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Capítulo 11

El arte profesional, la crítica, la enseñanza artística: su influencia en la falsificación del arte

Esta enorme y creciente difusión de las falsificaciones del arte en nuestra sociedad, se debe al concurso de tres factores, a saber: 1º el provecho material que las falsificaciones reportan a los artistas; 2º la critica; y, 3º la enseñanza artística.

Cuando el arte era aún universal, y sólo el arte religioso era apreciado y recompensado, no había falsificaciones, o, si las había, no tardaban en desaparecer, estando expuestas a la critica de la nación entera. Pero tan pronto como se produjo la distinción entre el arte de los escogidos y el arte popular, tan pronto como las clases superiores dieron en aclamar cualquier forma artística, con tal que les aportase algún placer, tan pronto, en fin, como esas clases comenzaron a remunerar su pretendido arte, más aún que otra cualquiera actividad social, un gran número de hombres se empleó en este género de actividad, y el arte tomó un carácter nuevo y se convirtió en profesión.

Y tan pronto como ocurrió esto, la principal y más preciosa cualidad del arte, la sinceridad, debilitóse en grado sumo, condenada de antemano a una pronta desaparición. El arte, el arte verdadero fue substituído por la falsificación del arte.

El artista de profesión, en efecto, está obligado a vivir de su arte, y esto le fuerza a inventar indefinidamente para sus obras innumerables motivos. Ved, por ejemplo, qué diferencia existe entre las obras producidas, de una parte, por hombres como los profetas hebraicos, los autores de Salmos, Francisco de Asís, Fray Angélico, los autores de la Ilíada, y de la Odisea, los de leyendas y canciones populares, todos aquellos hombres de otros tiempos, que, no solamente no eran recompensados por sus obras, sino que ni aun se cuidaban de unir a ellas sus nombres; y, de otra parte, las obras producidas por los poetas cortesanos, por los pintores y músicos, colmados de honores y de dinero ... Pero es aún mayor la diferencia entre la obra de los verdaderos artistas y la de los profesionales del arte, que al presente llenan el mundo, viviendo todos de su comercio, es decir, del dinero que reciben de los directores de periódicos, editores, empresarios y otros intermediarios, encargados de poner a los artistas en relación con los consumidores del arte.

El profesionalismo es la causa primera de la difusión entre nosotros de las falsificaciones del arte.

La segunda causa es el nacimiento, aún muy reciente, y el desenvolvimiento de la crítica, es decir, de la valuación del arte, no para todo el mundo, no en modo alguno para los hombres sencillos y sinceros, sino para los eruditos, seres de inteligencia pervertida, y repletos al mismo tiempo de confianza en sí mismos.

Hablando de la relación entre críticos y artistas uno de mis amigos decía, medio en broma: Críticos son los tontos que discuten a los sabios. Es ésta una definición inexacta, injusta y de una dureza excesiva; pero no deja de contener una parte de verdad; y, en todo caso, es incomparablemente más justa que la que considera a los críticos en posesión de derechos y de medios para explicar las obras de arte.

¡Explicar! ¿Qué es lo que ellos explican? El artista, si lo es verdadero, ha transmitido, por medio de su obra, a los demás hombres los sentimientos que experimentaba. Y en estas condiciones, ¿qué queda por explicar?

Si una obra de arte es buena, el sentimiento moral o inmoral, expresado por el artista, se transmite de él a los demás hombres. Si se transmite a ellos y ellos lo sienten, todas las explicaciones son superfluas. Si no se transmite, ninguna explicación será bastante a remediarlo. La obra del artista no puede ser explicada. Si el artista hubiera podido explicar con palabras lo que desea transmitirnos, con palabras habríase expresado. Si se valió del conducto del arte para expresarse, es sin duda, porque las emociones no podían sernos transmitidas por medio de otro conducto. ¿Qué puede decirse de la risa o de las lágrimas que nos ayudan si es posible, a emocionarnos? Cuando un hombre intenta interpretar con palabras, las obras de arte, prueba su incapacidad para sentir la emoción artística. Y, efectivamente, así sucede. Por extraño que ello pueda parecer, los críticos han sido siempre hombres menos accesibles que los demás al contagio del arte. Son, por lo común, hábiles escritores, instruídos e inteligentes, pero cuya capacidad para ser emocionados por el arte está por completo pervertida o atrofiada. Y de esto viene que sus escritos han contribuído siempre y contribuyen poderosamente a pervertir el gusto del público que los lee y que se fía de ellos.

La crítica no existía, no podía existir en sociedades en las que el arte se dirigía a todos, donde, por consiguiente, expresaba una concepción religiosa de la vida, común a un pueblo entero. No se produjo, no podía ser producida más que sobre el arte de las clases superiores, que no tenía por base la conciencia religiosa de su tiempo.

El arte universal tiene un criterio eterno definido e indudable: la conciencia religiosa. El arte de las clases superiores carece de este criterio, y esto sucede porque los que quieren apreciar este arte, se ven obligados a valerse de un criterio externo. Y este criterio lo encuentran en los júicios de l'élite, es decir, en la autoridad de hombres considerados como superiores a los otros, y no solamente en su autoridad, sino en la tradición formada por un conjunto de autoridades de igual jaez. Pero esta tradición es extremadamente falsa, tanto porque l'élite se engaña con demasiada frecuencia, como porque los juicios que han tenido valor en su tiempo, dejan de tenerlo cuando éste ha pasado. Por esto los críticos, faltos de base sólida para sus juicios, se aferran obstinadamente a sus tradiciones. Las tragedias clásicas han sido en otro tiempo consideradas como buenas; la crítica continúa considerándolas como tales. Dante ha sido tenido por un gran poeta, Rafael por un gran pintor, Bach por un gran músico, y nuestros críticos, faltos de medios para distinguir el buen arte del malo, continúan, no solamente teniendo a aquellos artistas por grandes, sino que tienen todas sus obras por admirables y dignas de ser imitadas. Nada ha contribuído ni contribuye a la perversión del público en tal grado, como las autoridades que la crítica pone por delante. Un hombre produce una obra de arte en la que expresa a su manera un sentimiento, que él mismo ha experimentado. Su sentimiento se transmite a los demás hombres, y su obra atrae la atención. Pero entonces la crítica, defendiéndose, declara que, sin ser mala, no es sin embargo la obra de un Dante, ni de un Shakespeare, ni de un Goethe, ni de un Rafael, ni de un Beethoven. Y el joven artista vuelve al trabajo para copiar a los maestros que le aconsejan que imite, y produce obras, no sólo raquíticas, sino falsas, falsificaciones del arte.

Así, por ejemplo, nuestro Puchkine escribe poemitas, su Oneguin, su Tsigane, obras de un valor muy desigual, pero que son todas, no obstante, obras de un arte verdadero. Pero he aquí que bajo la influencia de la crítica mentirosa que exalta a Shakespeare, el mismo Puchkine escribe sus Boris Godunof, una obra amanerada y fría; y he aquí que los críticos exaltan esta obra y la proponen como modelo, y he aquí que, en efecto, todo el mundo la imita, Ostrowsky en su Mínine, Alejo Tolstoy en su Czar Borís, etc. Estas imitaciones han atestado todas las literaturas de obras mediocres y absolutamente inútiles. Y aquí está el peor mal que causan los críticos: careciendo de la facultad de ser emocionados por el arte (y les falta forzosamente, pues sin ello no tentarían lo imposible, pretendiendo interpretar las obras de arte), ni saben conceder importancia, ni tributar elogios más que a las obras amaneradas y producidas a sangre fría. Por eso es por lo que ensalzan con tanta seguridad, en literatura, a los trágicos griegos, a Dante, a Tasso, a Milton, a Goethe y entre los autores más recientes, Zola e Ibsen, en música, a Beethoven en su última manera y a Wágner. Para justificar el elogio entusiástico que hacen de estos grandes hombres, construyen infatigablemente vastas teorías; y vemos a hombres de talento ocuparse en componer obras en conformidad con aquellas teorías, y frecuentemente, hasta artistas verdaderos hacen violencia a su género, y se someten a ellas.

Toda obra de falso arte ensalzada por los críticos constituye como una puerta, a través de la cual se cuelan las medianías.

Si los Ibsen, los Maeterlinck, los Verlaine, los Mallarmé, los Puvis de Chavannes, los Klinger, los Boecklin, los Stuck, los Liszt, los Berlioz, los Wágner, los Brahms, los Ricardo Strauss, etc., son posibles en nuestro tiempo, así como la masa inmensa de mediocres imitadores, se lo debemos a los críticos, que continúan, aún hoy, elogiando ciegamente las obras rudimentarias y frecuentemente hueras de sentido de los antiguos griegos, Sofocles, Euripides y Aristófanes, asi como también la obra de Dante, de Tasso, de Milton, de Shakespeare, la obra entera de Miguel Angel, comprendiendo en ella su absurdo Juicio Final, toda la obra de Bach, toda la obra de Beethoven sin exceptuar su último periodo.

Nada más típico, desde este punto de vista, que el caso de Beethoven. Entre sus numerosas producciones se encuentran, a despecho de una forma siempre artificiosa, obras de arte verdadero. Pero se vuelve sordo, no puede oír nada, y comienza a escribir obras extrañas, enfermizas, cuya significación permanece con frecuencia oscura. Sé que los músicos pueden imaginar los sonidos, y que les es casi posible oír lo que leen en el pentagrama; pero sus sonidos imaginarios jamás podrán reemplazar a los sonidos reales, y un músico debe oír materialmente sus obras para poder darles una forma perfecta. Puesto que Beethoven nada podía oír, esta condición le imposibilitaba para perfeccionar sus obras. Pero la crítica, habiendo reconocido en él a un gran compositor, ha echado mano precisamente de sus obras imperfectas, y a veces anormales, para rebuscar en ellas a toda costa bellezas extraordinarias. Y para justificar estos elogios, pervirtiendo el sentido mismo del arte musical, ha atribuído a la música la propiedad de pintar precisamente lo que no puede pintar. Y bien pronto aparecieron los imitadores, una muchedumbre innumerable de imitadores, que se entregaron a la tarea de copiar esas obras enfermizas e incompletas, esas obras que Beethoven no pudo perfeccionar suficientemente para darles un pleno valor artístico.

Y apareció entre ellos Wágner. Comenzó por amalgamar, en sus artículos de crítica, las últimas obras de Beethoven con la teoría mística de Schopenhauer, que hacia de la música la expresión de la esencia misma de la Voluntad. Después de lo cual, se puso a componer una música más extraña aún, fundándose en aquella teoría y en su sistema de unión de todas las artes, y de Wágner salió una nueva multitud de imitadores, separándose cada vez más del arte verdadero.

Tales son los resultados de la crítica. Y no menos desastrosa es la verdadera causa que contribuye a la perversión del arte de nuestro tiempo: me refiero a la enseñanza artística.

Desde el día en que el arte, dejándo de dirigirse a un pueblo entero, no se dirigió más que a una clase de ricos, convirtióse en profesión: desde el dia en que se convirtió en profesión, fueron inventados métodos para su enseñanza; las personas que escogieron tal profesión, se pusieron a estudiar aquellos métodos; y así se formaron las escuelas profesionales, clases de retórica o de literatura en las escuelas públicas, academias de pintura, conservatorios de música y de arte dramático. Semejantes escuelas tienen por objeto la enseñanza del arte. Pero el arte es la transmisión a otros hombres de un sentimiento experimentado por el artista. ¿Cómo, pues, puede ser enseñado esto en las escuelas?

No hay escuela alguna que pueda excitar en un hombre el sentimiento, y menos aún que pueda enseñarle cómo podrá expresar ese sentimiento de la manera especial que le es peculiar. ¡Y, sin embargo, es en ambas cosas donde reside la esencia del arte!

Todo lo que en las escuelas pueden enseñar es el medio de expresar los sentimientos experimentados por otros artistas, de la manera que esos otros artistas los han expresado. Y esto es precisamente lo que enseñan las escuelas profesionales; y sus enseñanzas, lejos de contribuir a extender el arte verdadero, contribuyen a extender las falsificaciones del arte, haciendo así más que los otros factores por destruir en los hombres la comprensión artística.

En literatura, aprenden los jóvenes, cómo, sin decir nada, se puede escribir una composición de más o menos páginas sobre un motivo cualquiera, y escribirla de tal manera, que se parezca a los escritos de autores de celebridad reconocida.

En pintura, aprenden a dibujar y a pintar como han pintado y dibujado los maestros anteriores, y a representar el desnudo, es decir, lo que menos se ve en la realidad, y lo que el hombre ocupado en la realidad tiene menos ocasiones de pintar.

En composición, se enseña a los jóvenes presentándoles motivos parecidos a los que han sido tratados ya por los grandes maestros.

De la misma manera, en las escuelas de arte dramático, los alumnos aprenden a recitar monólogos exactamente lo mismo que los recitan los actores célebres.

Y lo mismo en música. Toda la teoría de la música es una repetición de los métodos de que se han servido los músicos célebres. En cuanto a la ejecución musical, se convierte cada vez más en mecánica y semejante a la de un autómata.

Corrigiendo un día un estudio de uno de sus discípulos, el pintor ruso Brulof, hizo en él uno o dos retoques, y bien pronto el mediocre estudio adquirió vitalidad. ¡Oh, apenas ha dado usted una pincelada, y he ahi que está todo cambiado!, dijo el discípulo. ¡Eso significa que el arte comienza donde comienza esa pincelada!, respondió Brulof.

Ningún arte como el de la ejecución musical para poner de relieve la justicia de este pensamiento. Para que esta ejecución sea artística, es decir, que nos transmita la emoción del autor, son necesarias tres condiciones principales, para no decir nada de otras. La ejecución musical sólo es artística cuando la nota es justa, cuando dura exactamente el tiempo debido, y cuando es emitida con la misma intensidad de sonido que se ha querido. La más pequeña alteración de la nota, el más pequeño cambio de ritmo, el más pequeño esfuerzo o debilidad del sonido destruyen la perfección de la obra, y, por consiguiente, su capacidad de emocionarnos. La transmisión de la emoción musical, que parece cosa tan sencilla y tan fácil de obtener, es en realidad una cosa que sólo se obtiene cuando el ejecutante encuentra el matiz infinitamente pequeño, necesario a la perfección. Es lo mismo en todas las artes. Y un hombre no puede descubrir esos matices sino cuando siente la obra, cuando se deleita directamente en contacto con ella. Ninguna máquina sabría hacer lo que hace un bailarin, que acomoda sus movimientos al ritmo de la música, ningún órgano de vapor podría hacer lo que hace un pastor que canta bien, ningún fotógrafo lo que hace un pintor; ningún retórico encontrará la palabra o encadenamiento de palabras que encuentra sin esfuerzo el hombre que expresa lo que siente. Por eso las escuelas podrán enseñar, cuanto sea necesario para producir algo análogo al arte, pero jamás lo que se necesita para producir el arte mismo.

La enseñanza de las escuelas termina donde comienza la pincelada, es decir, donde empieza el arte.

Y acostumbrar a los hombres a un algo análogo al arte, equivale a quitarles la costumbre de la comprensión del arte verdadero. Así se explica que no haya peores artistas que los que han pasado por las escuelas y han tenido éxito en ellas. Las escuelas profesionales producen una hipocresía del arte, exactamente del mismo género que la hipocresía de la religión que producen los seminarios, escuelas de teología, etc. Y por lo mismo que es imposible en una escuela hacer de un hombre un educador religioso, así también es imposible enseñarle a convertirse en artista.

Las escuelas de arte tienen una influencia doblemente funesta. Destruyen, desde luego, la capacidad para producir el arte verdadero en todos aquellos que han tenido la desdicha de entrar en ellas y de perder allí siete, ocho o diez años de su vida. Y, en segundo lugar, producen enormes cantidades de esos falsificadores del arte, que pervierten el gusto de las masas que están en camino de invadir el mundo.

No pretendo que los jóvenes dotados de talento no deban conocer los métodos de las diferentes artes tal como, antes que ellos, los han elaborado los grandes artistas. Pero bastaba, para enseñárselos, que se crease en todas las escuelas elementales, clases de dibujo y de música, al salir de las cuales los jóvenes bien dotados podrían perfeccionarse con toda independencia en la práctica de su arte.

Queda, pues, demostrado que estas tres cosas: la profesionalización de los artistas, la crítica y la enseñanza de las artes han dado por resultado convertir a la mayoría de los hombres en seres incapaces de comprender lo que es el arte, preparándolos así para aceptar como arte las más groseras falsificaciones.


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