Índice de Teoría de la propiedad de Manuel PaynoCAPÍTULO XIXCAPÍTULO XXIBiblioteca Virtual Antorcha

TRATADO DE LA PROPIEDAD

Manuel Payno

CAPÍTULO XX

Ataques a la propiedad cristiana - Persecuciones - Organización de la propiedad cristiana según las doctrinas de los santos padres - Decisiones de los concilios


Durante los tres primeros siglos, la comunidad cristiana se esparció por la Grecia, por la Italia, por la Galia, por el Egipto, la Macedonia, la Tracia y otras muchas partes donde se extendía la dominación romana, y aun en países independientes; pero todo este tiempo fue el de una lucha obstinada y heroica. En todas partes, a poco más o menos, seguían el mismo sistema; es decir, reducían todas sus propiedades a dinero, y vivían en común. Las iglesias, pues, eran todas humildes, pobres en realidad; y sus miembros dedicados a la caridad.

El primer golpe tremendo que recibió la nueva comunidad fue en el reinado de Nerón. Es una cosa vulgar y que todo el mundo sabe que Nerón incendió a Roma, y avergonzado de su propia barbarie echó la culpa del incendio a los cristianos. Todas sus propiedades fueron confiscadas, y ellos condenados a ser untados de brea y quemados vivos para alumbrar los jardines del emperador.

A los veinte años de haber celebrado el primer concilio en la Iglesia de Jerusalén, Tito sitió la ciudad, la tomó, y degolló a la mayor parte de los habitantes. Hebreos y cristianos perdieron todas sus propiedades en esta guerra. Desde el reinado de Tiberio, durante el cual murió Jesús, hasta Constantino, hubo cosa de cuarenta y siete emperadores romanos. De ellos quizá los que más muestras dieron de sabiduría y de buen gobierno, como Trajano, Adriano, Septimio, Severo y Aureliano, fueron los más tenaces perseguidores de los cristianos. En más de diez ocasiones en que la persecución fue oficialmente ordenada, los bienes todos, muebles o inmuebles fueron confiscados, enriqueciéndose con una parte de ellos los templos paganos. De toda la serie de emperadores que reinaron antes de Constantino, los únicos favorables a la nueva comunión fueron Alejandro Severo y Felipe el Árabe. Es bien fácil de concebir que ni la res sacrae ni la res universitas de los cristianos pudieron ser protegidas por la legislación, y que antes bien, como una consecuencia de la persecución, no hubo propiedad ninguna autorizada ni garantizada por el derecho romano, ni aun en los mismos individuos; y cada soldado, cada conquistador y cada prefecto, se creía perfectamente autorizado para apropiársela.

Del más escrupuloso estudio que pudiera hacerse tocante a la propiedad eclesiástica en los primeros siglos de la Iglesia, sólo se deducirían estos hechos generales:

1° Ni la propiedad res sacrae ni la propiedad res universitas estaban garantizadas por la ley.

2° La res sacrae y la res universitas politeístas, eran las que tenían la sanción, la autorización, el apoyo y el amparo del gobierno romano, mientras que por el contrario la sociedad cristiana fue despreciada unas veces, apenas tolerada otras, y en largos periodos perseguida terriblemente hasta el fin del reinado de Diocleciano.

El advenimiento al trono de Constantino, y su residencia en la nueva capital, señalan el principio de una época nueva para la sociedad cristiana. El emperador, hijo de Santa Elena, declaró oficialmente el culto y la religión católicos, y en los principios toleró el politeísmo; pero más adelante proscribió los juegos gladiatorios y las fiestas antiguas, y finalmente, cerró los templos paganos, desterró a los sacerdotes y derribó los ídolos (César Cantú, Historia universal).

Los cristianos, por el contrario, salieron a luz abandonando las sombrías catacumbas donde habían estado ocultos, celebraron públicamente sus festividades, recobraron los edificios que les habían sido confiscados, reconocieron solemnemente a sus obispos y glorificaron a sus mártires sacrificados por la crueldad de los emperadores. La reacción fue completa en el curso del tiempo, reacción a que indirecta y gradualmente cooperaron las diferentes tribus germanas que invadieron las dilatadas posesiones de Roma. Las res sacrae pagana se convirtió en res sacrae cristiana, y la res universitas de los antiguos fue autorizada todavía más solemnemente entre los cristianos. Desde esta época, es decir, desde el año de 330 en delante, debe contarse lo que podemos llamar el establecimiento oficial de la Iglesia y la acumulación de la res sacrae cristiana, cuyo origen era la voluntad y la generosidad de los emperadores. La Iglesia, pues, desde este momento, también quedó unida a las cosas y a las autoridades civiles, y de aquí el origen de disputas y de guerras que han durado tantos siglos.

Opiniones hay, y muy fundadas, que indican que Constantino fijó definitivamente su capital en Bizancio para dejar Roma al jefe de la Iglesia; pero en lo que no cabe duda alguna es en que la dotó no sólo con tabernáculos, incensarios y vasos de oro y de plata, sino con grandes propiedades territoriales, edificando además los templos de San Pedro y San Pablo, Santa Inés, San Lorenzo, San Marcelino, y muchos otros en Roma, Jerusalén, Constantinopla, Nicomedia y Antioquía. "Lo que pertenecía a todas estas iglesias en vasos de oro y de plata, importaba cosa de 3 359 marcos de oro, y 12 437 marcos de plata (Fleury, Costumbres de los cristianos). Las basílicas de San Pedro y San Juan de Letrán tenían pingües rentas que producían las casas, tiendas, fondas y jardines que en Roma y en diversas partes de Italia pertenecían a la Iglesia. He aquí el principio y la acumulación de la res sacrae, que con las donaciones de los emperadores, de los Papas y de algunos particulares, fue aumentándose desde el siglo IV hasta el IX. Clara y distintamente se puede percibir el carácter que tuvieron los bienes eclesiásticos desde el primer Concilio de Jerusalén hasta Diocleciano, del muy diverso que adquirieron desde Constantino en adelante. En esos primeros tiempos eran los bienes particulares, res singulorum, puestos en común para el sostenimiento de una sociedad, mientras en los tiempos posteriores fue la masa de oro, de plata, de alhajas y de propiedades territoriales, cedidas por la voluntad de los emperadores y príncipes.

Tenemos, sin embargo de esta nueva organización, que asistir a un fenómeno tan raro y extraordinario, que no lo ha presentado en el mundo más que la comunión cristiana.

Precisamente en las épocas en que las iglesias fueron más ricas y en que entraron en posesión de inmensas y productivas posesiones territoriales, fue el momento en que el sentimiento de la propiedad fue enérgicamente rechazado por los pastores de la Iglesia.

Abarcaremos los rasgos y las doctrinas inflexibles de los padres de la Iglesia en una larga época de pruebas más terribles quizá, que las que sufrieron los cristianos durante las persecuciones.

Veían los padres de la Iglesia los bienes terrenales con un absoluto desprecio, y rechazaban toda idea de propiedad individual considerando el producto como un depósito sagrado que debía distribuirse entre los pobres y dedicarse a las obras de beneficencia; rehusaban todo manejo de bienes y toda injerencia en los asuntos, de modo que a medida que las autoridades y corporaciones civiles trataban de mezclarlos en los negocios mundanos, los defensores del espíritu absolutamente divino del Evangelio rechazaban toda propiedad, toda especie de riquezas y de lujo, todo participio en las cosas mundanas.

Cualesquiera de los escritos que se registren comprueban, por donde quiera y a diversas épocas, la verdad de esta severa organización. San Cipriano prohibió a un sacerdote, Geminio Faustino, aceptar la curatela de un menor, y en lo general, según sus cartas, ningún eclesiástico podía ocuparse de asuntos seculares mezclándolos con los eclesiásticos, y por el Concilio de Cartago (año 217) se prohibió que ningún eclesiástico fuese nombrado tutor o curador. San Agustín rehusó los legados que varios particulares dejaban a su iglesia, por no privar de esos bienes a los herederos del testador. El delito mayor que cometen los clérigos, dice San Jerónimo, es guardar más de lo que necesitan para vivir.

Estas ideas, sumamente duras y exageradas, avanzaban hasta el comunismo moderno. ¿Cuál es el orden natural, el orden establecido por Dios?, exclama San Ambrosio. Es que la tierra sea la posesión común de todos, y que todos tengan un igual derecho a sus dones. La naturaleza ha querido la comunidad, la usurpación del hombre ha creado la propiedad individual. Quizá no ha dicho tanto Proudhon.

Basta echar una rápida ojeada sobre la organización gradual y primitiva del cristianismo para percibir claramente la naturaleza, carácter y objetos de la propiedad eclesiástica.

Las persecuciones ocasionaron que varios personajes de la Siria, de la Tracia y de Roma, distinguidos por sus riquezas, por su posición social o por su saber, se retirasen al Egipto, reduciéndose a una vida quieta, solitaria y contemplativa. La libertad de que comenzó a gozar la Iglesia determinó entre estos solitarios una verdadera organización. Éste es realmente el principio de las instituciones monásticas que tantos cambios y variaciones tuvieron en el curso de los sigloS, y que en nuestros días se han suprimido en la mayor parte de las naciones donde existieron hasta fines del siglo pasado.

Los primeros monjes se llamaron ejercitantes (ascetes), vivían en su casa retirados, se sujetaban a la mortificación corporal, a la abstinencia Y a la contemplación de los misterios de la nueva religión jerusalemita. Cuando estos hombres se retiraban al desierto, se les llamaba monjes o ermitaños.

Se llama cenobitas a los que vivían en un lugar apartado, pero en comunidad, y esto marcó ya la época del establecimiento de los monasterios, y algunos en el curso del tiempo fueron en su parte material muy vastos y suntuosos.

Los anacoretas representaban en la última expresión el más completo abandono de todas las esperanzas mundanas y de las comodidades de la vida. Se retiraban al lugar más árido, más triste y más apartado del desierto, y allí se mantenían, cosa que parece increíble, con las raíces y las hierbas de los campos, como si fuesen animales hervíboros. Hay tradición de que algunos de estos solitarios vivieron más de cien años.

Los monjes, siguiendo el ejemplo de San Antonio, que era rico y repartió a los pobres todos sus bienes, nada tenían propio; y los primeros monasterios, dice Fleury, no poseían tierras ni otros bienes que pudiesen acarrearles la envidia. No era necesario ni el permiso ni el auxilio de nadie para abandonar las ciudades y construir en un desierto una pobre cabaña donde vivir en el retiro. Los monjes servían en el campo como jornaleros para el trabajo de las siembras o las cosechas, y lo que ganaban se destinaba para las necesidades de la comunidad, y si algo sobraba, se repartía entre los pobres.

Las mujeres que se consagraban a Dios en los primeros tiempos, vivieron retiradas en sus casas; después, a imitación de los monjes, se reunieron en vida común ya en los desiertos, ya en las ciudades. San Juan Crisóstomo dice cómo estaban vestidas. Una túnica azul ceñida en la cintura, calzado negro, un manto largo negro y un velo blanco. Exactamente como la pintura representa a la Virgen de la Soledad.

Los canónigos no eran otra cosa en esos tiempos más que los clérigos que para compañeros en los deberes eclesiásticos escogía el obispo, y vivían en común.

Ninguno de los establecimientos de que hemos hablado tuvo propiedades muebles o inmuebles en los primeros días de su fundación.

Fue más adelante, como veremos al hablar de la época que siguió a este ascetismo, cuando por las limosnas, los legados y las concesiones de los soberanos se acumuló en los monasterios una res sacrae que producía ciertas rentas, como lo hemos visto al hablar de la Basílica de Letrán.

Muy al contrario se registran hechos que pueden calificarse de extraños y curiosos hoy que las asociaciones tienen por objeto principal el ganar dinero. Los fundadores de las órdenes monásticas, celosos de realizar el ideal de la vida cristiana, rechazaron, como hemos dicho, la propiedad como el más detestable de los vicios. El monje no debía tener nada que le perteneciera, ni aun el hábito. Les estaba prohibido decir, mi libro, mi pluma, mi sayal. Cuando un monje moría y se averiguaba que poseía alguna cosa en prOpiedad, se le consideraba como excomulgado y su cuerpo se tiraba al muladar. La apropiación personal era de tal manera contraria al espíritu cristiano, que se creía como una verdad canónica que ni el Papa podía permitir a un monje que tuviese algo que le perteneciese. Un monje que no tenía más que el libro de los Evangelios, lo vendió y lo distribuyó a los pobres. Los santos padres fueron los primeros en dar el ejemplo. Paulino vendió todos sus bienes y repartió su producto a los pobres, y Sulpicio Severo los conservaba y administraba para distribuirlos en limosnas (Laurent, Historia de la humanidad).

Toda la parte que sobraba de las limosnas y donaciones, excepto la muy módica que se aplicaba a la subsistencia del clero, se empleaba en la fundación de establecimientos desconocidos entre los griegos y los romanos, y que son debidos a la caridad cristiana.

La casa donde se daba de mamar a los niños se llamaba Brepbotropbium.

La de los huérfanos, Orpbanotropbium.

El hospital donde se recogía a los enfermos pobres se nombraba Nosocomium.

El asilo para los extranjeros y pasajeros se llamaba Xenodocbium.

La casa de retiro para los viejos e inhábiles, le decían Gerontocomium.

El retiro para toda clase de pobres era el Ptocbotropbium.

Tales establecimientos se perpetuaron, y han subsistido hasta nuestros tiempos en todas las naciones civilizadas con los nombres de hospicios, casas de asilo, orfanatorios y hospitales, ya sostenidos por la beneficencia pública como en Inglaterra, ya a cargo del gobierno o de los ayuntamientos.

De esta ligera exposición del orden y constitución puras y primitivas de la Iglesia cristiana, podremos deducir que desde los tiempos de los apóstoles, los fieles que formaron parte de las comunidades o reuniones, renunciaron expresamente toda propiedad individual, que en la formación posterior y organización diversas que los padres de la Iglesia dieron a los monasterios, fue también condición precisa e indispensable la renuncia hasta en las cosas más insignificantes de todos los bienes personales; que los diversos servidores de la nueva Iglesia, generalmente llamados clero, no podían tomar más que lo estrictamente necesario para una pobre subsistencia; que los canónigos vivían en común y sobriamente, como lo hacía San Agustín con sus clérigos, y que a medida que las iglesias eran más ricas por la liberalidad de los reyes o de los particulares que las dotaban, los clérigos y los obispos eran más pobres, hasta el grado que en África tenían que buscar un oficio o alguna ocupación para poderse vestir y alimentar.

En consecuencia de todo, la masa de propiedad territorial y los valores de cualquier otro género acumulados, constituyeron después de Constantino conforme a todas las reglas del derecho romano, y aun del derecho de los códigos bárbaros, una res sacrae o res santae, especie de propiedad destinada con la sanción, el apoyo y la protección de la ley civil, a ciertos y determinados objetos, y enteramente distinta de la propiedad individual de los laicos.

A medida que Constantino y los emperadores cristianos que le sucedieron trataban de fundir la sociedad religiosa en la sociedad civil, los padres de la Iglesia insistían de una manera firme y tenaz en separarla absolutamente de todos los negocios temporales, conservándola reducida únicamente a los preceptos evangélicos y a los límites de la caridad.

Algunas de las decisiones de los concilios nos dan una idea de las modificaciones de la propiedad eclesiástica y de la parte que tomaba el clero desde el siglo v en adelante en el gran movimiento político que ocasionaba la nueva civilización y la formación definitiva después de mil contratiempos y de crudas guerras de las dinastías europeas.

En el Concilio de Agda, en 506, se permitió a los clérigos tener bienes de la Iglesia con licencia del obispo, sin poder venderlos o darlos.

En el de Orleans, en 517, se determinó que los hijos, nietos y bisnietos de los clérigos quedasen bajo la potestad de la Iglesia, lo cual se consideró desde entonces como una invasión a la autoridad civil.

En el Concilio de Albon, en 517, se dispuso que el abad no pudiese vender los bienes de la abadía sin permiso del obispo, y que los diáconos que dispusiesen de los bienes de la Iglesia, los repusiesen de los suyos.

En el Concilio de París, en 557, se dictaron diversas disposiciones relativas a los bienes de la Iglesia que los reyes francos distribuían a su antojo, sin recordar que los bienes de los obispos son bienes de la Iglesia.

En el Concilio de Auxerre, en 578, se determinó que los clérigos no asistieran a suplicios, ni tomaran parte en juicios en que debiera imponerse la pena capital, ni bailaran, ni cantaran en festines, ni fuesen padrinos.

En el de Macon, en 582, se dispuso en el sexto canon que los jueces laicos que mandasen arrestar a un clérigo, excepto por caso en que mediase la muerte de alguno, fuesen excomulgados, y en el celebrado en la misma ciudad tres años después, se mandó que los fieles pagasen puntualmente el diezmo, y por primera vez aparece esta contribución, que fue en el principio voluntaria y convencional, como un precepto religioso que obligaba generalmente.

En el Concilio de Toledo, celebrado en el año 638, es donde se marca la más notable invasión del clero en el gobierno temporal de los laicos. Un canon expreso ordenó que ningún rey pudiese subir al trono sin que antes prometiese conservar la fe católica. Jesucristo, por el contrario, dijo: mi reino no es de este mundo, y reconoció la autoridad de los césares romanos.

En el de Chalons, en 650, se mandó que los bienes de las parroquias no se confiasen a los laicos, y que los jueces no entrasen en las parroquias y conventos, ni las autoridades pudiesen hacer comparecer ante sí a monjes, abades o clérigos.

La comunidad cristiana desconocía, pues, abiertamente en los negocios temporales, la jurisdicción y potestad de la autoridad civil.

En 655, en el Concilio de Toledo, quedó ya determinada la parte activa que tomaba la comunidad cristiana en el gobierno civil. Los grandes de la corte y los obispos deberían reunirse en el lugar en que moría el rey para nombrar el sucesor.

Por el diverso Concilio, celebrado también en Toledo en 675, los obispos podían condenar a prisión o destierro; pero no a muerte ni a mutilación.

En 681 declaró el Concilio, reunido en el propio lugar, dispensados a los vasallos de obedecer al rey, y declaró incapaces de reinar a los que hubiesen recibido penitencia de la Iglesia.

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