Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComtePrimera parte - Capitulo IPrimera parte - Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO II

Destino del espíritu positivo

17. Después de haber considerado el espíritu positivo en relación con los objetos exteriores de nuestras especulaciones, es preciso acabar de caracterizarlo explicando también su destino interior, para la satisfacción continua de nuestras propias necesidades, lo mismo las concernientes a la vida contemplativa que a la vida activa.


I

Constitución completa y estable de la armonía mental; individual y colectiva: todo en relación a la Humanidad

18. Aunque las necesidades puramente mentales sean sin duda las menos enérgicas de todas las inherentes a nuestra naturaleza, su existencia directa y permanente es, sin embargo, indiscutible en todas las inteligencias: constituyen el primer estímulo indispensable a nuestros diversos esfuerzos filosóficos, con demasiada frecuencia atribuidos sobre todo a los impulsos prácticos, que ciertamente los desarrollan mucho, pero que no podrían originarIos. Estas exigencias intelectuales, relativas, como todas las demás, al ejercicio regular de las funciones correspondientes, requieren siempre una feliz combinación de estabilidad y de actividad, de donde resultan las necesidades simultáneas de orden y de progreso, o de correlación o de extensión. Durante la larga infancia de la Humanidad. solamente los conceptos teológicometafísicos podían, según nuestras explicaciones anteriores, cumplir provisionalmente esta doble condición fundamental, aunque de una manera sumamente imperfecta. Pero cuando la razón humana ha llegado por fin a la madurez suficiente para renunciar francamente a las indagaciones inaccesibles y circunscribir prudentemente su actividad al dominio verdaderamente apreciable de nuestras facultades, la filosofía positiva le procura sin duda, en todos los aspectos, una satisfacción mucho más completa, a la vez que más real, de esas dos necesidades elementales. En realidad, tal es evidentemente, en un nuevo aspecto, el destino directo de las leyes que descubre sobre los diversos fenómenos y de la previsión racional inseparable de las mismas. Para cada orden de hechos, estas leyes deben ser divididas en dos clases, según que relacionen por semejanza los que coexisten, o -por filiación- los que se suceden. Esta indispensable distinción corresponde esencialmente, en cuanto al mundo exterior, a la que éste nos ofrece siempre espontáneamente entre los dos estados correlativos de existencia y de movimiento; de donde resulta, en toda ciencia real, una fundamental diferencia entre la apreciación estática y la dinámica de un hecho cualquiera. Ambas clases de relaciones contribuyen igualmente a explicar los fenómenos, y llevan parejamente a preverlos, aunque las leyes de la armonía parezcan destinadas sobre todo a la explicación, y las leyes de sucesión, a la previsión. En realidad, trátese de explicar o de prever, todo se reduce siempre a relacionar: toda relación real, sea estática o dinámica, descubierta entre dos fenómenos cualesquiera, permíte a la vez explicarlos y preverlos uno después de otro, dado que la previsión científica corresponde evidentemente al presente, e incluso al pasado, tanto como al futuro, puesto que consiste en conocer un hecho independientemente de su exploración directa, en virtud de sus relaciones con otros ya dados. Así, por ejemplo, la asimilación demostrada entre la gravitación celeste y el peso terrestre ha llevado, fundándose en las variaciones pronunciadas de la primera, a prever las débiles variaciones de la segunda, que la observación inmediata no bastaba a descubrir, aunque luego las haya confirmado; de la misma manera, en sentido inverso, la relación antiguamente observada, entre el período elemental de las mareas y el día lunar quedó explicada en cuanto se comprobó la elevación de las aguas en cada punto como resultado del paso de la Luna por el meridiano local. Todas nuestras verdaderas necesidades convergen, pues, esencialmente en esta común distinción: consolidar en todo lo posible, mediante nuestras especulaciones sistemáticas, la unidad espontáhea de nuestro entendimiento, constituyendo la continuidad y la homogeneidad de nuestras concepciones de modo que satisfagan igualmente a las exigencias simultáneas del orden y del progreso permitiéndonos recuperar la constancia en medio de la variedad. Ahora bien: es evidente que, en este aspecto fundamental, la filosofía positiva implica necesariamente, en las mentes bien preparadas, una aptitud muy superior a la que pudo ofrecer nunca la filosofía teológicometafísica. Aun considerada ésta en los tiempos de su culminación, a la vez mental y social, o sea en el estado politeísta, la unidad intelectual se encontraba constituida en ella de una manera ciertamente mucho menos completa y menos estable que lo estará dentro de poco tiempo gracias a la universal preponderancia del espíritu positivo, cuando por fin se extienda éste habitualmente a las más eminentes especulaciones. Entonces, en efecto, reinará en todo, de diversas maneras y en diferentes grados, esa admirable constitución lógica de la que sólo los más simples estudios pueden darnos hoy una idea justa, y en la que la correlación y la extensión, ambas plenamente garantizadas, resultan, además, espontáneamente solidarias. Este gran resultado filosófico no exige, por lo demás, otra condición necesaria que la obligación permanente de limitar todas nuestras especulaciones a indagaciones verdaderamente accesibles, considerando las relaciones reales, sean de semejanza, sean de sucesión, incapaces de constituir por sí mismas para nosotros otra cosa que simples hechos generales que hay que procurar siempre reducir al menor número posible, sin que el misterio de su producción pueda nunca ser revelado en modo alguno, conforme al carácter fundamental del espíritu positivo. Pero si esta constancia efectiva de las relaciones naturales es lo único que podemos verdaderamente apreciar, también es plenamente suficiente para nuestras verdaderas necesidades, ya de contemplación, ya de dirección.

19. Importa, sin embargo, reconocer en principio que, en el régimen positivo; la armonía de nuestras concepciones queda forzosamente limitada a cierto grado, por la obligación fundamental de su realidad, o sea de una suficiente conformidad a tipos independientes de nosotros. Nuestra inteligencia, en su ciego instinto de relación, aspira casi a poder siempre relacionar entre ellos dos fenómenos cualesquiera, simultáneos o. sucesivos; pero el estudio del mundo exterior demuestra, por el contrario, que muchas de estas relaciones serían puramente quiméricas y que continuamente se producen innumerables acontecimientos sin ninguna verdadera dependencia mutua; de suerte que esa indispensable tendencia necesita, tanto como cualquier otra, someterse a las reglas de una sana apreciación general. La mente humana, habituada durante tanto tiempo a una especie de unidad de doctrina, por muy vaga e ilusoria que tuviera que ser bajo el imperio de las ficciones teológicas y de las entidades metafísicas, al pasar al estado positivo ha intentado al principio reducir todos los diversos órdenes de fenómenos a una sola ley común. Pero todos los intentos realizados durante los dos últimos siglos para obtener una explicación universal de la Naturaleza sólo han servido para desacreditar radicalmente este propósito, abandonado después a las inteligencias mal cultivadas. Una razonable exploración del mundo exterior lo ha visto mucho menos coherente de lo que lo supone o lo desea nuestro entendimiento, muy dispuesto por su propia debilidad a multiplicar relaciones favorables a su trabajo, y sobre todo a su reposo. Las seis categorías fundamentales que distinguimos a continuación entre los fenómenos naturales no sólo no podrían ser reducidas todas a una sola ley universal, sino que hoy existen muchas razones para asegurar que la unidad de explicación, todavía perseguida por tantas mentes serias para cada una de ellas tomada independientemente, nos está finalmente vedada, incluso en este dominio mucho más restringido. La astronomía ha dado origen, en este aspecto, a esperanzas demasiado empíricas, que nunca podrían realizarse en cuanto a los fenómenos más complicados, no solamente tratándose de la física propiamente dicha, cuyas cinco ramas principales serán siempre distintas entre sí, pese a sus indiscutibles relaciones. Se tiende frecuentemente a exagerar mucho los inconvenientes lógicos de esta necesaria dispersión, porque no se aprecian bien las ventajas reales que ofrece la transformación de las inducciones en deducciones. No obstante, hay que recQnocer francamente que esta imposibilidad directa de incluirlo todo en una sola ley positiva es una grave imperfección, consecuencia inevitable de la condición humana, que nos obliga a aplicar una inteligencia muy débil a un universo demasiado complicado.

20. Pero esta indiscutible necesidad, que hay que reconocer para evitar todo gasto inútil de fuerzas mentales, no impide en modo alguno que la ciencia real tenga, en otro aspecto, una suficiente unidad filosófica, equivalente a la que constituyeron transitoriamente la teología o la metafísica, y por otra parte muy superior, tanto en estabilidad como en plenitud. Para percibir la posibilidad y apreciar la naturaleza de esa unidad filosófica, hay que recurrir en primer término a la luminosa distinción general esbozada por Kant entre los dos puntos de vista, el objetivo y el subjetivo, propios de un estudio cualquiera. Considerada en el primer aspecto, o sea en cuanto al destino exterior de nuestras teorías, como exacta representación del mundo real, nuestra ciencia no es ciertamente susceptible de una plena sistematización, debido a una inevitable diversidad entre los fenómenos fundamentales. En este sentido, no debemos buscar otra unidad que la del método positivo considerado en su conjunto, sin aspirar a una verdadera unidad científica, sino solamente a la homogeneidad y a la convergencia de las diferentes doctrinas. La cosa es muy diferente en el otro aspecto, o sea en cuanto a la fuente interior de las teorías humanas consideradas como resultados naturales de nuestra evolución mental, a la vez individual y colectiva, destinadas a la normal satisfacción de nuestras propias necesidades, cualesquiera que sean. Referidos no al universo, sino al hombre, o más bien a la Humanidad, nuestros conocimientos reales tienden hacia una completa sistematización, tanto científica como lógica. De modo que, en el fondo, sólo se debe concebir una sola ciencia, la ciencia humana, o más exactamente social, que tiene como principio y a la vez como fin nuestra existencia, y en la que se funden naturalmente el estudio racional del mundo exterior, en el doble aspecto de elemento necesario y de preámbulo fundamental, igualmente indispensable en cuanto al método y en cuanto a la doctrina, como explicaré luego, Unicamente así pueden nuestros conocimientos positivos formar un verdadero sistema y ofrecer por tanto un carácter plenamente satisfactorio. La misma astronomía, aunque objetivamente más perfecta que las demás ramas de la filosofía natural, por su superior simplicidad, no lo es más que en este aspecto humano, pues el conjunto de este Tratado pondrá claramente de manifiesto que, referida al universo y no al hombre, resultaría muy imperfecta, puesto que todos nuestros estudios reales se limitan en ella necesariamente a nuestro mundo, que sin embargo no es sino un mínimo elemento del universo, cuya exploración nos está esencialmente vedada. Tál es, pues, la disposición general que debe finalmente prevalecer en la filosofía verdaderamente positiva, no sólo en cuanto a las teorías directamente relativas al hombre y a la sociedad, sino también en cuanto a las que conciernen a los fenómenos más simples, a los más distantes, en apariencia, de esta común apreciación: concebir todas nuestras especulaciones como productos de nuestra inteligencia, destinados a satisfacer nuestras diversas necesidades esenciales, y no apartándose nunca del hombre sino para mejor volver a él después de haber estudiado los demás fenómenos hasta donde es indispensable conocerlos, sea para desarrollar nuestras fuerzas, sea para apreciar nuestra naturaleza y nuestra condición. De esta manera se puede ver cómo en el espíritu positivo, la noción preponderante de la Humanidad debe constituir necesariamente una plena sistematización mental, por lo menos equivalente a la que había llegado a constituir la edad teológica, fundada en la gran concepción de Dios, reemplazada luego, tan débilmente en este aspecto, por la vaga idea de la Naturaleza.

21. Una vez caracterizada así la aptitud espontánea del espíritu positivo para constituir la unidad final de nuestro entendimiento, resulta fácil completar esta explicación fundamental extendiéndola del individuo a la especie. Esta indispensable prolongación era hasta ahora imposible para los filósofos modernos, que, no habiendo podido rebasar suficientemente el estado metafísico, no se han colocado nunca en el punto de vista social, único susceptible de una plena realidad, científica o lógica, puesto que el hombre no se desarrolla aisladamente, sino colectivamente. Desechando, por radicalmente estéril, o más bien profundamente nociva, esa viciosa abstracción de nuestros psicólogos o ideólogos, la tendencia sistemática que acabamos de señalar en el espíritu positivo cobra al fin toda su importancia, porque indica en él el verdadero fundamento filosófico de la sociabilidad humana, al menos en cuanto ésta depende de la inteligencia, cuya influencia capital, aunque de ningún modo exclusiva, es indiscutible. El mismo problema humano, en diversos grados de dificultad, es constituir la unidad lógica de cada entendimiento aislado o establecer una convergencia duradera entre dos entendimientos distintos, cuyo número sólo podría, esencialmente, influir en la rapidez de la operación. Por eso, en todo tiempo, el que ha podido llegar a ser suficientemente consecuente ha adquirido con ello la facultad de agrupar gradualmente a los demás, según la similitud fundamental de nuestra especie. Si, durante la infancia de la Humanidad, fue la filosofía teológica la única capaz de sistematizar la sociedad, ello se explica porque era la fuente exclusiva de una cierta armonía mental. Y si el privilegio de la coherencia lógica ha pasado ya de modo irrevocable al espíritu positivo, cosa que apenas puede discutirse seriamente, habrá que reconocer asimismo en él el único principio efectivo de esa gran comunión intelectual que es base necesaria de toda verdadera asociación humana, cuando va convenientemente unida a las otras dos condiciones fundamentales: una suficiente conformidad de sentimientos y una cierta convergencia de intereses. La deplorable situación filosófica de lo más selecto de la Humanidad bastaría hoy para dispensar de toda discusión en este punto, puesto que sólo se observa verdadera comunidad de opiniones en los temas ya incorporados a teorías positivas, y que, desgraciadamente, no son, ni mucho menos, los más importantes. Una observación directa y especial, que estaría aquí fuera de lugar, pone manifiestamente en claro que sólo la filosofía positiva puede realizar gradualmente ese noble proyecto de asociación universal que, en la Edad Media, había esbozado de modo prematuro el catolicismo, pero que, en el fondo, era necesariamente incompatible, como lo ha demostrado por completo la experiencia, con la naturaleza teológica de su filosofía, la cual establecía una coherencia lógica demasiado débil para tener tal eficacia social.


II

Armonía entre la ciencia y el arte, entre la teoría positiva y la práctica

22. Caracterizada ya de modo suficiente la aptitud fundamental del espíritu positivo en relación con la vida especulativa, sólo nos falta considerarlo también en relación con la vida activa, que, sin poder mostrar en él ninguna propiedad verdaderamente nueva, manifiesta de una manera mucho más completa y, sobre todo, más decisiva, todos los atributos que le hemos reconocido. Aunque incluso en este aspecto, hayan sido necesarias durante mucho tiempo las concepciones teológicas para despertar y sostener el ardor del hombre con la esperanza indirecta de una especie de imperio ilimitado, es precisamente en este aspecto donde el espíritu humano ha tenido que mostrar primero su predilección final por los conocimientos reales. En efecto, el estudio positivo de la naturaleza humana comienza hoy a ser universalmente considerado, en especial, como base racional de la acción de la Humanidad sobre el mundo exterior. Nada más cuerdo, en el fondo, que este jUicio vulgar y espontáneo; pues, destino tal, cuando es convenientemente apreciado, recuerda necesariamente, en la más afortunada síntesis, todos los grandes caracteres del verdadero espíritu filosófico, tanto en cuanto a la racionalidad como en cuanto a la positividad. El orden natural que resulta, en cada caso práctico del conjunto de las leyes de los fenómenos correspondientes debemos, sin duda, comenzar por conocerlo bien para que podamos modificarlo a nuestra conveniencia, o al menos adaptar a él nuestra conducta, si es imposible toda intervención humana en él, como ocurre con los hechos celestes. Este estudio sirve sobre todo para hacer familiarmente apreciable esa previsión racional que, como hemos visto, constituye, en todos los aspectos, el carácter principal de la verdadera ciencia; pues es evidente que la pura erudición, en la que los conocimientos, reales pero incoherentes, consisten en hechos y no en leyes, no basta para dirigir nuestra actividad. Sería superfluo insistir aquí en una explicación tan poco rebatible. Verdad es que la exorbitante preponderancia hoy concedida a los intereses materiales ha llevado con demasiada frecuencia a entender esta necesaria relación de una manera que compromete gravemente el porvenir científico, tendiendo a limitar las especulaciones positivas únicamente a las investigaciones de una utilidad inmediata. Pero esta ciega disposición proviene únicamente de una manera falsa y angosta de concebir la gran relación de la ciencia con el arte, por no haber considerado una y otra bastante profundamente. El estudio de la astronomía es el más propio de todos para rectificar tendencia tal, sea porque su simplicidad superior permite captar mejor el conjunto, sea en virtud de la espontaneidad más íntima de las aplicaciones correspondientes, que, desde hace veinte siglos, van evidentemente unidas a las más sublimes especulaciones, como se verá claro en este Tratado. Pero importa sobre todo saber en este punto, que la relación fundamental entre la ciencia y el arte no ha sido hasta ahora convenientemente concebida, ni siquiera por las mejores mentes, debido a una consecuencia necesaria de la insuficiente extensión de la filosofía natural, que todavía permanece ajena a las investigaciones más importantes y más difíciles, las que conciernen directamente a la sociedad humana. En efecto, la concepción racional de la acción del hombre sobre la Naturaleza ha permanecido esencialmente limitada al mundo inorgánico, de donde resultaría un demasiado imperfecto estímulo científico. Cuando se haya salvado suficientemente esta inmensa laguna, como comienza a salvarse hoy, se podrá apreciar la importancia fundamental de este gran destino práctico para estimular habitualmente, e incluso muchas veces, para dirigir mejor las grandes especulaciones, con la única condición normal de una positividad constante. Entonces, el arte no será únicamente geométrico, mecánico o químico, etcétera, sino también, y sobre todo, político y moral, puesto que la principal acción ejercida por la humanidad debe, en todos los aspectos, consistir en el perfeccionamiento continuo de su propia naturaleza, individual o colectiva, entre los límites que indica, lo mismo que, en cualquier otro caso, el conjunto de las leyes reales. Cuando haya llegado a realizarse convenientemente esta solidaridad espontánea de la ciencia con el arte, no cabe duda de que, lejos de tender en modo alguno a restringir las sanas especulaciones filosóficas, les asignaría, por el contrario, un oficio final demasiado superior a su alcance efectivo, si de antemano no hubiéramos reconocido, como principio general, la imposibilidad de hacer nunca el arte puramente racional, o sea, de elevar nuestras previsiones teóricas al verdadero nivel de nuestras necesidades prácticas. Hasta en las artes más simples y en las más perféctas, es siempre indispensable un desarrollo directo y espontáneo, sin que las indicaciones científicas puedan, en ningún caso, suplirlo completamente. Por muy satisfactorias que hayan llegado a ser, por ejemplo, nuestras previsiones astronómicas, su precisión es todavía y será probablemente siempre inferior a nuestras justas exigencias prácticas, como tendré a menudo ocasión de indicar.

23. Esta tendencia espontánea a constituir directamente una completa armonía entre la vida especulativa y la vida activa debe ser finalmente considerada como el privilegio más precioso del espíritu positivo y ninguna otra propiedad puede manifestar tan bien el verdadero carácter del mismo, ni facilitar más su ascendiente real. Nuestro ardor especulativo es así mantenido, e incluso dirigido, por un estímulo poderoso y continuo sin el cual la inercia natural de nuestra inteligencia la inclinaría con frecuencia a satisfacer sus débiles necesidades teóricas con explicaciones fáciles pero insuficientes, mientras que el pensamiento de la acción final recuerda siempre la condición de una precisión conveniente. Al mismo tiempo este gran destino práctico completa y circunscribe, en cada caso, la préscripción fundamental relativa al descubrimiento de las leyes naturales, tendiendo a determinar, según las exigencias de la aplicación, el grado de exactitud y de alcance de nuestra previsión racional, cuya justa medida no podría, en general, fijarse de otro modo. Si, por una parte, no podría la perfección científica rebasar tal límite, sino que, por el contrario, nunca llegará realmente a él, por otra parte no podría franquearlo sin caer inmediatamente en una apreciación demasiado minuciosa, tan quimérica como estéril, y que hasta comprometería finalmente todos los fundamentos de la verdadera ciencia, puesto que nuestras leyes no pueden nunca representar los fenómenos sino con una cierta aproximación, más allá de la cual sería tan peligroso como inútil llevar nuestras investigaciones. Cuando esta relación fundamental de la ciencia con el arte esté convenientemente sistematizada, sin duda tenderá a veces a desacreditar tentativas teóricas cuya radical esterilidad sería indiscutible; pero esta inevitable disposición, lejos de presentar ningún inconveniente real, sería muy favorable a nuestros intereses especulativos, previniendo ese vano desperdicio de nuestras débiles fuerzas mentales que hoy resulta, muy a menudo, de una ciega especialización. En la evolucion preliminar del espíritu positivo, éste ha tenido que dedicarse a cualesquiera cuestiones que le resultaban accesibles, sin inquirir demasiado su importancia final, derivada de su relación propia con un conjunto que no podía percibirse al principio. Pero ese instinto provisional, sin el que la ciencia hubiera carecido con frecuencia de un conveniente sustento, debe acabar por quedar subordinado habitualmente a una justa apreciación sistemática, tan pronto como la plena madurez del estado positivo haya permitido suficientemente captar siempre las verdaderas relaciones esenciales de cada parte con el todo, ofreciendo un ancho destino a las más eminentes investigaciones, pero evitando toda especulación pueril.

24. Con respecto a esta íntima armonía entre la ciencia y el arte, importa por último observar especialmente la venturosa tendencia que de ella resulta para desarrollar y consolidar el ascendiente social de la sana filosofía, por una consecuencia espontánea de la creciente preponderancia que tiene evidentemente la vida industrial en nuestra civilización moderna. La filosofía teológica sólo podía realmente convenir a aquellos necesarios tiempos de sociabilidad preliminar, en los que la actividad humana debía ser esencialmente militar, a fin de preparar gradualmente una asociación normal y completa, que al principio era imposible, según la teoría histórica que en otro lugar he establecido. El politeísmo se adaptaba sobre todo al sistema de conquista de la antigüedad, y el monoteísmo a la organización defensiva de la Edad Media. La sociabilidad moderna, al hacer prevalecer cada vez más la vida industrial, debe secundar poderosamente la gran revolución mental que eleva hoy definitivamente nuestra inteligencia, del régimen teológico al régimen positivo. Esta activa tendencia cotidiana al mejoramiento práctico de la condición humana no sólo es, por necesidad, poco compatible con las preocupaciones religiosas, siempre relativas, especialmente las monoteístas, a otro muy diferente destino, sino que además una actividad tal tiene que suscitar finalmente una universal oposición, tan radical como espontánea, a toda filosofía teológica. En efecto, por una parte, la vida industrial es, en el fondo, directamente contraria a todo optimismo providencial, puesto que aquélla supone necesariamente que el orden natural es lo bastante imperfecto como para exigir continuamente la intervención humana, mientras que la teología no admite lógicamente otro medio de modificarlo que el de solicitar un apoyo sobrenatural. En segundo lugar, esta oposición, inherente al conjunto de nuestras concepciones industriales, se reproduce continuamente, bajo formas muy variadas, en la realización especial de nuestras operaciones, en la cual debemos considerar el mundo exterior, no como dirigido por voluntades, cualesquiera que sean, sino como sometido a leyes, susceptibles de permitirnos una suficiente previsión, sin la cual nuestra actividad práctica no tendría ninguna base racional. De suerte que la misma fundamental correlación que hace la vida industrial tan favorable al ascendiente filosófico del espíritu positivo la imprime, en otro aspecto, una tendencia antiteológica más o menos acentuada, pero, tarde o temprano inevitable, cualesquiera que hayan podido ser los continuos esfuerzos de la prudencia sacerdotal por contener o atemperar el carácter antiindustrial de la filosofía inicial, con la que sólo la vida guerrera era conciliable en suficiente medida. Tal es la íntima solidaridad que hace participar a todos los espíritus modernos, hasta a los más groseros y rebeldes, en la sustitución gradual de la antigua filosofía teológica por una filosofía plenamente positiva, ya la única susceptible de un verdadero ascendiente social.


III

Incompatibilidad final de la ciencia con la teología

25. Así vamos llegando a completar, al fin, la apreciación directa del espíritu filosófico con una última explicación que, aun siendo sobre todo negativa, resulta realmente indispensable hoy para acabar de caracterizar suficientemente la naturaleza y las condiciones de la gran renovación mental actualmente necesaria a lo más selecto de la Humanidad, manifestando directamente la incompatibilidad final de las concepciones positivas con todas las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, lo mismo monoteístas que politeístas o fetichistas. Las diversas consideraciones indicadas en este Discurso han demostrado ya implícitamente la imposibilidad de ninguna conciliación duradera entre las dos filosofías, ni en cuanto al método ni en cuanto a la doctrina; de suerte que puede quedar aquí fácilmente disipada toda incertidumbre a este respecto. Es verdad que la ciencia y la teología no están en principio en oposición abierta, puesto que no se proponen las mismas cuestiones; esto es lo que ha permitido, durante mucho tiempo, el desarrollo parcial del espíritu positivo a pesar del ascendiente general del espíritu teológico, y hasta en muchos aspectos, bajo su previa tutela. Pero cuando el positivismo racional, limitado al comienzo a humildes investigaciones matemáticas, de las que la teología había desdeñado ocuparse especialmente, comenzó a extenderse al estudio directo de la Naturaleza, principalmente en las teorías astronómicas, la colisión resultó inevitable, aunque latente, en virtud del contraste fundamental, a la vez científico y lógico, que se fue desarrollando progresivamente desde entonces entre los dos órdenes de ideas. Los motivos lógicos por los cuales la ciencia prescinde radicalmente de los misteriosos problemas de los que la teología se ocupa esencialmente son como para desacreditar, tarde o temprano, en todos los buenos entendimientos, unas especUlaciones que sólo se desechan por ser, de toda necesidad, inaccesibles a la razón humana. Por otra parte, la prudente reserva con que el espíritu positivo procede gradualmente ante temas muy fáciles debe hacer indirectamente ver la insensata temeridad del espíritu teológico ante las más difíciles cuestiones. No obstante, es sobre todo en las doctrinas mismas donde la incompatibilidad de ambas filosofías debe resultar patente a la mayor parte de las inteligencias, a las que, generalmente, impresionan muy poco las simples disidencias de método aunque sean en el fondo las más graves, como fuente necesaria que son de todas las demás. Ahora bien: en este nuevo aspecto no se puede menos de observar la oposición radical de los dos órdenes de concepciones, en los que los mismos fenómenos son atribuidos ya a voluntades directrices, ya a leyes invariables. La irregular movilidad, naturalmente inherente a toda idea de voluntad no puede en modo alguno avenirse con la constancia de las relaciones reales. Por eso, a medida que se han ido conociendo las leyes físicas, el imperio de las voluntades sobrenaturales ha ido quedando cada vez más restringido, estando siempre especialmente consagrado a los fenómenos cuyas leyes permanecían ignoradas. Incompatibilidad tal se hace directamente evidente cuando se opone la previsión racional, que constituye el principal carácter de la verdadera ciencia, a la adivinación por revelación especial, que, según la teología, es la que ofrece el único medio legítimo de conocer el porvenir. Verdad es que el espíritu positivo, llegado a su completa madurez, tiende también a subordinar la voluntad misma a verdaderas leyes, cuya existencia es, en realidad, tácitamente supuesta por la razón vulgar, puesto que los esfuerzos prácticos por modificar y prever las voluntades humanas no podrían tener sin esto ninguna base razonable. Pero noción tal no conduce en modo alguno a conciliar las dos maneras opuestas, según las cuales la ciencia y la teología conciben necesariamente, la dirección efectiva de los diversos fenómenos, pues semejante previsión y la conducta que de ella resulta exigen evidentemente un profundo conocimiento real del ser en cuyo seno se producen las voluntades. Ahora bien: este fundamento previo no podría provenir sino de un ser por lo menos igual, juzgando así por similitud; no puede concebirse proveniente de un inferior, y la contradicción aumenta con la desigualdad de la Naturaleza. Por eso la teología ha rechazado siempre la pretensión de penetrar de ninguna manera en los designios providenciales, así como sería absurdo suponer a los últimos animales la facultad de prever las voluntades del hombre o de los otros animales superiores. No obstante, a esta absurda hipótesis llegaríamos necesariamente queriendo conciliar el espíritu teológico con el espíritu positivo.

26. Históricamente considerada, su oposición radical, aplicable a todas las fases esenciales de la filosofía inicial, es generalmente admitida desde hace mucho tiempo en cuanto a las ya completamente franqueadas por los grupos humanos más avanzados. Incluso puede decirse que, en este aspecto, se exagera mucho tal incompatibilidad, por ese desdén absoluto que inspiran ciegamente nuestros hábitos monoteístas hacia los dos estados anteriores del régimen teológico. La sana filosofía, siempre obligada a considerar el modo necesario como cada una de las grandes fases sucesivas de la Humanidad ha contribuido efectivamente a nuestra evolución fundamental, rectificará cuidadosamente esos injustos prejuicios, que impiden toda verdadera teoría histórica. Pero, aunque el politeísmo y hasta el fetichismo hayan realmente secundado al principio el impulso espontáneo del espíritu de observación hay que reconocer, no obstante, que no podían ser verdaderamente compatibles con el sentido gradual de la invariabilidad de las relaciones físicas una vez que éste pudo adquirir cierta consistencia sistemática. Por eso debe concebirse esta inevitable oposición como la principal causa secreta de las diversas transformaciones que han ido descomponiendo sucesivamente la filosofía teológica, reduciéndola cada vez más. Este es el lugar de completar, a este respecto, la indispensable explicación indicada al comienzo de este Discurso, en el que dicha disolución gradual ha sido especialmente atribuida al estado metafísico propiamente dicho, que, en el fondo, no podía ser más que el simple órgano de la misma, y nunca el verdadero agente. Debemos, en efecto, advertir que el espíritu positivo, por el defecto de generalización que debía caracterizar su lenta evolución parcial, no podía formular convenientemente sus propias tendencias filosóficas, que, durante nuestros últimos siglos, apenas habían llegado a ser directamente sensibles. De aquí resultaba la necesidad especial de la intervencÍón metafísica, única que podía sistematizar convenientemente la oposición espontánea de la ciencia naciente a la antigua teología. Pero, aunque este cometido haya obligado a exagerar mucho la importancia efectiva de este espíritu transitorio, es, sin embargo, fácil observar que el progreso natural de los conocimientos reales era lo único que daba consistencia seria a su ruidosa actividad. Este progreso continuo, que, en el fondo, había llegado a determinar la transformación del fetichismo en politeísmo, constituyó, sobre todo después, la causa esencial del paso del politeísmo al monoteísmo. Como la colisión hubo de operarse principalmente por las teorías astronómicas, este Tratado me proporcionará la ocasión natural para caracterizar el grado preciso de su desarrollo, al que hay que atribuir, en realidad, la irrevocable decadencia mental del régimen politeísta, que veremos cómo es lógicamente incompatible con la fundación decisiva, por la escuela de Tales, de la astronomía matemática.

27. El estudio racional de esta oposición demuestra claramente que no podía limitarse a la teología antigua, y que tuvo que extenderse luego al monoteísmo mismo, aunque su energía debió decrecer al mismo tiempo que su necesidad, a medida que el espíritu teológico continuaba declinando a consecuencia del mismo progreso espontáneo. Sin duda, esta fase extrema de la filosofía inicial era mucho menos contraria que las precedentes al desarrollo de los conocimientos reales, que ya no tropezaban a cada paso con la peligrosa competencia de una explicación natural especialmente formulada. Por eso la evolución preliminar del espíritu positivo hubo de cumplirse sobre todo bajo ese régimen monoteísta. Pero no por menos explícita y más tardía, resultaba la incompatibilidad menos finalmente inevitable, incluso antes del tiempo en que la nueva filosofía llegase a ser lo bastante general como para tomar un carácter verdaderamente orgánico, reemplazando irrevocablemente a la teología en su misión social tanto como en su destino mental. Como el conflicto se há planteado también especialmente por la astronomía, demostraré aquí con precisión qué evolución más avanzada ha extendido necesariamente hasta el más simple monoteísmo su oposición radical, antes limitada al politeísmo propiamente dicho: entonces se reconocerá que esta inevitable influencia resulta del descubrimiento del doble movimiento de la Tierra, inmediatamente seguido de la fundación de la mecánica celeste. En el estado presente de la razón humana, se puede asegurar que el régimen monoteÍsta, favorable durante mucho tiempo al impulso primitivo de los conocimientos reales, dificulta profundamente la marcha sistemática que dichos conocimientos deben tomar en lo sucesivo. impidiendo al sentido fundamental de la invariabilidad de las leyes físicas adquirir, al fin, su indispensable plenitud filosófica. Pues el pensamiento continuo de una súbita perturbación arbitraria de la economía natural debe ser siempre inseparable, al menos virtualmente, de toda teología, aun reducida todo lo posible. En efecto, a no ser por este obstáculo, que sólo puede desaparecer con el completo abandono del espíritu teológico, el espectáculo cotidiano del orden real habría determinado ya una universal adhesión al principio fundamental de la filosofía positiva.

28. Varios siglos antes de que el impulso científico permitiera apreciar directamente esta oposición radical, la tradición metafísica había intentado bajo su secreto impulso, limitar, en el seno mismo del monoteísmo, el ascendiente de la teología, dejando arbitrariamente prevalecer, en el último período de la Edad Media, la célebre doctrina escolástica que somete la acción efectiva del motor supremo a las leyes invariables, leyes que ese motor supremo habría establecido primitivamente prohibiéndose variarlas jamás. Pero esta especie de transacción espontánea entre el principio teológico y el espíritu positivo no tenía, evidentemente, sino una existencia pasajera, propia para facilitar más la declinación continua del uno y el triunfo gradual del otro. Su imperio estaba, además, limitado a las mentes cultivadas, pues mientras la fe subsistió realmente, el instinto popular tuvo que rechazar siempre con energía una concepción que, en el fondo, tendía a anular el poder providencial, condenándolo a una sublime inercia que dejaba toda la actividad habitual a la gran entidad metafísica, estando así la Naturaleza asociada al gobierno universal, a título de ministro obligado y responsable al que debían dirigirse en lo sucesivo la mayor parte de las quejas y de las peticiones. Se ve que en todos los aspectos esenciales, esta concepción se parece mucho a la que la situación moderna ha hecho prevalecer cada vez más en cuanto a la monarquía constitucional; y esta analogía no es en modo alguno fortuita, puesto que el tipo teológico ha dado, en realidad, la base racional del tipo político. Esta doctrina contradictoria, que destruye la base social del principio teológico sin consagrar el ascendiente fundamental del principio positivo, no podría corresponder a ningún estado verdaderamente normal y duradero: constituye solamente el más poderoso de los medios de transición propios de la última misión necesaria del espíritu teológico.

29. Finalmente, la necesaria incompatibilidad de la ciencia con la teología ha tenido que manifestarse también en otra forma general, especialmente adaptada al estado monoteísta, haciendo resaltar cada vez más la radical imperfección del orden real, opuesto así al inevitable optimismo providencial. Este optimismo debió, sin duda, seguir siendo conciliable, durante mucho tiempo, con el desarrollo espontáneo de los conocimientos positivos, porque un primer análisis de la Naturaleza debía inspirar una ingenua admiración general por el modo de cumplirse los principales fenómenos que constituyen el orden efectivo. Pero esta disposición inicial tiende luego a desaparecer, no menos necesariamente, a medida que el espíritu positivo, tomando un carácter cada vez más sistemático, va sustituyendo poco a poco el dogma de las causas finales por el principio de las condiciones de existencia, que ofrece, en más alto grado, todas las propiedades lógicas, sin presentar ninguno de sus graves peligros científicos. Entonces ya no resulta extraño que la constitución de los seres naturales sea tal, en cada caso, que permita el cumplimiento de sus fenómenos efectivos. Estudiando con cuidado esta inevitable armonía, con el único propósito de conocerla mejor, se acaba luego por descubrir las profundas imperfecciones que presenta, en todos los aspectos, el orden real, casi siempre menos sabio que la economía artificial que establece nuestra débil intervención humana en su limitado dominio. Como estos vicios naturales deben ser tanto más grandes cuanto más complicados son los fenómenos de que se trata, las indicaciones irrecusables que nos ofrecerá, en este aspecto, el conjunto de la astronomía, bastarán aquí para hacernos prever cuánto debe extenderse semejante apreciación, con una nueva energía filosófica, a todas las demás partes esenciales de la ciencia real. Pero al tratar de esta nueva crítica, es importante comprender, en general, que no tiene sólo un destino pasajero como simple medio antiteológico. Está unida, de una manera más íntima y duradera, al espíritu fundamental de la filosofía positiva, én la relación general entre la especulación y la acción. Si, por una parte, nuestra activa intervención permanente se basa ante todo en el exacto conocimiento de la economía natural, no debiendo nuestra economía artificial ser otra cosa que el mejoramiento progresivo de aquélla en todos los aspectos, no es, por otra parte, menos cierto que suponemos así la imperfección necesaria de este orden espontáneo, cuya modificación gradual constituye la meta de nuestros cotidianos esfuerzos, individuales o colectivos. Haciendo abstracción de toda crítica pasajera, la justa apreciación de los diversos inconvenientes propios de la constitución efectiva del mundo real debe, pues, ser concebida en lo sucesivo, como inherente al conjunto de la filosofía positiva, incluso en los casos inaccesibles a nuestros pobres medios de perfeccionamiento, a fin de conocer mejor nuestra condición fundamental y el destino esencial de nuestra actividad continua.

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