Índice de El banquete o Del amor de PlatónSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha

EL BANQUETE

O

DEL AMOR


TERCERA PARTE

Cuando Agatón terminó su discurso, todos los presentes aplaudieron y declararon que había hablado de una manera digna del dios y de él. Entonces, Sócrates, dirigiéndose a Eriximaco, dijo:

- Y bien, hijo de Acumenes, ¿no tenía yo razón para temer, y no fui buen profeta cuando les advertí que Agatón daría un discurso admirable, y me pondría en un conflicto?

- Has sido buen profeta, respondió Eriximaco, al anunciarnos que Agatón hablaría bien. Pero creo que no lo has sido al predecir que te verías en un conflicto.

- ¡Ah querido mío! Repuso Sócrates. ¿Quién no se ve en un conflicto teniendo que hablar después de oír un discurso tan bello, tan variado y tan admirable en todas sus partes, y principalmente en su final, cuyas expresiones son de una belleza tan acabada, que no se les puede oír sin conmoverse?

Me siento tan incapaz de decir algo tan bello, que lleno de vergüenza habría abandonado el puesto si hubiera podido, porque la elocuencia de Agatón me recordó a Gorgias hasta el punto de sucederme lo que dice Homero: Temía que Agatón, al concluir, lanzase en cierta manera sobre mi discurso la cabeza de Gorgias, este orador terrible, petrificando mi lengua.

Al mismo tiempo, reconozco que fue una ridiculez haberme comprometido con ustedes a celebrar a Eros y a la vez haberme alabado de ser sabio en esta materia, yo que no sé alabar cosa alguna. En efecto, hasta aquí he estado en la inocente creencia de que un elogio sólo abarca cosas verdaderas; que esto era lo esencial, y que después restaba escoger, entre estas cosas, las más bellas y disponerlas de la mejor manera. Tenía por esto gran esperanza de hablar bien, creyendo conocer la verdadera manera de alabar. Pero ahora resulta que este método no vale nada; que es preciso atribuir las mayores perfecciones al objeto que se ha intentado alabar, pertenézcanle o no, no siendo de importancia su verdad o su falsedad; como si al parecer hubiéramos convenido en figurar que cada uno de nosotros hacía el elogio de Eros, y en realidad no hacerlo. Por esta razón creo que atribuyen a Eros todas las perfecciones, y ensalzándole, le hacen causa de tan grandes cosas, para que aparezca muy bello y muy bueno, quiero decir, a los ignorantes, y no a las personas ilustradas. Esta manera de alabar es bella e imponente, pero me era absolutamente desconocida cuando les di mi palabra. Mi lengua y no mi corazón fue la que contrajo este compromiso. Permítanme romperlo porque no me considero en posición de poder hacer un elogio de este género. Pero si lo desean, hablaré a mi manera, proponiéndome decir sólo cosas verdaderas, sin aspirar a la ridícula pretensión de rivalizar con ustedes en elocuencia.

Mira, Fedro, si quieres oír un elogio que no traspasará los límites de la verdad, y en el cual no habrá refinamiento ni en las palabras ni en las formas.

Fedro y los demás convidados le dijeron que podía hablar como quisiera.

- Permíteme, Fedro, hacer algunas preguntas a Agatón, para que con su asentimiento pueda hablar con más seguridad, replicó Sócrates.

- Con mucho gusto, respondió Fedro, no tienes más que interrogar.

Dicho esto, Sócrates comenzó:

- Te vi, querido Agatón, entrar en materia diciendo que era necesario mostrar primero la naturaleza de Eros y enseguida sus efectos. Apruebo esta manera de comenzar. Veamos ahora, después de todo lo bello y magnífico que has dicho, sobre la naturaleza de Eros, algo más. Dime, ¿Eros es el amor de alguna cosa o de nada? No te pregunto si es hijo de un padre o de una madre, porque sería ridículo. Por ejemplo, si con motivo de un padre te preguntase si es o no padre de alguna cosa, tu respuesta, para ser exacta, debería ser que es padre de un hijo o de una hija. ¿Estás de acuerdo?

- Sí, sin duda, dijo Agatón.

- ¿Y lo mismo sería de una madre?

Agatón convino en ello.

- Permite, dijo Sócrates, que haga algunas preguntas para dejar más claro mi pensamiento. Un hermano, a causa de esta misma cualidad, ¿es hermano de alguno o no?

- Lo es de alguno, respondió Agatón.

- De un hermano o de una hermana.

Convino en ello.

- Trata, pues, replicó Sócrates, de demostrarnos si el amor es el amor de nada o si es de algo.

- De algo, seguramente.

- Conserva bien en la memoria lo que dices, y acuérdate de qué cosa Eros es amor. Pero antes de continuar, dime si Eros desea la cosa que ama.

- Sí, ciertamente.

- Pero, replicó Sócrates, ¿posee la cosa que desea y que ama, o no la posee?

- Es posible que no la posea, replicó Agatón.

- ¿Posible? Mira si no es más bien necesario que el que desea le falte la cosa que desea, o bien que no la desee si no le falta. En cuanto a mí, Agatón, es admirable hasta qué punto es a mis ojos necesaria esta consecuencia. ¿Tú qué dices?

- Lo mismo.

- Muy bien. Entonces, ¿el que es grande deseará ser grande, y el que es fuerte ser fuerte?

- Eso es imposible, tomando en cuenta lo que ya hemos convenido.

- Porque no se puede carecer de lo que se posee.

- Tienes razón.

- Si el que es fuerte, repuso Sócrates, deseara ser fuerte, el que es ágil, ágil; el que es robusto, robusto, quizá alguno podría imaginarse en éste y otros casos semejantes que los que son fuertes, ágiles y robustos, y que poseen estas cualidades, desean lo que poseen. Insisto en este punto para que no caigamos en semejante equivocación. Si lo reflexionas, Agatón, verás que lo que estos individuos poseen, lo poseen necesariamente, quieran o no. ¿Cómo entonces podrían desearlo? Si alguno me dijese: Rico y sano deseo la riqueza y la salud y, por consiguiente, deseo lo que poseo, nosotros podríamos responderle: Posees la riqueza, la salud y la fuerza, y si deseas estas cosas es para el porvenir porque en el presente las posees ya, quieras o no.

Mira, pues, si cuando dices: Deseo una cosa que hoy tengo, no significa esto: Deseo poseer en el futuro lo que tengo en este momento. ¿No convendrías en esto?

- Sí, respondió Agatón.

- Pues bien, prosiguió Sócrates, ¿no es esto amar lo que no se está seguro de poseer, aquello que no se posee todavía; querer conservar para el porvenir lo que se posee en el presente?

- Sin duda.

- Por lo tanto, lo mismo en este caso que en cualquiera otro, el que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe hoy, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta. Esto es, pues, desear y amar.

- Seguramente.

- Resumamos, añadió Sócrates,lo que acabamos de decir. Primero, el amor es el amor a algo; segundo, de una cosa que falta.

- Sí, dijo Agatón.

- Acuérdate ahora, replicó Sócrates, de qué cosa, según tú, el amor es amor. Si quieres, yo te lo recordaré. Has dicho, me parece, que se restableció la concordia entre los dioses mediante el amor a lo bello, porque no hay amor a lo feo. ¿No es esto lo que dijiste?

- En efecto.

- Y con razón, mi querido amigo. Si es así, ¿el amor es el amor de la belleza y no de la fealdad?

Estuvo de acuerdo con ello.

- ¿No hemos convenido en que se aman las cosas cuando se carece de ellas y no se poseen?

- Sí.

- Luego, Eros carece de belleza y no la posee.

- Necesariamente.

- ¡Pero qué! ¿Llamas bello a lo que carece de belleza, a lo que no la posee de manera alguna?

- No, ciertamente.

- Si es así, repuso Sócrates, ¿sostienes aún que el amor es bello?

- Temo mucho, respondió Agatón, no haber comprendido bien lo que yo mismo dije.

- Hablas con prudencia, Agatón. Pero sigue por un momento respondiéndome. ¿Te parece que las cosas buenas son bellas?

- Me lo parece.

- Entonces Eros carece de belleza, y si lo bello es inseparable de lo bueno, carece también de bondad.

- Sócrates, hay que conformarse con lo que dices porque no hay manera de resistirte.

- Querido Agatón, es imposible resistir a la verdad; resistir a Sócrates es muy sencillo. Pero te dejo en paz porque quiero referirte la conversación que cierto día tuve con una mujer de Mantinea, llamada Diotima. Era mujer muy entendida en cuanto al amor y muchas otras cosas. Ella fue la que prescribió a los atenienses los sacrificios, mediante los que se libraron durante diez años de una peste que los estaba amenazando. Todo lo que sé sobre el amor, se lo debo a ella. Voy a referirles lo mejor que pueda, y conforme a los principios en que hemos convenido Agatón y yo, la conversación que tuve con ella.

Para ser fiel a tu método, Agatón, explicaré primero qué es Eros, y enseguida cuáles son sus efectos. Me parece más fácil referiros fielmente la conversación que tuve con la extranjera.

Había yo dicho a Diotima casi las mismas cosas que acaba de decirnos Agatón, que Eros era un gran dios y el amor de lo bello; y ella se servía de las mismas razones que acabo de emplear yo contra Agatón, para probarme que el amor no es bello ni bueno.

Repliqué: ¿Qué piensas tú, Diotima, entonces? ¡Qué! ¿Será posible que Eros sea feo y malo?

- Habla mejor, me respondió. ¿Crees que lo que no es bello, es necesariamente feo?

- Vaya que lo creo.

- ¿Y crees que no se puede carecer de la ciencia sin ser absolutamente ignorante? ¿No has observado que hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia?

- ¿Cuál es?

- Tener una opinión verdadera sin poder dar razón de ella. ¿No sabes que esto ni es ser sabio, pqrque que la ciencia debe fundarse en razones; ni es ser ignorante, puesto que lo que participa de la verdad no puede llamarse ignorancia? La verdadera opinión ocupa un lugar intermedio entre la ciencia y la ignorancia.

Confesé a Diotima, que decía verdad.

- Entonces no afirmes, replicó ella, que todo lo que no es bello es feo, y que todo lo que no es bueno es malo. Y por haber reconocido que el amor no es ni bueno ni bello no vayas a creer que es feo y malo, sino que ocupa un término medio entre estas cosas contrarias.

- Sin embargo, repliqué yo, todo el mundo dice que Eros es un gran dios.

- ¿Qué entiendes tú, Sócrates, por todo el mundo? ¿Son los sabios o los ignorantes?

- Todos sin excepción.

- ¿Cómo podría pasar por un gran dios para aquellos que ni como dios le reconocen? Intervino ella.

- ¿Cuáles son ésos?

- Tú y yo.

- ¿Cómo puedes probármelo?

- No es difícil. Respóndeme, ¿no dices que todos los dioses son bellos y dichosos? ¿O te atreverías a sostener que hay uno que no sea dichoso ni bello?

- ¡Claro que no!

- ¿No llamas dichosos a los que poseen cosas bellas y buenas?

- Seguramente.

- Pero aceptas que el amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de privación.

- Así es.

- ¿Cómo es posible que Eros sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno? Repuso Diotima.

- Eso, según parece, no puede ser.

- ¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que Eros no es un dios?

- ¡Qué! ¿Eros es mortal?

- De ninguna manera.

- Pero entonces dime qué es, Diotima.

- Como dije antes, es una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.

- ¿Pero al final qué es?

- Un gran demonio, Sócrates, porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los hombres.

- ¿Cuál es la función propia de un demonio?

- La de ser intérprete e intermediario entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de éstos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la magia. Como la naturaleza divina no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y conversar con él, durante la vigilia o el sueño. El que es sabio en estas cosas está inspirado por un demonio; y el que es hábil en todo lo demás, en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y Eros es uno de ellos.

- ¿A qué padres debe su nacimiento? Pregunté a Diotima.

- Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga. Cuando Afrodita nació, hubo entre los dioses un gran festín, en el que se encontraba, entre otros, Poros, hijo de Metis. Después de la comida, Penia se puso a la puerta, para mendigar algunos desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no se usaba vino), salió de la sala y entró al jardín de Zeus, donde el sueño no tardó en cerrar sus pesados ojos. Entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. Se acostó con él y se hizo madre de Eros. Por esta razón, Eros se volvió el compañero y servidor de Afrodita, porque fue concebido el día que ella nació. Además de que el amor ama naturalmente la belleza y Afrodita es bella; y ahora, como hijo de Poros y de Penia, ésta fue su herencia. Por una parte siempre es pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, no tiene calzado, ni domicilio, su único lecho es la tierra, no tiene con qué cubrirse, duerme a la luna, junto a las puertas o en las calles. En fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil; ansioso de conocimientos, siempre maquinando algún artificio, aprende con facilidad, filosofa sin cesar; es encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras está en la abundancia, y después se extingue para revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de tal manera que nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios filosofa, ni desea hacerse sabio puesto que la sabiduría es ajena a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce el pésimo efecto de persuadir a los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que posean estas cualidades; porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.

- Pero, Diotima, si ni los sabios ni los ignorantes filosofan, ¿quiénes lo hacen?

- Hasta los niños saben, dijo ella, que son los que ocupan un término medio entre los ignorantes y los sabios, y Eros es de este género. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo, y como Eros ama lo que es bello, es preciso concluir que Eros es amante de la sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas no es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude deducir de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. He aquí, a mi parecer, por qué Eros te parecía muy bello, pues lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo que ama es de naturaleza distinta como acabo de explicar.

- Y bien, sea así, extranjera. Razonas muy bien, pero Eros, siendo como tú acabas de decir, ¿de qué utilidad es para los hombres?

- Precisamente eso es, Sócrates, lo que quiero enseñarte. Conocemos la naturaleza y el origen de Eros; es como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿Qué es el amor a lo bello, Sócrates y Diotima, o hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?

- A poseerlo, respondí yo.

- Esta respuesta reclama una nueva pregunta, dijo Diotima. ¿Qué le resultará de poseer lo bello?

Respondí, que no me era posible contestar de inmediato a esa pregunta.

- Pero, replicó ella, si se cambiase el término, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntase: Sócrates, ¿a qué aspira el que ama lo bueno?

- A poseerlo.

- ¿Y qué le resultaría de poseerlo?

- Encuentro ahora más fácil la respuesta; se hará dichoso.

- Porque los seres son dichosos creyendo las cosas buenas, y no es necesario preguntar por qué el que quiere ser dichoso quiere serio. Me parece que tu respuesta satisface a todo.

- Es cierto, Diotima.

- Pero piensas que este amor y esta voluntad son comunes a todos los hombres, y que todos quieren siempre tener lo que es bueno. ¿O tienes otra opinión?

- No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.

- ¿Por qué entonces, Sócrates, no decimos que los hombres aman, puesto que aman todos y siempre la misma cosa? ¿Por qué lo decimos de los unos y no de los otros?

- Eso es algo que me sorprende también.

- No te sorprendas. Distinguimos una especie particular de amor y le llamamos amor, usando del nombre que corresponde a todo el género; mientras que para las demás especies, empleamos términos diferentes.

- Te pido que me pongas un ejemplo.

- He aquí uno. Ya sabes que la palabra poesía tiene numerosas acepciones, y expresa en general la causa que hace que cualquier cosa, pase del no ser al ser, de tal manera que todas las obras de todas las artes son poesía, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas.

- Es cierto.

- Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola especie de poesía tomada aparte, la música y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo el género. Ésta es la única especie que se llama poesía; y los que la cultivan, los únicos a quienes se llaman poetas.

- Eso es también cierto.

- Lo mismo sucede con el amor. En general, es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y éste es el grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero de aquellos que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que aman ni se les llama amantes; sino que sólo los que se entregan a cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el género, y a nada más a ellos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.

- Me parece que tienes razón, le dije.

- Se ha dicho, que amar es buscar la mitad de uno mismo. Pero yo sostengo que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen, cuando creemos que a estos miembros los invade un mal incurable. En efecto, no es lo nuestro lo que amamos, a menos que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bUeno, y como extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es bueno. ¿No opinas lo mismo?

- ¡Por Zeus! Pienso como tú.

- ¿Basta decir que los hombres aman lo bueno?

- Sí.

- ¡Qué! ¿No es preciso añadir que aspiran también a poseer lo bueno?

- Por supuesto.

- Y no sólo a poseerlo, sino también a poseerlo siempre.

- Es cierto también.

- En resumen, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.

- Nada más exacto, respondí yo.

- Si tal es el amor en general, ¿en qué caso particular la indagación y la prosecución activa de lo bueno toman el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo?

- No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admiraría tu sabiduría ni me acercaría a ti para aprender estas verdades.

- Voy a decírtelo. Es la producción de la belleza, a través del cuerpo o el alma.

- Vaya enigma, que requiere de un adivino para descifrarle¡ no lo comprendo.

- Voy a hablar con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando llegan a cierta edad, su naturaleza exige la producción. En la fealdad no puede producir y sí en la belleza; la unión del hombre y de la mujer es una producción, y ésta es una obra divina, fecundación y generación, a la que el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque la fealdad no concuerda con lo que es divino; esto sólo puede hacerla la belleza. La belleza, respecto a la generación, es semejante a la Moira (el Destino) y a Eileitya (Diosa de los nacimientos). Por esta razón, cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegría, se dilata, engendra y produce. Por el contrario, si se aproxima a lo feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, sino que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno de vigor para producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Sócrates, no es, como tú te imaginas, el objeto del amor.

- ¿Cuál es el objeto del amor?

- Es la generación y la producción de la belleza.

- Sea así, respondí yo.

- No hay que dudar de ello, replicó.

- ¿Por qué el objeto del amor es la generación?

- Porque es la generación la que perpetúa la familia de los seres animados, y le da la inmortalidad que consiente, la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es también el objeto del amor.

Tales fueron las lecciones que Diotima me dio en nuestras conversaciones sobre el amor. Me dijo un día: ¿Cuál es, en tu opinión, Sócrates, la causa de este deseo y de este amor? ¿No has observado en qué estado excepcional se encuentran los animales volátiles y terrestres cuando desean engendrar? ¿No les ves como enfermizos, efecto de la agitación amorosa que les persigue durante el emparejamiento y después, cuando se trata del sostén de la prole, no ves cómo los más débiles se preparan para combatir a los más fuertes hasta perder la vida y cómo se imponen el hambre y toda clase de privaciones para hacerla vivir? Respecto a los hombres puede creerse que es por razón el obrar así. ¿Pero podrías decirme de dónde les vienen estas disposiciones amorosas a los animales?

Le respondí que lo ignoraba.

- ¿Y esperas hacerte sabio en amor si ignoras una cosa como ésta? Replicó ella.

- Te repito, Diotirna, que ésta es la razón por la que vine en tu busca, sé que necesito de tus lecciones. Explícame eso sobre lo que me pides explicación y todo lo que se refiere al amor.

- Pues bien, dijo, si crees que el objeto natural del amor es aquel en que hemos convenido muchas veces, mi pregunta no debe turbarte; porque, ahora como antes, es la naturaleza mortal la que aspira a perpetuarse, y hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su único medio es el nacimiento que substituye a un individuo viejo con uno joven. En efecto, se dice de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte, que vive y que es siempre el mismo; sin embargo, en realidad no está nunca ni en el mismo estado ni en el mismo desenvolvimiento, sino que todo muere y renace sin cesar en él, sus cabellos, su piel, sus huesos, su sangre, en una palabra, todo su cuerpo; y no sólo su cuerpo sino también su alma, sus hábitos, sus costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus temores. Sus afecciones no siempre son las mismas, sino que nacen y mueren continuamente. Pero lo más sorprendente es que no nada más nuestros conocimientos nacen y mueren en nosotros de la misma manera (porque en este concepto también mudamos sin cesar), sino que cada uno de ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la extinción de un conocimiento; porque la reflexión, formando un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, conserva en nosotros este conocimiento, aunque creemos que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales; no subsisten absolutamente y siempre los mismos, como sucede a lo divino, sino que el que marcha y el que envejece deja en su lugar un individuo joven semejante a lo que él mismo fue. Así es, Sócrates, cómo todo lo mortal participa de la inmortalidad, y lo mismo el cuerpo que todo lo demás. En cuanto al ser inmortal sucede lo mismo por una razón diferente. No te sorprenda que los seres animados estimen tanto sus renovaciones, porque la solicitud y el amor que les anima no tienen otro origen que esta sed de inmortalidad.

Índice de El banquete o Del amor de PlatónSegunda parteCuarta parteBiblioteca Virtual Antorcha