Índice de ¡Qué es el arte? de León TolstoiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Capítulo 12

La obra de Wagner, modelo perfecto de falsificación del arte

Si se quiere ver hasta qué grado han perdido los hombres de nuestro tiempo y de nuestra sociedad la facultad de sentir el arte verdadero, y tomado el hábito de aceptar como arte cosas que con el arte nada tienen de común, ningún ejemplo podrá servirnos mejor que la obra de Ricardo W ágner, en la que, no sólo Alemania, sino también Francia e lnglaterra, pretenden descubrir el arte más elevado y el más rico en horizontes nuevos.

El pensamiento fundamental de W ágner ha sido, como ya se sabe, que la música debía formar cuerpo con la poesía, expresar todos los matices de una obra poética. Es éste un pensamiento que él no ha hecho más que extrernar, pero que es, aunque antiguo, enteramente falso, pues cada una de las artes tiene su dominio definido, distinto al dominio de las artes; y si la manifestación de dos de ellas se encuentran un instante reunidas en una sola obra, como sucede en la ópera, una de las dos debe, necesariarnente estar sacrIficada a la otra.

La unión del drama y de la música inventada en el siglo XVI por los italianos, que se imaginaban resucitar así el antiguo drama griego, no ha podido encontrar éxito más que entre las clases superiores, y esto sólo cuando un músico de talento (Mozart, Wéber, Rossini), inspirándose en un motivo dramático, se abandonaba, sin embargo, a su inspiración, y supeditaba el texto a la música. En las óperas de estos maestros, la única cosa importante es la música compuesta sobre cierto texto; pero en modo alguno el texto mismo; de esta manera se podría llegar al absurdo, como por ejemplo en La flauta encantada, sin dejar por eso la música de producir una impresión artística.

Esto es lo que Wágner ha soñado en corregir, uniendo de una manera más íntima la música y la poesía. Pero el arte de la música no podía someterse al arte dramático sin perder su propia significación, pues toda obra de arte, si es buena, es la expresión de un sentimiento íntimo del artista, de un sentimiento por compIeto excepcional, y que sólo encuentra su expresión en una forma especial; de tal suerte, que pretender que una producción de cierto arte haga cuerpo con una producción de otro arte distinto, es pedir lo imposible. En efecto, pedir que dos obras de diferentes dominios artísticos sean, de una parte, excepcionales, .sin ninguna semejanza, y que, sin embargo, coincidan y puedan formar un todo.

Es esto tan imposible corno encontrar dos hombres o dos hojas de un árbol, que se parezcan exactamente. Y si dos obras de este arte coinciden, o es que la una es una obra de arte verdadera y la otra una falsificación, o que ambas son falsificaciones. Dos hojas naturales no pueden ser exactamente iguales, pero dos hojas artificiales pueden serIo. Lo mismo puede decirse de las obras de arte.

Si la poesía y la música pueden ser apareadas, como sucede en los himnos y en los cantos, su acoplamiento jamás es una verdadera unión, y siempre el centro de gravedad se encuentra en una de las dos, de suerte que es una sola la que produce la impresión artística.

Pero aun hay más. Una de .las condiciones principales de la producción artística es la libertad absoluta del artista en absoluta abstracción de toda exigencia exterior. Y la necesidad de ajustar una obra de música a una obra de otro arte, constituye una exigencia exterior de ese género, suficiente para destruir toda posibilidad de producción artística.

Esto es, en efecto, la que sucede con la música de Wágner. Y la prueba está en el hecho de que la música de Wágner carece del carácter esencial de toda obra de arte verdadero, a saber, de esa unidad, y de esa integridad que hacen que el más pequeño cambio de forma sea suficiente para alterar la significación del conjunto. En una obra de arte verdadero, poema, cuadro, canto o sinfonía, es imposible cambiar de sitio una línea, una figura, un compás, sin que se comprometa el sentido de toda la obra, de la misma manera que es imposible, sin comprometer la vida de un ser orgánico, cambiar de sitio uno solo de sus órganos. En las últimas obras de Wágner, a excepción de aquellas partes menos importantes que tienen significación musical independiente, es posible hacer toda clase de transposiciones, poniendo delante lo que estaba detrás, o viceversa, sin que se modifique la significación musical. Y la razón de esto estriba en que la significación en la música de Wágner reside en las palabras y no en la música.

' La parte musical de esos dramas de Wágner me hace pensar en el caso de uno de esos versificadores hábiles y hueros, de los que hoy forman legión, que conciben el proyecto de ilustrar con sus versos una sinfonía o una sonata de Beethoven, o una balada de Chopín. Sobre los primeros compases de un carácter especial, escribía los versos, correspondiendo al carácter de aquellos compases. Sobre los compases siguientes, de carácter diferente, escribiría otros versos. Y esta nueva tirada de versos no tendría ninguna relación íntima con la primera, y, además, los versos no tendrían ritmo ni rima. Suponeos ahora que ese poeta recitara, sin la música, los versos compuestos de tal manera; tendréis una imagen exacta de !o que es la música de las óperas de Wágner, cuando se la escucha sin las palabras.

Pero Wágner no es solamente un músico, es también un poeta. Es preciso, pues, para juzgarle conocer también su poesía, esa poesía a la que él pretende subordinar la música. La principal de sus obras poéticas es El anillo de los Nibelungos. He leído con la mayor atención los cuatro libretos que contiene este poema, y no sabré persuadir suficientemente al lector de que los lea, para poder darse idea de una obra, en efecto, bien extraordinaria. Es un modelo de fals.ificación artística.

Pero se dice que es lmposible juzgar las obras de Wágner sin verlas en la escena. La segunda Jornada de la Trilogía acaba precisamente de ser representada en Moscú, el invierno pasado. Es, según me han dicho, la parte mejor de toda la obra. Fui a verla representar, y he aqui lo que he visto:

Cuando llegué, la enorme sala estaba ya llena de arriba abajo. Estaban allí los grandes duques y toda la flor de la aristocracia, del comercio, de la ciencia, de la administración y de la burguesía media. La mayor parte del auditorio tenía en Ias manos un libreto, y se esforzaba en desentrañar su sentido. Vi también muchos músicos -algunos de edad madura, hombres con los cabellos grises- que seguían la música con una partitura ante los ojos. Evidentemente, se trataba de una representación de las más importantes.

Llegué un poco retrasado; pero se me aseguró que el corto preludio que precede a la obra, no tenía apenas importancia, y que no había perdido mucho con faltar. Cuando entré, estaba en escena un actor, dentro de una decoración destinada a representar una cueva, y que, como siempre sucede, producía cualquier cosa, menos la ilusión de que fuese auténtica. El actor llevaba calzón de punto de mallas, una capa de piel, una peluca y una barba postiza, y, con sus manos blancas y finas, que delataban al comediante, forjaba una espada inverosímil con ayuda de un martillo imposible, de una manera con la que jamás ha manejado nadie un martillo; y; al mismo tiempo, abriendo la boca, de una manera no menos extraña, cantaba una cosa incomprensible. Toda la orquesta, durante aquel tiempo, se esforzaba en acompañar los extravagantes sonidos que salían de su boca.

El libreto me hizo saber que aquel actor representaba un poderoso gnomo que vivía en la cueva; y forjaba una espada para Sigfrido, el muchacho que él habfa educado. Y en efecto, yo había adivinado que representaba un gnomo, pues jamás dejaba, al andar, de doblar la rodilla para achicarse. El gnomo, abriendo siempre la boca de la misma extraña manera, continuó mucho tiempo cantando o gritando. La música, entretanto, seguía un curso singular: hacia la impresión de principios que no continuaban, ni se acababan. El libreto me enseñó que el gnomo se encontaba a sí mismo la historia de un anillo que un gigante se había apropiado, y que el gnomo deseaba procurarse con la ayuda de Sigfrido; y he aquí por qué forjaba una espada.

Después de este monólogo, que duró muy largo tiempo, oí a la orquesta otros sonidos, completamente diferentes de los primeros, y que también me produjeron la impresión de principios que no se acababan nunca. Y, en efecto, no tardó en aparecer otro actor, llevando un cuerno al hombro, y yendo acompañado de un hombre que corría en cuatro patas, disfrazado de oso. Este hombre se arrojó sobre el gnomo, que hurtaba el cuerpo, doblando siempre Ias rodIllas. El actor del cuerno representaba el héroe del drama, Sigfrído. Los sonidos emitidos por la orquesta, antes de su aparición, estaban destinados a presentar su carácter. Se les llama el leit-motiv de Sigfrido. Estos sonidos se repiten cuantas veces aparece Sigfrido. Hay también una combinación fija de sonidos, un leit-motiv para cada uno de los personajes, y, siempre que el personaje que representa aparece en escena, la orquesta repite su leit-motiv, y por cada alusión que se hace a los personajes, la orquesta repite el leit-motiv del personaje. Todos los objetos tienen asimismo su leit-motiv. Hay motivo del anillo, del casco, del fuego, de la lanza, de la espada, del agua, etc.; y la orquesta repite los tales motivos cada una de las veces que se hace mención de aquellos diversos objetos.

Pero vuelvo al relato de la representación.

El actor del cuerno abre la boca, en forma tan poco natural como el gnomo, y continúa largo tiempo gritando palabras, y de igual manera le responde Mim, el gnomo. El sentido de esta conversación no puede ser adivinado sin auxilio del libreto; por él se sabe que Sigfrido ha sido educado por el gnomo lo que hace que le deteste, y busque siempre ocasión de matarlo. El gnomo ha forjado una espada para Sigfrido, pero éste no está contento. La conversación dura media hora larga y ocupa diez páginas del libreto. Ella nos revela que la madre de Sigfrido le ha parido en un bosque, que su padre tenía una espada, la misma cuyos pedazos trata Mim de forjar, y que Mim quiere impedir que el joven salga del bosque. Añadiré que, durante esta conversación, a la más ligera mención del padre, de la espada, etc., la orquesta no deja jamás de hacer oír el leit-motiv de aquellos personajes y de aquellas cosas.

Al fin, cesa la conversación; se escucha una música completamente distinta -el leit-motiv del dios Wotan. Llevando también peluca y calzón de punto, el dios, enderezado en una postura estúpida, con una lanza en la mano, comienza a referir toda una historia, que Mim no puede dejar de conocer a fondo, desde hace tiempo, pero que el autor ha juzgado preciso hacer conocer a sus oyentes. Y aun no refiere la historia de un modo sencillo, sino bajo la forma de enigmas, que él se hace plantear, obligándose a sacrificar la cabeza si no averigua la respuesta. Y cuantas veces golpea el suelo con la lanza, se ve saIir fuego, y se escuchan en la orquesta los leit-motiv de la lanza y el fuego. La orquesta, además, acompaña la conversación con una música, en la que se escuchan, hábilmente entremezclados los let-motiv de los personajes de que se habla.

Estos enigmas tienen por único objeto hacernos comprender lo que son los gnomos, lo que son los gigantes, lo que son los dioses, y lo que ha sucedido en las obras anteriores. Para completar la explicación, Wotan propone a su vez tres enigmas, y después se va, y reaparece Sigfrido, y se entretiene con Mim, durante trece páginas del libreto. No se escucha, durante todo este tiempo, una sola melodía desarrollada; no se escucha más que un perpetuo entrelazamiento de los leit-motiv de las cosas y de los personajes mencionados. Mim quiere enseñar a Sigfrido el miedo, y Sigfrido responde que él no conoce el miedo. Terminadas por fin las trece páginas, Sigfrido coge uno de los pedazos que pretenden representar la bigornia, y lo forja, y canta: ¡Heaho, heaho, hoho! ¡Hoho, hoho, hoho, hoho! ¡Hoheó, haho, haheo, hoh!. Y así termina el primer acto.

Era tan fastidioso todo esto para mi, que permanecía a disgusto en mi asiento, y, tan pronto como terminó el acto primero, quise irme. Pero los amigos que me acompañaban solicitaron que me quedase. Me dijeron que era imposible juzgar una obra por el primer acto, y que el segundo, sin duda, me gustaría más.

No tenía, sin embargo, nada que aprender, respecto a la cuestión que me había llevado al teatro. De un autor capaz de componer escenas como aquéllas, hiriendo todos los sentimientos estéticos, nada había que esperar; se podía estar cierto, sin esperarse más tiempo, de que todo lo que aquel autor había escrito sería harto malo, pues que evidentemente no sabía lo que era una obra de arte verdadero. Pero en torno mío se veía una admiración y un éxtasis generales, y para descubrir las causas de aquel éxtasis resolví esperar aún el acto segundo.

Acto II. - Noche. Después del crepúsculo. Además, todo el acto exornado con fulgores, nubes, claros de luna, tinieblas, fuegos mágicos, truenos, etc.

La escena representa un bosque, y en el fondo se percibe una cueva. A la entrada de la cueva un nuevo actor representa un nuevo gnomo. Entra el dios Wotan, siempre con su lanza, y en traje de viajero. De nuevo la orquesta hace oír su motivo unido esta vez a otro motivo en el tono más bajo posible. Este motivo de bajo, designa al dragón; los mismos sonidos de bajo se repiten aún más profundos. El dragón comienza por decir que quiere dormir; pero después se decide a mostrarse sobre el suelo de la cueva. El dragón está representado por dos hombres. Va vestido con una piel verde, escamosa; de un lado agita una cola de serpiente, y del otro agita una bocaza de cocodrilo, por la que se ven aparecer llamas. Y el tal dragón -que sin duda ha querido dárselas de terrible, y que podría, en efecto, asustar a los niños de cinco años- dispone, para hablar, de una voz de profundidad terrible. Todo esto es tan estúpido, tan parecido a lo que se exhibe en las barracas de feria, que se pregunta uno cómo las personas de más de cinco años pueden presenciarlo seriamente; y, no obstante, millares de personas, al parecer ilustradas, asisten al espectáculo, y ven y escuchan todo aquello con éxtasis, con atención religiosa, enajenadas de placer.

Se ve aparecer a Sigfrido, con su cuerno, y a Mim también. La orquesta hace naturalmente oír los leit-motiv que les corresponden, y ellos se enzarzan en la discusión de si Sigfrido sabe o no sabe lo que es el miedo. Después se va Mim, y comienza una escena, que tiene la intención de ser eminentemente poética. Sigfrido, vestido como en el acto anterior, se tiende en una postura destinada a parecernos bella, y unas veces se calla, y otras veces habla consigo mismo. Sueña, escucha el canto ce los pájaros, desea imitarles. Con esta intención, corta una rama con su espada, y se flace una flauta. El crepúsculo se hace más claro, los pájaros cantan: Sigfrido intenta imitar a los pájaros, sin dejar, no obstante, los leit-motiv de las personas y de los objetos de que he hablado. Y Sigfrido, no pudiendo conseguir que su flauta toque bien, se decide a tocar su cuerno.

Toda esta escena es insoportable. De música, es decir, de un arte que nos transmita un sentimiento experimentado por el autor, no hay en ella ni trazas. Y añado que nunca pude imaginarme nada más antimusical. Es algo así como si se sintiera, indefinidamente, una esperanza de música, seguida al punto de una decepción. Centenares de veces comienza algo musical, pero estos comienzos son tan cortos, están tan atestados de combinaciones de armonias, tan cargados de efectos de contraste, tan oscuros, terminan tan pronto, y lo que sucede en escena es de una falsedad tan inverosímil, que cuesta trabajo percibir aquellos embriones musicales, y mucho más llegar a emocionarse. Y, por encima de todo, desde el principio hasta el fin, la intención del autor es tan sensible, que no se ve ni se escucha a Sigfrido y los pájaros, sino un alemán de ideas estrechas, un alemán desnudo de gusto y de estilo, y que, habiéndose formado una concepción grosera de la poesía, trabaja para transmitirnos su concepción por los medios más groseros y más primitivos.

Ya se sabe que el sentimiento de desconfianza y de resistencia ante una obra nace siempre de una predeterminación demasiado evidente del autor. Es suficiente que se nos diga por adelantado: Preparaos a llorar o a reír, para que estemos seguros de no reír ni llorar. Pero cuando vemos que un autor nos manda emocionarnos con algo que no es emocionante, antes bien, es ridículo o chocante, y cuando vemos luego que este autor tiene la íntima convicción de habernos conquistado, experimentamos un sentimiento penoso, parecido al que nos inspiraría una vieja, vestida con traje de baile y coqueteando con nosotros. Tal fue la impresión que sentí durante aquella escena, mientras que en torno mío veía una muchedumbre de tres mil personas, que, no solamente presenciaban sin pena aquellos absurdos, sino que creían deber suyo estar enajenados.

Me resigné, sin embargo, a escuchar la escena siguiente, en la que aparecía el monstruo con el consabido acompañamiento de notas de bajo, entremezcladas con el leit-motiv de Sigfrido; pero después del combate con el monstruo, de los rugidos, los fuegos, las estocadas, etc., me fue imposible aguantar más tiempo, y me fuí del teatro con un sentimiento de repulsión, que hoy día aun no he podido olvidar.

Y pensaba involuntariamente en un campesino prudente, instruído, respetable, uno de esos hombres verdaderamente religiosos que yo conozco entre nuestros aldeanos. Me figuraba la terrible perplejidad que hubiera experimentado un hombre así presenciando lo que yo acababa de ver. ¿Qué pensaría al calcular cuánto trabajo se había malgastado para aquella representación, viendo aquel auditorio, viendo aquellos grandes de la tierra -hombres maduros, calvos, con la barba gris, hombres que él estaba acostumbrado a respetar- viéndoles sentados, inmóviles, para mirar y oír seis horas seguidas, semejante amasijo de absurdos?

Y, sin embargo, un auditorio enorme, la flor de las clases ilustradas, presencia, durante seis horas aquella absurda representación; y todo el mundo sale de allí con la convicción de que, pagando tributo a aquellas extravagancias, ha adquirido un nuevo derecho a tenerse por esclarecido y por avanzado.

Hablo ahora del público de Moscú, pero este público no es más que una parte infinitamente pequeña del que, considerándose como lo selecto entre los intelectuales del mundo, se forja un mérito en el hecho de haber perdido en absoluto la facultad de la emoción artística, para poder, no sólo asistir sin repugnancia a aquella farsa estúpida, sino experimentar ante ella un placer extremo.

En Bayreuth, donde fue por vez primera representada la obra, las personas que se consideraban como la flor del mundo acudieron de los cuatro puntos cardinales, desparramaron millares de rublos para ver en escena cosas semejantes; y cuatro días seguidos miraron y escucharon, durante seis horas, aquella farsa estúpida.

Pero, ¿por qué esas personas han ido a Bayreuth, por qué continúan yendo a ver aquella obra, y por qué se la admira? Es ésta una pregunta que fatalmente se presenta. ¿Cómo explicar el éxito de las obras de Wágner?

La explicación es muy sencilla. Gracias a una situación excepcional, teniendo a mano los recursos de un rey, se encontró Wágner en estado de reunir cuantos métodos se habrían inventado, antes de él, para la falsificación del arte. He hablado tan extensamente de su obra, porque ninguna otra, que yo conozca, me hace ver tan claramente todos los métodos que sirven para falsificar el arte, tales como las trampas, el decorado, los efectos y el llamamiento a la curiosidad.

Desde el asunto, tomado de viejas leyendas, hasta las nubes, las salidas del sol y de la luna, Wágner ha empleado cuanto está considerado como poético. Encontramos en su obra el hada, la bella que duerme en el bosque, las ninfas, los fuegos subterráneos, los gnomos, las batallas, las espadas, el amor, el incesto, un monstruo, pájaros que cantan; hay allí un bien repleto arsenal de poética.

Añadid que todo allí es bonito. Son bonitos los trajes, y las decoraciones, y las ninfas y la walkyria. Son bonitos hasta los mismos sonidos. Porque Wágner, que estaba lejos de carecer de talento, ha inventado -verdaderamente inventado- para acompañar su texto, combinaciones de sonidos, tan bellos de armonía como de timbre. Toda esta belleza es de un orden asaz bajo y de un gusto grotesco, como las mujeres hermosas que se ven pintadas en los carteIes, o como los peripuestos oficiales de una gran parada; pero todo ello es indudablemente bonito.

En tercer lugar, todo es en el más alto grado atrayente y efectista: los monstruos, los fuegos mágicos, las escenas en el agua, la obscuridad en la sala, la invisibiIidad de la orquesta, y, después, las combinaciones armónicas nuevas, y por esta razón, sorprendentes.

En fin todo es interesante. El interés no reside solamente en la cuestión de saber quién matará y quién será muerto, quién se casará y quién saldrá a continuación, el interés reside además en la relación de la música con el texto. El movimiento de las olas del Rhin: ¿cómo expresará esto la música? Aparece en escena un gnomo sensual: ¿cómo podrá la música expresar un gnomo? ¿Cómo expresará su sensualidad? ¿Cómo pueden ser expresadas por la música, la bravura, o el fuego, o un anillo? ¿Cómo podrá entremezclar el autor el leit-motiv de las personas que hablan con el leit-motiv de las personas y de las cosas, cuando es él quien habla? Y el interés de las obras de Wágner no termina aqui. La música por si misma, es también un requerimiento constante de nuestra curiosidad. Se separa de todas las leyes anteriores a ella, y produce las modulaciones por completo nuevas (cosa, no solamente posible, sino hasta fácil para una música que rompe con toda ley orgánica). Las disonancias son nuevas, y están resueltas de una manera nueva. Todo esto es también muy interesante.

Son, pues, el aparato poético, la belleza, el efectismo y el interés, los elementos que, merced a las particularidades del talento de Wágner y a las de su situación, se encuentran en sus obras llevados al más alto grado de perfección; de tal suerte que hipnotizan al espectador, como cualquiera quedaria hipnotizado escuchando durante muchas horas las divagaciones de un loco, declamadas con gran pujanza retórica.

Se me dirá: Usted no puede juzgar de todo eso sin haber visto las obras de Wágner representadas en Bayreuth, con la sala obscura, la orquesta por completo oculta, y la ejecución impecable. Quiero admitir esto; pero ello prueba precisamente, que no se trata aqu! de arte, sino de hipnotismo. Es exactamente lo mismo que dicen los espiritistas. Para convencernos de la verdad de las apariciones, no dejan nunca de decir: Usted no puede juzgar desde su casa; venga a nuestras sesiones. Es decir: Venga, y permanezca sentado varias horas seguidas, en la obscuridad, entre personas medio locas, renueve usted la experiencia una docena de veces, y verá lo que nosotros vemos.

¿Y cómo no verlo? Colocaos en esas mismas condiciones y veréis cuanto queráis, y aun llegaréis más pronto a ese resultado, embriagándoos con vino o con opio. Igual efecto se produce por la audición de las óperas de Wágner. Permaneced cuatro días seguidos en la obscuridad, en compañía de personas cuyo estado de ánimo es anormaI, y por intermedio de los nervios auditivos, someted vuestro cerebro a la acción poderosa de comidas hechaa a propósito para excitarle: no tardaréis en encontraros en condiciones anormales, hasta el punto de que los peores absurdos os causarán placer. Para llegar a este resultado, ni aun tendréis necesidad de los cuatro días: las seis horas que dura la representación de cada una de las jornadas son suficientes. ¿Qué digo? una sola. hora basta para las personas que no poseen ninguna concepción clara de la que el arte debiera ser, y que han decidido de antemano que lo que van a ver es excelente, y que saben que permanecer indiferentes o descontentos ante aquella obra será considerado como una prueba de inferioridad o de falta de instrucción.

Yo he observado en Moscú al auditorio de Sigfrido. Había allí gentes que dirigían a las otras, y daban el tono: eran gentes que habían sufrido con anterioridad la acción hipnótica de Wágner, y que se dejaban llevar allí de nuevo, arrastradas por la costumbre. Estas gentes se encontraban en una condición de espíritu anormal, experimentaban un arrobamiento perfecto. A su lado estaban algunos críticos de arte, hombres en absoluto desposeídos de la facultad de ser emocionados por el arte, y que, por consiguiente, se encuentran siempre dispuestos a elogiar obras como las de Wágner, en las que todo es trabajo de inteligencia. A continuación de estos dos grupos, estaba la gran muchedumbre de ciudadanos, hombres indiferentes al arte, en los cuales la facultad de ser emocionados se encontraba pervertida y en parte atrofiada; y éstos se acogian servilmente a la opinión. de los príncipes, financieros y otros aficionados, que, a su vez, se acogían al dictamen de los que expresaban su opinión más alto o en tono más seguro. -¡Oh, qué poesia! ¡Qué maravilloso es esto! ... ¡Sobre todo los pájaros! ... ¡0h, sí, sí ... estoy convencido! -así exclamaba toda aquella muchedumbre, repitiendo a tontas y a locas lo que acababa de oír afirmar a los hombres cuya opinión les parecía autorizada.

A pesar de esto, acaso había alli personas que se sentían molestas por lo absurdo y lo vulgar del pretendido arte nuevo; pero se callaban tímidamente, lo mismo que un hombre en ayunas permanece silencioso y tímido cuando se ve rodeado de borrachos.

Así es cómo, merced a la prodigiosa maestria con que falsifica el arte, sin nada de común con él, una obra grosera, baja y vacía de sentido, es admitida por el mundo entero, cuesta representarla millones de rubIos y contribuye progresivamente a pervertir el gusto de las clases superiores, alejándolas cada vez rnás del arte verdadero.


Índice de ¡Qué es el arte? de León TolstoiCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha