Índice de Discurso sobre el espíritu positivo de Auguste ComteA manera de introducciónPrimera parte - Capítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

PRIMERA PARTE

SUPERIORIDAD MENTAL DEL ESPÍRITU POSITIVO

CAPÍTULO I

Ley de la evolución intelectual de la humanidad o ley de los tres estados

2. Según esta doctrina fundamental,todas nuestras especulaciones, cualesquiera que sean, tienen que pasar sucesiva e inevitablemente, lo mismo en el individuo que en la especie, por tres estados teóricos diferentes, que las denominaciones habituales de teológico, metafísico y positivo podrán calificar aquí suficientemente, al menos para aquellos que hayan entendido bien el verdadero sentido general de las mismas. El primer estado, aunque indispensable por lo pronto en todos los aspectos, debe ser concebido luego como puramente provisional y preparatorio; el segundo, que no constituye en realidad más que una modificación disolvente del primero, no tiene nunca más que un simple destino transitorio para conducir gradualmente al tercero; es en éste, único plenamente normal, donde radica, en todos los géneros, el régimen definitivo de la razón humana.


I

ESTADO TEOLÓGICO O FICTICIO

3. En su primera fase, necesariamente teológica, todas nuestras especulaciones manifiestan espontáneamente una predilección característica por las cuestiones más insolubles, por los temas más radicalmente inaccesibles a toda investigación decisiva. Por un contraste que en nuestros días debe parecer a primera vista inexplicable, pero que en el fondo está entonces en plena armonía con la verdadera situación inicial de nuestra inteligencia, en un tiempo en que la inteligencia humana está todavía por debajo de los más sencillos problemas científicos, busca ésta ávidamente, y de una manera casi exclusiva, el origen de todas las cosas, las causas esenciales, ya primeras, ya últimas, de los diversos fenómenos que la impresionan, y su modo fundamental de producción: en una palabra los conocimientos absolutos. Esta necesidad primitiva se ve naturalmente satisfecha, hasta donde lo exige situación tal, y en realidad hasta donde puede quedar nunca satisfecha, por nuestra tendencia inicial a transportar a todo el tipo humano, asimilando toda clase de fenómenos a los que nosotros mismos producimos, y que, como tales, comienzan por parecernos bastante conocidos, según la intuición inmediata que los acompaña. Para comprender bien el espíritu, puramente teológico, resultado del desarrollo cada vez más sistemático de este estado primordial, no hay que limitarse a considerarlo en su última fase, que termina, ante nuestros ojos, en los pueblos más avanzados, pero que no es, ni mucho menos, la más característica: es indispensable echar una ojeada verdaderamente filosófica al conjunto de su marcha natural, a fin de apreciar su fundamental identidad bajo las tres formas principales que le son sucesivamente propias.

4. La más inmediata y la más pronunciada constituye el fetichismo propiamente dicho, consistente sobre todo en atribuir a todos los cuerpos exteriores una vida esencialmente análoga a la nuestra pero casi siempre más enérgica, por su acción generalmente más poderosa. La adoración de los astros caracteriza el grado más elevado de esta primera fase teológica, que, al principio, difiere apenas del estado mental en que se quedan los animales superiores. Aunque esta primera forma de la filosofía teológica se encuentra con evidencia en la historia intelectual de todas nuestras sociedades, hoy ya no domina directamente más que en la menos numerosa de las tres grandes razas que componen nuestra especie.

5. En su segunda fase esencial, que constituye el verdadero politeísmo, demasiado a menudo confundido por los modernos con el estado precedente, el espíritu teológico representa netamente la libre preponderancia especulativa de la imaginación, mientras que, hasta entonces, habían prevalecido sobre todo en las teorías humanas el instinto y el sentimiento. La filosofía inicial experimenta aquí la más profunda transformación que pueda registrarse en el conjunto de su destino real, en el sentido de que al fin se retira la vida a los objetos materiales, para ser misteriosamente trasladada a diversos seres ficticios, habitualmente invisibles, cuya activa y continua intervención pasa a ser la fuente directa de todos los fenómenos exteriores, e incluso. luego, de los fenómenos humanos. En esta fase característica, mal apreciada hoy, es principalmente donde hay que estudiar, como hay que estudiar el espíritu teológico, que se desarrolla en ella con una plenitud y una homogeneidad ulteriormente imposibles; este período es, en todos los aspectos, el de su más grande ascendiente, a la vez mental y social. La mayoría de nuestra espeCie no ha salido aún de tal estado, que persiste hoy en la más numerosa de las tres razas humanas, además de en la parte más adelantada de la raza negra y en la menos avanzada de la raza blanca.

6. En la tercera fase teológica, el monoteísmo propiamente dicho comienza la inevitable declinación de la filosofía inicial, que, aunque conserva durante mucho tiempo una gran influencia social, si bien más aparente que efectiva, sufre desde entonces una rápida decadencia intelectual por una consecuencia espontánea de esa simplificación característica, en la que la razón viene a restringir cada vez más el dominio anterior de la imaginación, dejando gradualmente desarrollarse el sentimiento universal, hasta entonces casi insignificante, de la sujeción necesaria de todos los fenómenos naturales a leyes invariables. Bajo formas muy diversas, y hasta radicalmente inconciliables, este modo extremo del régimen preliminar persiste aún, con una energía muy desigual, en la inmensa mayoría de la raza blanca; pero aunque sea así de una observación más fácil, estas mismas preocupaciones personales oponen hoy un obstáculo demasiado frecuente a su justa apreciación, por falta de una comparación bastante racional y bastante imparcial con los dos modos precedentes.

7. Por imperfecta que deba parecer actualmente semejante manera de filosofar, importa mucho relacionar indisolublemente el estado actual del espíritu humano con el conjunto de sus estados anteriores, reconociendo convenientemente que debió ser durante mucho tiempo tan indispensable como inevitable. Limitándonos aquí a la simple apreciación intelectual, sería ahora superfluo insistir sobre la tendencia involuntaria que, incluso hoy, nos lleva a todos sin duda a las explicaciones esencialmente teológicas, tan pronto como queremos descubrir directamente el misterio inaccesible del modo fundamental de producción de cualquier fenómeno y, sobre todo, de aquellos cuyas leyes reales ignoramos todavía. Los más eminentes pensadores pueden comprobar su propia disposición natural al más ingenuo fetichismo, cuando esta ignorancia se encuentra momentáneamente combinada con alguna pasión acentuada. De suerte que, si todas las explicaciones teológicas han caído, en los modernos occidentales, en un abandono creciente y decisivo, es únicamente porque las misteriosas indagaciones que esas explicaciones consideraban han sido cada vez más desechadas como radicalmente inaccesibles a nuestra inteligencia, que se ha ido habituando a sustituirlas irrevocablemente por estudios más eficaces y más en armonía con nuestras verdaderas necesidades. Hasta en una época en que prevaleció el verdadero espíritu filosófico respecto de los fenómenos más simples y en una cuestión tan fácil como la teoría elemental del choque, el memorable ejemplo de Malebranche recordará siempre la necesidad de recurrir a la intervención directa y permanente de una acción sobrenatural, cada vez que se intente llegar a la causa primera de un hecho cualquiera. Pero, por otra parte, tales tentativas, por muy pueriles que parezcan, justamente hoy, constituyen sin duda el único medio de determinar el afán continuo de las especulaciones humanas, liberando espontáneamente nuestra inteligencia del círculo en extremo vicioso en que al principio se ve necesariamente encerrada por la oposición radical de dos condiciones igualmente imperiosas. Pues si los m9dernos han tenido que proclamar la imposibilidad de fundar ninguna teoría sólida sin un suficiente concurso de observaciones convenientes, no es menos incontestable que el espíritu humano no podría nunca combinar, ni siquiera recoger, esos indispensables materiales sin estar siempre dirigido por algunos principios especulativos previamente establecidos. Así, estas concepciones primordiales sólo pueden, evidentemente, resultar de una filosofía exenta, por su naturaleza, de toda larga preparación y susceptible, en una palabra, de surgir espontáneamente merced al único impulso de un instinto directo por muy quiméricas que hubieran de ser, por lo demás, especulaciones así desprovistas de todo fundamento real. Tal es el afortunado privilegio de los principios teológicos, sin los cuales se debe asegurar que nuestra inteligencia no podía salir nunca de su torpeza inicial, y que son los únicos que, dirigiendo su actividad especulativa, han podido permitir la preparación gradual de un mejor orden lógico. Esta aptitud fundamental fue, por lo demás, poderosamente secundada por la predilección originaria de la inteligencia humana por las cuestiones insolubles que perseguía especialmente aquella filosofía primitiva. No podemos medir nuestras fuerzas mentales, y por tanto circunscribir razonablemente el destino de las mismas, sino después de haberlas ejercitado suficientemente. Ahora bien: este indispensable ejercicio no podía ser determinado sobre todo en las facultades más débiles de nuestra naturaleza, sin el enérgico estímulo inherente a tales estudios, en los que tantas inteligencias mal cultivadas persisten todavía en buscar la más rápida y completa solución de las cuestiones directamente usuales. Hasta ha sido preciso durante mucho tiempo, para vencer suficientementé nuestra nativa inercia, recurrir también a las poderosas ilusiones que suscitaba espontáneamente tal filosofía sobre el poder casi indefinido del hombre para modificar a su gusto un mundo que se concebía entonces como esencialmente ordenado para su uso, y que ninguna gran ley podía aún sustraer a la arbitraria supremacía de las influencias sobrenaturales. Apenas hace tres siglos que, en lo más selecto de la humanidad, las esperanzas astrológicas y alquímicas, último vestigio científico de aquel espíritu primordial, han dejado realmente de servir a la acumulación diaria de las observaciones correspondIentes, como lo han indicado respectivamente Kepler y Bertholet.

8. El concurso decisivo de estos diversos motivos intelectuales quedaría, además, poderosamente demostrado si la naturaleza de este Tratado me permitiera señalar en él suficientemente la irresistible influencia de las altas necesidades sociales, que he valorado convenientemente en la obra fundamental mencionada al comienzo de este Discurso. Se puede, por lo pronto, demostrar así plenamente cómo el espíritu teológico tuvo que ser, durante mucho tiempo, indispensable para la combinación permanente de las ideas morales y políticas, más especialmente aún que para la de todas las demás, bien por su mayor complicación, bien porque los fenómenos correspondientes, primitivamente demasiado poco pronunciados, no podían adquirir un desarrollo característico sino después de un avance muy prolongado de la civilización humana. Es una extraña inconsecuencia, apenas disculpable por la tendencia ciegamente crítica de nuestro tiempo, reconocer, en cuanto a los antiguos, la imposibilidad de filosofar sobre los temas más sencillos de otro modo que siguiendo la' manera teológica, y desconocer no obstante, sobre todo en los politeístas, la insuperable necesidad de un régimen análogo con respecto a las especulaciones sociales. Pero es preciso también darse cuenta, aunque yo no pueda demostrarlo aquí, de que esa filosofía inicial ha sido tan necesaria a los primeros pasos de nuestra sociabilidad como a los de nuestra inteligencia, bien para establecer primitivamente algunas doctrinas comunes, sin las cuales el vínculo social no hubiera podido adquirir ni �xtensión ni consistencia, bien suscitando espontáneamente la única autoridad espiritual que entonces pudiera surgir.


II

ESTADO METAFÍSICO O ABSTRACTO

9. Por muy sumarias que hayan sido aquí estas explicaciones generales sobre la naturaleza provisional y el destino preparatorio de la única filosofía que conviniera realmente a la infancia de la Humanidad, bastan para darse cuenta de que ese régimen inicial difiere demasiado profundamente, en todos los aspectos, del que corresponde, como veremos, a la virilidad mental, para que el tránsito gradual de uno a otro pudiera operarse, lo mismo en el individuo que en la especie, sin la asistencia creciente de una forma de filosofía intermedia, esencialinente limitada a este menester transitorio. Tal es la participación especial del estado metafísico propiamente dicho en la evolución fundamental de nuestra inteligencia, que, mal avenida con todo cambio brusco, puede así elevarse casi insensiblemente del estado puramente teológico al estado francamente positivo aunque esta situación equívoca esté, en el fondo, mucho más cerca del primero que del último. Las especulaciones dominantes han conservado aquí el mismo carácter esencial de tendencia habitual a los conocimientos absolutos: sólo la solución ha sufrido una transformación notable, propia para facilitar la marcha de las ideas positivas. En realidad, la metafísica, como la teología, trata sobre todo de explicar la naturaleza íntima de los seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial de producción de todos los fenómenos; pero en lugar de operar con los agentes sobrenaturales propiamente dichos, los reemplaza cada vez más por esas entidades o abstracciones personificadas cuyo uso, verdaderamente característico, ha permitido a menudo designarla con el nombre de ontología. Hoy es muy fácil examinar tal manera de filosofar, que, preponderante todavía para los fenómenos más complicados, presenta continuamente, hasta en las teorías más simples y menos atrasadas. tantas huellas apreciables de un largo dominio (1). La eficacia histórica de estas entidades resulta directamente de su carácter equívoco, ya que, en cada uno de estos seres metafísicos, inherente al cuerpo correspondiente sin confundirse con él, el espíritu puede a voluntad, según que esté más cerca del estado teológico o del estado positivo, ver una verdadera emanación del poder sobrenatural o bien una simple denominación abstracta del fenómeno considerado. Entonces ya no es la pura imaginación quien domina, ni es todavía la verdadera observación, sino que interviene en gran medida el razonamiento y se prepara confusamente al ejercicio verdaderamente científico. Hay que observar, además, que su parte especulativa se encuentra aquí al principio muy exagerada a causa de esa obstinada tendencia a argumentar en vez de observar que, en todos los géneros, caracteriza habitualmente al espíritu metafísico, incluso en sus órganos más eminentes. Un orden de concepciones tan flexible, que no tiene en modo alguno la consistencia propia, durante tanto tiempo, del sistema teológico, debe, por otra parte, llegar mucho más rápidamente a la unidad correspondiente, por la gradual subordinación de las diversas entidades particulares a una sola entidad general, la Naturaleza, destinada a determinar el débil equivalente metafísico de la vaga correlación universal que resulta del monoteísmo.

10. Para comprender mejor, sobre todo en nuestros días, la eficacia histórica de tal aparato filosófico, conviene reconocer que por su naturaleza, sólo es espontáneamente capaz de una simple actividad crítica o disolvente, incluso mental, y con mayor razón social, sin que pueda nunca organizar nada que le sea propio. Radicalmente inconsecuente, este espíritu equívoco conserva todos los principios fundamentales del sistema teológico, pero restándoles cada vez más el vigor y la fijeza indispensables a su autoridad efectiva; y en semejante alteración consiste en realidad, en todos los aspectos, su principal utilidad pasajera, cuando el régimen antiguo, progresivo durante mucho tiempo para el conjunto de la evolución humana, llega inevitablemente a ese grado de prolongación abusiva en que tiende a perpetuar indefinidamente el estado de infancia que, en un principio, había dirigido tan felizmente. La metafísica no es, pues, en el fondo, más que una especie de teología gradualmente debilitada por simplificaciones disolventes que le quitan espontáneamente el poder directo de impedir el desarrollo especial de las concepciones positivas, aunque dejándole la aptitud provisional para mantener un cierto ejercicio indispensable del espíritu de generalización, hasta que pueda por fin recibir mejor sustento. Por su carácter contradictorio, el régimen metafísico u ontológico se encuentra siempre en esa inevitable alternativa de tender a una vana restauración del estado teológico para satisfacer las condiciones del orden, o impulsar a una situación puramente negativa a fin de librarse del dominio opresor de la teología. Esta oscilación necesaria, que ahora ya se observa solamente en relación con las más difíciles teorías, existió antes incluso en lo relativo a las más simples, mientras duró su edad metafísica, en virtud de la impotencia orgánica propia siempre de semejante mánera de filosofar. Se puede asegurar que, si la razón pública no la hubiera eliminado hace mucho tiempo por ciertas razones fundamentales, subsistirían todavía esencialmente las insensatas dudas que suscitó hace veinte siglos sobre la existencia de los cuerpos exteriores, pues nunca las disipó con ninguna argumentación decisiva. Puede, pues, considerarse finalmente el estado metafísico como una especie de enfermedad crónica inherente por naturaleza a nuestra evolución mental, individual o colectiva, entre la infancia y la virilidad.

11. Como las especulaciones históricas no se remontan casi nunca, en los modernos, más allá de los tiempos politeístas, el espíritu metafísico debe parecer casi tan antiguo como el mismo espíritu teológico. puesto que ha presidido necesariamente, aunque de una manera implícita, la transformación primitiva del fetichismo en politeísmo a fin de suplir ya la actividad puramente sobrenatural que, retirada así directamente de cada cuerpo particular, debía dejar espontáneamente en su lugar alguna entidad correspondiente. No obstante; como esta primera revolución teológica no pudo entonces dar lugar a ninguna verdadera discusión, la intervención continua del espíritu ontológico no comenzó a devenir plenamente característica hasta la revolución siguiente por la reducción del politeísmo a monoteísmo, cuyo órgano natural hubo de ser. Su creciente influencia debía parecer orgánica al principio mientras permaneció subordinada al impulso teológico; pero luego, su naturaleza esencialmente disolvente debió manifestarse cada vez más, cuando intentó gradualmente llevar la simplificación de la teología más allá del monoteísmo vulgar, que constituía, necesariamente, la fase extrema verdaderamente posible de la filosofía inicial. De esta manera, durante los cinco últimos siglos el espíritu metafísico ha secundado negativamente el desarrollo fundamental de nuestra filosofía moderna, descomponiendo poco a poco el sistema teológico que se había hecho finalmente retrógrado, desde que, a finales de la Edad Media, quedó esencialmente agotada la eficacia social del régimen monoteísta. Desgraciadamente, la acción excesivamente prolongada de las concepciones ontológicas, después de haber cumplido en cada género ese cometido indispensable pero transitorio, hubo de tender a impedir también cualquier otra organización real del sistema especulativo, de suerte que el obstáculo más peligroso para la instauración final de una verdadera filosofía proviene hoy, en realidad, de ese mismo espíritu que con frecuencia se abroga todavía el privilegio casi exclusivo de las meditaciones filosóficas.


III


ESTADO POSITIVO O REAL

Caracter principal: la ley o subordinación constante de la imaginación a la observación

12. Esta larga sucesión de preámbulos necesarios conduce al fin nuestra inteligencia, gradualmente emancipada, a su estado definitivo de positividad racional, que debe quedar aquí caracterizada de una manera más especial que los dos estados preliminares. Una vez que tales ejercicios preparatorios han comprobado la inanidad radical de las explicaciones vagas y arbitrarias propias de la filosofía inicial, sea teológica, sea metafísica, el espíritu humano renuncia en lo sucesivo a las indagaciones absolutas que no convenían más que a su infancia, y circunscribe sus esfuerzos al dominio, a partir de entonces rápidamente progresivo, de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos verdaderamente accesibles, razonablemente adaptados a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta entonces en razonar, de una manera más o menos sutil, sobre principios confusos, que careciendo de toda prueba suficiente, suscitaban siempre debates sin fin. En lo sucesivo la lógica reconoce como regla fundamental que toda proposición que no es estrictamente reducible al simple enunciado de un hecho, particular o general, no puede tener ningún sentido real e inteligible. Los principios mismos que emplea no son a su vez más que verdaderos hechos, sólo que más generales y abstractos que aquellos a los que deben servir de vínculo. Por otra parte, cualquiera que sea el modo, racional o experimental, de proceder a su descubrimiento. su eficacia científica resulta exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, con los fenómenos observados. La pura imaginación pierde así irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina necesariamente a la observación, constituyendo un estado lógico plenamente normal, sin dejar no obstante de ejercer, en las especulaciones positivas, un oficio tan capital como inagotable para crear o perfeccionar los medios de relación, bien definitiva, bien provisional. En una palabra, la revolución fundamental que caracteriza la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, por la simple averiguación de las leyes, o sea de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados. Trátese de los menores o de los más sublimes efectos del choque y del peso, lo mismo que del pensamiento y de la moralidad, nosotros no podemos conocer verdaderamente más que las diversas relaciones mutuas propias de su cumplimiento, sin penetrar nunca en el misterio de su producción.


Naturaleza relativa del espíritu positivo

13. No sólo nuestras investigaciones positivas deben esencialmente reducirse, en todo, a la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su origen primero y su destino final, sino que importa además darse cuenta de que este estudio de los fenómenos, lejos de poder llegar en modo alguno a ser absoluto, debe ser siempre relativo a nuestra organización y a nuestra situación. Reconociendo en este doble aspecto la imperfección necesaria de nuestros diversos medios especulativos, se ve que, lejos de poder estudiar completamente ninguna existencia efectiva, no podríamos garantizar en modo alguno la posibilidad de comprobar también, ni siquiera muy superficialmente, todas las existencias reales, cuya mayor parte debemos quizá desconocer totalmente. Si la pérdida de un sentido importante basta para ocultarnos radicalmente un orden entero de fenómenos naturales, tenemos todas las razones para pensar que, recíprocamente, la adquisición de un sentido nuevo nos descubriría una clase de hechos de los que actualmente no tenemos la menor idea, a menos de creer que la diversidad de los sentidos, tan diferente entre los principales tipos de animalidad, ha llegado en nuestro organismo al más alto grado que pueda exigir la exploración total del mundo exterior, suposición evidentemente gratuita y casi ridícula. Ninguna ciencia puede poner de manifiesto mejor que la astronomía esa naturaleza necesariamente relativa de todos nuestros conocimientos reales, puesto que al no poder realizarse la investigación de los fenómenos más que con un solo sentido, es muy fácil apreciar las consecuencias especulativas de su supresión o de su simple alteración. Para una especie ciega, por muy inteligente que la supusiéramos, no podría existir ninguna astronomía, ni tratándose de astros oscuros, que son quizá los más numerosos, ni siquiera si la atmósfera a través de la cual observamos los cuerpos celestes fuera siempre y por todas partes nebulosa. Todo el curso de este Tratado nos ofrecerá frecuentes ocasiones de apreciar espontáneamente, de la manera menos equívoca, esa íntima dependencia en que el conjunto de nuestras condiciones propias, tanto interiores como exteriores, mantiene a cada uno de nuestros estudios positivos.

14. Para caracterizar en la medida necesaria esta naturaleza forzosamente relativa de todos nuestros conocimientos reales, hay que darse cuenta también desde el punto de vista más filosófico, de que, si nuestras mismas concepciones, cualesquiera que sean, deben ser consideradas como otros tantos fenómenos humanos, tales fenómenos no son simplemente individuales, sino también y sobre todo sociales, puesto que resultan en realidad de una evolución colectiva y continua, en la que todos los elementos y todas las fases están esencialmente conexas. De modo que si en el primer aspecto se reconoce que nuestras especulaciones deben siempre depender de las diversas condiciones de nuestra existencia individual, en el segundo hay que admitir igualmente que no están menos subordinadas al conjunto de la progresión social, no pudiendo tener nunca esa fijeza absoluta que los metafísicos han supuesto. Ahora bien: la ley general del movimiento fundamental de la Humanidad consiste, a este respecto. en que nuestras teorías tienden cada vez más a representar exactamente los objetos exteriores de nuestras constantes investigaciones, pero sin que pueda, en ningún caso, ser plenamente apreciada la verdadera constitución de cada uno de ellos, debiendo limitarse la perfección científica a aproximarse a este límite ideal hasta donde lo exigen nuestras diversas necesidades reales. Este segundo género de dependencia, propio de las especulaciones positivas, se manifiesta tan claramente como el primero en el curso entero de los estudios astronómicos, considerando, por ejemplo, la serie de las nociones, cada vez más satisfactorias, obtenidas desde el origen de la geometría celeste, sobre la figura de la Tierra, sobre la forma de las órbitas planetarias, etcétera. Así, pues, aunque por una parte las doctrinas científicas sean necesariamente de una naturaleza bastante variable como para obligarnos a desechar toda aspiración a lo absoluto, sus variaciones graduales no presentan, por otra parte, ningún carácter arbitrario que pueda motivar un escepticismo todavía más peligroso; cada cambio sucesivo conserva, por lo demás; espontáneamente, en las teorías correspondientes, una aptitud indefinida para representar los fenómenos que les han servido de base al menos mientras no se tenga que rebasar el grado primitivo de precisión efectiva.

Destino de las leyes positivas: previsión racional

15. Desde que la subordinación constante de la imaginación a la observación ha sido unánimemente reconocida como la primera condición fundamental de toda sana especulación científica, una viciosa interpretación ha llevado con frecuencia a abusar mucho de este gran principio lógico, para hacer degenerar la ciencia real en una especie de estéril acumulación de hechos incoherentes, que no podría ofrecer más mérito esencial que el de la exactitud parcial. Importa, pues, darse bien cuenta de que el verdadero espíritu positivo está, en el fondo, tan lejos del empirismo como del misticismo; es entre estas dos aberraciones, igualmente funestas, por donde debe caminar siempre: la necesidad de tal reserva continua, tan difícil como importante, bastaría por lo demás para comprobar conforme a nuestras explicaciones iniciales, hasta qué punto debe ser maduramente preparada la positividad para que no pueda en modo alguno convenir al estado naciente de la Humanidad. En estas leyes de los fenómenos consiste realmente la ciencia, para la que los hechos propiamente dichos, por muy exactos y numerosos que pudieran ser, no significan jamás otra cosa que materiales indispensables. Ahora bien: considerando el destino constante de estas leyes, se puede decir, sin ninguna exageración, que la verdadera ciencia, lejos de estar formada de simples observaciones, tiende siempre a dispensar, en lo posible, de la exploración directa, sustituyendo ésta por esa previsión racional que constituye, en todos los aspectos, el carácter principal del espíritu positivo, como nos lo hará ver claramente el conjunto de los estudios astronómicos. Una previsión tal, consecuencia necesaria de las relaciones constantes descubiertas entre los fenómenos, no permitirá nunca confundir la ciencia real con esa vana erudición que acumula inútilmente hechos sin aspirar a deducir unos de otros. Este gran atributo de todas nuestras sanas especulaciones es tan importante para su utilidad efectiva como para su propia dignidad; pues la exploración directa de los fenómenos cumplidos no bastaría para permitirnos modificar su cumplimiento si no nos condujera a preverlo convenientemente. De suerte que el verdadero espíritu positivo consiste, sobre todo, en ver para prever, en estudiar lo que es para deducir lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales (2).

4" Extensión universal del dogma fundamental de la invariabilidad de las leyes naturales

16. Este principio fundamental de toda la filosofía positiva, sin que abarque todavía suficientemente, ni mucho menos, la totalidad de los fenómenos, comienza por fortuna, desde hace tres siglos, a ser tan familiar, que, por causa de los hábitos absolutos anteriormente arraigados, se ha desconocido siempre hasta ahora su verdadera fuente, esforzándose, con una vana y confusa argumentación metafísica, en representar como una especie de noción innata, o al menos primitiva, lo que en realidad no ha podido resultar sino de una lenta inducción gradual, colectiva e individual a la vez. No solamente no hay ningún motivo racional, independiente de toda exploración exterior, que nos indique previamente la invariabilidad de las relaciones fÍsicas, sino que por el contrario, es indudable que el espíritu humano tiene, durante su larga infancia, una inclinación muy viva a desconocerla, incluso allí donde una observación imparcial la pondría ya de manifiesto si su tendencia necesaria no le llevara a atribuir todos los hechos, cualesquiera que sean, y sobre todo los más importantes, a voluntades arbitrarias. En cada orden de fenómenos hay, sin duda, algunos lo bastante simples y lo bastante familiares para que su observación espontánea haya sugerido siempre el sentimiento confuso e incoherente de una cierta regularidad secundaria; de suerte que el punto de vista puramente teológico no ha podido nunca ser rigurosamente universal. Pero esta convicción parcial y precaria se limita, durante mucho tiempo, a los fenómenos menos numerosos y más subalternos, sin poder siquiera preservarlos entonces de las frecuentes alteraciones atribUidas a la intervención preponderante de los agentes sobrenaturales. El principio de la invariabilidad de las leyes naturales sólo comenzó realmente a adquirir alguna consistencia filosófica cuando los primeros trabajos verdaderamente científicos pudieron poner de manifiesto sú exactitud esencial en un orden entero de grandes fenómenos; y esto sólo podía resultar suficientemente de la fundación de la astronomía matemática durante los últimos siglos del politeísmo. Partiendo de esta introducción sistemática, este orden fundamental ha tendido, sin duda, a extenderse, por analogía, a los fenómenos más complicados, incluso antes de que pudieran conocerse sus leyes propias. Pero, aparte su esterilidad efectiva, esta vaga anticipación lógica tenía entonces demasiado poca energía para resistir convenientemente a la activa supremacía mental que aún conservaban las ilusiones teológico metafísicas. Luego fue indispensable un primer esbozo especial de las leyes naturales en cada orden principal de fenómenos para dar a tal noción esa fuerza inconmovible que comienza a presentar en las ciencias más avanzadas. Esta convicción no podía llegar a ser lo bastante firme mientras no se ha extendido semejante elaboración a todas las especulaciones fundamentales, pues la incertidumbre que dejaban las más complicadas tenía que afectar más o menos a todas las demás. Esta tenebrosa reacción resulta evidente, incluso hoy cuando por la ignorancia todavía habitual de las leyes sociológicas, el principio de la invariabilidad de las leyes físicas permanece aún sujeto a graves alteraciones, hasta en los estudios puramente matemáticos, en los que vemos, por ejemplo, preconizar cada día un supuesto cálculo de probabilidades que supone implícitamente la ausencia de toda ley real con respecto a ciertos acontecimientos, sobre todo cuando en ellos interviene el hombre. Pero cuando, por fin, queda suficientemente esbozada esa extensión universal, condición ahora cumplida en las mentes más avanzadas, este gran principio filosófico adquiere inmediatamente una plenitud decisiva, aunque hayan de permanecer ignoradas durante mucho tiempo aún las leyes efectivas de la mayor parte de los casos particulares; porque una irresistible analogía aplica entonces a todos los fenómenos de cada orden lo que sólo para algunos de ellos ha sido comprobado, con tal de que tengan una importancia considerable.




Notas

(1) Casi todas las explicaciones habituales relativas a los fen6menos sociales, la mayor parte de las concernientes al hombre intelectual y moral, una eran parte de nuestras teorías psicológicas o médicas, e incluso varias teorías químicas, etcétera, recuerdan aún directamente la extraña manera de filosofar tan graciosamente caracterizada por Moliére, sin ninguna grave exageración, refiriéndose, por ejemplo, a la virtud dormitiva del opio, conforme a la revolución decisiva que Descartes acababa de producir en todo el régimen de las entidades.

(2) Sobre esta apreciación general del espíritu y de la marcha propios del método positivo, se puede estudiar, con mucho fruto, la preciosa obra titulada: A system of logic, ratiocinative and inductive. recientemente publicada en Londres (ed. John Parker, West Strand. 1843), por mi eminente amigo M. John Stuart Mill, tan plenamente asociado en lo sucesivo a la fundación directa de la nueva filosofía. Los siete últimos capítulos del tomo primero contienen una admirable exposición dogmática, tan profunda como luminosa, de la lógica inductiva, que, me atrevo a asegurarlo, no podrá nunca concebirse ni caracterizarse mejor desde el punto de vista en que el autor se ha situado.

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