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Capital y trabajo 9

El proceso productivo y acumulativo del capital

Ninguna sociedad puede dejar de consumir, ni puede tampoco, por tanto, dejar de producir. Por consiguiente, todo proceso social de producción, considerado en sus constantes vínculos y en el flujo ininterrumpido de su renovación es, al mismo tiempo, un proceso de reproducción y de producción. Allí donde la producción presenta forma capitalista, la presenta también la reproducción. (XXI, 476.).

El proceso de producción comienza con la compra de la fuerza de trabajo por un determinado tiempo, comienzo que se renueva constantemente, tan pronto como vence el plazo de venta del trabajo, expirando con ello un determinado periodo de producción: una semana, un mes, etc. Pero al obrero sólo se le paga después de rendir su fuerza de trabajo. Es una parte del producto reproducido por el mismo obrero la que vuelve constantemente a sus manos en forma de salario. (XXI, 477.).

Supongamos que, para empezar, un capitalista posee 20 mil marcos, cuyo origen no vamos a investigar. Ahora bien, él maneja ese dinero capitalistamente de manera que al año le rinde una plusvalía de 4 mil marcos, que consume; así, en cinco años consume una suma que es tan grande como el capital invertido originalmente. Que el capitalista se represente que sólo ha consumido ganancias y que su capital inicial se conserva intacto, o que considere que parte de ese capital, como edificios, maquinaria, etc., a todas vistas permanece en su forma primera, no hace al caso. De hecho el capitalista ha consumido el valor del capital de 20 mil marcos invertidos. Si no lo hubiera repuesto mediante trabajo no pagado, su capital se le habría agotado, o tendría una deuda con un tercero por ese monto. En este caso, el capital se habría ido reproduciendo, por consiguiente, durante los cinco años. El valor del capital desembolsado dividido entre la plusvalía consumida anualmente, da el número de años o periodo de reproducción, al cabo de cuyo transcurso el valor del capital desembolsado ha sido consumido por el capitalista y ha desaparecido. El capital, salga del trabajo o de cualquier otra fuente, pronto o tarde se transforma en corporización de trabajo ajeno no pagado. (XXI, 479.).

Las condiciones básicas para que el dinero se transformara en capital no eran sólo producción y circulación de mercancías. En el mercado debían encontrarse poseedor de valor o de dinero y poseedor de la sustancia productora de valor, es decir, poseedor de medios de producción y de medios de vida y poseedor de fuerza de trabajo, como comprador y vendedor respectivamente. Esta situación original del proceso de producción capitalista se eterniza por sí misma. El trabajador transforma constantemente la riqueza material en capital, poder que le es ajeno, le domina y lo explota; por otra parte, el capitalista transforma no menos constantemente la fuerza de trabajo en algo sólo personal separado de todo medio de objetivación y realización, por más que sea fuente patente de riqueza contenida en la pura corporeidad del trabajador, o sea que transforma al trabajador en asalariado. (XXI, 479 y 480.).

Incluso lo que consume el trabajador pertenece a la producción y reproduccíón del capital, visto que sólo sirve para mantener en buen estado la fuerza de trabajo, como por ejemplo los aceites y la limpieza de la maquinaria mantienen a ésta en buen estado. (XXI, 481.).

Lo que el obrero ha de consumir personalmente, para poder trabajar, lo consume en provecho del capitalista, al igual que las bestias de carga se les proporciona el pienso para que su dueño les saque provecho. (XXI, 481.).

Por tanto, desde el punto de vista social, la clase obrera, aun fuera del proceso directo de trabajo, es atributo del capital, ni más ni menos que los instrumentos inanimados. El esclavo romano se hallaba sujeto por cadenas a la voluntad de su señor; el obrero asalariado se halla sometido a la férula de su propietario por medio de hilos invisibles. (XXI, 482.).

Antes, el capital hacía valer su derecho de propiedad sobre el obrero libre, siempre que le convenía, por medio de la coacción legal. Así por ejemplo, en Inglaterra, hasta 1815, se hallaba prohibida y castigada con duras penas la emigración de los obreros maquinistas. En tiempos de la guerra de Secesión americana, al venirse al suelo totalmente la industria algodonera inglesa, los trabajadores pedían el auxilio nacional para que se les facilitara la emigración. Los lores del algodón se pusieron frenéticos y alegaron que se podía conceder a los trabajadores un exiguo apoyo por determinadas plestaciones (como el sacudir, etc.), con el fin de que no murieran, pero en modo alguno hacer posible la emigración. Declararon, sin ambages, que los trabajadores eran como sus vacas de ordeña de las que necesitaban una y otra vez y que, sin ellos, no era posible imaginar que se produjera plusvalía alguna. El parlamento de los capitalistas no desconocía su cometido y actuó como querían los caballeros algodoneros. (XXI, 483-486.).

El proceso capitalista de producción reproduce, por tanto, en virtud de su propio desarrollo, el divorcio entre la fuerza de trabajo y las condiciones de trabajo. Reproduce y eterniza, con ellos, las condiciones de explotación del obrero. Le obliga constantemente a vender su fuerza de trabajo para poder vivir y permite constantemente al capitalista comprársela para enriquecerse. Ya no es la casualidad la que pone frente a frente, en el mercado de mercancías, como comprador y vendedor, al capitalista y al obrero. Es el molino triturador del mismo proceso capitalista de producción, que lanza constantemente a los unos al mercado de mercancías, como vendedores de su fuerza de trabajo, convirtiendo constantemente su propio producto en medios de compra para los otros. En realidad, el obrero pertenece al capital antes de venderse al capitalista. Su vasallaje económico se realiza al mismo tiempo que se disfraza mediante la renovación periódica de su venta, gracias al cambio de sus patrones individuales y a las oscilaciones del precio del trabajo en el mercado. Por tanto, el proceso capitalista de producción, enfocado en conjunto o como proceso de reproducción, no produce solamente mercancías, no produce solamente plusvalía, sino que produce y reproduce el mismo régimen del capital: de una parte al capitalista y de la otra al obrero asalariado. (XXI, 486-487.).

Antes hubimos de estudiar cómo brota la plusvalía del capital; ahora investiguemos cómo nace el capital de la plusvalía. (XXII, 488.).

Supongamos que se trata de un capital cuyo monto es de 200 mil marcos que reporta anualmente una plusvalía de 40 mil marcos, rédito que se vuelve a invertir en producción y que las contingencias son siempre las mismas, por lo que, de nuevo, de esos 40 mil marcos se deduce una plusvalía anual de 8 mil marcos. Aun dejando en suspenso de dónde provinieron los 200 mil marcos y suponiendo que su poseedor (puede ser un moderno Hércules) se los ha hecho con su propio trabajo, no queda duda alguna, por lo demás, de cómo surgió la plusvalía de 40 mil marcos que transformó en dinero; es trabajo ajeno no retribuido. (XXII, 488-489.).

Fijémonos ahora en los 8 mil marcos. Para producirlos, el capitalista no ha tenido que adelantar (¿arriesgar?) más que lo que, a todas luces, se había apropiado del trabajo ajeno no retribuido. Por tanto, cuanto más trabajo no remunerado puede apropiarse el capitalista, tanta mayor posibilidad tiene de irse apropiando ulterior trabajo no pagado. En otras palabras: un capitalista mientras con menos reparo se dedica a explotar a los obreros, tanta mayor facilidad tiene para explotar a más trabajadores. El trabajo, dice Wakefield, crea el capital antes de que el capital dé empleo al trabajo. (XXII,491 y n.).

Habíamos supuesto en primer lugar que el capitalista gastaba todo el monto de la plusvalía para disfrute y luego considerábamos que transformaba toda la plusvalía en nuevo capital. Ahora bien, en la realidad no ocurre exclusivamente ni una ni otra cosa, sino que la plusvalía tiene las dos aplicaciones. (XXII, 495.).

La suma de la plusvalía producida en una región y que se puede transformar en capital es siempre mayor, por tanto, que la que se transforma en capital. Cuanto más desarrollado está el sistema de producción capitalista -cuanta mayor plusvalía se produce- tanto más abunda el lujo y el despilfarro de los capitalistas. (XXII, 498.).

El capitalista tendrá justificada su existencia histórica y poseerá valor histórico sólo si consume lo menos posible de la plusvalía producida y capitaliza la que más puede. Si actúa así, obliga a la humanidad a la producción por la producción y a la creación de aquellas condiciones de producción que son las únicas que pueden constituir el fundamento de una forma social más elevada. Además, la misma competencia fuerza al capitalista a amplilr ininterrumpidamente su capital. Ahora bien, el dominio que debido a la multiplicación del capital posee el capitalista crece de manera que trae aparejados afán despótico y ambición de enriquecerse. (XXII, 499.).

En los orígenes históricos del régimen capitalista de producción -y todo capitalista advenedizo pasa, individualmente, por esta fase histórica- imperan como pasiones absolutas, la avaricia y la ambición de enriquecerse. (XXII, 500.).

Pero los progresos de la producción capitalista no crean solamente un mundo de goces. Con la especulación y el sistema de crédito, estos progresos abren mil posibilidades de enriquecerse de prisa. Al llegar a un cierto punto culminante de desarrollo, se impone incluso como una necesidad profesional para el infeliz capitalista una dosis convencional de derroche, que es a la par ostentación de riqueza y, por tanto, medio de crédito. (XXII, 500.).

Avaricia y afán de goce constituyen una doble alma en el pecho del capitalista. La avaricia, por un lado, insta al capitalista no tanto a la famosa abstinencia de los placeres, cuanto a la intensificación posible de la explotación obrera, a la compresión del salario y a cosas por el estilo.


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