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Capítulo 10

'Consecuencias de la perversión del arte: falsificación del arte

Sin más que tener en cuenta lo menguado del asunto y lo defectuoso de la forma, se ve que en el arte de las clases superiores faltan hoy los caracteres elementales de todo arte, y que no es más que una falsificación del arte. Podría preverse tal consecuencia. El arte universal surge solamente cuando un hombre, habiendo experimentado una emoción viva, siente la necesidad de transmitirla a otros hombres. El arte profesional de las clases superiores no dimana de un impulso intimo del artista; nace porque en las clases superiores de la sociedad se pide alguna diversión que pagan muy cara. No piden al arte otra cosa que sensaciones de placer, y, esto es lo que el arte procura conseguir. Pero esto resulta muy dificil, porque los hombres de las clases ricas, que consumen su vida en la pereza y en el luto, necesitan sin cesar nuevas diversiones, y el arte, aun el más trivial, no surge a voluntad, sino que debe necesariamente brotar de un modo espontáneo en el alma del artista. Así se ve que los artistas están obligados a inventar métodos especiales para producir imitaciones, falsificaciones de arte, a fin de satisfacer las exigencias de las clases sociales que les dan trabajo.

Los métodos que han imaginado para conseguirlo se reducen a cuatro: 1º las imitaciones; 2º los ádornos, 3º los efectos de asombro, y 4º la excitación de la curiosidad.

El primer método consiste en tomar prestados de las obras de arte anteriores, bien asuntos completos, bien detalles, y arreglarlos de nuevo a fin de que parezcan una novedad. Las producciones de esta especie, evocando en el alma algunas clases sociales, el recuerdo de sentimientos artísticos ya experimentados, causan una impresión parecida a la del arte, y por poco que estén conformes con otras condiciones importantes, pueden pasar por arte a los ojos de los que en el arte sólo buscan placer. Los asuntos tomados de obras de arte anteriores, se llaman en general asuntos poéticos. Los personajes o cosas tomadas de igual manera, se llaman personas o cosas poéticas. Así es que en nuestra sociedad se consideran como asuntos poéticos todas las leyendas, sagas y tradiciones antiguas. En la categoría de personas y cosas poéticas, admitamos a los jóvenes, a los guerreros, pastores, eremitas, ángeles, demonios, la luz de la luna, el trueno, las montañas, el mar, los precipicios, los ríos, el pelo largo, los leones, los corderos, las palomas y los ruiseñores. De un modo general, se reputa poético cuanto trataron a menudo los artistas de las generaciones anteriores. Recuerdo que, hace unos cuarenta años, una señora, que era tonta de capirote. pero muy instruída, me rog6 que oyera la lectura de una novela que acababa de escribir. La novela comenzaba por la descripción de una heroína, que poéticamente vestida de blanco, con los cabellos poéticamente flotantes, leía poesías junto a una fuente, en un bosque poético. Esto ocurría en Rusia, y, de repente, entre unas matas, surgía el héroe, con un sombrero de plumas, a lo Guillermo Tell (así estaba especificado en el libro), acompañado de dos perros blancos no menos poéticos. La señora creía haber hecho una obra poética en alto grado, y, en efecto, su obra habría podido pasar por modelo en tal género sí el héroe no se hubiese visto obligado a trabar conversación con la heroína. Pero tan pronto como el joven del sombrero a lo Guillermo Tell empezó a hablar con la joven del vestido blanco, advertí que la autora no sabía de qué hncerle hablar, y que, conmovida por el recuerdo poético de otras obras, imaginó que con sólo zurcir distintos trozos de esas obras conseguiría despertar en el lector una impresión artística. Sucede que una impresión artística sólo la sentimos cuando el autor la ha sentido, y no cuando se limita a transmitir los sentimientos de otros hombres, tales como éstos se los transmitieron. Un método parecido no puede conmovernos como una verdadera obra de arte: puede imitarla, pero sólo para gentes de gusto artístico pervertido. La señora en cuestión era tonta y estaba desprovista de talento, y por lo tanto se descubría en seguida la burda trama de su obra; pero cuando el mismo método lo practican artistas instruídos, que conocen a fondo la técnica del arte, vemos entonces esas imitaciones de lo griego, de lo antiguo, del cristianismo, de la mitología, que tan numerosas son ahora, y que el público ingenuo acepta como obras de arte. Un ejemplo bien típico de estas falsificaciones de arte en poesía, es la Princesa Lejana, de Rostand, una obra compuesta de trozos ajenos, en la que no hay un solo átomo de arte ni de poesía, lo cual no obsta para que la crean muy poética caai todos sus lectores, y probablemente su mismo autor.

Otro método para dar a las obras de arte que no lo son una apariencia de arte, es lo que me permitiré llamar ornamento. El objeto de este método es producir a los sentidos del lector, espectador u oyente, las impresiones más agradables, de modo que tome por arte lo que no lo es. En literatura consiste tal método, si se trata de poesía, en emplear los ritmos más cadenciosos, las rimas más sonoras, las palabras más elegantes; si se trata de prosa, consiste en acentuar el brillo y la gracia de las descripciones. En el teatro se ciñe a excitar los sentidos de los espectadores mostrándoles lindas actrices, vestidas con ricos trajes, entre suntuosas decoraciones. En pintura consiste en escoger modelos que exciten los sentidos y en exagerar los efectos del color. Estriba en música, en multiplicar los pasajes y los floreos, así como las modulaciones, y en introducir en la orquesta instrumentos nuevos, etc. Estos adornos han alcanzado en nuestros días tal grado de perfección, que las clases superiores de nuestra sociedad han llegado a tomarlos por obras de arte, error tanto más natural cuanto que la teoría en uso considera la belleza como objeto de arte.

El tarcer método consiste en obrar de un modo a veces físico sobre nuestra sensibilidad. Se dice entonces que las obras son efectistas. Los efectos que producen están casi únicamente en los contrastes; juntan lo terrible y lo tierno, lo asqueroso y lo bello, lo suave y lo fuerte, lo claro y lo sombrío, lo vulgar y lo extraordinario. En literatura, a los efectos del contraste, se unen otros efectos que consisten en la descripción de cosas que numa fueron descritas. Estas cosas son, habitualmente, detalles pornográficos que evocan el deseo sexual, o detalles de padecimiento y de muerte, que despierten el horror; así, al describirnos un asesinato, se nos da una relación médica de los tejidos lacerados, del olor, de la cantidad y el color de la sangre. En pintura y en escultura, un efecto de contraste que se usa mucho, consiste en tratar un detalle con gran cuidado, mientras que se deja el resto de la obra poco menos que abocetado. En el teatro todo se vuelven escenas de asesinato, de locura, de muerte, y no muere nadie sin que se nos haga asistir a todas las fases de su agonía. En música, los efectos más comunes son un crescendo brusco, pasando de los sonidos más tenues a los más violentos; una repetición de los mismos sonidos, con arpegios en todas las escalas y por todos los Instrumentos; o una serie de armonías, tonalidades y ritmos diferentes de los que naturalmente nacerian del pensamiento musical, de modo que nos asombren por lo poco previstos. Añadiré que toda la música contemporánea abusa del efecto puramente fisico, que consiste en hacer más ruido del necesario.

Hay, además, otro efecto de esta categoría que hoy es común a todas las artes: consiste en hacer expresar por un arte lo que sería natural que expresara otro, y por ejemplo, se encarga a la música que nos describa acciones o paisajes (esto es propio de la música de programa de Wágner y de sus sucesores). O bien, como los decadentes, se pretende obligar a la pintura, al drama o a la poesía a sugerir ciertos pensamientos.

El último método consiste en provocar la curiosidad, de modo que absorba la inteligencia y le impida sentir la falta de arte verdadero. Antes se provocaba la curiosidad complicando las intrigas, y hoy este procedimiento se ha cambiado por el de la autenticidad, es decir, por la pintura detallada de un período histórico o de una rama de la vida contemporánea. Así, para absorber el espíritu del lector, los novelistas le describen a menudo la vida de los egipcios o romanos, la de los obreros de una mina o la de los dependientes de un gran almacén. La curiosidad puede provocarse también por la elección de las expresiones. Este es un artificio muy en boga. Versos y prosa, comedias, cuadros, sinfonías, todo está combinado de modo que se deba adivinar su sentido como en las charadas: despiértase la curíosidad, se trata de adivinar, se distrae uno, y se hace la ilusión de haber experimentado una emoción artística.

Se oye decir muy a menudo que una obra de arte es excelente porque es poética, o bella, o efectista, o interesante; cuando en realidad: el mejor de esos cuatro atributos, no sólo no puede servir para demostrar la excelencia de una obra de arte, sino que nada tiene que ver con el arte verdadero.

Poético significa, simplemente, tomado de otra parte. Todas las imitaciones recuerdan al espectador o al oyente vagas memorias de impresiones artísticas producidas por obras anteriores; pero jamás pueden transmitirnos los sentimientos mismos del artista. Una obra fundada en otras anteriores, por ejemplo, el Fausto, de Goethe, puede estar bien ejecutada y ser muy bella; pero jamás producirá una verdadera impresión artística, porque le falta el carácter principal, la unidad, el conjunto, esa alianza profunda de la forma y el fondo que expresa los sentimientos experimentados por el artista. Este, empleando tal método, consigue transmitirnos sentimientos que le fueron transmitidos a su vez, y su obra es un reflejo de arte, no arte. Decir de tal composición que es buena porque es poética, es decir, porque se parece a otra obra de arte, es lo mismo que si se dijera de una moneda de plomo que es buena porque se parece a una moneda de plata.

El ornato artístico, que tanto alaban nuestros tratadistas de estética con el nombre de belleza, tampoco puede servir para dar la norma de la calidad de una obra artística. El carácter esencial del arte consiste en transmitír a otros hombres las emociones experimentadas por el artista; y la emoción artística no sólo no coincide siempre, con la belleza, sino que a veces es contraria a ella. La vista de los padecimientos más horribles puede movernos a conmiseración, a simpatía, puede despertar nuestra admiración por la grandeza de alma de aquel que padece, y en cambio, la vista de una figura de cera aun cuando sea muy bella, puede no producirnos emoción alguna. Valuar una obra de arte según su grado de belleza, como si se juzgara la fertilidad de un terreno por lo magnífico de su situación.

El tercer método de falsificación del arte, el que consiste en multiplicar los efectos de brocha gorda, nada tiene de común tampoco con el arte verdadero, pues el efecto, ya sea de novedad o de contraste, o de horror, no será nunca la expresión de un sentimiento; sólo producirá una acción sobre nuestros nervios. Cuando un pintor representa con exactitud perfecta una herida que sangra, la vista de tal herida me asombra; pero esto no es arte. Una nota sostenida durante mucho rato por un órgano nos produce también asombro, puede hasta hacernos llorr; pero aquello no es música, porque no hay sentimiento expresado. Sin embargo, tales efectos fisiológicos los toman por arte personas de nuestra sociedad, no sólo en música, sino en poesía, en pintura, en el teatro. No hay en verdad burla más amarga que la que consiste en decir que el arte contemporáneo se refina. Nunca, por lo contrario, el arte persiguió, como ahora, los efectos de brocha gorda, nunca fue tan grosero. Europa entera admira una comedia nueva, Hannele, de Hauptmann, en la que el autor quiere enternecernos hablando de una joven perseguida. Para provocar tal sentimiento por medio del arte, podía encargar a uno de sus personajes que expresara su piedad por la joven de un modo que nos conmoviera, o de escribir con sinceridad los tormentos de la joven. Pero no pudiendo o no queriendo emplear tales medios, ha escogido otra más difícil para el director de escena, pero infinitamente más fácil para él. Nos muestra a la joven muriendo en escena; y para acentuar el efecto fisiológico de esta agonía sobre nuestros nervios, hace extinguir todas las luces de la sala, quedando el espectador a oscuras. A los sonidos de una música siniestra nos hace ver cómo el borracho de su padre persigue a la joven y le pega. La joven se desploma, gime, suplica, y muere. Unos ángeles, que aparecen a la sazón, se la llevan.

Y los oyentes, que no pudieron dejar de experimentar cierta excitación, se van convencidos de haber experimentado un verdadero sentimiento artístico. El caso es que no hay nada artístico en una excitación de tal especie, sino una mezcla de vaga piedad por los otros y del placer de pensar que uno mismo queda indemne de tales penas. El efecto que nos producen las obras de este género es de igual naturaleza que el que nos produce la vista de una ejecución capital o el que producían a los romanos los suplicios del circo.

La subordinación del efecto a los sentimientos artísticos se advierte hoy de un modo particular en la música, porque este arte tiene por su naturaleza una acción fisiológica inmediata sobre los nervios. En vez de expresar, por medio de una melodía revestida de armonías apropiadas, los sentimientos que experimentó, el compositor de la nueva escuela acumula y complica las sonoridades; tan pronto acentuándolas como atenuándolas de nuevo, produce en el auditorio un efecto particular de excitación nerviosa. Y el público toma este defecto fisiológico por un efecto artístico.

El cuarto metodo, el de la curiosidad, se confunde frecuentemente con el arte. ¿Cuántas veces no oímos decir que un poema, una novela, un cuadro, y hasta una obra musical son interesantes? Decir que una obra de arte es interesante, equivale o a decir que nos enseña algo nuevo o que adivinamos sólo poco a poco su sentido y que nos divierte entregarnos a tal adivinación. Ni en uno ni en otro caso tiene nada que ver el interés con la impresión artística.

El objeto del arte es hacernos experimentar los sentimientos que experimentó el artista; pero el esfuerzo de inteligencia que necesitamos para asimilarnos la nueva información que nos trae una obra o para adivinar los enigmas que contiene, este esfuerzo, decimos, distrayendo nuestro espíritu de la emoción expresada, nos impide sentirla: de modo que no sólo el hecho de ser interesante no contribuye en nada al valor artístico de una obra de arte, sino que antes bien es un obstáculo para la verdadera impresión artística.

Muchas condiciones debe reunir un hombre para poder producir una verdadera obra de arte. Este hombre debe hallarse al nivel de las más altas concepciones religiosas de su tiempo; debe experimentar sentimientos y tener el deseo y la capacidad de transmitirlos a otros; debe tener, por fin, para una de las diversas formas del arte, esa capacidad especial que se llama talento. Es muy raro que un hombre reúna tales condiciones. Pero para producir sin cesar esas falsificaciones de arte, que hoy pasan por arte verdadero, que hoy pagan tan bien, sólo hay que tener talento, cosa corriente y sin valor ninguno. Entiendo por talento la habilidad: en literatura, la habilidad que sirve para expresar fácilmente los pensamientos y sensaciones, para notar y recordar los detalles típicos; en pintura, para discernir y recordar las líneas, formas y colores; en música, para distinguir los intervalos; comprender y recordar la sucesión de sonidos. Basta que un hombre tenga hoy día ese talento, y que sepa elegir una especialidad, para que, con el auxilio de los métodos de falsificación de que di cuenta, pueda fabricar indefinidamente obras destinadas a satisfacer la necesidad de nuestras clases superiores. En todas las ramas del arte existen reglas y recetas precisas que permiten engendrar obras de tal especie sin experimentar ningún sentimiento. Así el hombre de talento que sepa las reglas de su oficio puede producir en frío obras que pasarán por artísticas.

Hoy se produce una cantidad tan inmensa de esas obras que hay hombres que conocen centenares y millares de obras pseudoartísticas, y que no han visto jamás una sola de arte verdadero, ni saben siquiera a qué se reconoce el verdadero arte.


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