Índice de La ciudad del Sol de Tomaso CampanellaSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

TERCERA PARTE


En qué consiste la belleza de las mujeres.

Por dedicarse las mujeres a diferentes trabajos, adquieren saludable aspecto físico y miembros robustos, grandes y ágiles. Para ellos, la belleza reside únicamente en la elevación y vigor de las personas. Por esto, sería castigada con pena de muerte la mujer que emplease cosméticos para ser bella, usase tacones altos para aparecer más alta o vestidos largos para ocultar piernas mal formadas. Por otra parte, aunque alguna intentase hacerlo, no lo conseguiría. Pues ¿quién iba a concederle permiso para ello? Afirman también que semejantes engaños, habituales entre nosotros, provienen de la ociosidad y holgazanería de las mujeres, quienes por ser descoloridas, delgadas y bajas, necesitan colores artificiales, zapatos altos y vestidos largos. Deseando aparecer bellas, acuden a cobardes artificios y no se preocupan por procurarse una vigorosa salud, con lo cual degradan a la par su propia natUraleza y la de su prole.

Cuando un individuo se siente atraído por violenta pasión hacia una mujer, está permitido que hablen entre sí, bromeen y se regalen mútuamente poesías y coronas frondosas. Mas, si hubiese peligro de procreación, nunca se autoriza la unión sexual entre ellos, a no ser que la mujer estuviese embarazada (cosa en la que el varón debe reparar) o hubiese sido declarada estéril. Por lo demás, no conocen apenas el amor de la concupiscencia propiamente dicha, sino sólo el de la amistad. Conceden poca importancia a las cosas domésticas y comestibles, porque cada uno recibe cuando necesita, excepto en el caso de querer honrar a alguien. Entonces, y particularmente en los días festivos, los héroes y las heroínas suelen recibir durante la comida y a título de honor diferentes regalos, por ejemplo, hermosas guimaldas, comidas selectas o elegantes vestidos.


El color de los vestidos.

Aunque durante el día y en la Ciudad todos van vestidos de blanco, por la noche y fuera de la Ciudad llevan vestidos rojos, de lana o de seda. Aborrecen el color negro, considerándolo como lo más despreciable del mundo. Por eso odian a los japoneses, que gustan de tal color.


Contra la soberbia.

La soberbia es repudiada como el vicio más execrable. El acto de soberbia es castigado con la humillación más cruel. Nadie se considera envilecido por servir a la mesa, en la cocina, en la enfermería, etc. Cualquiera función es calificada de servicio y afirman que tan honroso es para el pie andar como para el intestino defecar; para el ojo, ver; y para la lengua, hablar. Pues, cuando es necesario, dichos órganos segregan respectivamente lágrimas, esputos o excrementos. Por consiguiente, sea cual fuere la función encomendada a una persona, ésta la realiza considerándola digna de toda honra.


Ventajas del trabajo obligatorio.

Entre los habitantes de la Ciudad del Sol no hay la fea costumbre de tener siervos, pues se bastan y sobran a sí mismos. Por desgracia no ocurre lo mismo entre nosotros.

Nápoles tiene setenta mil habitantes, de los cuales trabajan solamente unos diez o quince mil, y éstos se debilitan y agotan rápidamente a consecuencia del continuo y permanente esfuerzo. Los restantes se corrompen en la ociosidad, la avaricia, las enfermedades corporales, la lascivia, la usura, etc., y contaminan y pervierten a muchas gentes, manteniéndolas a su servicio en medio de la pobreza y de la adulación y comunicándoles sus propios vicios. Por eso resultan deficientes las funciones públicas y los servicios útiles. Los campos, el servicio militar y las artes están sumamente descuidados y sólo se cultivan a costa del enorme sacrificio de unos pocos. En cambio, como en la Ciudad del Sol las funciones y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar más que cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la narración, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos. Allí no se permiten los juegos que, como los dados y otros semejantes, han de realizarse estando sentado. Juegan a la pelota, a los bolos, a la rueda, a la carrera, al arco, al lanzamiento de flechas, al arcabuz, etc. Opinan que la pobreza extrema convierte a los hombres en viles, astutos, engañosos, ladrones, intrigantes, vagabundos, embusteros, testigos falsos, etc., y que la riqueza los hace insolentes, soberbios, ignorantes, traidores, petulantes, falsificadores, jactanciosos, egoístas, provocadores, etc. Por el contrario, la comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al mismo tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos. Y en esto alaban profundamente a los religiosos cristianos, especialmente la vida de los Apóstoles.


Disputa sobre la comunidad de mujeres.

GRAN MAESTRE.- Considero bella y santa la comunidad de bienes, pero me parece demasiado ardua la de las mujeres. San Clemente Romano dice que, por institución apostólica, las mujeres deben ser comunes y ensalza a Sócrates y Platón por enseñar tal doctrina. Pero la glosa entiende dicha comunidad en lo tocante al mutuo obsequio, no en lo referente al lecho. Y Tertuliano, adhiriéndose al contenido de la glosa, sostiene que los primeros cristianos tuvieron todo en común, a excepción de las mujeres, las cuales, sin embargo, fueron comunes en cuanto al mutuo obsequio.

Acerca de esto, véase la cuestión IV y el libro La Monarquía del Mesías, donde se refuta la opinión de Soto, según la cual la comunidad de mujeres es una herejía. En realidad, lo verdaderamente herético es afirmar lo contrario, según enseñan Santo Tomás, San Agustín y el Concilio Const. que fueron mal interpretados por Soto. Véase también El antimaquiavelismo, donde también se expone esta cuestión. Cayetano de Cosenza, en su Diálogo sobre la Belleza.

ALMIRANTE.- Yo apenas entiendo de estas cosas. Pero he visto que en la Ciudad del Sol las mujeres son comunes tanto en lo referente al mutuo obsequio como en cuanto al lecho, pero no siempre ni al modo de las fieras, las cuales se unen sexualmente a cualquier hembra que se les presenta, sino sólo en orden a la procreación, como ya dejé dicho. No obstante, creo que pueden equivocarse en esto. Pero ellos se fundan en la opinión de Sócrates, de Catón, de Platón, y de San Clemente, mas, según tú dices, porque los han entendido mal. Afirman que San Agustín aprueba la comunidad de bienes, pero no la de las mujeres en cuanto al lecho (que es la herejía de los Nicolaítas) y que nuestra Santa Iglesia ha permitido la propiedad de bienes para evitar males mayores, mas no para conseguir más ventajas. Es posible que con el tiempo abandonen esta costumbre, pues en las ciudades sometidas son comunes los bienes, pero no las mujeres, a no ser con respecto al obsequio y las artes. Sin embargo, los habitantes de la Ciudad del Sol explican este hecho achacándolo a la imperfección de dichas ciudades, las cuales nunca recibieron enseñanzas filosóficas. No obstante, envían ciudadanos a explorar las costumbres de otras naciones y aceptan siempre las que les parecen mejores. Mediante la costumbre, las mujeres adquieren aptitudes para la guerra y otros menesteres. Por eso, después de conocer la Ciudad del Sol, estoy de acuerdo con Platón. Apruebo en parte las razones de nuestro Cayetano pero discrepo totalmente de las de Aristóteles. En la Ciudad del Sol existe una costumbre muy buena y digna de imitación, a saber, que ningún defecto es motivo suficiente para que estén ociosos los hombres, a no ser los de edad decrépita, los cuales pueden incluso servir a veces para dar consejos. El cojo presta servicio como centinela, empleando para ello los ojos que posee. El ciego carga la lana con sus manos y prepara plumas para llenar colchones y almohadas. El que a la vez es ciego y manco pone a contribución su voz y sus oídos. Finalmente, quien posee un único miembro, sirve con él a la República en el campo, no recibe malos tratos a causa de su poca utilidad y se le emplea como explorador para que informe al Estado sobre sus observaciones.


La guerra.

GRAN MAESTRE.- Ahora háblame de la guerra. Después me explicarás las artes, la alimentación, las ciencias y, por fin, la religión.

ALMIRANTE.- A las órdenes del Poder, uno de los triunviros, se encuentran el Maestro armero, el jefe de la artillería, el de la caballería, el de la infantería, el de los arquitectos, el de los estrategas, etc. A su vez, cada uno de éstos tiene bajo su mando a otros muchos Maestros y jefes de las respectivas artes. El Poder preside también a los atletas, experimentados y viejos capitanes que enseñan a todos la instrucción militar y dirigen los ejercicios de los jóvenes mayores de doce años, quienes ya antes de esta edad y a las órdenes de Maestros inferiores se han ejercitado en la lucha, en la carrera, en el lanzamiento de piedras, etc. Luego aprenden a herir al enemigo, a los caballos y a los elefantes; a manejar la espada, la lanza, el arco y la honda; a cabalgar, a atacar, a replegarse, a permanecer en formación militar, a socorrer al compañero, a anticiparse hábilmente al enemigo y a vencer. Las mujeres recibén también dicha instrucción bajo la dirección de expertos maestros, con el fin de poder ayudar, en caso necesario, a los hombres, con motivo de una guerra cercana a la Ciudad y defender las murallas si una repentina invasión se presentase en forma violenta. En esto alaban a las mujeres espartanas y a las amazonas. No es pues, extraño que sepan lanzar con arcabuces bolas de fuego, construidas de plomo, arrojar piedras desde las alturas y salir al encuentro del enemigo. Así se acostumbran completamente a desechar todo temor, quedando sujetos a graves castigos quienes dan muestras de miedo.

No temen la muerte, pues todos creen en la inmortalidad del alma, la cual, al salir del cuerpo, va a unirse a los espíritus buenos o malos, según los merecimientos contraídos en esta vida. Aunque son brahmanes, profesan en parte la doctrina pitagórica, pero no admiten la transmigración de las almas, a no ser en raras ocasiones y por especial juicio de Dios. No se abstienen de combatir a un pueblo que se muestre enemigo de la República y de la religión, considerándolo indigno de humanidad. Pasan revista al ejército una vez al mes. Diariamente se ejercitan en el manejo de las armas, bien dentro de los muros de la Ciudad o cabalgando en el campo. Constantemente reciben lecciones sobre el arte militar y estudian la historia de Moisés, Josué, David, los Macabeos, César, Alejandro, Escipión, Aníbal, etc. Tras la lectura de dichas historias, cada uno expone su propio parecer, diciendo quién obró bien y quién mal, quien con utilidad, quién honradamente, etc. El instructor contesta a las observaciones y emite su propio dictamen.

GRAN MAESTRE.- ¿Contra quiénes hacen la guerra y por qué causas, si son tan felices?


Procedimientos bélicos.

ALMIRANTE.- Aunque la Ciudad del Sol nunca hubiera de entrar en guerra, sus habitantes se ejercitan en el arte militar y en la caza, para no perder el entrenamiento ni verse sorprendidos por acontecimientos inesperados. Además hay en la isla cuatro reinos que envidian profundamente la prosperidad existente en la Ciudad del Sol, porque preferirían vivir como ésta y hallarse bajo su dominio, antes que obedecer a sus propios reyes. Por tal motivo, numerosas veces han declarado la guerra a los del Sol, alegando usurpación de fronteras, impiedad, falta de ídolos y ausencia de supersticiones, así las de los gentiles como las de los antiguos brahmanes. Los otros Indios, de los cuales eran súbditos antes, y los pueblos de la Taprobana, de quienes recibieron los primeros recursos se levantan contra ellos considerándolos rebeldes. Sin embargo, los habitantes de la Ciudad del Sol salen siempre vencedores. Cuando sufren una afrenta, una calumnia o una depredación, cuando tienen noticia de hallarse vejados sus propios aliados o cuando, finalmente, pueblos tiranizados los llaman en calidad de libertadores, se reúnen rápidamente en asamblea para deliberar. Ante todo, se postran de hinojos en presencia de Dios, rogando que los ilumine con sus mejores consejos. Después de ponderar el pro y el contra de la empresa, declaran la guerra. Inmediatamente envían un Sacerdote, al que llaman Forense, el cual pide a los enemigos la devolución de lo usurpado, la liberación de sus aliados o el fin de la tiranía. Si se niegan a ello, les declaran la guerra suplicando al Dios de las venganzas, Dios de Sabaoth, que extermine a los defensores de la iniquidad. Si los enemigos rehusan contestar, el Sacerdote les concede el plazo de una hora, si se trata de un rey; y de tres horas, si de una República. Así evitan una engañosa dilación. De este modo se inicia la guerra contra los rebeldes al derecho natural y a la religión. Una vez declarada, la ejecución de todo lo que a ella concierne queda, encomendada al Vicario del Poder. Al modo de los dictadores romanos, este triunviro actúa en todas las cosas ateniéndose exclusivamente a su propio parecer y decisión, con el fin de evitar cualquier retraso perjudicial. Sólo en el caso de tratarse de un asunto de gran importancia, el Poder consulta a Hoh, a la Sabiduría y al Amor. Pero antes un orador expone en una reunión general las razones de la guerra y la justicia de la causa. En esta asamblea participan todas las personas mayores de veinte años y así se dispone todo lo necesario. Debes saber que los habitantes de la Ciudad del Sol conservan en arsenales apropiados toda clase de armas, utilizándolas con frecuencia para ejercitarse en supuestas batallas. Las paredes exteriores de cada uno de los círculos están revestidas de morteros, servidos por soldados especializados en su manejo. Tienen también otras máquinas de guerra, llamadas cañones, que son llevados al campo de batalla por mulos, asnos o carros. Tan pronto como se encuentran en campo abierto, encierran en medio los convoyes, la artillería, los carros, las escaleras y las máquinas y durante mucho tiempo se disputan esforzadamente el terreno. Después, cada cual retrocede y regresa a sus propias banderas, haciendo creer al enemigo que huyen o se preparan a la fuga, por lo cual aquéllos los persiguen. Entonces los habitantes de la Ciudad del Sol, colocándose a uno y otro lado formando alas y grupos, recobran su ímpetu y ordenan que la artillería lance bolas encendidas, tras lo cual se arrojan contra sus desorientados adversarios. Estos y otros análogos procedimientos de lucha son puestos en práctica con frecuencia. En la ciencia de la estrategia y de las máquinas bélicas vencen a todas las naciones. Forman sus campamentos, siguiendo la costumbre de los antiguos romanos: levantan las tiendas y con maravillosa presteza las fortifican mediante empalizadas y fosos. Estos trabajos están dirigidos por los maestros de las fortificaciones, de las máquinas bélicas y de la artillería. Todos los soldados saben manejar el azadón y el hacha. Hay cinco, ocho o diez jefes que se preocupan de todo lo concerniente a la guerra, conocen bien la disciplina y la estrategia militar y conducen sus batallones en la forma preparada de antemano. Suelen también dirigir a jóvenes jinetes, provistos de armas, con el fin de aprender la técnica militar y acostumbrarse a la sangre, como hacen los lobeznos y los leoncillos. En los momentos de peligro, dichos jóvenes (y con ellos muchas mujeres armadas) se acogen a lugar seguro. Pero, después de la batalla, mujeres y jóvenes consuelan, curan y atienden a los combatientes, confortándolos con caricias y palabras. Causa admiración observar el maravilloso efecto que esto produce. Algunos soldados, valientes en presencia de sus mujeres e hijos, acometen empresas difíciles, de las que el amor los saca triunfadores en no pocas ocasiones. El primero que durante la batalla escala los muros enemigos, recibe de las mujeres y de los niños después de la lucha una corona verde en medio de honores militares. Al que prestó ayuda a su compañero, se le otorga la corona cívica; una de encina a quien mató al tirano, cuyos despojos se cuelgan en el templo para perpetuar el recuerdo de la hazaña; y Hoh añade a su primer nombre una segunda denominación, alusiva a la gesta. Otros reciben otras diversas coronas, según los hechos realizados. Cada jinete lleva una lanza y, colgadas de la silla, dos pistolas resistentes y más estrechas por la punta, a cuya circunstancia se debe el poder perforar cualquier armadura de hierro. Tienen además una espada y un puñal. Los soldados de armas ligeras llevan una clava de hierro. Y si la armadura férrea del enemigo no logra ser perforada por la espada y las pistolas, le asaltan con la clava (como Aquiles hizo con Cicno), le derriban y le vencen. De la clava cuelgan dos cadenas, de seis palmos, en cuyos extremos hay unas bolas de hierro que al ser lanzadas contra el enemigo aprisionan su cuello, lo sujetan, lo arrastran y, por fin, lo derrotan.


Procedimiento secreto para sujetar al caballo con los pies.

Para poder manejar con mayor soltura la clava, sujetan las riendas del caballo, no con la mano, sino con los pies. De este modo, las bridas se cruzan sobre los arzones de la silla y bajan hasta quedar sujetas a los extremos de las fíbulas. Éstas llevan en la parte exterior una esfera de hierro y en la parte baja un triángulo. Así, pues, al girar el pie sobre el triángulo, las esferas se ponen en movimiento, estiran las bridas y con admirable rapidez puede el caballo ser dirigido al arbitrio del jinete, volviéndolo con el pie derecho hacia la izquierda y viceversa. Este secreto es ignorado incluso de los tártaros, quienes, si bien sujetan las bridas con los pies, no saben manejar la polea de los estribos. Los jinetes de armas ligeras inician el ataque con arcabuces. Vienen a continuación las falanges con las lanzas; y después los honderos, a los cuales se concede gran importancia y están acostumbrados a luchar metiéndose unos en medio de las filas, avanzando de frente otros y estrechándose los demás alternativamente. Hay también batallones de lanceros, que sirven para reforzar al ejército. Finalmente, se pelea con las espadas.

Terminada la guerra, celebran los triunfos militares a la manera de los romanos, e incluso en forma todavía más solemne. Elevan oraciones a Dios en acción de gracias. El Jefe supremo se presenta en el templo y allí un poeta o un historiador que asistió a la expedición guerrera expone los hechos favorables o adversos. El Príncipe máximo impone al Jefe una corona de laurel y se otorgan honores y obsequios a cada uno de los soldados que más se han distinguido en la lucha. Durante varios días, éstos quedan exentos de los trabajos públicos. Mas tal concesión no les agrada mucho, porque no saben estar ociosos. Por eso durante este tiempo se dedican a ayudar a los amigos. Por el contrario, los militares que por su propia culpa fueron vencidos o contribuyeron a perder la victoria, quedan cubiertos de infamia. El primero en emprender la retirada, de ningún modo logra escapar a la muerte, a no ser que el ejército entero pida su absolución, pero en este caso el castigo se reparte proporcionalmente entre los peticionarios. El perdón se otorga muy rara vez, y sólo en el caso de que haya muchas razones favorables al culpable. Es azotado con varas todo aquel que no ayudó oportunamente a su aliado o a su amigo. El desobediente a las órdenes dictadas es recluído en un recinto para ser devorado por las fieras. Se le pone en las manos un bastón y, si (lo que resulta casi imposible) logra vencer con él a los leones y osos allí existentes, es admitido de nuevo en la comunidad.

Las ciudades subyugadas por la fuerza o espontáneamente sometidas a los ciudadanos del Sol ponen rápidamente en común todas las cosas, acatan las autoridades y magistrados y poco a poco se van habituando a las costumbres de dicha Ciudad, que es la maestra de todas. Envían también a sus hijos y sin costo alguno reciben la oportuna instrucción.

Prolijo resultaría hablar de los exploradores y de sus maestros, de los centinelas y de las ordenanzas y costumbres vigentes dentro y fuera de la Ciudad. Mas todo esto puedes imaginártelo fácilmente tú mismo, porque ya desde la niñez es elegido cada cual según su propia inclinación y teniendo en cuenta la constelación que presidió su nacimiento. Por eso, como cada uno obra de acuerdo con su natural propensión, ejecutan perfectamente y con alegría cualquier función que se les encomienda por ser apropiada a su naturaleza. Digo lo mismo de la estrategia y de las demás ocupaciones.

De día y de noche hay centinelas colocados en las cuatro puertas de la Ciudad y en las últimas murallas del séptimo círculo sobre las fortalezas, las torres y los atrincheramientos internos. Durante el día, las guardias están a cargo de las mujeres; por la noche, las realizan los hombres para que ellas no se duerman y evitar así cualquier sorpresa. La duración de cada guardia es de tres horas, como entre nosotros. Al ponerse el sol y entre sones y sinfonías, los vigilantes armados se distribuyen, yendo cada uno a ocupar su respectivo lugar.

Se dedican a la caza, considerándola imagen de la guerra. Con ocasión de algunas solemnidades, hombres de a pie y de a caballo se entregan a diversiones en las plazas públicas. En tales fiestas nunca falta la música. Gustosamente perdonan a sus enemigos sus culpas y ofensas; y, después de la victoria, les hacen beneficios. Si se decreta derribar muros o ajusticiar a enemigos, lo hacen el mismo día de la victoria. Después continúan prodigando toda clase de beneficios y dicen que debe lucharse, no para exterminar a los vencidos, sino para hacerlos mejores. Cuando entre ellos surge una disputa sobre una injuria u otro motivo (ellos apenas conocen más discusiones que las del honor), el Príncipe y sus magistrados castigan en secreto al culpable, si la acción afrentosa brotó de un primer ímpetu de cólera. Cuando la injusticia ha sido verbal, esperan la decisión hasta el momento de la batalla, por considerar que la ira debe verterse contra los enemigos. Y quien en la lucha realiza hechos más notables, se considera que en la discusión tiene de su parte la verdad y la mejor causa. El otro cede. Las penas se imponen siempre con arreglo a la justicia. Nunca se permite llegar al duelo. En primer término, porque destruye la autoridad de los tribunales; y en segundo lugar, porque resulta injusto cuando sucumbe el que tenía la razón. El que afirma ser mejor que su adversario, puede demostrarlo en una contienda pública.

GRAN MAESTRE.- En beneficio de la patria es necesario no fomentar los partidos y evitar las guerras civiles, porque de ellas suele surgir el tirano, como aconteció en Roma y en Atenas. Te ruego que ahora me hables del trabajo.


El trabajo.

ALMIRANTE.- Creo haberte dicho ya que todos los habitantes de la Ciudad del Sol se ejercitan en la técnica militar, la agricultura y el pastoreo. Todo ciudadano está obligado a conocer estas funciones, consideradas las más nobles. Sin embargo, quien conoce mayor número de artes es más estimado y se eleva a la categoría de Maestro en alguna de ellas al que demuestra mayores aptitudes. Las profesiones más fatigosas (como la del herrero, la del albañil, etc.) son las apreciadas. Nadie rehusa dedicarse a ellas, primero porque ya desde su nacimiento ha demostrado inclinación; y además porque, a causa de la distribución de los trabajos, nadie realiza una labor que perjudique al individuo, sino que por el contrario lo hace mejor. Las ocupaciones menos pesadas se encomiendan a las mujeres. Todos están obligados a saber nadar; y a tal fin construyeron dentro y fuera de las murallas de la Ciudad unas piscinas situadas cerca de los manantiales. Se dedican muy poco al comercio pero conocen el valor de las monedas y fabrican dinero para que los delegados y exploradores puedan procurarse alimento en los países extraños. Procedentes de las diversas partes del mundo, llegan a la Ciudad del Sol mercaderes que compran los productos sobrantes en ella. Los ciudadanos del Sol se niegan a recibir dinero, pero aceptan en cambio mercancías de que carecen; y con frecuencia las compran también con monedas. Los niños de la Ciudad del Sol rompen a reír cuando ven que por tan poco precio les dan tan gran cantidad de mercancías. Más comprensivos, los viajeros no ríen. Para evitar que la Ciudad se corrompa al contacto con esclavos o extranjeros, trafican en los puertos, vendiendo los prisioneros de guerra o mandándolos fuera de la Ciudad a excavar fosos o a realizar trabajos pesados.

Índice de La ciudad del Sol de Tomaso CampanellaSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha