Índice de El banquete o Del amor de PlatónTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

EL BANQUETE

O

DEL AMOR


CUARTA PARTE

Después que me habló de esta manera, le dije lleno de admiración: Muy bien, muy sabia Diotima, ¿pero pasan las cosas así realmente?

Ella, con un tono de consumado sofista, me dijo:

- No lo dudes, Sócrates, y si quieres reflexionar ahora sobre la ambición de los hombres, te parecerá su conducta poco conforme con estos principios, si no te fijas'en que los hombres están poseídos por el deseo de crearse un nombre, de adquirir una gloria inmortal en la posteridad; y que este deseo, más que el amor paterno, es el que les hace despreciar todos los peligros, comprometer su fortuna, resistir las fatigas y sacrificar su vida. ¿Piensas, en efecto, que Alcestes hubiera sufrido la muerte en lugar de Admeto, que Aquiles hubiera buscado por venganza a Patroclo, y que Codro se hubiera sacrificado por asegurar el reinado de sus hijos, si no hubiesen esperado dejar tras sí este inmortal recuerdo de su virtud, que vive aún entre nosotros? De ninguna manera, prosiguió Diotima. Pero por esta inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no hay nadie que no se lance, yo creo, a conseguirla, con tanto más ardor cuanto más virtuoso sea el que la prosiga, porque todos sienten amor por lo inmortal. Los que son de cuerpo fecundo aman a las mujeres, y se inclinan con preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la procreación de los hijos, la inmortalidad, la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan en el curso de los tiempos. Pero los que son fecundos de espíritu ...

Aquí Diotima, interrumpiéndose, añadió:

- Porque los hay que son más fecundos de espíritu que de cuerpo para las cosas que al espíritu toca producir. ¿Y qué le corresponde producir al espíritu? La sabiduría y las demás virtudes que han nacido de los poetas y de los artistas dotados del genio de invención. Pero la sabiduría más alta y más bella es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias humanas, y que se llama prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde la infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad desea producir y engendrar, va de un lado para otro buscando la belleza, en la que podrá engendrar, porque nunca podría conseguirlo en la fealdad. En su ardor de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los feos, y si en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta unión le complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia numerosos y elocuentes discursos sobre la virtud, los deberes, y las ocupaciones del hombre de bien, y se consagra a instruirle, porque el contacto y el comercio de la belleza le hacen engendrar y producir aquello cuyo germen se encuentra ya en él. Ausente o presente piensa siempre en el objeto que ama, y ambos alimentan en común los frutos de su unión. De esta manera el lazo y la afección que ligan el uno al otro, son mucho más íntimos y mucho más fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su inteligencia son más bellos y más inmortales, y no hay nadie que no prefiera tales hijos a cualquiera otra posteridad, si considera y admira las producciones que Homero, Hesíodo y los demás poetas han dejado; si tiene en cuenta la nombradía y la memoria imperecedera, que estos inmortales hijos han proporcionado a sus padres; o bien si recuerda los hijos que Licurgo ha dejado tras sí en Lacedemonia y que han sido la gloria de esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Hélade entera. Solón, lo mismo, es honrado como el padre de las leyes, y otros muchos hombres grandes lo son también en diversos países, en la Hélade y entre los bárbaros, porque han producido una infinidad de obras admirables y creado toda clase de virtudes. Estos hijos les han valido templos, mientras que los hijos de los hombres, que salen del seno de una mujer, jamás han hecho engrandecer a nadie.

Quizá, Sócrates, he llegado a iniciarte hasta en los misterios del amor; pero en cuanto al último grado de la iniciación y a las revelaciones más secretas, para las que todo lo que acabo de decir no es más que una preparación, no sé si ni a un bien dirigido, podría tu espíritu elevarse hasta ellas. Yo, sin embargo, continuaré sin que se entibie mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas.

El que quiere aspirar a este objeto por el verdadero camino, debe desde su juventud comenzar a buscar los cuerpos bellos. Debe además, si está bien dirigido, amar uno solo, y en él engendrar y producir bellos discursos. Enseguida debe comprender que la belleza, que se encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demás. En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos es una e idéntica.

Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de los cuerpos bellos y despojarse, como de una despreciable pequeñez, de toda pasión que se concentre sobre uno solo. Después debe considerar más preciosa la belleza del alma que la del cuerpo, de tal manera que un alma bella, aunque esté en un cuerpo imperfecto, baste para atraer su amor y sus cuidados, y para introducir en ella los discursos más propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se verá necesariamente conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo una idea más amplia de lo bello, no se encadenará como un esclavo al estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una ciencia, la de lo bello.

Ahora, Sócrates, ponme toda la atención de que eres capaz. El que en los misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que estamos, después de haber recorrido en orden conveniente los grados de lo bello, y llegado por último al término de la iniciación, percibirá como un relámpago una belleza maravillosa, aquella que era objeto de todos sus trabajos anteriores; belleza eterna, increada e imperecible, exenta de aumento y de disminución; belleza que no es bella en una parte y fea en otra, bella en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para éstos y fea para aquéllos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, y nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta ciencia; que no reside en ningún ser diferente a ella, en un animal, por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma. De ella participan las demás bellezas, sin que el nacimiento ni la destrucción de éstas, causen ni la menor disminución ni el menor aumento en aquéllas ni la modifiquen en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado, mediante un amor bien entendido de los jóvenes, hasta la belleza perfecta, y se comienza a entreverla, se llega casi al término; porque el camino recto del amor, guiado por sí mismo o por otro, es comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema, pasando por decirlo así, por todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello a dos, de dos a todos los demás, de los bellos cuerpos a las bellas ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de ciencia en ciencia se llegue a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello mismo, y se concluye por conocerla tal como es en sí.

¡Oh, mi querido Sócrates! Prosiguió la extranjera de Mantinea. Si por algo tiene mérito esta vida, es por la contemplación de la belleza absoluta, y si tú llegas algún día a conseguirlo, ¿qué te parecerán, cotejado con ella, el oro y los adornos, los niños hermosos y los jóvenes bellos cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el punto de que tú y muchos otros, por ver sin cesar a los que aman, por estar sin cesar con ellos, si esto fuese posible, se privarían con gusto de comer y de beber, y pasarían la vida tratándolos y contemplándolos? ¿Qué pensaremos de un mortal a quien fuese dado contemplar la belleza pura, simple, sin mezcla, no revestida de carne ni de colores humanos ni de las demás vanidades efímeras, sino siendo la belleza divina misma? ¿Crees que sería una suerte desgraciada tener sus miradas fijas en ella y gozar de la contemplación y amistad de semejante objeto? ¿No crees, por el contrario, que este hombre, siendo el único que en el mundo percibe lo bello, mediante el órgano propio para percibirlo, podrá crear, no imágenes de virtud, puesto que no se une a imágenes, sino virtudes verdaderas, pues que es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, sólo al que produce y alimenta la verdadera virtud, corresponde el ser amado por dios; y si algún hombre debe ser inmortal, es seguramente éste.

Tales fueron, mi querido Fedro, y ustedes que me escuchan, los razonamientos de Diotima. Ellos me han convencido, y a mi vez trato yo de convencer a los demás de que para conseguir un bien tan grande, la naturaleza humana difícilmente encontraría un auxiliar más poderoso que Eros; y así digo, que todo hombre debe honrar a Eros. En cuanto a mí, honro todo lo que a él se refiere, le hago objeto de un culto muy particular, le recomiendo a los demás, y en este mismo momento acabo de celebrar, lo mejor que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el poder y la fuerza del amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un elogio de Eros; y si no, dale el nombre que tú prefieras.

Después de que Sócrates habló, recibió aplausos. Pero Aristófanes se disponía a hacer algunas observaciones, porque Sócrates en su discurso había hecho alusión a una cosa que él había dicho, cuando repentinamente se oyó un ruido en la puerta exterior, a la que llamaban con golpes repetidos; y parecía que las voces procedían de jóvenes ebrios y de una tocadora de flauta.

- Esclavos, gritó Agatón, vean qué es eso; si son algunos de nuestros amigos, pídanles que entren; y si no, pídanles que hemos cesado de beber, que estamos descansando.

Un instante después oímos en el patio la voz de Alcibíades, medio ebrio, y diciendo a gritos:

- ¿Dónde está Agatón? iLlévenme con él!

Entonces algunos de sus compañeros y la tocadora de flauta, le tomaron por los brazos y le condujeron a la puerta de nuestra sala. Alcibíades se detuvo, y vimos que llevaba la cabeza adornada con una espesa corona de hiedra y violetas con numerosas guirnaldas.

- Amigos, los saludo, dijo. ¿Aceptan en su mesa a un hombre que ha bebido ya bastante? ¿O nos marcharemos después de haber coronado a Agatón, que es el objeto de nuestra visita? Me fue imposible venir ayer, pero estoy aquí ahora con mis guirnaldas sobre la cabeza, para ceñir con ellas la frente del más sabio y más bello de los hombres, si me es permitido hablar así. ¿Se ríen de mí porque estoy ebrio? Búrlense cuanto quieran, yo sé que digo la verdad. Pero veamos, respondan, ¿entraré en esta condición o no? ¿Beberán conmigo o no?

Entonces gritaron de todas partes:

- ¡Qué entre, qué tome asiento! Agatón mismo le llamó. Alcibíades se adelantó conducido por sus compañeros y ocupado en quitar sus guirnaldas para coronar a Agatón, no vio a Sócrates, a pesar de que estaba frente a él, y se colocó entre Sócrates y Agatón, pues aquél había hecho espacio para que se sentara. Luego que Alcibíades se sentó, abrazó a Agatón, y le coronó.

- Esclavos, dijo éste, descalcen a Alcibíades, quedará en este escaño con nosotros y será el tercero.

- Con gusto, respondió Alcibíades, ¿pero quién es el tercer bebedor? Al mismo tiempo se vuelve y ve a Sócrates. Entonces se levanta bruscamente y exclama:

- ¡Por Heracles! ¿Qué es esto? ¡Qué, Sócrates, te veo aquí a la espera para sorprenderme, según acostumbras, apareciéndote de repente cuando menos lo esperaba! ¿Qué haces aquí hoy? ¿Por qué ocupas este sitio? ¿Cómo, en lugar de haberte puesto al lado de Aristófanes o de cualquiera otro complaciente contigo o que se esfuerce en serlo, has sabido colocarte tan bien que te encuentro junto al más hermoso de la reunión?

- Imploro tu socorro, Agatón, dijo Sócrates. El amor de este hombre es para mí de gran embarazo. Desde la época en que comencé a amarle, no puedo mirar ni conversar con ningún joven, sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias, y gracias que se abstiene de pasar a vías de hecho. Así, ten cuidado de que en este momento se deje llevar por un arrebato de ese género; procura asegurar mi tranquilidad o protégeme, si comete alguna agresión, porque temo a su amor y sus celos furiosos.

- No cabe paz entre nosotros, dijo Alcibíades, pero me vengaré en otra ocasión. Ahora, Agatón, dame una de tus guirnaldas para ceñir con ella la cabeza de este hombre. No quiero que me eche en cara que no lo coroné como a ti, siendo un hombre que, si de discursos se trata, gana a todo el mundo, no sólo en una ocasión, como tú ayer, sino en todas.

Mientras se explicaba de esta manera, tomó algunas guirnaldas, coronó a Sócrates y se sentó en el escaño. Una vez en su asiento, dijo:

- Y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecen excesivamente prudentes y no puedo consentirlo, hay que beber; es el trato que hicimos. Me constituyo yo mismo como el rey del festejo, hasta que hayan bebido como es indispensable. Agatón, que me traigan una copa grande si tienes; y si no, esclavo, dame el vaso que está ahí porque ya lleva más de ocho cotillas (aproximadamente dos litros).

Después de hacerla llenar, Alcibíades bebió primero, y luego hizo llenarla para Sócrates, diciendo: que no se culpe a malicia de lo que vaya hacer, porque Sócrates podrá beber citanto quiera y jamás se le verá ebrio.

El esclavo llenó el vaso, Sócrates bebió. Entonces Eriximaco, tomando la palabra dijo:

- ¿Qué haremos Alcibíades? ¿Seguiremos bebiendo sin hablar ni cantar, y nos conformaremos con hacer lo mismo que hacen los que sólo matan la sed?

Alcibíades respondió:

- Yo te saludo, Eriximaco, digno hijo del mejor y más sabio de los padres.

- También te saludo yo, replicó Eriximaco¡ ¿pero qué haremos?

- Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un médico vale él solo tanto como muchos hombres. Manda lo que quieras.

- Entonces escucha, dijo Eriximaco. Antes de tu llegada habíamos convenido en que cada uno de nosotros, siguiendo un turno riguroso, elogiara a Eros lo mejor que pudiese, comenzando por la derecha. Todos hemos cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has dicho y que no por eso has bebido menos, cumplas a tu vez la tuya. Cuando concluyas, indicarás a Sócrates el tema que te parezca; él a su vecino de la derecha, y así sucesivamente.

- Todo eso está muy bien, Eriximaco, dijo Alcibíades. Pero querer que un hombre ebrio dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre fría, sería un partido muy desigual. Además, querido mío, ¿crees lo que Sócrates ha dicho antes de mi carácter celoso, o crees lo contrario? Porque si en su presencia me alabo a otro que no sea él, sea un dios o un hombre, no podrá evitar golpearme.

-Mejor habla, exclamó Sócrates.

- ¡Por Poseidón! No digas eso, Sócrates, porque yo no alabaré a otro que a ti en tu presencia.

- Pues bien, sea así, dijo Eriximaco; haznos, si te parece, el elogio de Sócrates.

- ¡Cómo, Eriximaco! ¿Quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue de él delante de ustedes?

- Oye, joven, interrumpió Sócrates, ¿cuál es tu intención? ¿Quieres hacer de mí alabanzas irónicas? Explícate.

- Diré la verdad, si lo permites.

- ¿Si lo permito? Lo exijo.

- Voy a obedecerte, respondió Alcibíades. Pero tú harás lo siguiente, si digo algo que no sea cierto, me interrumpes y no temas desmentirme, porque yo no diré ninguna mentira. Si a pesar de todo no refiero los hechos en orden muy exacto, no te sorprendas; porque en el estado en que me hallo, no será extraño que no dé una razón clara y ordenada de tus originalidades.

Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, recurriré a comparaciones. Sócrates creerá quizá que intento hacer reír, pero el objetivo de mis imágenes será la verdad y no la burla. Por lo pronto, digo que Sócrates se parece a esos silenos que se ven expuestos en los talleres de los estatuarios, y que los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separan las dos piezas que componen estas estatuas, encontrarán en el interior la imagen de alguna divinidad, Sócrates se parece más en particular al sátiro Marsyas. En cuanto al exterior, Sócrates, no puedes negar el parecido y respecto a lo demás, escucha lo que voy a decir. ¿No eres un burlón descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿No eres también tocador de flauta, y más admirable que Marsyas? Éste encantaba a los hombres con el poder de los sonidos que su boca sacaba de los instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las composiciones de este sátiro; y yo sostengo que las que tocaba Olimpos son composiciones de Marsyas, su maestro. Gracias al carácter divino de tales composiciones: sea un artista hábil o una mala tocadora de flauta quien las ejecute, sólo ellas tienen la virtud de atraernos también a nosotros y de darnos a conocer a los que tienen necesidad de iniciaciones y de dioses. La única diferencia que en este concepto puede haber entre Marsyas y tú, Sócrates, es que sin ayuda de ningún instrumento y sólo con discursos haces lo mismo. Que hable otro, aunque sea el orador más hábil, no causa, por decirlo así, impresión en nosotros; pero que hables tú u otro que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la palabra, y todos los oyentes, hombres, mujeres, niños, se sienten convencidos y enajenados. Respecto a mí, amigos míos, si no temiese parecer completamente ebrio, atestiguaría con juramento el efecto extraordinario que sus discursos han producido y producen incluso sobre mí.

Cuando le oigo, el corazón me late con más violencia que a los coribantes; sus palabras me hacen derramar lágrimas; y veo también a muchos de los oyentes experimentar las mismas emociones.

Oyendo a Pericles y a nuestros grandes oradores, considero que son elocuentes, pero no me han hecho experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra sí misma a causa de su esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsyas, la vida que paso me ha parecido insoportable muchas veces. No negarás, Sócrates, la verdad de lo que digo y sé que en este momento, si prestase oídos a tus discursos, no los resistiría, y producirías en mí la misma impresión. Este hombre me obliga a convenir que, faltándome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis propios negocios, para ocuparme en los de los atenienses. Por eso me veo obligado a huir de él tapándome los oídos, como quien escapa de las sirenas. Si no fuera por esto, permanecería hasta el fin de mis días sentado a su lado.

Este hombre despierta en mí un sentimiento del que no se me creería muy capaz y es el del pudor.

Sí, sólo Sócrates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después que me separo de él, no me siento con fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de él, procuro evitarle; pero cuando vuelvo a verle, me avergüenzo en su presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta. Muchas veces preferiría, así lo creo, que no existiese, y sin embargo, si esto sucediera, estoy convencido de que sería yo aún más desgraciado. o De manera que no sé lo que me pasa con este hombre. Tal es la impresión que produce en mí y también en otros muchos la flauta de este sátiro. Pero quiero convencerlos más aún de la exactitud de mi comparación y del poder extraordinario que ejerce en los que le escuchan; y deben tener entendido que ninguno de nosotros conoce a Sócrates.

Puesto que he comenzado, lo diré todo. Conocen el ardor que manifiesta Sócrates por los jóvenes hermosos; con qué empeño los busca, y hasta qué punto está enamorado de ellos; también saben que todo lo ignora, que no sabe nada, o al menos finge, no saberlo. ¿No es esto propio de un sileno?

Así es. Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero ábranle, compañeros de banquete, y verán qué de tesoros encontrarán en él. Sepan que para él, la belleza de un hombre es el objeto más indiferente. Es imposible imaginar hasta qué punto la desdeña, así como la riqueza y las demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira como si no tuvieran valor alguno, y a nosotros como si fuéramos nada; pasa la vida burlándose y bromeando con todo el mundo. Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra, pero yo sí, y las encuentro tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me parece imposible resistir a Sócrates. Creyendo al principio que se enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando conque, complaciendo a sus deseos, lograría seguramente que me comunicara toda su ciencia.

Por otra parte, yo tenía un elevado concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya presencia veía a Sócrates, y me encontré solo con él. Es preciso que diga toda la verdad; pongan atención y tú, Sócrates, repréndeme si falto a la exactitud.

Quedé solo, amigos míos, con Sócrates, y esperaba siempre que tocara uno de esos puntos que inspira a los amantes la pasión cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tenía placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día conversando conmigo en la forma que acostumbraba y después se retiró. Después de esto, le desafié a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿Qué podré decir? Ni así adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado, no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le invité a comer como hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al principio se rehusó, pero terminó por aceptar. Vino, pero en el momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer prolongué nuestra conversación hasta bien entrada la noche, y cuando quiso marcharse le pedí que se quedara con el pretexto de que era muy tarde. Se acostó en el mismo escaño en que había comido; este escaño estaba cerca del mío, y los dos estábamos solos en la habitación.

Hasta aquí nada hay que no pueda referir delante de todo el mundo, pero respecto a lo que tengo que decir, no lo oirán sin que les recuerde aquel proverbio que dice que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad; y que además ocultar un rasgo admirable de Sócrates, en el acto de hacer su elogio, me parecería injusto. Por otra parte, me considero en el caso de los que, habiendo sido mordidos por una víbora, no quieren hablar de ello sino a los que han experimentado igual daño, como únicos capaces de concebir y de escuchar lo que han hecho y dicho durante su sufrimiento y yo que me siento mordido por una cosa, aun más dolorosa y en el punto más sensible, que se llama corazón, alma o como se quiera; yo, que estoy mordido y herido por los razonamientos de la filosofía, cuyos tiros son más mordaces que el dardo de una víbora, cuando afectan a un alma joven y bien nacida, y que le hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; y viendo por otra parte en torno a mí a Fedro, Agatón, Eriximaco, Pausanias, Aristodemo, Aristófanes, dejando a un lado a Sócrates, y a los demás atacados como yo de la manía y de la rabia de la filosofía, no dudo en proseguir mi historia delante de ustedes, porque sabrán disculpar mis acciones de entonces y mis palabras de ahora. Pero respecto a los esclavos y a todo hombre profano y sin cultura, pongan una triple puerta a sus oídos.

Luego que, amigos míos, se mató la luz, y los esclavos se retiraron, creí no debía andar con rodeos con Sócrates, y que debía decirle mi pensamiento francamente. Le toqué y le dije:

- Sócrates, ¿duermes?

- No, respondió él.

- Y bien, ¿sabes lo que yo pienso?

- ¿Qué?

- Pienso que tú eres el único amante digno de mí, y se me figura que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. Yo creería ser poco racional, si no procurara complacerte en esta ocasión, como en cualquier otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo o de mis amigos. Ningún pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme todo lo posible, y no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme más útil que el tuyo. Rehusando algo a un hombre tal como tú, temía mucho más ser criticado por los sabios, que por el vulgo y por los ignorantes, concediéndotelo todo.

A este discurso Sócrates me respondió con su ironía habitual:

- Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el poder de hacerte mejor, en verdad no me pareces inhábil, y has descubierto en mí una belleza maravillosa y muy superior a la tuya. En este concepto, queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, parece que comprendes muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre por oro. Pero, buen joven, míralo más de cerca, no sea que te engañes sobre lo que yo valgo. Los ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo se debilitan y tú no has llegado aún a este caso.

- Tal es mi opinión, Sócrates, repuse yo; nada he dicho que no lo haya pensado, y a ti te toca tomar la decisión que consideres más conveniente para ti y para mí.

- Bien, respondió, lo pensaremos, y haremos lo más conveniente para ambos, sobre esto y todo lo demás.

- Después de este diálogo, creí que el tiro que yo le había dirigido había dado en el blanco. Sin darle tiempo para añadir una palabra, me levanté envuelto en esta capa que ven porque era invierno, me ingerí debajo del gastado capote de este hombre, y abrazado a tan divino y maravilloso personaje, pasé junto a él la noche entera.

En todo lo que llevo dicho, Sócrates, creo que no me desmentirás. ¡Y bien! Después de tales tentativas permaneció insensible, y no ha tenido más que desdén y desprecio para mi hermosura, y no ha hecho más que insultarla; y eso que yo la suponía de algún mérito, amigos míos. Sí, sed jueces de la insolencia de Sócrates; pongo por testigos a los dioses y a las diosas; salí de su lado como hubiera salido del lecho de mi padre o de mi hermano mayor.

Desde entonces, ya deben suponer cuál es el estado de mi espíritu. Por una parte me consideraba despreciado; por otra, admiraba su carácter, su templanza, su fuerza de alma, y me parecía imposible encontrar un hombre que fuese igual a él en sabiduría y en dominarse a sí mismo, de manera que no podía ni enfadarme con él, ni pasarme sin verle, si bien veía que no tenía ningún medio de ganarle porque sabía que era más invulnerable en cuanto al dinero, que Ayax en cuanto al hierro, y el único atractivo a que le creía sensible nada había podido sobre él.

Así, pues, sometido a este hombre, más que un esclavo puede estado a su dueño, andaba errante acá y allá, sin saber qué partido tomar. Tales fueron mis primeras relaciones con él. Después nos encontramos juntos en la expedición contra Potidea, y fuimos compañeros de rancho. Allí veía a Sócrates sobresalir, no sólo respecto de mí, sino de los demás, por su paciencia para soportar las fatigas. Si llegaban a faltar los víveres, cosa muy común en campaña, Sócrates aguantaba el hambre y la sed con más valor que ninguno de nosotros. Si estábamos en la abundancia, sabía gozar de ello mejor que nadie. Sin tener gusto en la bebida, pedía más que los demás si se le estrechaba, y se sorprenderán si les digo que jamás se le vio ebrio; y de esto creo que tienen ahora mismo una prueba. En aquel país el invierno es muy riguroso, y la manera con que Sócrates resistía el frío es hasta prodigiosa. En tiempo de heladas fuertes, cuando nadie se atrevía a salir, o por lo menos, nadie salía sin ir bien abrigado y bien calzado y con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, él iba y venía con la misma capa que siempre llevaba, y marchaba con los pies desnudos con más facilidad que todos nosotros que estábamos calzados, hasta el punto de que los soldados le miraban de mal ojo, creyendo que se proponía despreciarlos. Así se conducía Sócrates en el ejército.

Pero ved aún lo que hizo y soportó este hombre valiente durante esta misma expedición; el episodio es digno de contarse.

Una mañana vimos que estaba de pie, meditando sobre alguna cosa. Al no encontrar lo que buscaba, no se movió del sitio, y continuó reflexionando en la misma actitud. Era ya mediodía y nuestros soldados lo observaban, se decían los unos a los otros que Sócrates estaba extasiado desde la mañana. En fin, en la tarde, los soldados jonios, después de haber comido, llevaron sus camas de campaña al paraje donde él se encontraba, para dormir al fresco (porque entonces era verano) y observar al mismo tiempo si pasaría la noche en la misma actitud. En efecto, continuó en pie hasta la salida del sol. Entonces dirigió a este astro su oración, y se retiró.

¿Quieren saber cómo se porta en los combates?

En esto hay que hacerle también justicia. En aquel hecho de armas, en el que los estrategas me dieron toda la gloria, él fue quien me salvó la vida. Viéndome herido, no quiso de ninguna manera abandonarme, y nos libró a mí y a mis compañeros de caer en manos del enemigo. Entonces, Sócrates, intercedí vivamente con los generales para que se te adjudicara el premio del valor, y éste es un hecho que no podrás negarme ni suponerlo falso. Pero los generales, por consideración a mi rango, quisieron dármele a mí, y tú mismo los hostigaste para que así lo decretaran en perjuicio tuyo.

También, amigos míos, debo hacer mención de la conducta que Sócrates observó en la retirada de nuestro ejército, después de la derrota de Delio.

Yo me iba a caballo y él a pie con armas pesadas. Nuestras tropas comenzaban a huir por todas partes, y Sócrates se retiraba con Laques. Los encontré y los exhorté a que tuvieran ánimo, que yo no los abandonaría.

Aquí conocí a Sócrates mejor que en Potidea, porque al ir a caballo, no era necesario que me ocupara tanto de mi seguridad personal. Observé desde luego lo mucho que superaba a Laques en presencia de ánimo, y vi que allí, como si estuviera en Atenas, marchaba Sócrates altivo y con mirada desdeñosa, valiéndome de tu expresión, Aristófanes.

Consideraba tranquilamente a los nuestros y al enemigo, haciendo ver de lejos por su continente que no se le atacaría impunemente. De esta manera se retiraron sanos y salvos él y su compañero, porque en la guerra no se ataca al que muestra tales disposiciones, sino que se persigue a los que huyen a todo correr.

Podría citar en alabanza de Sócrates gran número de hechos no menos admirables; pero quizá se encontrarían algunos semejantes de otros hombres.

Mas lo que hace a Sócrates digno de admiración particular, es que no se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos, ni entre nuestros contemporáneos. Podrá por ejemplo compararse a Brasidas y a cualquiera otro con Aquiles, a Pericles con Néstor o Antenor; y hay otros personajes entre quienes sería fácil reconocer semejanzas. Pero no se encontrará ninguno, ni entre los antiguos, ni entre los modernos, que se parezca ni remotamente a este hombre, ni a sus discursos, ni a sus originalidades, a menos que se comparen él y sus discursos, como ya lo hice, no con un hombre, sino con los silenos y los sátiros.

Cuando empecé, se me olvidó decir que sus discursos se parecen también a los silenos cuando se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene por oír a Sócrates, lo que dice parece a primera vista muy grotesco. Las expresiones con que viste su pensamiento son groseras, como la piel de un imprudente sátiro. No habla más que de asnos con enjalma, de herreros, zapateros, zurradores, y parece que dice siempre una misma cosa en los mismos términos; de tal manera que no hay ignorante o necio que no sienta la tentación de reírse. Pero que se abran sus discursos, que se examinen en su interior, y se encontrará desde luego que sólo ellos están llenos de sentido y que son verdaderamente divinos, que encierran las imágenes más nobles de la virtud. En una palabra, todo cuanto debe tener a la vista el que quiera hacerse hombre de bien. Esto es, amigos míos, lo que yo alabo en Sócrates y también de lo que le acuso, porque he unido a mis elogios la historia de los ultrajes que me ha hecho y no he sido yo sólo el que se ha visto tratado de esta manera, en el mismo caso están Carmides, hijo de Glaucón, Eutidemo, hijo de Diocles, y otros muchos, a quienes ha engañado también, figurando querer ser su amante, cuando ha desempeñado más bien para con ellos el papel de la persona muy amada y así tú, Agatón, aprovéchate de estos ejemplos. No te dejes engañar por este hombre; que mi triste experiencia te ilumine, y no imites al insensato que, según el proverbio, no se hace sabio sino a su costa.

Habiendo cesado Alcibíades de hablar, la gente comenzó a reírse al ver su franqueza, y que todavía estaba enamorado de Sócrates.

Éste, tomando entonces la palabra dijo:

- Imagino que has estado hoy poco expansivo, Alcibíades; de otra manera no hubieras artificiosamente y con un largo rodeo de palabras, ocultado el verdadero motivo de tu discurso, motivo de que sólo has hablado incidentalmente a lo último, como si fuera tu único objeto malquistarnos a Agatón y a mí, porque tienes la pretensión de que yo debo amarte y no amar a ningún otro, y que Agatón sólo debe ser amado por ti solo. Pero tu artificio no se nos ha ocultado; hemos visto con claridad a dónde tendía la fábula de los sátiras y de los silenos. Así, mi querido Agatón, desconcertemos su proyecto, y haz de suerte que nadie pueda separarnos el uno del otro.

- En verdad, dijo Agatón, creo que tienes razón, Sócrates. Estoy seguro de que haber venido a colocarse entre tú y yo, sólo ha sido para separarnos. Pero nada ha adelantado, porque ahora mismo voy a ponerme al lado tuyo.

- Muy bien, replicó Sócrates. Ven aquí, a mi derecha.

- ¡Oh, Zeus! Exclamó Alcibíades. ¡Cuánto me hace sufrir este hombre que se imagina tener derecho a darme la ley en todo! Por lo menos, maravilloso Sócrates, permite que Agatón se coloque entre nosotros dos.

- Imposible, dijo Sócrates, porque tú acabas de hacer mi elogia, y ahora me toca a mí hacer el de mi vecino de la derecha. Si Agatón se pone a mi izquierda, no hará seguramente de nuevo un elogio antes que yo haya hecho el suyo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibíades, y no le envidies las alabanzas que con impaciencia deseo hacer de él.

- No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibíades, exclamó Agatón; quiero cambiar de sitio para que me alabe Sócrates.

- Esto es lo que siempre sucede, dijo Alcibíades. Dondequiera que se encuentra Sócrates, sólo él tiene asiento cerca de los jóvenes hermosos. Y ahora mismo, vean qué pretexto sencillo y plausible ha encontrado para que Agatón venga a colocarse cerca de él.

Agatón se levantaba para ir a sentarse al lado de Sócrates, cuando un tropel de jóvenes se presentó a la puerta, en el acto mismo de abrirla uno de los convidados para salir; y penetrando en la sala, tomaron puesto en la mesa.

Hubo entonces gran bullicio y en el desorden general, los invitados se vieron comprometidos a beber con exceso.

Aristodemo añadió que Eriximaco, Fedro y algunos otros se habían retirado a sus casas; él mismo se quedó dormido porque las noches eran muy largas, y despertó hasta la aurora, al canto del gallo, después de un largo sueño. Cuando abrió los ojos vio que unos convidados dormían y otros se habían marchado. Sólo Agatón, Sócrates y Aristófanes estaban despiertos y apuraban a la vez una gran copa, que pasaban de mano en mano, de derecha a izquierda. Al mismo tiempo Sócrates discutía con ellos. Aristodemo no podía recordar esta conversación, porque como había estado durmiendo, no había oído el principio de ella. Pero me dijo que Sócrates había precisado a sus interlocutores a reconocer que el mismo hombre debe ser poeta trágico y poeta cómico, y que cuando se sabe tratar la tragedia según las reglas del arte, se debe saber igualmente tratar la comedia.

Obligados a convenir en ello, y estando como a media discusión comenzaron a adormecerse. Aristófanes se durmió primero, y después Agatón, cuando era ya muy entrado el día.

Sócrates, viendo a ambos dormidos, se levantó y salió acompañado, como de costumbre, por Aristodemo. De allí se fue al Liceo, se bañó y el resto del día se encargó de sus ocupadones habituales, entrando a su casa hasta la tarde para descansar.

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