Índice del Los héroes de Thomas CarlyleAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

SEXTA CONFERENCIA

El héroe como rey.
Cromwell.
Napoleón.
Revolucionismo moderno.

Segunda parte

(Viernes, 22 de mayo de 1840)

Si miramos la vida de ese hombre valiéndonos únicamente de nuestros ojos, surge hipótesis muy diferente, manifestándosenos el íntegro, afectuoso, sincero, al considerar lo poco que sabemos sobre su infancia, deformado como llegó hasta nosotros. Su temperamento nervioso melancólico indica gravedad excesivamente profunda. Nadie está obligado a creer en los relatos referentes a los Espectros, ni el referente al Blanco rodeado de luz que le predijo sería Rey de Inglaterra, ni el atañente al Negro Diablo personificado, a quien se vendió antes de la Batalla de Worcester a los ojos de un Oficial. Lo que sí sabemos indiscutiblemente es que en su juventud fue taciturno, hipersensible, hipocondriaco. El médico de Huntingdon dijo a Sir Felipe Warwick que había sido llamado varias veces a medianoche, que Cromwell padecía hipocondría; creyendo iba a morir, delira sobre la Cruz del Pueblo. Eso es muy significativo. Tan excitable naturaleza en hombre de fuerza tan tosca y tenaz no es síntoma de doblez.

Decidióse que el joven Oliverio estudiase Leyes; se dice que cayó en la disipación durante corto período; de ser cierto, se arrepintió pronto, puesto que poco después de los veinte años se casó, viviendo grave y reposado. Se afirma devolvió el dinero ganado en el juego, pensando que no le pertenecía. Esta conversión (como se ha llamado) es interesantísima, natural; es despertar de alma que sale del lodazal mundano a descubrir la espantosa verdad de las cosas, que el Tiempo y sus Apariencias se basan en la Eternidad; que este miserable Mundo es el Umbral del Cielo o del Infierno. La vida de sobrio y activo agricultor que llevó Oliverio en St. Ives y Ely es la de un hombre juicioso y devoto; renuncia al mundo y sus rutinas, considerando que su recompensa no puede enriquecerlo; trabaja la tierra, lee la Biblia, reune diariamente a sus mozos para adorar a Dios; acoge a los eclesiásticos perseguidos, distingue a los predicadores, predica él mismo, exhorta a sus vecinos a que sean buenos, a que aprovechen el tiempo. ¿Qué hipocresía, ambición o falsía hay en todo esto? Creo que su esperanza residía en el Mundo Supraterreno, que su anhelo fue merecerlo, no saliéndose de la humilde senda que se trazara en éste. No apetece la fama, pues, ¿de qué podía servirle la fama? Siempre a la vista de su Amo y Señor.

También es extraño el modo como apareció en publico; como nadie quiso oponerse a cierto agravio publico tuvo que oponerse él. Me refiero al asunto de los pantanos de Bedford; nadie quiso litigar con la Autoridad; él si. Una vez fallado el pleito se reintegró a su rincón, a su Biblia y a su arado. ¿Para qué quería la influencia? La que ejercía era de las más legítimas, derivada de sus dotes personales, como hombre justo, religioso, razonable y resuelto. Así vivió hasta más de los cuarenta, en el umbral de la vejez, a las puertas de la Muerte y la Eternidad; entonces fue cuando sintió ambición, segun afirman. Yo no interpreto así su misión Parlamentaria.

Sus éxitos en el Parlamento y en la guerra fueron francos, los propios del valeroso, del más resuelto de corazón, del más claro de entendimiento. Sus ruegos al Altísimo, sus acciones de gracias al Dios de la Victoria, que le preservó la vida, permitiéndole llegar hasta donde había llegado, a través del crujido de un mundo en conflicto, los desesperados apuros pasados en Dunbar, desafiando a la muerte en innumerables batallas, fueron para él mercedes coronadas por la de la Batalla de Worcester; todo ello es digno y legitimo en el Calvinista Cromwell, de recio corazón. Sólo a los envanecidos Caballeros incrédulos, que no adoraban a Dios, sino a sus guedejas, frivolidades y formalismos, que vivían apartados por completo de la contemplación de Dios, sin Dios en este mundo, tenía que parecer hipócrita.

No lo condenaremos tampoco por la participación que tuviera en la muerte del Rey. Grave cosa es matar a un Rey; mas si se está en guerra con él a ello se debe; esto y todo lo demás es consecuencia de la guerra, porque una vez entablada tiene que morir uno de los contendientes, siendo problemática la reconciliación, posible, habiendo más probabilidades de imposibilidad. Hoy son muchos los que admiten que cuando el Parlamento venció a Carlos I no pudo hallar manera de llegar a convenio sólido con él. El gran partido Presbiteriano, recelando a los Independientes, sentía ansias por ello, por su propia existencia, mas no pudo lograrlo. El desdichado Carlos I mostróse fatalmente incapaz de tratar en las negociaciones finales de Hampton-Court, hombre que no podía ni quería comprender, cuyo entendimiento no discernía la realidad de la cuestión y, lo que es peor, cuyas palabras no correspondían a sus pensamientos. Lo decimos sin crueldad, profundamente compadecidos, pero es cierto e indiscutible. Todo lo echó en olvido, excepto la corona, y al ver que lo trataban con el respeto debido a un rey, creyóse capaz de engañar a los partidos y recuperar solapadamente su antiguo poder burlándose de ellos, pero descubrieron su ardid. El hombre cuya palabra no manifiesta lo que piensa o intenta no es digno de fiar en pacto alguno: o le dejamos libre el camino o le arrojamos de él. Desesperados los Presbiterianos quisieron creer en él, a pesar de las sospechas de falsía, imposibilidad de creer en sus palabras, mas Cromwell no quiso fiarse y exclamó: ¿vamos a aceptar un trocito de papel a cambio de todas nuestras luchas?

En todo cuanto intervino mostró Cromwell su vista decisiva y práctica, tendiendo siempre a lo práctico o practicable, viendo la realidad. Afirmo que el falsario no posee tal inteligencia, porque ve siempre la apariencia, lo agradable, lo oportuno, mientras el sincero necesita discernir la verdad práctica. La proclama de Cromwell al Ejército Parlamentario al iniciar las hostilidades, aconsejando no se admitiese en él a los asiduos a la taberna ni a los inconsistentes perturbadores, sino a los fuertes campesinos que luchaban de corazón, demuestra su clarividencia. La Realidad responde a los Hechos si la discernimos. Los férreos soldados de Cromwell fueron producto de su perspicacia: hombres temerosos de Dios y de nada más, no hubo guerreros tan auténticos en Inglaterra ni fuera de ella.

Tampoco censuramos excesivamente las palabras que Cromwell dirigió a sus soldados y que tanto se criticaron: Si el Rey saliese a mi encuentro en la batalla, lo mataria. ¿Por qué no? Eso lo dijo frente a hombres que estaban ante hombre Superior a los Reyes, que arriesgaban algo más que su vida en la lucha. El Parlamento puede llamar en su lenguaje oficial lucha por el Rey; nosotros no podemos comprenderlo, porque para nosotros no se trata de mero pasatiempo, de eufemismo oficial, sino de áspera muerte y de realidad. Están en Guerra, horrible y sanguinaria lucha de hombres que se acometen furiosos; el elemento infernal del hombre decidirá. Hacedlo, puesto que se ha de hacer. Considero naturalisimos los éxitos de Cromwell; al no morir luchando fueron inevitables; no se precisa magia para explicar que aquel hombre, de penetrante vista, indómito corazón, se elevase victoria tras victoria, hasta que el Granjero de Huntingdon se convirtió en el Hombre más Fuerte de Inglaterra, en Rey de Inglaterra virtualmente.

Triste es para un pueblo, como para un hombre, caer en el Escepticismo, el dilettantismo, la hipocresía, no reconocer la Sinceridad cuando le sale al paso: ¿Hay peor maldición para este mundo, para todos ellos? Cuando el corazón muere los ojos no ven. El entendimiento que entonces queda es meramente vulpino, sirviendo de poco se le envie un verdadero Rey, porque no lo reconoce, exclamando burlonamente: ¿Ése es vuestro Rey? Entonces el Héroe desgasta su heroica facultad en inútil contradicción de parte de los indignos, pudiendo hacer poco. Para si vive una vida heroica, lo cual ya es mucho, es todo, mas para los demás nada hace. La indomable y ruda Sinceridad, originada en la Naturaleza, no es voluble cuando contesta desde la tribuna del jurado; en nuestros pequeños juzgados se desdeña como falsificación. El intelecto vulpino lo olfatea. La respuesta que merecieron Knox y Cromwell por haber sido hombres que valían lo que mil de sus congéneres, ha sido discutir durante dos siglos si fueron o no hombres. El mayor don de Dios a esta Tierra se desdeña y desecha. El milagroso talismán es la mezquina moneda dorada imposible de pasar en la tienda por corriente onza. Esto es lamentable. Digo que debe remediarse. Hasta que no se remedie hasta cierto punto, nada tendrá remedio. Lo que debe hacerse es desenmascarar a los falsarios, pero, ¡por el Cielo!, al mismo tiempo hay que conocer a los dignos de confianza. ¿De qué nos sirve el conocimiento hasta que logremos saber eso? ¿Cómo conseguiremos descubrirlo? Porque la astucia zorruna, que se considera conocimiento, que descubre de ese modo, se equivoca en mucho. Muchos son los engañados, pero entre todos nadie en tan fatal situación como el que vive en el indebido terror de ser engañado. Existe el mundo; hay realidad en él, de lo contrario no existiría. Ante todo hay que reconocer lo que es cierto; luego discerniremos lo falso, hasta entonces nunca.

¡Conocer los hombres dignos de confianza!, por desgracia estamos aún lejos de ello. Sólo el sincero puede reconocer la sinceridad. Lo que precisamos no es únicamente el héroe, sino un mundo apropiado para él, mundo no poblado de Ayudas de Cámara, porque entonces el Héroe surgirá en vano. Si, está lejos de nosotros, pero debe llegar; a Dios gracias se le ve avanzar. ¿Con qué contamos hasta que llegue? Con Urnas electorales, votos, Revoluciones francesas; pero, para ser Ayudas de Cámara, que no reconocen al Héroe cuando lo ven, ¿de qué nos sirve todo eso? Surge el heroico Cromwell; pasa siglo y medio sin que le concedamos un solo voto. El mundo hipócrita e incrédulo es propiedad natural de la Superchería, del Padre de los charlatanes y las ficciones. Lo único posible es la miseria, la confusión, la mentira. Las urnas electorales alteran la figura del charlatán, mas su sustancia es la misma. El Mundo de estúpidos Lacayos tiene que ser gobernado por el Héroe Fingido, por el Rey que sólo tiene de rey sus galas. Ése es su mundo; él es su rey. En resumen, o aprendemos a conocer al Héroe, al verdadero Gobernante y Caudillo cuando le tenemos ante los ojos, o continuarán gobernándonos los que nada tienen de héroes, aunque pongamos urnas electorales en cada esquina, porque nada remedian.

¡Pobre Cromwell, gran Cromwell! ¡Profeta mudo que no pudo hablar! Rudo, confuso, luchando por expresarse con su salvaje profundidad, su invencible sinceridad, extraño éntre los elegantes eufemismos, delicados Falkland, didácticos Chillingworth, diplomáticos Clarendon. Fijémonos en él. Era cáscara de caótica confusión, visiones del Diablo, nerviosas pesadillas, casi vesánico; no obstante, en el interior de todo eso anidaba la energía clara y determinada del hombre. Era hombre caótico, como rayo de pura luz astral y fuego que lucha con el elemento de ilimitada hipocondría, informe negrura de las tinieblas. Sin embargo, esta hipocondría constituía la misma grandeza de aquel ser. La profundidad y ternura de sus indómitos afectos, la inmensa simpatía que sentía por las cosas, la perspicacia con que se adentraba en sus entrañas, la maestría con que las dominaba: eso era su hipocondría. Su desventura era producto de su grandeza, como la de todos los demás. También Johnson pertenecía a esta especie. Atemorizado por la amargura, semiatarantado, envuelto por el amplio elemento del triste negror, tan vasto como la Tierra. Es el carácter del hombre profético, ser cuya alma entera vela, y luchaba por ver.

En eso me baso para explicarme que fuera reputado Cromwell confuso en su expresión; el significado íntimo era para él tan claro como la luz del sol, no hallando materia para arroparla; por eso vivió en silencio, envuelto continuamente por el inmenso e innominado mar del Pensamiento; su índole de vida no le incitó a intentar el modo de denominarlo ni expresarlo. Es indudable que con su penetrante visión, resuelto poder de acción, podía haber aprendido a escribir Libros, a expresarse con fluidez, pues lo que hizo fue mucho más dificil que escribir libros, siendo hombre de aquellos que pueden efectuar virilmente cuanto se les confía. No consiste el intelecto en perorar y formar silogismos, sino en discernir y cerciorarse. La Virtud, Vir-tus, virilidad, heroísmo, no es regularidad inmaculada bien expuesta; ante todo es lo que los alemanes llaman con acierto Tugend, Valor y Facultad para obrar. Ésta era la base existente en Cromwell.

No obstante, se comprende por qué pudo predicar rapsódicamente, aunque no Podía expresarse en el Parlamento; sobre todo por qué pudo ser grande en la oración improvisada; porque esas palabras son la libre exteriorización de lo que siente el corazón, sin que requieran método, sino ardor, profundidad y sinceridad. El hábito de orar era uno de sus notables aspectos; todas sus grandes empresas iban precedidas de oración y, cuando se veía en grande apuro, reunía a sus Oficiales orando todos alternativamente, durante horas, días enteros, hasta que alguno de ellos daba con una solución definida, abriendo una puerta a la esperanza, como acostumbraban a decir. Considerémoslo. Lloraban, oraban con fervor, implorando al gran Dios se compadeciese de ellos, para que Su luz brillase y les guiase. Se consideraban Soldados de Cristo, pequeño ejército de Hermanos Cristianos, que desenvainaban su espada contra un mundo funesto devorador y no Cristiano, sino Mamónico, Endiablado; imploraban a Dios en sus aprietos, en su extremada necesidad, para que no olvidase su Causa, que era la Suya. ¿Cómo podía, por qué medios podía alcanzar el alma humana luz más viva que la que entonces surgía en ellos? El propósito que formaban era probablemente el mejor, el más prudente, el que había que lograr sin vacilaciones, siendo para ellos como destello del Esplendor Celeste que rasgaba las tenebrosidades en que se perdían los lamentos; la Pira que les servía de guía en la noche de su quebrado y peligroso camino. ¿No era así? ¿Hay otro método que pueda servir de guía al alma humana que lucha, de no ser éste intrínsecamente: postrarse con devoción y fervor ante el Altísimo, el Manantial de toda Luz, ya en súplica verbal, ya silente? No, no hay otro método. ¿Es eso Hipocresia? Ya nos cansamos de oírlo; los que así lo llaman no tienen derecho a discurrir sobre ello, porque nunca formaron propósito digno de este nombre; lo que hicieron fue calcular las oportunidades, los éxitos aparentes, reunir sufragios, consejos, sin afrontar nunca la verdad de la cosa. Las plegarias de Cromwell tenían que ser elocuentes, mucho más que elocuentes, porque su corazón era de hombre que sabia orar.

Entiendo que sus Discursos fueron algo más elocuente y congruente de lo que parece; observamos fue lo que todos los oradores tienden a ser, eficaces, aun en el Parlamento, pesando cuanto manifestaba. Su ruda y apasionada voz decía siempre algo, algo que los hombres querían saber. No se preocupó de ser elocuente, despreciando y disgustándole la oratoria, hablando siempre sin premeditar sus palabras.

Parece también que los noticieros eran bastante imparciales en aquellos días y entregaban a los cajistas las notas tomadas sin darles forma. ¡Extraña prueba en que basan la pretendida y estudiada hipocresía presentándole como farandulero! Nunca se preocupó de sus Discursos y, si no estudiaba las palabras antes de pronunciarlas, fue porque su sinceridad era su mejor defensa.

En cuanto a la doblez. de Cromwell opinamos se debió a que todos los partidos comprendieron, y hasta creyeron oír, tal cosa, dándose luego cuenta que quiso decir otra. Por eso afirman fue el príncipe de los embusteros. ¿No es esto, intrínsecamente, y en tales circunstancias, el inevitable destino del hombre superior, mas no del impostor? Esos personajes deben tener reticencias. De llevar el corazón en la mano para que las cornejas pudieran picotearlo, no hubiera hecho mucho camino. De nada sirve al hombre vivir en una casa de cristal. Él es quien tiene que juzgar hasta dónde debe dejar ver sus propósitos, aun tratándose de los que tienen que acompañarle en sus empresas, porque hay preguntas impertinentes y en este caso, hay que dejar perplejo al indiscreto, sin engañarlo, mas sin aclarar el asunto. ¡Si pudiéramos dar con la frase precisa para responder! Ésa es la que el prudente sincero procuraría dar en tal caso.

Indudablemente Cromwell se expresó a menudo en el habla propia de los pequeños partidos secundarios, exteriorizando parte de su pensamiento, creyendo que eran de los suyos. De ahí su ira al darse cuenta de que no era así, sino independiente. ¿Merecía censura por elló? Durante los varios períodos de su historia debió sentir que, si exponía hasta la raíz sus pensamientos se habrían estremecido horrorizados, y, de creerle, se hubiere derrumbado por completo la minúscula y compacta hipótesis concebida, sin poder contribuir en nada para ayudarle, incapacitados quizá para laborar en su propio sector. Ésa es la posición inevitable del grande hombre entre los pequeños. En todas partes hoy hombrecillos, activísimos, útiles, cuya actividad depende de alguna convicción que comprendemos es limitada, imperfecta, lo que llamamos error; pero ¿sería siempre amabilidad o es siempre o a menudo deber estorbarles en ello? Muchos son los que llevan a cabo algo de modo que llama la atención, basado sólo en algún débil tradicionalismo, convencionalismo, indudable para ellos, increíble para nosotros; si lo refutamos se hunde en un abismo. Fontenelle dice: Si tuviera la verdad en un puño, sólo abriría el meñique.

Si así acontece en el terreno doctrinal, ¿cuánto más no ocurrirá en el práctico? El incapaz de guardar su pensamiento, nada de consideración puede poner en práctica. ¿Llamaremos a eso disimulo? ¿Qué diríamos del que llamase encubridor al general de un ejército por no manifestar sus propósitos a todos los cabos y soldados que le preguntan sobre ellos? Puedo decir que Cromwell trataba todo eso de manera admirable por su perfección. Durante su carrera vióse asediado constantemente por interminable vórtice de impertinentes cabos que giraban confusamente a su alrededor, a quienes respondía. El que así obró tenía que ser gran clarividente, no habiendo nadie que le demostrase su impostura. ¿Cuál es el hombre que habiéndose internado en tan complicado laberinto de cosas puede merecer tal calificativo?

Hay dos errores, dominantes, que pervierten en su misma base los juicios formados sobre hombres como Cromwell, sobre su ambición, impostura, y cosas parecidas. El primero es lo que podría llamarse sustitución de la meta de su carrera por su curso y punto de partida. El Historiador vulgar de Cromwell supone que había resuelto ser Protector de Inglaterra, cuando estaba aún labrando la tierra cenagosa de Cambridgeshire, sospechando que su carrera estaba esbozada, que tenia programa del completo drama que desarrolló paso a paso trágicamente, con astucia, dramaturgia engañadora a medida que avanzaba, siendo falso, intrigante, (Vocablo griego que nos resulta imposible reproducir. Chantal López y Omar Cortés), o Comediante. Ésta es una radical perversión; casi universal en tales casos. Consideremos cuán diferente es el hecho. ¿Quién puede predecir su vida futura? Más allá del presente todo está velado para nosotros, como intacta madeja de posibilidades, recelos, intenciones, vagas esperanzas. No estaba la completa vida de Cromwell en aquella especie de Programa, que había de conocer por entonces, con su insondable astucia, con el único objeto de desarrollarla dramáticamente, escena tras escena; aunque así parezca no fue así para él. ¡Cuántos absurdos se desvanecerían si la historia considerase francamente este hecho innegable! Dirán los historiadores que no lo pierden de vista, pero veamos si es así. La Historia vulgar lo omite por completo, como ocurre en el caso de Cromwell y aun la de mejor calidad lo recuerda sólo de cuando en cuando. Para recordarlo debidamente con rigurosa perfección, tal como figuró en el hecho, requiérese raro talento, quizá imposible, el que tenía Shakespeare, o superior al suyo, capaz de actualizar la biografía del hombre hermano, ver con ojos de congénere en todos los momentos de la vida que él viera; en resumen, conocer sus pasos y personalidad, cosa que pocos Historiadores tienen probabilidad de saber. Mas la mitad de las perversiones atribuidas a Cromwell se desvanecerían si procurásemos representámoslas honradamente de ese modo, es decir, tal como fueron y no a bulto, como se nos presentan.

El segundo error, que creo se comete en general, se refiere a esta misma ambición. Exageramos la ambición de los Grandes Hombres, equivocándonos en cuanto a su naturaleza. Los Grandes Hombres no son ambiciosos en ese sentido; el ambicioso es el mezquino. Consideremos al hombre que no es feliz porque no brilla sobre los demás, que se mete por los ojos, que anhela, ansía ostentar sus dones y pretensiones, luchando por forzar a todos, como si lo pidiera de limosna, a que lo reconozcan como grande hombre y lo encumbre sobre los otros. Un ser así es uno de los más lastimosos espectáculos bajo el sol. No es grande hombre, sino pobre enfermo ávido, más digno de ocupar una cama de hospital que un trono entre los hombres. Apartáos de su camino, porque tal criatura no gusta de sendas solitarias, no puede vivir sin el elogio, sin causar maravilla, sin el encomio de ditirámbicos artículos. Mas eso no es grandeza, sino vaciedad, puesto que nada contiene, es hambre y sed de alabanza. En verdad creo que no hubo grande hombre, ni siquiera cuerdo que llevase algo dentro, poco o mucho, que se preocupase de todo eso.

¿Qué pudo importar a Cromwell el aplauso de ruidosa muchedumbre? Dios, su Creador, sabía muy bien qué era; en nada aumentaba ni disminuía el aplauso su quididad. Hasta que aparecieron las primeras canas, hasta que estando en la pendiente de la Vida vió que todo tenía límite, y fin, la manera como iban las cosas contentóse con labrar la tierra y leer la Biblia; que no pudiera soportarlo en su vejez, sin entregarse a la Superchería, con el fin de ir en dorada carroza a Whitehall, atender a los secretarios que le presentaban montones de papeles rogándole: Resuelva esto, despache aquello, es cosa que nadie puede afirmar sin reservas ni remordimiento. ¿Qué atracción podían tener para Cromwell las doradas carrozas? La vida encerraba significado para él desde hada tiempo, terror y esplendor como el mismo Cielo. Su vida como hombre era superior a la necesidad de las galas. La Muerte, el Juicio, la Eternidad, eso era la base de cuanto pensó e hizo; su existencia fue una isla rodeada de mar de indecibles Pensamientos, inexpresable para el hombre. Lo importante para él fue el Evangelio, tal como lo leyeron los profetas Puritanos de su época, sin importarle todo lo demás. Paréceme despreciable solecismo llamar ambicioso a tal hombre, y figurárnoslo como ávido infatuado. Un hombre así diría: Guardaos vuestras doradas carrozas y entusiásticas muchedumbres, los engalanados funcionarios, las influencias, los asuntos que creéis importantes y dejadme solo, hay demasiada vida en mí. El viejo Samuel Johnson, el alma más grande de Inglaterra en su época, no era ambicioso. Boswell lucía en las ceremonias cintas llamativas en el sombrero, mientras el gran Johnson quedaba en casa: su alma mundial estaba sumida en sus pensamientos y preocupaciones; ¿de qué podían servirle la ostentación, las cintas en el sombrero?

Lo repetiré: complace reflexionar sobre el gran Imperio del Silencio, sobre el grande hombre silencioso que contempla la ruidosa vaciedad del mundo, palabras huecas de sentido, actos de escasa valía. Los hombres nobles y tácitos, encerrados en su habitación, diseminados, que piensan y laboran en el silencio, sobre los que nada dice el periódico, son la sal de la Tierra; mal va la nación que carece de ellos o en que escasean; es bosque sin ralces, en el que todo son hojas y ramaje, que se mustiarán pronto. ¡Infelices de nosotros si sólo tuviésemos palabras y ostentaciones! Lo único grande es el Silencio, el gran Imperio del Silencio, que descuella sobre las estrellas, que llega a mayor profundidad que los Reinos de la Muerte; todo lo demás es mezquino. Confío que los ingleses conservarán por mucho tiempo el gran talento del silencio. Dejad que los imposibilitados de vivir sin encaramarse a los barriles para sobresalir, para que los vean en el mercado, cultiven exclusivamente la oratoria, convirtiéndose en frondoso bosque sin raíces. Salomón dijo: Oportuno es hablar, siéndolo también el silencio. Alguien pudiera interrogar a los silenciosos Samueles, no forzados a escribir por falta de dinero y no otra cosa: ¿Por qué no te levantas y hablas, promulgando tu doctrina y fundando tu secta? Hasta hoy he podido contener mi pensamiento; por fortuna tuve habilidad para retenerlo, sin que ninguna fuerza me obligase a expresarlo. Mi doctrina no tiene por objeto la divulgación, sino servir de norma a mi vida. Ése es el gran valor que para mí tiene. ¿Y el honor? Sí; digamos lo que dijo Catón sobre la estatua: No sería preferible que, al contemplar las muchas estatuas de vuestro Foro, preguntase alguien: ¿Dónde está la de Catón?

Ahora, como compensación de este Silencio, permitidme decir que hay dos clases de ambición: una censurable por completo, laudable e inevitable la otra. La Naturaleza dispuso que el gran tácito Samuel no guardase silencio mucho tiempo. Consideremos mezquina y miserable la suposición de querer brillar sobre los demás. No buscas grandes cosas no las busques. No obstante, digo hay irrepresible tendencia en todo hombre a desarrollarse de conformidad con la magnitud que le concedió la Naturaleza, a exteriorizar de palabra y obra lo que en él infundió. Esto es propio, adecuado, inevitable, siendo también deber, compendio de los deberes del hombre. Pudiéramos decir que el significado de la vida en la tierra es éste: Desarrollamos, laborar en aquello para lo que tengamos facultades. Es necesidad del ser humano, ley primordial de nuestra existencia. Observa bellamente Coleridge que el niño aprende a hablar debido a esa necesidad. Por eso afirmaremos: para decidir si la ambición es justa o no tendremos presentes dos cosas: no sólo el apetito de la función, sino la capacidad para desempeñarla, pues de esto se trata. Quizá fuera suyo el puesto, tal vez tenía derecho natural y hasta obligación de alcanzarlo. ¿Censuraremos la ambición de Mirabeau de presidir el Consejo, cuando era el único francés capaz de desempeñar el cargo con provecho? De haber concebido más esperanzas puede que no hubiera sentido con tal claridad el bien que podía hacer. Pero un pobre Necker, que ninguna utilidad podía reportar, que estaba sabedor de ello, quedó abismado al verse rechazado; bien pudo Gibbon llorarle. Dije que la Naturaleza dispone que el grande hombre silencioso se esfuerce en hablar.

Supongamos, v. g., que hubiésemos revelado a Johnson, que en su solitaria existencia, era capaz de efectuar labor divina inapreciable para su país y para el mundo entero: que la perfecta Ley Celeste podía convertirse en ley de este mundo; que la oración que diariamente decía: Venga a nos el tu reino, podía realizarse al fin. De haberle evidenciado la posibilidad, la realización: que él, el taciturno Samuel, estaba llamado a participar en ello, hubiérasele inflamado el alma brillando con divina claridad, hablando noblemente, determinado a obrar, descartando todo pesar y recelo, menospreciando toda aflicción y contrariedad, iluminándose el tenebroso elemento de su existencia y destellando vivísima luz. Su ambición sería justa. Consideremos el caso de Cromwell. Tiempo hacía pesaba sobre su corazón el sufrimiento de la Iglesia de Dios, afligiéndole ver encerrados en calabozos a los celosos y sinceros propagadores de la verdad, azotados, en la picota, cortadas las orejas; viendo cómo los indignos pisoteaban el Evangelio, tras largos años de silencio y oración, sin hallar remedio en la Tierra; confiando vendría la Celeste bondad, considerando todo aquello como superchería que no podía eternizarse. Contemplemos ahora la aurora. Tras doce años de silenciosa espera estremecióse Inglaterra; habrá nuevamente Parlamento en que se dejará oír la voz de la Razón, renaciendo la inexpresable y bien cimentada esperanza en la Tierra. ¿No era digno pertenecer a tal Parlamento? Cromwell dejó el arado y acudió a la asamblea. Habló -ásperos estallidos de franqueza- de una verdad vista por él, laboró, luchando denodadamente como vigoroso gigante a través del tumulto del cañón, sin desmayar hasta que triunfó la Causa, hasta que barrió a sus formidables enemigos, hasta que el alba de esperanza trocóse en clara luz de victoria y de certidumbre. Se irguió como el alma más fuerte de Inglaterra, como el indiscutido Héroe de toda Inglaterra, haciendo que la ley del Evangelio de Cristo se estableciera en el Mundo. La Teocracia que Knox pudo soñar en el púlpito como fantasía de devoto, atrevióse a considerarla realizable este hombre práctico, aleccionado en el borrascoso caos de la más dura experiencia. Los que ocupaban los más altos puestos en la Iglesia de Cristo, los más devotos y prudentes, tenían que gobernar el país; así podía y debía ser, hasta cierto punto. ¿No era ésta la verdad, la verdad de Dios? Y, de ser cierto, ¿no era esto lo que había que hacer? La inteligencia práctica más vigorosa en Inglaterra atrevióse a responder ¡Sí! Opino fue noble y sincero propósito. ¿No es ésa la más noble decisión que pudo animar el corazón del estadista o del hombre? El paso dado por Knox al proponérselo fue de importancia, pero que lo abrazara un Cromwell, hombre de extraordinaria sensatez y experiencia de lo que era el mundo, la Historia, creo, no registra nada igual. Opino que ése es el punto culminante del Protestantismo, la fase más heroica que tenía que presentu en la Tierra la Fe en la Biblia. Suponed que se manifestase a uno de nosotros cómo podía lograrse que la Razón alcanzara decisiva victoria sobre el Error, que todo cuanto habíamos anhelado e implorado como bien supremo para Inglaterra y el resto del mundo era realizable.

Debo decir que el intelecto vulpino, con su habilidad, astucia y pericia para desenmascarar hipócritas, paréceme cosa bastante mezquina. En Inglaterra sólo tuvimos un estadista de ese temple, uno en cuyo corazón arraigase aquel propósito: no puedo dar con otro. Un solo hombre en quince siglos: ésta fue la acogida que le dispensaron. Hizo decenas, centenares de prosélitos, pero sus adversarios eran millones. De haberlo seguido la nación en masa, Inglaterra seria un país cristiano. Tal como está, la habilidad vulpina continúa siendo su desesperado problema: Dado un mundo de picaros, conseguir Probidad de su acción conjunta: engorroso problema con que tropezamos en las Chancillerías de las Audiencias, y en otros sitios. Finalmente, por justa ira celeste, y también por su inmensa gracia, se inicia el estancamiento de la cuestión, viendo todos que el problema es palpablemente insoluble.

Respecto de Cromwell y sus propósitos, Hume y muchos de sus prosélitos, admiten fue sincero en un principio, sincero Fanático, que poco a poco trocóse en Hipócrita, a medida que se sucedían los acontecimientos. Ésa es su teoría que desde entonces se aplicó a Mahoma y otros muchos. Si reflexionamos hallaremos algo de ello, no mucho, no todo, muy lejos de la totalidad. Los sinceros corazones de los héroes no se malean de ese modo miserable. El sol se desprende de impurezas, presenta algunas feas manchas, pero no se apaga anulándose como Sol trocándose en oscura masa. Me aventuro a creer que eso nunca ocurrió al profundo Cromwell, al Hijo de la Naturaleza de corazón de león, que como Anteo, debía su fuerza al contacto con la Tierra, su Madre; que, si la separábamos de ella, creyéndole hipócrita vacuo, perdía su fuerza. No afirmamos que fuera inmaculado, que no padeció errores, insinceridades. No se erigió en maestro honorario de perfecciones, intachables conductas; fue rudo Orson que se abría penoso camino con su esfuerzo sincero, cayendo alguna que otra vez. Se equivocaba y sufría errores muchas veces al día, a todas horas, cosa que sabían Dios y él. Muchas veces se nubló el Sol, mas nunca quedó oscurecido para siempre. Sus últimas palabras en el lecho de muerte revelan al hombre heroico cristiano: entrecortadas súplicas al Señor rogándole juzgase a él y a su Causa puesto que el hombre no podía juzgarlo con justicia, se encomendaba a su misericordia. Conmovedoras palabras. Así entregó al Creador su impetuosa y grande alma, cesando en sus esfuerzos y errores.

No soy de los que le suponen Hipócrita, de los que creen vivió enmascarado, en el simulacro, como vano y estéril impostor ávido de los vítores de las muchedumbres. Vivió muy a gusto en la sombra hasta encanecer; luego lo vemos convertido virtualmente en Rey de Inglaterra, reconocido como hombre sin tacha. ¿No puede vivir el hombre sin el manto y carrozas reales? ¿Creéis placentero verse rodeado de secretarios que importunan con sus fajos de documentos con la cinta roja? El sencillo Diocleciano prefiere plantar coles; Jorge Washington, mensurable hasta cierto punto, hace lo mismo. Casi me atrevo a decir que eso es precisamente lo que todo hombre sincero haría: retirarse una vez cumplida su misión como Rey.

Permitidme observar lo indispensable que es un Rey en todas partes, en todo movimiento humano, cosa que demuestra esa misma Guerra, lo que hacen los hombres cuando no pueden encontrar Jefe, hallándolo el enemigo. La nación escocesa abrazó unánime el Puritanismo; todos sintieron celo, pensando al unísono, cosa que nunca se había visto en aquel extremo de la Isla inglesa. Mas no contaban con un gran Cromwell, sino mezquinos, vacilantes, apocados, diplomáticos Argyles y personajes por el estilo, sin corazón capaz de albergar la verdad, o de entregarse a ella por entero. No tuvieron jefe, mientras el diseminado partido Caballeresco del país lo tuvo en Montrose, el más noble entre los Caballeros, hombre espléndido, valiente de una pieza, lo que pudiéramos llamar Héroe-Caballero. Reflexionemos: de una parte súbditos sin Rey, de otra, Rey sin súbditos; los primeros nada podían hacer; algo pudo el último. Montrose, con un puñado de bravíos irlandeses o montañeses, disponiendo de pocos fusiles, se lanzó contra los disciplinados ejércitos puritanos como una tromba, arrollándolos cinco veces, obligándoles a abandonar el campo, quedando dueño de Escocia, aunque por poco tiempo. Se trataba de un hombre solo contra un millón de enemigos sin un solo hombre, impotentes contra él. Quizás entre todos los Puritanos el único indispensable fuera Cromwell, que veía, se atrevía, decidía, único punto de apoyo en el cenagal de la incertidumbre, Rey, ya le llamaren así o de otro modo.

No obstante, en esto precisamente tropezó Cromwell. Todos sus demás actos hallaron defensores que los justificasen, pero la disolución de lo que quedaba del Parlamento, erigiéndose en Protector, es cosa que nadie le perdona. Nacido para reinar en Inglaterra, Jefe del partido victorioso, parece apeteció el Manto Real, vendiéndose a la perdición para lograrlo. Veamos cómo fue.

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