Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComtePrimera parte - Capítulo IISegunda parte - Capítulo IBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO III

Atributos correlativos del espíritu positivo y del buen sentido

I

De la palabra positivo: sus diversas acepciones resumen los atributos del verdadero espíritu filosófico

30. El concurso espontáneo de las diversas consideraciones generales indicadas en este Discurso basta ahora para caracterizar aquí, en todos los aspectos principales, el verdadero espíritu filosófico que, después de una lenta evolución preliminar, llega hoy a su estado sistemático. Vista la evidente necesidad en que nos encontramos ya de calificarlo habitualmente con una breve denominación especial, he tenido que preferir aquella a la que esta universal preparación ha dado cada día más, durante los tres últimos siglos, la preciosa propiedad de resumir lo mejor posible el conjunto de sus atributos fundamentales. Como todos los términos vulgares así elevados gradualmente a la dignidad filosófica, la palabra positivo tiene, en nuestras lenguas occidentales, varias acepciones distintas, aun excluyendo el sentido grosero que le dan las mentes mal cultivadas. Pero interesa aclarar aquí que todos esos diversos significados convienen igualmente a la nueva filosofía general, indicando alternativamente diferentes propiedades características de la misma; así, pues, esta aparente ambigüedad no ofrecerá en lo sucesivo ningún inconveniente real. Por el contrario habrá que ver en ella uno de los principales ejemplos de esa admirable condensación de fórmulas que, en los pueblos adelantados, reúne bajo una sola expresión usual varios atributos distintos, cuando la razón pública ha llegado a conocer su relación permanente.

31. Considerada en primer término en su acepción más antigua y más corriente, la palabra positivo designa lo real, en oposición a lo quimérico. En este sentido conviene plenamente al nuevo espíritu filosófico, así caracterizado por su constante consagración a las investigaciones verdaderamente accesibles a nuestra inteligencia, con exclusión permanente de los impenetrables misterios de que se ocupaba, sobre todo en su infancia. En otro sentido, muy aproximado al anterior, pero distinto, sin embargo, este término fundamental indica el contraste de lo útil con lo ocioso; en este caso, recuerda, en filosofía, el destino necesario de todas nuestras sanas especulaciones, encaminadas al mejoramiento continuo de nuestra verdadera condición individual y colectiva, en lugar de la vana satisfacción de una estéril curiosidad. Según un tercer significado usual, esta afortunada expresión se emplea con frecuencia para designar la oposición entre la certidumbre y la indecisión; indica así la aptitud característica de tal filosofía para constituir espontáneamente la armonía lógica en el individuo y la comunión espiritual en la especie entera, en lugar de esas dudas indefinidas y de esos debates interminables que debía suscitar el antiguo régimen mental. Una cuarta acepción corriente, que se confunde demasiado a menudo con la primera, consiste en oponer lo preciso a lo vago; este sentido recuerda la constante tendencia del verdadero espíritu filosófico a llegar en todo al grado de precisión compatible con la naturaleza de los fenómenos y conforme a la exigencia de nuestras verdaderas necesidades; mientras que la antigua manera de filosofar conducía necesariamente a opiniones vagas, que no implicaban una indispensable disciplina sino en el sentido de una opresión permanente, apoyada en una autoridad sobrenatural.

32. Debemos señalar especialmente una quinta aplicación menos usada que las otras, aunque análogamente universal, que es el empleo de la palabra positivo como contraria a negativo. En este aspecto, indica una de las eminentes propiedades de la verdadera filosofía moderna, mostrándola especialmente destinada, por su naturaleza, no a destruir, sino a organizar. Los cuatro caracteres generales que acabamos de recordar la distinguen a la vez de todos los modos posibles, ya teológicos, ya metafísicos, propios de la filosofía inicial. Este último significado, que indica por lo demás una tendencia continua del nuevo espíritu filosófico, ofrece hoy una importancia especial para caracterizar directamente una de sus principales diferencias, ya no con el espíritu teológico, que fue orgánico durante mucho tiempo, sino con el espíritu metafísico propiamente dicho, que nunca pudo ser más que crítico. Cualquiera que haya sido en efecto la acción disolvente de la ciencia real, esta influencia fue siempre en ella puramente indirecta y secundaria: su misma falta de sistematización impedía hasta ahora que pudiera ser de otro modo, y la gran misión orgánica que le ha correspondido ahora se opondría en lo sucesivo a ese significado accesorio, que ella tiende, por lo demás, a hacer superfluo. Es verdad que la sana filosofía excluye de raíz todas las cuestiones necesariamente insolubles; pero fundamentando esta exclusión, evita negar nada con respecto a esas cuestiones, lo que sería contradictorio con esa declinación sistemática que es lo único que debe hacer que se extingan todas las opiniones verdaderamente indiscutibles. Más imparcial y más tolerante con cada una de ellas, vista su común indiferencia, que sus partidarios opuestos, esta sana filosofía se aplica a apreciar históricamente su influencia respectiva, las condiciones de su duración y los motivos de su decadencia, sin pronunciar jamás ninguna negación absoluta, ni siquiera cuando se trata de las doctrinas más incompatibles con el estado presente de la razón humana en los pueblos más adelantados. Así rinde escrupulosamente justicia, no sólo a los diversos sistemas del monoteísmo distintos del que está expirando hoy entre nosotros, sino también a las creencias politeístas, e incluso fetichistas, relacionándolas siempre con las fases correspondientes de la evolución fundamental. En este aspecto dogmático declara además que las concepciones de nuestra imaginación, cualesquiera que sean, cuando la Naturaleza las hace necesariamente inaccesibles a toda observación no son por ello susceptibles ni de negación ni de afirmación verdaderamente decisivas. Claro es que nadie demostró jamás lógicamente la no eXistencia de Apolo, de Minerva, ete., ni la de las hadas orientales o de las diversas creaciones poéticas; lo cual no ha impedido en modo alguno a la inteligencia humana abandonar irrevocablemente los dogmas antiguos cuando dejaron de convenir al conjunto de su situación.

33. El único carácter esencial del nuevo espíritu filosófico que no está todavía indicado directamente por la palabra positivo, consiste en su tendencia necesaria a sustituir en todo lo absoluto por lo relativo. Pero este gran atributo, a la vez científico y lógico, es tan inherente a la naturaleza fundamental de los conocimientos reales, que su consideración general no tardará en ir íntimamente unida a los diferentes aspectos que esta fórmula combina ya, cuando el moderno régimen intelectual, hasta ahora parcial y empírico, pase generalmente al estado sistemático. La quinta acepción que acabamos de exponer es especialmente propia para determinar esta última condensación del nuevo lenguaje filosófico, ya plenamente constituido, por la evidente afinidad de las dos propiedades. Se concibe, en efecto, que la naturaleza absoluta de las nuevas doctrinas, tanto teológicas como metafísicas, daba por resultado inevitable que cada una de ellas fuera negativa con relación a todas las demás, so pena de degenerar en un absurdo eclecticismo. Por el contrario, la nueva filosofía, en virtud de su genio relativo, puede siempre apreciar el valor propio de las teorías más opuestas a ella, sin por eso negar nunca a ninguna vana concesión susceptible de alterar la claridad de sus puntos de vista y la firmeza de sus decisiones. Hay, pues, motivo para suponer, según el conjunto de tal apreciación especial, que la fórmula empleada aquí para calificar habitualmente esta filosofía definitiva recordará en lo sucesivo a todas las buenas inteligencias la completa combinación efectiva de sus diversas propiedades características.


II

Correlación, espontánea y luego sistemática, entre el espíritu positivo y el buen sentido universal

34. Cuando se busca el origen fundamental de tal manera de filosofar, no se tarda en descubrir que su espontaneidad elemental coincide realmente con los primeros ejercicios prácticos de la razón humana, pues el conjunto de las explicaciones indicadas en este Discurso demuestra claramente que todos sus atributos principales son en el fondo los mismos que los del buen sentido universal. Pese al ascendiente mental de la más grosera teología, la manifestación diaria de la vida activa ha debido suscitar siempre, con respecto a cada orden de fenómenos, un cierto bosquejo de las leyes naturales y de las previsiones correspondientes, en algún caso particular, que sólo parecían entonces secundarias o excepcionales; ahora bien, tales son, en efecto, los gérmenes necesarios del positivismo que, por mucho tiempo, tenía que ser empírico antes de poder llegar a ser racional. Importa mucho observar que, en todos los aspectos esenciales, el verdadero espíritu filosófico consiste sobre todo en la aplicación sistemática del simple buen sentido común a todas las especulaciones. verdaderamente accesibles. Su dominio es radicalmente idéntico, puesto que las más grandes cuestiones de la sana filosofía se refieren en todo a los fenómenos más vulgares, y en relación a éstos los casos artificiales no son otra cosa que una preparación más o menos indispensable. Es, en uno y otro caso, el mismo punto de partida experimental, la misma finalidad de relacionar y de prever, la misma preocupación continua por la realidad, la misma intención final de utilidad. La única diferencia esencial consiste en la generalidad sistemática del uno, propia de su necesaria abstracción, opuesta a la incoherente especialidad del otro, siempre ocupado de lo concreto.

35. Considerada en el aspecto dogmático esta conexión fundamental representa la ciencia propiamente dicha como una simple prolongación metódica de la razón universal. Por eso, muy lejos de volver a discutir lo que ésta ha decidido verdaderamente, las sanas especulaciones filosóficas deben siempre tomar de la razón común sus nociones iniciales, para darles, mediante una elaboración sistemática, un grado de generalidad y de consistencia que no podía adquirir espontáneamente. Durante todo el curso de esta elaboración, la vigilancia permanente de esta vulgar sabiduría conserva por otra parte una gran importancia, a fin de prevenir en lo posible las diversas aberraciones que, por negligencia o por ilusión, suele provocar el estado continuo de abstracción indispensable en la actividad filosófica. Pese a su necesaria afinidad, el buen sentido propiamente dicho debe preocuparse sobre todo y siempre de realidad y de utilidad, mientras que el espíritu especialmente filosófico tiende a apreciar más la generalidad y la correlación, de suerte que su doble reacción cotidiana deviene igualmente favorable a cada uno de ellos, consolidando en él las cualidades fundamentales que se alterarían naturalmente. Relación tal indica sobre todo lo necesariamente vanas y estériles que son las investigaciones especulativas dirigidas, en un tema cualquiera, hacia los primeros principios, que, debiendo emanar siempre de la sabiduría vulgar, no pertenecen nunca al verdadero dominio de la ciencia, sino que son, por el contrario, sus fundamentos espontáneos y, como tales, indiscutibles; lo cual corta radicalmente una serie de controversias, ociosas o peligrosas, que nos ha dejado el antiguo régimen mental. Así, se puede también apreciar la profunda inanidad final de todos los estudios previos relativos a la lógica abstracta, en la que se trata de definir el verdadero método filosófico, independientemente de ninguna aplicación a un orden cualquiera de fenómenos. En efecto, los únicos principios verdaderamente generales que se puedan establecer a este respecto se reducen necesariamente, como es fácil comprobar en los más célebres de estos aforismos, a unas cuantas máximas irrebatibles pero evidentes, tomadas de la razón vulgar, y que no añaden verdaderamente nada esencial a las indicaciones que resultan en todas las buenas inteligencias, de un simple ejercicio espontáneo. En cuanto a la manera de adaptar estas reglas universales a los diversos órdenes de nuestras especulaciones positivas, lo que constituiría la verdadera dificultad y utilidad real de tales preceptos lógicos, no podría implicar una verdadera apreciación sino después de un análisis especial de los estudios correspondientes, conforme a la naturaleza propia de los fenómenos considerados. La sana filosofía no separa, pues, nunca, la lógica de la ciencia, pues el método y la doctrina no pueden en cada caso ser bien juzgados sino por sus verdaderas relaciones mutuas: en el fondo, tan imposible es dar a la lógica como a la ciencia un carácter universal mediante conceptos puramente abstractos, independiente de todo fenómeno determinado: las tentativas de este género indican también la secreta influencia del espíritu absoluto inherente al régimen teológico-metafísico.

36. Considerada ahora en el aspecto histórico, esta íntima solidaridad natural entre el genio propio de la verdadera filosofía y el simple buen sentido universal demuestra el origen espontáneo del espíritu positivo, que en todo resulta realmente de una reacción especial de la razón práctica sobre la razón teórica, cuyo carácter inicial ha sido siempre así progresivamente modificado. Pero esta transformación gradual no podía realizarse a la vez, y sobre todo con igual velocidad en las diversas clases de especulaciones abstractas, todas primitivamente teológicas, como hemos visto. Este constante impulso concreto sólo podía hacer penetrar en ellas el espíritu positivo siguiendo un orden determinado, conforme a la complicación creciente de los fenómenos, y que explicaremos directamente en las páginas siguientes. La positividad abstracta, necesariamente nacida en los más simples estudios matemáticos y propagada luego por vía de afinidad espontánea o de imitación instintiva, no podía, pues, ofrecer al principio más que un carácter especial, e incluso en muchos aspectos empírico, que tenía por mucho tiempo que ocultar, a la mayor parte de sus promotores, ya su incompatibilidad inevitable con la filosofía inicial, ya sobre todo su tendencia radical a fundar un nuevo régimen lógico. Sus progresos continuos, merced al impulso creciente de la razón vulgar, sólo podían entonces determinar directamente el triunfo previo del espíritu metafísico, destinado, por su generosidad espontánea, a servirle de órgano filosófico durante los siglos transcurridos entre la preparación mental del monoteísmo y su plena instauración social, después de la cual el régimen ontológico, habiendo obtenido toda la preponderancia que correspondía a su naturaleza, no tardó en resultar opresivo para el desarrollo científico, que hasta entonces había secundado. Por eso el espíritu positivo no pudo manifestar suficientemente su propia tendencia filosófica hasta que se vio al fin obligado, por esta opresión, a luchar especialmente contra el espíritu metafísico, con el cual debió, durante mucho tiempo, parecer confundido. Por eso la primera fundación sistemática de la filosofía positiva no podría remontarse más allá de la memorable crisis en que el conjunto del régimen ontológico comenzó a sucumbir, en todo el occidente europeo, por el concurso espontáneo de dos admirables impulsos mentales, uno científico, debido a Kepler y a Galileo, otro filosófico, debido a Bacon y a Descartes. La imperfecta unidad metafísica constituida a finales de la Edad Media quedó desde entonces irrevocablemente disuelta como la ontología griega había ya destruido para siempre la gran unidad teológica correspondiente al politeísmo. Desde esta crisis verdaderamente decisiva, el espíritu positivo, desarrollándose en dos siglos más de lo que había podido desarrollarse en toda su larga trayectoria anterior, hizo imposible otra unidad mental que la que resultaría de su propia preponderancia universal, ya que cada nuevo dominio sucesivamente adquirido por él no podía nunca volver a la teología ni a la metafísica, en virtud de la consagración definitiva que estas crecientes adquisiciones encontraban cada vez más en la razón vulgar. Solamente mediante tal sistematización dará verdaderamente la razón teórica a la razón práctica un equivalente digno, en generalidad y en consistencia, de la misión fundamental que la primera ha recibido de la segunda, en realidad y en eficacia, durante su lenta iniciación gradual, pues las nociones positivas obtenidas en los dos últimos siglos son, a decir verdad, mucho más preciosas como materiales ulteriores de una nueva filosofía general que por su valor directo y especial, ya que la mayor parte de ellas no han podido aún adquirir su carácter definitivo, ni científico, ni siquiera lógico.

37. El conjunto de nuestra evolución mental, y sobre todo el gran movimiento que ha tenido lugar en la Europa occidental, desde Descartes y Bacon, no dejan ya, pues, otra salida posible que constituir, al fin, después de tantos preámbulos necesarios, el estado verdaderamente normal de la razón humana, dando al espíritu positivo la plenitud y la racionalidad que todavía le faltan, para lograr, entre el genio filosófico y el buen sentido universal, una armonía que hasta ahora no había podido existir nunca en grado suficiente. Ahora bien: estudiando estas dos condiciones simultáneas, de complemento y de sistematización, que deben concurrir hoy en la ciencia real para que ésta se eleve a la dignidad de una verdadera filosofía, no tardamos en observar que coinciden al fin. En efecto, por una parte, la gran crisis inicial del positivismo moderno no ha dejado esencialmente fuera del movimiento científico propiamente dicho más que las teorías morales y sociales, que se han quedado así en un irracional aislamiento, a causa del estéril dominio del espíritu teológicometafísico; de modo que en llevarlas también al estado positivo debiera consistir, sobre todo en nuestros días, el último esfuerzo del verdadero espíritu filosófico, cuya extensión sucesiva a todos los demás fenómenos fundamentales se encontraba ya bastante esbozada. Pero, por una parte, esta última expansión de la filosofía natural tendía espontáneamente a sistematizarla inmediatamente, constituyendo el único punto de vista, sea científico, sea lógico, que puede dominar el conjunto de nuestras especulaciones reales, siempre necesariamente reducibles al aspecto humano, o sea social, único capaz de una activa universalidad. Tal es el doble fin filosófico de la elaboración fundamental, especial y general a la vez, que me he atrevido a intentar en la gran obra aludida al principio de este Discurso; los más eminentes pensadores contemporáneos la juzgan así lo bastante lograda como para haber establecido ya las verdaderas bues directas de la completa renovación mental proyectada por Bacon y Descartes, pero cuya realización positiva estaba reservada a nuestro siglo.

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