Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XVIIICAPÍTULO XXBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XIX

Res sacrae - Tiempos primitivos - Organización de la iglesia cristiana


La materia que vamos a tratar en uno o dos capítulos, necesitaría de un voluminoso libro; no obstante, consideraríamos incompletos los estudios que nos hemos propuesto hacer sobre la propiedad, si no dijésemos algo de la que desde el tiempo de los romanos se llamó cosa sagrada, cosa santa, y en los tiempos más modernos se ha llamado propiedad eclesiástica o bienes de la Iglesia. Ésta es una indagación puramente histórica, y dejamos intactas las opiniones religiosas y el sentimiento de la conciencia.

La mayor parte de las naciones tiene una historia impenetrable de puro lejana y oscura. Cierta en cuanto al general hecho de que existieron reuniones más o menos numerosas de hombres; declina en fabulosa en cuanto se trata de averiguar los orígenes probables y verosímiles de los pueblos antiguos. Todos ellos se atribuyen un origen divino. Sus fundadores han sido los mismos dioses. Ellos han gobernado por muchos siglos, han enseñado a los moradores el cultivo de la tierra y los primeros rudimientos de las artes, ellos han purgado el mundo de horribles fieras y de monstruos fabulosos; ellos, en fin, después de haber subido a las mansiones del Olimpo, o descendido a las oscuridades del Tártaro, han continuado tomando una parte activa en el gobierno, en las guerras, en las dinastías, y aun en las querellas de familia de los mortales. Tales fueron durante siglos las creencias de nuestros antecesores, y tal la forma como vino de unos a otros países transmitiéndose la civilización y las creencias religiosas, hasta que de un rincón oscuro de la Judea se anunció al universo la buena nueva.

Si pues los dioses mismos fueron los fundadores de los pueblos, y después los reyes, como en Egipto, fueron los mismos sacerdotes nada más natural ni consecuente que atribuir a la Divinidad y declararla propietaria de la parte mejor, más rica y más hermosa de los productos naturales de la tierra. Éste es, en nuestro juicio, en sustancia el origen de la propiedad que los romanos llamaban res sacrce.

Esta propiedad venía también naturalmente de los reyes, o mejor dicho, del Estado. El Estado edificaba suntuosos templos con el trabajo corporal de los esclavos o libres, y con parte del producto de los tributos de la manera irregular y arbitraria con que en esas épocas lejanas se recaudaban o lo que era más frecuente, los templos se enriquecían con los tesoros de los vencidos, sucediendo no pocas veces que con el despojo de unos dioses se engalanaban otros, y mientras unos templos eran destruidos y quemados, otros se levantaban admirables y suntuosos. Curioso, pero difícil en demasía, sería averiguar los orígenes de esa acumulación de los bienes sagrados; pero ella es tan evidente y fue tan cuantiosa en algunas partes del mundo, que la historia y las ruinas nos han dejado testimonios tales que nos es imposible dudar. En Roma, como hemos dicho, desde que se dictaron las primeras leyes agrarias, una parte de las tierras se designaron para los templos y para el mantenimiento de los sacerdotes. Frecuentemente sucedía que los hombres de fortuna y de carácter reunieran en su persona el mando militar, el civil y el religioso, y los generales eran al mismo tiempo sumos pontífices. Se concibe desde luego la liberalidad con que aumentarían los bienes sagrados.

Como hemos dicho antes, los primeros reyes egipcios fueron sacerdotes. Lo primero que se edificó fue el templo, y al derredor del templo se agrupaban las poblaciones.

Las ruinas prodigiosas y las soberbias pagodas aún existentes en la India, dan testimonio evidente de que en el gobierno primitivo de esos países de tan remota antigüedad, el elemento sacerdotal estaba tan íntimamente ligado con el civil, que pudieron constituirse tan grandes cantidades de trabajo y de valores en metales o terrenos, que con ellas se edificaron monumentos religiosos que llenan de asombro aun a los más atrevidos arquitectos e ingenieros de nuestros tiempos.

El mundo todo tiene hoy todavía una idea del templo de Salomón. El hecho histórico es que en las épocas de David y de Salomón, y quizá las únicas de verdadera prosperidad que disfrutó en esos siglos el pueblo hebreo, se levantó el más rico y suntuoso edificio religioso de que hay memoria en la historia y que cuanto había de saber y de gusto en los artistas de Tiro y de Sidón, tanto así se empleó en la mansión destinada a Jehová.

Vos veis, dijo David a Salomón, que el señor vuestro Dios está con vosotros, que os ha establecido en una profunda paz por todos lados, poniendo a los enemigos en vuestras manos, y que la tierra está sometida delante del Señor y delante de su pueblo.

Disponed vuestros corazones y vuestras almas para buscar al Señor vuestro Dios. Levantaos y construid un santuario al Señor Dios, a fin de que el arca de la alianza del Señor, y los vasos que le son consagrados, sean transportados a esta casa que se va a edificar a su nombre.

Se escogieron veinticuatro mil hombres, que fueron distribuidos en los diversos oficios de la casa del Señor.

Había, además, cuatro mil porteros y otros tantos chantres que cantaban alabanzas.

Es lo más suntuoso y magnífico que se puede encontrar en la Antigüedad.

El templo se construyó con el oro, la plata y las piedras preciosas que eran propiedad particular de David, y con las ofrendas de oro, plata y piedras preciosas que hizo el pueblo, y así que estuvieron juntos todos los tesoros en poder de la familia de Gerson, dispuestos para emplearse en la construcción de la obra maravillosa, David, con esa verdad y sencillez que forma la verdadera grandeza de las figuras bíblicas, exclamó:

¿Y quién soy yo, y qué es mi pueblo para poder ofreceros todas estas cosas? Todo es de vos y nosotros no os hemos presentado sino lo mismo que hemos rendido de vuestra mano.

Porque somos extranjeros y viajeros delante de vos como lo han sido nuestros padres. Nuestros días pasan como una sombra sobre la tierra y no permanecemos más que un momento.

Sin ir más adelante con otros ejemplos de los libros históricos de los hebreos, en los pocos renglones que hemos citado, se encuentra el verdadero origen y el tipo de la res sacrae.

Por ninguna de las indagaciones que hemos pretendido hacer se deduce que este género de propiedad tuviese el carácter de la propiedad general. Venía de los reyes, y los reyes a su vez la disminuían o la aumentaban. Era possessio y no dominium, y los sacerdotes ya politeístas, ya mosaitas, parece que nunca se atribuyeron como bienes particulares lo que constituía la res sacrae.

Todo esto, como lo que va a seguir, no es más que un ensayo o averiguación sobre el carácter y condiciones de la propiedad en los tiempos antiguos. Si tuviésemos a Mac Dunker a la mano, algo más precisos podrían ser estos estudios. Pasemos a tiempos menos remotos y oscuros.

El acontecimiento que hace 1869 años cambió de una manera notable la organización de las sociedades humanas, apenas fue entonces conocido. Roma, ocupada con el despotismo de sus emperadores, con las guerras, el lujo y el circo, ni se cuidó, ni supo, ni fijó un momento su atención en la predicación evangélica. Tácito y Suetonio apenas consagran unas líneas a este suceso, de gran autoridad, sin embargo, para apoyar la existencia histórica de Jesús.

En Judea, sin embargo, la terrible catástrofe del Calvario no pasó desapercibida. La doctrina de Jesús era conocida y seguida con fe y corazón por multitud de gentes, su bondad y mansedumbre notorias, y sus mismos enemigos quedaron sobrecogidos de terror una vez que se había derramado la sangre del Justo. Los amigos y discípulos de Jesús en vez de abrigar el odio y la venganza en el corazón, quedaron profundamente tristes, sí, con la ausencia de su Maestro; pero fortificados por la convicción de que los protegía y los animaba desde el cielo; así, su única venganza, su única resolución, fue propagar por todo el mundo la nueva doctrina. Nada, pues, ni más tranquilo ni más humilde, que la primera Iglesia de Jerusalén. En ella se realizó el pensamiento tantas veces frustrado de Minos, de Licurgo y de Pitágoras, y tantas veces también querido realizar por los romanos en sus leyes agrarias.

La Iglesia se componía de cinco mil, quizá de diez mil personas el año 38. Precisamente no tenía esta comunidad propiedades territoriales. Vendieron sus posesiones y sus bienes, y el producto, que se redujo a dinero, era distribuido por los apóstoles y después por los diáconos, a cada uno, según sus necesidades. La mayor parte de los nuevos cristianos eran casados y vivían en habitaciones separadas; pero en muchas otras cosas hacían vida común. Los esenianos habitaban la Palestina y eran cosa de cuatro mil; vivían en común en el campo muy pobremente, y se ocupaban del trabajo de la tierra. Los terapeutas, esparcidos en diversas partes, eran más sobrios, pues sólo se alimentaban con pan, y la mayor parte de ellos vivían en Egipto, cerca de Alejandría. Éstas eran las tres entidades que aparecieron en la sociedad después de la muerte de Jesucristo con costumbres, hábitos, creencias y organización distinta de la organización romana, oriental y hebrea. Sus bienes constituían realmente una res universitas. La legislación general romana sobre la propiedad particular los amparaba hasta cierto punto; pero su existencia como comunidades y la masa de sus bienes no estaba reconocida ni garantizada por las leyes romanas, que prohibían a los colegios y corporaciones poseer bienes sin dispensa del Senado o del emperador.

En las partes donde se extendió la predicación del Evangelio fueron formándose iglesias bajo el modelo de la de Jerusalén, y como en la conversión del paganismo al cristianismo entraban damas y ciudadanos romanos bastante ricos, la masa de bienes acumulados bastó para que durante más de un siglo se pudiese mantener esa vida común auxiliándose las iglesias unas a otras. Por las epístolas de San Pablo vemos que la Iglesia de Jerusalén tenía frecuentemente necesidad de que la socorriesen otras, y de todas las provincias se enviaban sumas considerables para los santos de Jerusalén. No se crea que esta comunión cristiana, que fue rápidamente aumentando año por año, permanecía ociosa. A los ricos se les recomendaba, para que no estuviesen entregados a la pereza, la lectura frecuente de las Escrituras, y a los pobres el trabajo; y así se dedicaban a la labranza, a los oficios y a la milicia, de manera que en el reinado de Marco Aurelio había ya dos legiones compuestas de cristianos; pero a los soldados se les encargaba que se contentasen únicamente con su paga, sin desmandarse en pillajes ni en rapiñas. El fundador de estas iglesias que se propagaron en Oriente y Occidente, se titulaba obispo. Los consejeros o senadores eran los clérigos; había, además, diáconos y diaconesas. La ceremonia de la ordenación consistía en imponer las manos. Todos estos funcionarios gobernaban la comunidad cristiana y desempeñaban los oficios religiosos que se hacían en los subterráneos o catacumbas, en los cenáculos o comedores de las casas, y en templos o lugares públicos cuando lo toleraban las autoridades romanas. Tales fueron los principios de la organización de la Iglesia, y de los bienes de los fieles, que propiamente, y por mucho tiempo, constituyeron, como hemos indicado conforme al derecho romano, una res universitas.

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