamente conforme con las exigencias fundamentales de una situación que no tendrá realmente sino instituciones provisionales mientras una verdadera filosofía general no haya unificado suficientemente las inteligencias. A despecho de los poderes actuales, esta resistencia instintiva contribuye a facilitar la verdadera solución, impulsando a transformar una estéril agitación política en una activa progresión filosófica, para seguir al fin la marcha prescrita por la naturaleza propia de la reorganización final, que debe comenzar por realizarse en las ideas, para pasar luego a las costumbres, y en último término, a las instituciones. Esta transformación, que tiende ya a prevalecer en Francia, deberá naturalmente desarrollarse cada vez más en todas partes, vista la necesidad creciente en que se encuentran hoy nuestros gobernantes occidentales de sostener con grandes gastos el orden material en medio del desorden intelectual y moral, necesidad que, poco a poco, tiene que ir absorbiendo esencialmente sus cotidianos esfuerzos, llevándolos a renunciar implícitamente a toda seria presidencia de la reorganización espiritual, que queda así entregada a la libre actividad de los filósofos que se muestren dignos de dirigirla. Esta disposición natural de los poderes actuales está en armonía con la tendencia espontánea de los pueblos a una aparente indiferencia política, motivada en la radical impotencia de las diversas doctrinas en circulación y que debe persistir siempre mientras los debates políticos, por falta de un impulso conveniente, continúen degenerando en vanas luchas personales, más mezquinas cada vez. Tal es la venturosa eficacia práctica que el conjunto de nuestra situación revolucionaria procura momentáneamente a una escuela esencialmente empírica, que, en el aspecto teórico, no puede nunca producir más que un sistema radicalmente contradictorio, no menos absurdo y no menos peligroso en política que lo es en filosofía, el eclecticismo correspondiente, inspirado también por una vana intención de conciliar, sin principios propios, opiniones incompatibles.


II

Conciliación positiva del orden y del progreso

42. Por este sentimiento cada vez más desarrollado, de la pareja insuficiencia social que ofrecen en lo sucesivo el espíritu teológico y el espíritu metafísico, únicos que hasta ahora se han disputado el dominio, la razón pública debe encontrarse implícitamente dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la única base posible de una verdadera resolución de la profunda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre todo la gran crisis moderna. La escuela positiva, que permanece todavía al margen de tales cuestiones, se ha ido preparando para ellas gradualmente, constituyendo en lo posible, durante la lucha revolucionaria de los tres últimos siglos, el verdadero estado normal de todas las clases más simples de nuestras especulaciones reales. Afianzada en tales antecedentes científicos y lógicos, libre por otra parte de las diversas aberraciones contemporáneas, se presenta hoy como la doctrina que acaba de adquirir la completa generalidad filosófica que hasta ahora le faltaba; desde este momento se atreve a intentar a su vez la solución, todavía intacta, del gran problema, llevando convenientemente a los estudios finales la misma regeneración que ha operado ya sucesivamente en los diversos estudios preliminares.

43. En primer lugar, no se puede desconocer la aptitud espontánea de tal filosofía para realizar directamente la conciliación fundamental, todavía tan vanamente buscada, entre las simultáneas exigencias del orden y del progreso; puesto que, a este fin, le basta extender a los fenómenos sociales una tendencia plenamente conforme a su naturaleza y que ha hecho ya muy familiar en todos los demás casos esenciales. En un tema cualquiera, el espíritu positivo conduce siempre a establecer una exacta armonía elemental entre las ideas de existencia y las ideas de movimiento, de donde resulta más especialmente, con respecto a los cuerpos vivos, la correlación permanente de las ideas de organización con las ideas de vida, y luego, por una última especialización propia del organismo social, la solidaridad continua de las ideas de orden con las ideas de progreso; y, recíprocamente, el progreso deviene la finalidad necesaria del orden: como en la mecánica animal, el equilibrio y el progreso son mutuamente indispensables, a título de fundamento o de destino.

44. Especialmente considerado luego en cuanto al Orden, el espíritu positivo le ofrece hoy, en su extensión social, poderosas garantías directas, no sólo científicas sino también lógicas, que pronto podrán ser juzgadas muy superiores a las vanas pretensiones de una teología retrógrada, cada vez más degenerada, desde hace varios siglos, en elemento activo de discordias individuales o nacionales, y, en lo sucesivo, incapaz de contener las divagaciones subversivas de sus propios adeptos. Atacando el desorden actual en su verdadera fuente, necesariamente mental, el espíritu positivo constituye, tan profundamente como es posible, la armonía lógica, empezando por regenerar los métodos antes que las doctrinas, mediante una triple conversión simultánea de la naturaleza de las cuestiones dominantes, de la manera de tratarlas y de las condiciones previas de su elaboración. En efecto, por una parte demuestra que las principales dificultades sociales no son hoy esencialmente políticas, sino sobre todo morales, de suerte que su posible solución depende realmente de las opiniones y de las costumbres mucho más que de las instituciones, lo que tiende a extinguir una actividad perturbadora, transformando la agitación política en movimiento filosófico. En el segundo aspecto, considera siempre el estado presente como un resultado necesario de la evolución anterior en su conjunto, haciendo siempre prevalecer la apreciación racional del pasado para el examen actual de los asuntos humanos, lo cual excluye en seguida las tendencias puramente críticas, incompatibles con toda sana concepción histórica. Finalmente, en lugar de dejar la ciencia social en el vago y estéril aislamiento en que la sitúan aún la teología y la metafísica, la coordina irrevocablemente con todas las demás ciencias fundamentales, que, con respecto a este estudio final, constituyen gradualmente otros tantos preámbulos indispensables en los que nuestra inteligencia adquiere a la vez los hábitos y las nociones sin los cuales no se pueden abordar útilmente las más eminentes especulaciones positivas; lo cual crea ya una verdadera disciplina mental, propia para perfeccionar radicalmente tales discusiones, que quedan así racionalmente vedadas a una multitud de entendimientos mal organizados o mal preparados. Estas grandes garantías lógicas son luego plenamente confirmadas y desarrolladas por la apreciación científica propiamente dicha, que, con respecto a los fenómenos sociales y a todos los demás, presenta siempre nuestro orden artificial como un orden que debe siempre consistir en una simple prolongación razonable, espontánea primero, sistemática luego, del orden natural que resulta en cada caso del conjunto de las leyes reales, cuya acción efectiva es generalmente modificable por nuestra prudente intervención, dentro de límites determinados, tanto más lejanos cuanto más elevados son los fenómenos. En una palabra, el sentido elemental del orden es naturalmente inseparable de todas las especulaciones positivas, constantemente encaminadas al descubrimientó de los medios de coordinación entre observaciones cuyo principal valor resulta de su sistematización.

45. Lo mismo ocurre, y con mayor evidencia aún, en cuanto al Progreso que, pese a las vanas pretensiones ontológicas, tiene hoy su más indiscutible manifestación en el conjunto de los estudios científicos. Por su naturaleza absoluta, y por consiguiente esencialmente inmóvil, la metafísica y la teología no podrían significar, ni la una ni la otra, un verdadero progreso, o sea un avance continuo hacia una meta determinada. Por el contrario sus transformaciones históricas consisten sobre todo en una declinación creciente, sea mental o social, sin que las cuestiones debatidas hayan podido nunca avanzar realmente un paso por la razón misma de su insolubilidad radical. Es fácil ver que las discusiones ontológicas de las escuelas griegas las han reproducido esencialmente, bajo otras formas, los escolásticos de la Edad Media, y hoy encontramos su equivalente en nuestros psicólogos e ideólogos, sin que ninguna de las doctrinas controvertidas hayan podido en veinte siglos de estériles debates, llegar a demostraciones decisivas, no solamente en lo que concierne a la existencia de los cuerpos exteriores, todavía tan problemática para los argumentadores modernos como para sus más antiguos predecesores. Es evidentemente el avance continuo de los conocimientos positivos lo que ha inspirado, hace dos siglos, en la célebre fórmula filosófica de Pascal, la primera noción racional del progreso humano, necesariamente ajena a toda la antigua filosofía. Extendida luego a la evolución industrial y hasta estética, pero siempre demasiado confusa con respecto al movimiento social, tiende hoy vagamente a una sistematización decisiva, que sólo puede emanar del espíritu positivo, al fin convenientemente generalizado. En sus especulaciones cotidianas, reproduce espontáneamente el activo sentido elemental, representando siempre la ampliación y el perfeccionamiento de nuestros conocimientos reales como el fin esencial de nuestros diversos esfuerzos históricos. En el aspecto más sistemático, la nueva filosofía asigna directamente como destino necesario a toda nuestra existencia, a la vez personal y social, el mejoramiento continuo, no sólo de nuestra condición sino también y sobre todo de nuestra naturaleza, hasta donde lo permite, en todos los aspectos, el conjunto de las leyes reales, exteriores o interiores. Erigiendo así la razón del progreso en dogma verdaderamente fundamental de la razón humana, sea práctica o teórica, le imprime el carácter más noble y al mismo tiempo el más completo, presentando siempre el segundo género de perfeccionamiento como superior al primero. En efecto, por una parte, como la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende principalmente de las disposiciones del agente, nuestro principal recurso debe ser su mejoramIento; por otra parte, comO los fenómenos humanos, individuales o colectivos, son los más modificables de todos, es sobre ellos sobre los que tiene naturalmente mayor eficacia nuestra intervención racional. El dogma del progreso no puede, pues, llegar a ser suficientemente filosófico sino después de una exacta apreciación general de lo que constituye especialmente ese perfeccionamiento continuo de nuestra propia naturaleza, objeto principal del progreso humano. Ahora bien: a este respecto el conjunto de la filosofía positiva demuestra plenamente, como puede verse en la obra aludida al comienzo de este Discurso, que ese perfeccionamiento consiste esencialmente, lo mismo para el individuo que para la especie, en hacer prevalecer cada vez más los eminentes atributos que mejor distinguen nuestra humanidad de la simple animalidad, o sea, de una parte la inteligencia, de otra parte la sociabilidad, facultades naturalmente solidarias, que se sirven mutuamente de medio y de fin. Aunque el curso espontáneo de la evolución humana, personal o social, desarrolla siempre su común influencia, su ascendiente combinado no podría, sin embargo, llegar hasta el punto de impedir que nuestra principal actividad emane habitualmente de las inclinaciones inferiores, que nuestra constitución real hace necesariamente mucho más enérgicas. Así, esta ideal preponderancia de nuestra humanidad sobre nuestra animalidad cumple naturalmente las condiciones esenciales de un verdadero tipo filosófico, caracterizando un límite determinado al que todos los esfuerzos deben acercarnos constantemente sin poder, empero, llegar jamás a él.

46. Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para sistematizar espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y del progreso, basta aquí para señalar sumariamente la gran eficacia social propia de la nueva filosofía general. En este aspecto su valor depende sobre todo de su plena realidad científica, o sea de la exacta armonía que establece siempre, hasta donde es posible, entre los principios y los hechos, lo mismo en cuanto a los fenómenos sociales que en cuanto a los demás. La reorganización total, única que puede terminar la gran crisis moderna, consiste efectivamente, en el aspecto mental, que es el que debe prevalecer primero, en constituir una teoría sociológica capaz de explicar convenientemente el pasado humano en su conjunto: tal es el modo más racional de plantear la cuestión esencial, a fin de evitar mejor toda pasión perturbadora. Ahora bien: así es como puede apreciarse más claramente la necesaria superioridad de la escuela positiva sobre las diversas escuelas actuales, pues el espíritu teológico y el espíritu metafísico, por su naturaleza absoluta, van ambos encaminados a no considerar más que la parte del pasado en que ha dominado especialmente cada uno de ellos: lo que precede y lo que sigue no les parece más que una tenebrosa confusión y un desorden inexplicable cuya relación con esta reducida parte sólo puede, a sus ojos, resultar de una milagrosa intervención. Por ejemplo, el catolicismo ha mostrado siempre con respecto al politeísmo antiguo una tendencia tan ciegamente crítica como la que tan justamente reprocha él hoy con respecto a sí mismo, al espíritu revolucionario propiamente dicho. Una verdadera explicación del pasado en su conjunto, conforme a las leyes constantes de su naturaleza, individual o colectiva, es, pues, necesariamente imposible a las diversas escuelas absolutas que dominan aún: ninguna de ellas, en efecto, ha intentado suficientemente establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su naturaleza eminentemente relativa, es el único que puede considerar convenientemente todas las grandes épocas históricas como fases determinadas de una misma evolución fundamental, en la que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente según leyes invariables que fijan su participación especial en el común progreso, de tal manera que sea posible siempre, sin inconsecuencia ni parcialidad, hacer una exacta justicia filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Pues hoy se puede asegurar que la doctrina que haya explicado suficientemente el pasado en su conjunto obtendrá, inevitablemente, mediante esta sola prueba, la presidencia mental del futuro.




Notas

(1) La revolución de 1789 (Nota de la Sociedad Positivista Internacional).

(2) La revolución de 1830 (Nota de la Sociedad Positivista Internacional).

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