Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO V

Las leyes que da el legislador deben ser relativas al principio de gobierno

I.- Idea de este libro. II.- Lo que es la virtud en el Estado político. III.- Lo que es el amor a la República en la democracia. IV.- Cómo se inspira el amor a la igualdad y la frugalidad. V.- Cómo las leyes establecen la igualdad en la democracia. VI.- Las leyes deben mantener la frugalidad en la democracia. VII.- Otros medios de favorecer el principio de la democracia. VIII.- Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierno en la aristocracia. IX.- Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierno en la monarquía. X.- De la prontitud de ejecución en la monarquía. XI.- De la excelencia del gobierno monárquico. XII.- Continuación del mismo tema. XIII.- Idea del despotismo. XIV.- Cómo las leyes corresponden al principio en el gobierno despótico. XV.- Continuación del mismo asunto. XVI.- De la comunicación del poder. XVII.- De los presentes. XVIII.- De las recompensas que el soberano da. XIX.- Nuevas consecuencias de los principios de los tres gobiernos.


CAPÍTULO PRIMERO

Idea de este libro

Ya hemos visto que las leyes de la educación deben ser relativas al principio de cada gobierno. Las que da el legislador a toda la sociedad, lo mismo. Esta relatividad de las leyes con el principio fortalece todos los resortes del gobierno, y el principio a su vez se robustece. Es como en los movimientos físicos, en los cuales a la acción sigue siempre la reacción.

Ahora vamos a examinar esa relación en cada clase de gobierno, empezando por el republicano cuyo principio es la virtud.


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CAPÍTULO II

Lo que es la virtud en el Estado político

La virtud, en una República, es la cosa más sencilla: es el amor a la República; es un sentimiento y no una serie de conocimientos, el último de los hombres puede sentir ese amor como el primero. Cuando el pueblo tiene buenas máximas, las practica mejor y se mantiene más tiempo incorruptible que las clases altas; es raro que comience por él la corrupción. Muchas veces, de la misma limitación de sus luces ha sacado más durable apego a lo estatuído.

El amor a la patria mejora las costumbres, y la bondad de las costumbres aumenta el amor a la patria. Cuanto menos podemos satisfacer nuestras pasiones personales, más nos entregamos a las pasiones colectivas. ¿Por qué los frailes tienen tanto amor a su orden? Precisamente por lo que hace que les sea más insoportable. Su regla siempre les priva de todo aquello en que se apoyan las pasiones ordinarias; se apasionan pues, por la regla misma que les aflige. Cuanto más austera, es decir, cuanto más contraríe sus inclinaciones, más fuerza da a las que les deja.


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CAPÍTULO III

Lo que es el amor a la República en la democracia

El amor a la República, en una democracia, es el amor a la democracia; el amor a la democracia es el amor a la igualdad.

Amar la democracia es también amar la frugalidad. Teniendo todos el mismo bienestar y las mismas ventajas, deben gozar todos de los mismos placeres y abrigar las mismas esperanzas; lo que no se puede conseguir si la frugalidad no es general.

En una democracia, el amor a la igualdad limita la ambición al solo deseo de prestar a la patria más y mayores servicios que los demás ciudadanos. Todos no pueden hacerle iguales servicios, pero todos deben igualmente hacérselos, cada uno hasta donde pueda. Al nacer, ya se contrae con la patria una deuda inmensa que nunca se acaba de pagar.

Así las distinciones, en la democracia, se fundan y se originan en el principio de igualdad, aunque ésta parezca suprimida por mayores servicios o talentos superiores.

El amor a la frugalidad limita el deseo de poseer lo necesario para la familia, aunque se quiera lo superfluo para la patria. Las riquezas dan un poder del que un ciudadano no puede hacer uso para sí, pues ya no sería igual a los otros; como no puede gozar de las delicias que aquéllas proporcionan, pues habría desigualdad.

Por eso las buenas democracias, al establecer el principio de la sobriedad doméstica, abrieron la puerta a los dispendios públicos, tal como se hizo en Atenas y después en Roma. Allí la magnificencia y la profusión nacían de la sobriedad: así como la religión pide que las manos estén puras si han de hacer ofrendas a los dioses, las leyes querían costumbres sobrias para poder contribuír cada uno al esplendor de la patria.

El buen sentido de las personas consiste en la mediocridad de su talento, como su felicidad en la medianía de su fortuna. Estaría cuerdamente gobernada una República en la que las leyes formaran muchas gentes de buen sentido y pocos sabios; sería feliz si se compusiera de hombres contentos con su suerte.


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CAPÍTULO IV

Cómo se inspira el amor a la igualdad y la frugalidad

El amor a la igualdad y a la frugalidad lo excitan y lo extreman la igualdad misma y la propia sobriedad, cuando se vive en una sociedad en que las leyes han establecido la uná y la otra.

En las monarquías y en los Estados despóticos nadie aspira a la igualdad; a nadie se le ocurre semejante idea, todos tienden a la superioridad. Las gentes de condición más baja aspiran a salir de ella, no para ser iguales, sino para mandar sobre los otros.

Lo mismo ocurre con la frugalidad: para amarla, es necesario ser sobrio. No lo son los hombres corrompidos por los deleites y la disipación, quienes amarán la vida frugal. Si esto fuera cosa corriente y ordinaria, no hubiera sido Alcíbiades admirado por el universo (1). Ni pueden amar la sobriedad los que admiran o envidian el lujo y el desenfreno. Gentes que no tienen delante de sus ojos más que hombres ricos y hombres miserables tan desheredados como ellos, detestan su miseria y envidian la opulencia de los favorecidos, sin acordarse de lo que les sacará de la pobreza.

Encierra pues una gran verdad la máxima que sigue: Para que en una República se ame la igualdad y se estime la frugalidad, es menester que las hayan establecido las leyes de la República.


Notas

(1) A mi entender, no conviene prodigar. asi los aplausos y la admiración. Alcibiades era un simple ciudadano, rico, ambicioso, vano, insolente y de un carácter versátil. No veo nada admirable en que comiera mal una temporada con los Lacedemonios cuando se vió condenado en Atenas por un pueblo más vano, más ligero, más insolente que él ... No veo más en Alcibíades que un atolondrado, un calavera, que, a la verdad, no merece la admiración del universo como dice Montesquieu y como dijo Plutarco; no creo que la merezca por haber corrompido a la mujer del que le dió hospitalidad, ni por haberse hecho expulsar de Esparta, ni por haberse visto obligado a mendigar nuevo asilo de un sátrapa de Persia, ni por haber perecido entre los brazos de una hetaira. Ni Plutarco ni Montesquieu se me imponen: admiro demasiado a Caton y a Marco Aurelio para admirar a Alcibiades. (Voltaire).


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CAPÍTULO V

Cómo las leyes establecen la igualdad en la democracia

Algunos legisladores antiguos, como Licurgo y Rómulo, repartieron las tierras por igual. Esto no es posible más que al fundarse una República nueva, o bien cuando una República vieja ha llegado a tal extremo de corrupción y a tal estado los ánimos, que los pobres se ven obligados a buscar ese remedio y los ricos a aguantarlo.

Si cuando el legislador hace el reparto no da leyes para mantenerlo, su obra será efímera: entrará la desigualdad por algún portillo de las leyes y la República se perderá.

Es necesario pues que todo esté previsto y legislado: el dote de las mujeres, las donaciones, las sucesiones, los testamentos y las maneras de contratar. Si cada cual pudiera legar sus bienes a quien quisiera y en la forma que quisiera, la voluntad de cada uno destruiría la disposición de la ley fundamental.

Solón, al permitir en Atenas la libertad absoluta de testar para todo el que no Juviera hijos (1), se puso en contradicción con las leyes antiguas, según las cuales habían de quedar los bienes en la familia del testador. Contradecía sus propias leyes, pues suprimiendo las deudas había buscado la igualdad.

Era una buena ley para la democracia la que prohibía tener dos herencias (2). Esta ley se originaba en la repartición igual de las tierras y de las porciones concedidas a cada ciudadano. La ley no quiso que ningún hombre tuviera más de una heredad.

La ley que ordenaba casar a la heredera con el pariente más cercano, tenía el mismo origen. Los Judíos se dieron una igual después de un reparto parecido. Platón (3), que funda sus leyes en un reparto semejante, la da también; y era igualmente una ley ateniense.

Hubo en Atenas una ley cuyo espíritu, que yo sepa, nadie lo ha entendido. Era lícito casarse con la hermana consanguínea, pero no con la hermana uterina. Esto venía de las Repúblicas en que se quería evitar la duplicidad de herencias. Cuando un hombre se casaba con su hermana de padre, no podía tener más que una herencia; pero casándose con una hermana uterina, podía suceder que el padre de esta hermana le dejara su hacienda por no tener hijos varones, de lo cual resultaba que su marido recogía dos herencias.

No se me objete lo dicho por Filón: que si en Atenas podía un hombre casarse con su hermana de padre y no con la de madre, en Lacedemonia sucedía al revés, pues esto lo encuentro explicado en Estrabón (4).

Séneca (5), hablando de Silano (6) que se había casado con su hermana, dice que estos casamientos eran raros en Atenas y frecuentes en Alejandría. No sólo frecuentes, sino generales. En el gobierno de uno solo no se pensaba en la igualdad de fortuna.

Para conservar la división de tierras, en la democracia, era una buena ley la que ordenaba que el padre de varios hijos eligiera uno para sucederle en la posesión de su heredad, dando los otros en adopción a un ciudadano sin hijos; de este modo, el número de heredades se mantenía igual al de ciudadanos.

Faleas de Calcedonia había ideado una manera de igualar las fortunas, allí donde no fueran iguales (7). Quería que los ricos dotaran a los pobres y que ellos no recibieran dote alguno: y que los pobres recibieran dinero para sus hijas y no dieran. Pero no sé que ninguna República se haya amoldado a semejante regla. Una regla que pone a los ciudadanos en condiciones cuyas diferencias son tan visibles, haría que todos aborrecieran la igualdad que se buscaba. Algunas veces es bueno que las leyes no parezcan ir tan directamente al fin que se proponen.

Aunque en la democracia es la igualdad el alma del Estado, no es fácil establecerla de una manera efectiva; ni convendría siempre establecerla con demasiado rigor. Bastará con establecer un censo (8) que fije las diferencias, y después se igualan, por decirlo así, las desigualdades por medio de leyes particulares de compensación, imponiendo mayores tributos a los ricos y aliviando las cargas de los pobres. Estas compensaciones pesarán sobre las fortunas modestas, pues las riquezas inmoderadas se resisten mirando como una injuria cualquier tributo o carga que se les imponga: les parece poco todo poder, todo honor y todo privilegio.

Las desigualdades en la democracia deben fundarse en la naturaleza misma de la democracia y en el principio de igualdad. Por ejemplo, de temer sería que los hombres obligados por necesidad a un continuo trabajo, se empobrecieran más en el desempeño de una magistratura; o que mostraran negligencia en sus funciones; o que simples artesanos se crecieran y enorgullecieran; o que los libertos, siendo numerosos, llegaran a ser tan influyentes como los antiguos ciudadanos. En estos casos, aun en la democracia habría que suprimir la igualdad entre los ciudadanos en bien de la misma democracia (9). La igualdad suprimida no es más que una igualdad aparente, pues el hombre arruinado por una magistratura quedaría peor que antes y en condición inferior a todos sus convecinos; y el mismo hombre, si descuidaba sus deberes de funcionario por atender a sus obligaciones trabajando como siempre, si no a sí mismo, perjudicaría a sus conciudadanos poniéndolos en condición peor que la suya; y así todo.


Notas

(1) Plutarco, Vida de Solón.

(2) Filolao de Corinto legisló en Atenas que el número de porciones o heredades fuera siempre el mismo. (Aristóteles, Política, lib. II, cap. XII) - (Filolao no legisló en Atenas, sino en Tebas).

(3) La República, lib. VIII.

(4) Lo que dice Estrabón no se refiere a las leyes de Lacedemonia, sino a las de Creta. De todos modos, no se comprende bien lo que Filón explica. (El abate Barthélemy).

(5) Athenis dimidium licet, Alexandriae totum. (Séneca, de Morte Claudii).

(6) El casamiento de hermano con hermano, además de ser contra el derecho natural, era inusitado en Roma; y lo del casamiento de Silano vale la pena de que se examine. Montesquieu ha tomado el hecho de una sátira de Séneca, festiva, ingeniosa, cuyo objeto era divertir y no enseñar: Silano, dice, tenía una hermana muy hermosa y muy coqueta, a quien todo el mundo llamaba Venus; su hermano prefirió llamarla Juno. ¿Quién duda que esta expresión puede autorizar la creencia de que hubo relaciones incestuosas? Pero esas relaciones pudieron existir sin casamiento. En realidad no hubo una cosa ni otra, según el testimonio de Tácito. (Crevier).

(7) Aristóteles, Política, lib. II, cap. VII.

(8) Solón determinó cuatro clases, de mayor a menor renta, fuese en granos o en líquidos; a la cuarta clase pertenecían todos los que vivían de sus brazos. (Plutarco, Vida de Solón).

(9) Solón excluye de los cargos públicos a los comprendidos en el cuarto censo, es decir, a los trabajadores.


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CAPÍTULO VI

Las leyes deben mantener la frugalidad en la democracia

En una perfecta democracia, no es suficiente que las tierras se dividan en porciones iguales; es preciso además que esas porciones sean pequeñas, como entre los Romanos. ¡Dios no quiera, les decía Curio a sus soldados, que ningún ciudadano estime en poco el pedazo de tierra que es suficiente para alimentar a un hombre! (1).

Como la igualdad de las fortunas contribuye a la frugalidad, la frugalidad mantiene la igualdad de las fortunas. Estas cosas, aunque diferentes, no pueden subsistir la una sin la otra; una y otra son causa y efecto; cuando falta una de ellas, pronto deja de existir la otra.

Es cierto, sin embargo, que cuando la democracia se funda en el comercio, pueden enriquecerse algunos particulares sin que las costumbres se corrompan. El espíritu comercial lleva consigo la sobriedad, la economía, el orden y la regla, por lo cual, mientras subsista ese espíritu, las riquezas no producen ningún mal efecto. Se produce el daño cuando el exceso de riqueza acaba al fin con el espíritu comercial; vienen entonces los desórdenes de la desigualdad que antes no se habían dejado ver.

Para que el espíritu comercial perdure, es necesario que comercie la mayoría de los ciudadanos; que ese espíritu sea el predominante, sin que reine otro ninguno; que lo favorezca la legislación; que las mismas leyes, dividiendo las fortunas a medida que el comercio va aumentándolas, ponga a los ciudadanos pobres en condiciones de poder trabajar ellos también y a los ciudadanos ricos en una medianía que les obligue a seguir trabajando para conservar o para adquirir.

En una República comercial, es buena ley aquella que da a todos los hijos igual participación en la herencia de los padres. Así resulta que, por grande que sea la fortuna hecha por el padre, siempre son todos sus hijos menos ricos que él y por consiguiente, inclinados a trabajar como él y a huír del lujo. No hablo aquí más que de las Repúblicas comerciales, pues para las que no lo sean tiene otros recursos el legislador.

Hubo en Grecia dos clases de Repúblicas: unas eran militares, como Lacedemonia; otras mercantiles, como Atenas. En las unas se quería que los ciudadanos estuvieran ociosos; en las otras se fomentaba eí amor al trabajo. Solón tenía por crimen la ociosidad y quería que cada ciudadano diera cuenta de su manera de ganar la vida. En efecto, en una buena democracia, en la que no debe gastarse más que lo preciso, cada uno debe tenerlo, pues no teniéndolo, ¿de quién lo recibiría?


Notas

(1) Aquellos soldados pedían mayor porción de la tierra conquistada. (Plutarco, Obras morales, Dichos notables de los antiguos reyes y caudillos).


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CAPÍTULO VII

Otros medios de favorecer el principio de la democracia

No en todas las democracias puede hacerse por igual un reparto de las tierras. Hay circunstancias en que semejante arreglo sería impracticable, peligroso y aun incompatible con la constitución. No siempre se está obligado a llegar a los extremos. Si se ve que no conviene un reparto, se recurre a otros medios para conservar las costumbres democráticas.

Si se establece una corporación permanente, un senado qUe dé la norma de las costumbres y al que den entrada la virtud, la edad o los servicios, los senadores, imagen de los dioses para el pueblo que los mira, inspirarán sentimientos que negarán al seno de todas las familias.

El senado se identificará con las instituciones antiguas, con las viejas tradiciones, lo que es indispensable para que entre el pueblo y sus magistrados reine la armonía.

En lo que respecta a las costumbres, se gana conservando las antiguas. Como los pueblos corrompidos rara vez han hecho grandes cosas; ni han organizado sociedades, ni han fundado ciudades, ni han dado leyes; y como los de costumbres austeras y sencillas han hecho todo eso, recordarles a los hombres las máximas antiguas es ordinariamente volverlos a la virtud.

Además, si ha habido alguna revolución y se ha cambiado la forma del Estado, no se habrá hecho sin trabajos y esfuerzos infinitos, pocas veces en la ociosidad y las malas costumbres. Los mismos que hicieron la revolución querían hacerla grata, y esto no podían lograrlo sino con buenas leyes. Las instituciones antiguas son generalmente corregidas, retocadas; las nuevas son abusivas. Un gobierno duradero lleva al mal por una pendiente casi insensible y no se torna al bien sin un esfuerzo.

Se ha dudado si los senadores que decimos deben ser vitalicios o elegidos por un tiempo dado. Seguramente es mejor que sean vitalicios, como en Roma, en Lacedemonia y aun en Atenas (1). Adviértase que en Atenas se daba el nombre de Senado a una Junta que se cambiaba cada tres meses, pero existía el Areópago, compuesto de ciudadanos designados para toda su vida y tenidos por modelos perpetuos.

Máxima general: en un Senado elegido para servir de ejemplo, para ser depósito y dechado de morigeración, los senadores deben de ser vitalicios; en un Senado que sea más bien un cuerpo consultivo, los senadores pueden relevarse.

El espíritu, dijo Aristóteles, se gasta como el cuerpo. Esta reflexión es buena para aplicarla a un magistrado único, pero no es aplicable a una asamblea de senadores.

Además del Areópago, había en Atenas guardianes de las costumbres y guardianes de las leyes (2). En Lacedemonia, eran censores todos los ancianos. En Roma, había dos magistrados censores. Como el Senado fiscaliza al pueblo, es justo que el pueblo por medio de sus censores restablezcan en la República todo lo que haya decaído; que reprendan la tibieza, juzguen las negligencias, corrijan las faltas, como las leyes castigan todos los crímenes.

La ley romana según la cual debía ser pública la acusación de adulterio, era admirable para mantener la pureza de costumbres: intimidaba a las mujeres; intimidaba también a los que debían vigilarlas.

Nada mantiene más las costumbres que una extremada subordinación de los mozos a los viejos. Unos y otros se contendrán: los mozos por el respeto a los ancianos, éstos por el respeto a sí mismos.

Nada mejor para dar fuerza a las leyes que la extremada subordinación de todos los ciudadanos a los magistrados. La gran diferencia que ha puesto Licurgo entre Lacedemonia y las demás ciudades, dice Jenofonte (3), consiste sobre todo en que ha hecho a los ciudadanos obedientes a las leyes; cuando los cita el magistrado, todos acuden, lo que no ocurre en Atenas, donde un hombre rico se avergonzaría de que se le creyera dependiente de un magistrado.

La autoridad paterna es también muy útil para mantener la disciplina social. Ya hemos dicho que en la República no hay una fuerza tan reprimente como en los otros gobiernos; por lo que es indispensable suplirla: así lo hace la autoridad paterna.

En Roma, los padres tenían derecho de vida y muerte respecto a sus hijos. En Lacedemonia, todo padre tenía derecho a castigar a sus hijos y a los ajenos.

El poder del padre se perdió en Roma al perderse la República. En las monarquías, en las que ni es posible ni hace falta una extremada pureza de costumbres, se quiere que viva cada uno bajo el poder único de los magistrados.

Las leyes de Roma, que habían acostumbrado a los jóvenes a la dependencia, alargaron la minoridad. QUIzá hayamos hecho mal en traer eso a nuestra legislación: en una monarquía, tanta sujeción no es necesaria.


Notas

(1) En Roma, los magistrados lo eran por un año y los senadores para siempre. En Lacedemonia, según dice Jenofonte, quiso Licurgo que los senadores fueran elegidos entre los ancianos para darles a estos ocupación y respetabilidad. En Atenas, el Senado no era vitalicio, pero el Areópago lo era.

(2) El Areópago mismo estaba sujeto a la censura.

(3) República de Lacedemonia.


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CAPÍTULO VIII

Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierño en la aristocracia

Si en la aristocracia el pueblo fuere virtuoso, gozaríase de igual felicidad, aproximadamente, que en el gobierno popular, y el Estado se fortalecería. Pero como es difícil que haya virtudes donde las fortunas de los hombres son tan desiguales, es necesario que las leyes tiendan en lo posible a dárselas, inculcando un espíritu de moderación y procurando restablecer la igualdad que la constitución del Estado ha suprimido necesariamente.

El espíritu de moderación es lo que se llama virtud en la aristocracia; corresponde en ella a lo que es en la democracia espíritu de igualdad.

Si el fausto y el esplendor que circundan a los reyes contribuyen tanto a su poder, la modestia y sencillez de modales aumentan el prestigio de los nobles. Cuando éstos no presumen, no alardean de ninguna distinción, cuando se confunden con el pueblo y visten como él, cuando toman parte en las mismas diversiones, el pueblo olvida su inferioridad.

Cada forma de gobierno tiene su naturaleza especial y su principio. No conviene que una aristocracia tome el principio y la naturaleza de la monarquía, lo que sucedería si los nobles tuvieran prerrogativas personales y particulares distintas de las correspondientes a su corporación. Los privilegios deben ser para el Senado y el simple respeto para los senadores.

Dos son las principales causas de desórdenes en los Estados aristocráticos: la excesiva desigualdad entre los que gobiernan y los gobernados; la misma desigualdad entre los diversos miembros del cuerpo gobernante. De estas dos desigualdades resultan celos y envidias que las leyes deben precaver o cortar.

La primera desigualdad se ve cuando los privilegios de los grandes solamente son honrosos por ser humillantes para el pueblo. Tal era en Roma la ley que prohibía a los nobles unirse en matrimonio con los plebeyos: lo que no producía otro efecto que, por un lado, ensoberbecer a los patricios, y por otro lado hacerlos más odiosos. Hay que ver las ventajas que sacaron de eso los tribunos en sus arengas.

Con la misma desigualdad se tropieza cuando son diferentes las condiciones de los ciudadanos en materia de subsidios, lo que sucede de cuatro maneras diferentes: cuando los nobles se arrogan el privilegio de no pagarlos; cuando cometen fraudes con el mismo objeto; cuando se quedan con los subsidios so pretexto de retribución o de honorarios por los empleos que ejercen; por último, cuando hacen al pueblo tributario y se reparten ellos, los impuestos. Este último caso es raro; en semejante caso, una aristocracia es la más dura de las formas de gobierno.

Mientras Roma se inclinó a la aristocracia, logró evitar muy bien estos inconvenientes. Los magistrados, por serlo, no cobraban sueldo alguno; los notables de la República pagaban lo mismo que todos los demás, y algunas veces pagaban ellos solos; por último, lejos de aprovecharse los patricios de las rentas del Estado, lo que hacían era distribuir sus riquezas entre el pueblo para hacerse perdonar sus títulos y honores (1).

Es una máxima fundamental que las distribuciones hechas al pueblo son de tan perniciosas consecuencias en la democracia como buenas y útiles en el régimen aristocrático. En la democracia hacen perder el espíritu de ciudadanía; en los otros regímenes lo infunden.

Si no se distribuyen las rentas al pueblo, hay que hacerle ver, a lo menos, que son bien administradas; hacérselo ver es, en cierto modo, hacerle gozar de ellas. La cadena de oro que se tendía en Venecia, las riquezas que los triunfos hacían entrar en Roma, los tesoros que se guardaban en el templo de Saturno, eran riquezas del pueblo.

Esencial es sobre todo que, en la aristocracia, no levanten los nobles los tributos. En Roma no se mezclaba en eso la primera orden del Estado; se quedaba para la segunda, y aun esto produjo al fin inconvenientes graves. En una aristocracia en la que los nobles entendieran en la imposición y percepción de tributos, los particulares quedarían a la merced de la gente de negocios; no habría un tribunal superior que los tuviera a raya. Los encargados de corregir abusos preferirían gozar de los abusos. Los nobles serían o llegarían a ser como los príncipes de los Estados despóticos, que confiscan los bienes de quien les da la gana.

Se acostumbrarían muy pronto a considerar los provechos obtenidos como patrimonio propio, y la codicia les haría extenderlos; acabarían con las rentas públicas. He aquí por qué algunos Estados, sin haber pasado por ningún desastre que se sepa, caen en la inopia con gran sorpresa de propios y de extraños.

Es necesario que las leyes les prohiban comerciar; unos personajes tan visibles y de tanto crédito adquirirían todo género de monopolios. El comercio ha de ejercerse entre iguales; y entre los Estados despóticos, los más pobres son aquellos en que el príncipe se hace comerciante.

Las leyes de Venecia (2) prohiben el comercio a los nobles, que dada su influencia, adquirirían riquezas exorbitantes.

Es preciso que las leyes dicten los medios más eficaces para que los nobles hagan justicia al pueblo. Si las leyes no establecen un tribuno, que lo sean ellas mismas.

Toda suerte de asilo contra la ejecución de las leyes es la ruina de la aristocracia; donde hay excepciones está muy ceréa la tiranía.

Las leyes deben mortificar, en todos los tiempos, el orgullo de la dominación. Es preciso que haya, temporal o permanente, un magistrado que haga temblar los nobles, como los éforos en Lacedemonia y los inquisidores del Estado en Venecia, magistraturas irresponsables y no sujetas a formalidad ninguna. El gobierno de que hablamos tiene necesidad de resortes muy violentos. En Venecia hay para los delatores una boca de piedra (3): diréis que es la de la tiranía.

Esos magistrados tiránicos son en la aristocracia lo que la censura en la democracia, que, por su índole, no es menos independiente. En efecto, los censores no deben ser perseguidos por lo que hayan hecho durante su censura; es menester darles confianza para que nada teman. Los Romanos eran admirables; a todos los magistrados se les podía pedir razón de su conducta, excepto a los censores (4).

Dos cosas resultan perniciosas en el régimen aristocrático: la pobreza extremada de los nobles y su riqueza excesiva. Para evitarles que caigan en la pobreza, debe obligárseles desde su juventud, entre otras cosas, a pagar sus deudas. Para que sus riquezas no crezcan de una manera inmoderada, hacen falta disposiciones discretas e insensibles: nada de confiscaciones, de leyes agrarias, de abolición de deudas, medidas que producen infinitos males.

Para impedir que las fortunas de los nobles aumenten de una manera excesiva, debe suprimir la ley el derecho de primogenitura; no habiendo mayorazgos, el continuo reparto de las herencias equilibra las fortunas. Igualmente deben abolirse las substituciones y las adopciones, como todos los medios inventados para perpetuar la grandeza de las familias en los Estados monárquicos.

Cuando las leyes han igualado las familias, todavía les falta mantener la unión entre ellas. Las diferencias entre los nobles deben zanjarse con la mayor prontitud; sin esto, la contienda que surja entre dos personas se transformará en peligrosa contienda entre familias. Para que no haya pleitos o para cortarlos, se debe recurrir al arbitraje.

No conviene que las leyes favorezcan las distinciones que entre familias crea la vanidad, por si la nobleza de cada una es más o menos antigua o por otras cosas de índole particular: son pequeñeces que sólo importan a los interesados.

Basta dirigir una mirada a Lacedemonia, para ver cómo los éforos supieron mortificar las flaquezas de los reyes (5), las de los grandes y las del pueblo.


Notas

(1) Véase en Estrabón, lib. XIV, lo que hicieron los Rodios en este particular.

(2) Amelot de la Houssaye, Del Gobierno de Venecia (tercera parte).

(3) Buzón donde los delatores depositan sus denuncias.

(4) Véase Tito Livio, lib. XLIX. - La censura de los Venecianos es secreta; la de los Romanos era pública.

(5) Los supuestos príncipes de Esparta no eran tales reyes: eran simples magistrados subalternos, subordinados a los éforos, que eran los verdaderos soberanos; o eran caudillos de las tropas, que deponían casi todo su poder al entrar en la ciudad. (Linguet, Teoría de las Leyes civiles, Discurso preliminar).


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CAPÍTULO IX

Cómo las leyes deben referirse al principio del gobierno en la monarquía

Siendo el honor el principio fundamental de este gobierno, las leyes deben referirse a él.

Es necesario que ellas concurran a sostener la nobleza, de la que el honor puede decirse que es el hijo y el padre.

Es necesario igualmente que la hagan hereditaria; no para que sean un límite que separe el poder del príncipe de la humildad del pueblo, sino para ser el lazo entre los dos.

Las substituciones, que conservan los bienes en las familias, serán muy útiles en este gobierno aunque no convengan en los otros.

El parentesco, el linaje, dará el derecho de recabar para las familias nobles las tierras enajenadas por la prodigalidad de algún pariente.

Las tierras nobles tendrán especiales privilegios, como las personas. Así como no se puede separar la dignidad del monarca de la del reino, tampoco se puede separar la dignidad del noble de la del feudo.

Estas son prerrogativas peculiares de la nobleza, que no se harán extensivas al pueblo para no disminuir la fuerza de la nobleza y la del pueblo, si se ha de mantener el principio de la monarquía.

Las substituciones dificultan el comercio; las apelaciones al linaje provocan una infinidad de pleitos inevitables; y todos los terrenos vendidos carecen de dueño en cierto modo durante un año. Las prerrogativas de los feudos dan un poder muy pesado para los que las sufren. Son inconvenientes particulares de la institución, que desaparecen ante la utilidad general que ella procura. Pero extendiendo al pueblo iguales prerrogativas, se falta a los principios inútilmente.

En las monarquías puede permitirse que pase a un solo hijo la mayor parte de los bienes; pero no es bueno permitirlo más que en ellas.

Es necesario que las leyes protejan todo comercio, para que puedan los súbditos, sin perecer, dar satisfacci6n a las crecientes necesidades del príncipe y de su corte.

No es menos indispensable cierto orden en la manera de imponer tributos, orden que será establecido por las leyes para que la manera de cobrarlos no sea más pesada que el tributo mismo.

El exceso en la tributación produce un exceso de trabajo; este exceso abruma; el cansancio origina la pereza.


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CAPÍTULO X

De la prontitud de ejecución en la monarquía

El gobierno monárquico ofrece una gran ventaja sobre el republicano: llevando la dirección uno solo, es más rápida la ejecución. Pero como esta rapidez pudiera degenerar en precipitación, es necesario que las leyes establezcan cierta lentitud. No deben solamente favorecer la naturaleza de cada constitución, sino remediar también los abusos que pudieran resultar de aquella naturaleza.

El cardenal de Richelieu (1) quiere que se eviten en la monarquía las espinas de la colaboración, de la que provienen todas las dificultades. Si aquel hombre no hubiera tenido el despotismo en su corazón, lo hubiera tenido en la cabeza.

Los cuerpos que son depositarios de las leyes nunca proceden mejor que cuando van despacio, poniendo en los asuntos del príncipe la reflexión que no puede esperarse de la Corte por su desconocimiento de las leyes del Estado y la impremeditación de sus consejos (2).

¿Qué hubiera sido de la más bella monarquía del mundo, si los magistrados con su lentitud, sus lamentos y sus ruegos no hubieran paralizado hasta las virtudes mismas de sus reyes, cuando estos monarcas, no consultando más que su alma grande querían premiar sin medida servicios prestados con un valor y una fidelidad igualmente sin medida?


Notas

(1) Testamento político.

(2) Barbaris cunctatio servilis; statim exequi regium videtur. (Tácito, Anales, lib. V, párrafo 32).


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CAPÍTULO XI

De la excelencia del gobierno monárquico

El gobierno monárquico le lleva una gran ventaja al gobierno despótico (1). Estando en su naturaleza la existencia de cuerpos que se interesan por la constitución, el Estado es más fijo, la constitución más firme, la persona de los que gobiernan más asegurada.

Cicerón (2) cree que la creación de los tribunos en Roma fue la salvación de la República. En efecto, dice, la fuerza del pueblo que no tiene jefe es más terrible. Un jefe siente su responsabilidad, y piensa; pero el pueblo en su ímpetu no conoce el peligro a que se lanza. Puede aplicarse esta reflexión a un Estado despótico, el cual es como un pueblo sin tribunos, y a una monarquía, en la que el pueblo tiene algo equivalente en cierta manera a los tribunos.

Efectivamente, siempre se ve que en los movimientos del gobierno despótico, el pueblo, guiado por sí mismo, lleva las cosas tan lejos como pueden ir; todos sus desórdenes son extremados, en tanto que en las monarquías rara vez son llevados al exceso. Los jefes temen por sí mismos; tienen miedo de ser abandonados; los poderes intermedios no quieren que el pueblo se les ponga encima. Es raro que las órdenes y corporaciones estén enteramente corrompidas. El príncipe tiene apego a esas órdenes; y los sediciosos no teniendo ni la voluntad ni la esperanza de derribar el Estado, no pueden ni quieren derribar al príncipe.

En tales circunstancias, las gentes de autoridad y cordura se entrometen; se adoptan acuerdos, temperamentos, arreglos; se corrige lo que ha menester, y las leyes recuperan su vigor y se hacen escuchar. Así nuestras historias están llenas de guerras civiles sin revoluciones, y las historias de los Estados despóticos están llenas de revoluciones sin guerras civiles.

Los que han escrito la historia de las guerras civiles de algunos Estados, y aun los que las fomentaron, prueban de sobra hasta qué punto la autoridad que los príncipes conceden a ciertas órdenes para su mejor servicio dista de serles sospechosa; no debe serlo, puesto que, aún extraviadas, no suspiran más que por las leyes y por su deber, retardando el ímpetu de los facciosos, conteniéndolo más bien que dándole ayuda (3).

El cardenal Richelieu, pensando tal vez que había rebajado mucho las órdenes del Estado, recurrió para sostenerlo a las virtudes del príncipe y de sus ministros (4); exigió de ellos tantas cosas que, a la verdad solamente un ángel podía reunir tanto saber, tanta firmeza, tantas luces; y es difícil esperar que desde hoy hasta la disolución de las monarquías pueda haber ni príncipe ni ministros semejantes.

Como los pueblos que viven sometidos a un buen régimen son más felices que los que viven sin reglas, sin jefes y errantes por los bosques, así los monarcas sometidos a leyes fundamentales de su Estado son más felices que los príncipes despóticos, desprovistos de todo lo que pudiera normalizar el corazón de sus pueblos y aun el suyo.


Notas

(1) Porque tiene más luces y más morigeración.

(2) Libro III, de Las Leyes.

(3) Memorias del cardenal de Retz y otras historias.

(4) Testamento político.


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CAPÍTULO XII

Continuación del mismo tema

No se busque magnanimidad en un Estado despótico (1); el príncipe no puede dar una grandeza que él no tiene; en él no hay gloria que comunicar.

Es en las monarquías donde el príncipe comunicará a sus súbditos la gloria que él esparce alrededor de sí; es en ella donde cada uno, teniendo mayor espacio, puede ejercer las virtudes que dan al alma, no independencia, pero sí grandeza.


Notas

(1) No puede negarse magnanimidad a un hombre que sea guerrero, justo, generoso, clemente, liberal. Me estoy acordando de tres grandes visires que han poseído estas cualidades. Si el que tomó a Candía, al cabo de diez años de sitio, no tiene aún la celebridad de los héroes de Troya, tenía más méritos que ellos y será más estimado por los peritos que un Ulises o un Diómedes. Y el gran visir IbrahÍn, que en la última revolución se ha sacrificado por conservarle el imperio a Acmet III, su señor, y que esperó la muerte arrodillado durante largas horas, ciertamente no carecía de magnanimidad. (Voltaire).


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CAPÍTULO XIII

Idea del despotismo

Cuando los salvajes de Luisiana quieren fruta, cortan el árbol por el pie y la cogen. He aquí el gobierno despótico (1).


Notas

(1) Este capitulo es corto; no es más que un antiguo proverbio castellano. El sabio rey de Castilla Alfonso X decía: Poda sin dañar. Es lo mismo que repite Saavedra Fajardo, otro español, en sus Meditaciones políticas, y lo que otro español, Ustáriz, verdadero hombre de Estado, recomienda sin cesar en su Teoría práctica del comercio, donde dice: El labrador, cuando necesita leña, corta unas ramas, no derriba el árbol. (Voltaire).


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CAPÍTULO XIV

Cómo las leyes corresponden al principio en el gobierno despótico

El gobierno despótico tiene por principio el temor: para pueblos tímidos, ignorantes, rebajados, no hacen falta muchas leyes.

Todo gira en torno de dos o tres idéas: ni hacen falta más. No hay para qué dar leyes nuevas. Cuando se quiere domesticar un animal, se evita el hacerle cambiar de amo, de lecciones, y de actitud; se le impresiona con dos o tres movimientos, y no más.

El príncipe que, encerrado, vive entregado al deleite, no puede salir de su morada sin disgustar a todos los que en ella le retienen. Les asusta la idea de que vayan a otras manos su persona y su poder (1). A la guerra no suele ir en persona, y tampoco se fía de sus lugartenientes.

Un príncipe así, acostumbrado en su palacio a no encontrar ninguna resistencia, ni concibe que se la opongan con las armas en la mano; cuando la encuentra se indigna y hace la guerra guiado por la ira y la venganza, nunca por la idea de gloria, puesto que no la tiene. Así resultan las guerras en su furor primitivo y el derecho de gentes menos efectivo que en ninguna parte.

Semejante príncipe tiene tantos defectos que sería temerario dejar ver su estupidez natural. Vive encerrado y no se le conoce. Por fortuna los hombres en ese país son tales, que les basta un nombre para que los gobierne.

Carlos XII, al encontrar alguna resistencia en el Senado de Suecia, escribió que le enviaría una de sus botas para mandar. Aquella bota hubiera mandado como un rey despótico.

Si cae prisionero el príncipe, se le da por muerto; otro ocupa el trono. Todos los tratados que haya hecho el prisionero son nulos, pues el sucesor no los ratificaría. En efecto, como él es el Estado, las leyes, el soberano y todo, en cuanto deja de serlo ya no es nada; si no se le diera por muerto, quedaría el Estado destruído.

Una de las cosas que decidieron a los turcos a hacer la paz con Pedro I solamente, fue que los Moscovitas le dijeron al visir que en Suecia habían puesto un nuevo rey en el trono (2).

La conservación del Éstado no es más ni menos que la conservación del príncipe, o más bien la del palacio donde él se encierra. Todo lo que no amenace directamente a ese palacio o a la ciudád capital, no impresiona poco ni mucho a los espíritus ignorantes, orgullosos, mal predispuestos; y en cuanto al encadenamiento de los sucesos, no pueden seguirlo, ni preverlo, ni siquiera pensar en semejante cosa. La política, sus resortes y sus reglas tienen que ser muy limitados; el gobierno político es tan simple en un Estado despótico cual su gobierno civil (3).

Todo se redúce a conciliar la gobernación política y civil con la gestión doméstica, a los funcionarios del Estado con los del serrallo.

Un Estado semejante se encontraría en la mejor situación si pudiera estar o ser mirado como solo en el mundo; si estuviera rodeado de desiertos y completamente separado de los pueblos que él llamaría bárbaros (4). No pudiendo contar con la milicia, será bueno que destruya una parte de sí mismo. Como el principio del gobierno despótico es el temor, su objetivo es la tranquilidad; pero eso no es la paz, que es el silencio de ciudades expuestas siempre a ser ocupadas por el enemigo.

No estando la fuerza en el Estado, sino en el ejército que lo fundó, es preciso conservar ese ejército para sostén y defensa del Estado; pero ese ejército es una constante amenaza para el príncipe. ¿Cómo, pués, conciliar la seguridad del Estado con la del déspota?

Ved, os lo ruego, de qué industria se vale el gobierno moscovita, deseoso de salir del despotismo, para él más pesado que para los mismos pueblos. Ha licenciado una gran parte de las tropas, ha rebajado las penas señaladas para los delitos, ha constituído tribunales, se ha empezado a conocer las leyes, se instruye a los pueblos. Pero hay causas particulares que traerán de nuevo, probablemente, el mal que se quisiera suprimir.

En los Estados despóticos, la religión ejerce más influjo que en todos los demás; es un miedo más, añadido a tanto miedo. Los vasallos que no se cuidan por el honor de la grandeza y la gloria del Estado, lo hacen por la fuerza y por la religión. En los imperios mahometanos se debe a la religión principalmente el extremado, el asombroso respeto de los pueblos al príncipe. La religión es lo que corrige algo la constitución turca.

Entre todos los gobiernos despóticos, ninguno se desgarra y se agota por sí mismo tanto ni tan pronto como aquel en que el príncipe se declara propietario de la tierra, heredero de todos sus vasallos, dueño de cultivar las tierras o abandonar su cultivo. Si el príncipe es además mercader, toda especie de industria quedará arruinada.

En estos Estados nada se compone, se retoca, se mejora; no hay reparaciones y mucho menos edificaciones (5); se construyen las casas para toda la vida, no se plantan árboles, de la tierra se saca todo sin devolverle nada; todo está baldío, todo está desierto.

¿Pensáis que se remedie o se disminuya la avaricia de los grandes con leyes que les quiten la propiedad deI suelo y la sucesión de bienes? Todo lo contrario: esas leyes irritarán su avaricia, aumentarán su codícia; cometerán vejaciones, porque no creerán verdaderamente suyo sino el oro y la plata que puedan robar y tener bien escondido.

Para que no se pierda todo, es bueno que la avidez del príncipe sea limitada por alguna costumbre. En Turquía se contenta, ordinariamente, con tomar el tres por ciento de las sucesiones de la gente baja. Pero como el Gran Señor le da a su milicia la casi totalidad de sus tierras y sigue disponiendo de ellas a medida de su voluntad, se apodera de todo lo que sus oficiales dejan al morir. Es el heredero universal porque cuando muere un hombre, aunque no sea funcionario del imperio, si no tiene hijos varones, hereda el príncipe la propiedad; las hembras no tienen más que el usufructo, y así la mayor parte de los bienes son poseídos a título precario.

Por la ley de Bantam, el rey hereda hasta la mujer, los hijos y la casa. Para eludir la más dura de las disposiciones de esta ley, no hay más remedio que casar a los hijos de ocho, nueve o diez años para que no formen parte de la herencia.

En los Estados que no tienen ley fundamental, no puede ser determinada y fija la sucesión del imperio. En ellos el monarca es electivo, unas veces en la familia. Inútil sería determinar que sucediera al déspota su hijo mayor, puesto que el padre elegiría al hijO que prefiriera. El sucesor es siempre designado, o por el príncipe o por sus ministros, o por la guerra civil. Una razón más que en las verdaderas monarquías es de perturbación y de disolución.

Todos los príncipes de la familia real tienen igual capacidad para que se les elija, de lo cual resulta algunas veces que al subir al trono hace degollar a sus hermanos, como en Turquía; o manda que se les saquen los ojos como en Persia; o que se les atormente hasta enloquecerlos, como en la Mogolia; o, si no se toman estas precauciones, cada sucesión a la Corona es una sangrienta guerra civil, como en Marruecos.

Según las constituciones de Moscovia (6), el zar puede elegir por sucesor a quien mejor le parezca, sea o no de su familia. Esta manera de elegir monarca es orígen de mil revoluciones y hace tan inseguro el trono como la sucesión es arbitraria. El orden de sucesión es una de las cosas, que al pueblo más le interesa conocer, y el mejor es el que se ve más claro, como el nacimiento o cierta calidad. Con este régimen tienen una traba las intrigas, se apagan las ambiciones, se evitan pretensiones más o menos justificadas.

Cuando se ha establecido la sucesión por una ley fundamental, un solo príncipe es el sucesor; no tienen sus hermanos derecho alguno, real ni aparente, para disputarle la Corona. Imposible hacer valer, ni invocar, ni presumir siquiera la voluntad del padre. No hay, por consiguiente, para qué matar a los hermanos del rey ni a nadie.

Pero en los Estados despóticos, absolutistas, donde los hermanos del príncipe son a la vez sus esclavos y sus rivales, exige la prudencia que se les inutilice, que se les haga desaparecer, particularmente en los países mahometanos en que la religión considera la victoria o el éxito como un juicio de Dios; de suerte que en esos países nadie es soberano de derecho, sino sólo de hecho.

La ambición es más vehemente en los Estados en que los príncipes de la sangre saben que, si no suben al trono, han de ser asesinados o presos, que acá entre nosotros, donde los príncipes de la familia real gozan de consideraciones y ventajas, insuficientes quizá para satisfacer una ambición desmedida, pero suficientes para la satisfacción de los deseos moderados.

Los príncipes de los Estados despóticos han abusado siempre del maridaje. Toman para sí varias mujeres, sobre todo en la parte del mundo en que el despotismo se ha naturalizado, por decirlo así, que es Asia. Tienen tantos hijos, que no pueden quererlos a todos igualmente ni los hermanos quererse unos a otros (7).

La familia reinante se asemeja al Estado: es demasiado débil y su jefe demasiado fuerte; parece extensa y se reduce a nada. Artajerjes exterminó a todos los hijos que conjuraron contra él. No es verosímil que cincuenta hijos conspiren contra su padre, pero menos verosímil es que se hubieran conjurado por no haber querido él cederle su concubina al hijo primogénito. Es más natural creer que todo fuera una de tantas intrigas de los serrallos de Oriente, lugares en que reinan la maldad, el artificio, la astucia bajo el secreto de la callada noche; recintos misteriosos en que el viejo soberano se torna cada día más imbécil y es el primer prisionero del palacio real.

Después de todo lo dicho, parecería natural que la naturaleza humana se revolviera con indignación y se sublevara sin cesar contra el gobierno despótico. Pues nada de eso: a pesar del amor de los hombres a la libertad y de su odio a la violencia, la mayor parte de los pueblos se han resignado al despotismo. Esta sumisión es fácil de comprender: para fundar un gobierno moderado es preciso combinar las fuerzas, ordenarlas, templarlas, ponerlas en acción; darles, por así decirlo, un contrapeso, un lastre que las equilibre para ponerla en estado de resistir unas a otras. Es una obra maestra de legislación que el azar produce rara vez y que rara vez dirige la prudencia. El gobierno despótico, al contrario, salta a la vista, es simple, es uniforme en todas partes; como para establecerlo basta la pasión, cualquiera sirve para eso.


Notas

(1) Las mujeres y los eunucos no conocen más mundo que el serrallo y tienen por gran desdicha el perder de vista al príncipe, aunque sea por pocas horas; así se oponen con toda su influencia a todo proyecto de guerra o de conquista. Apoderándose con mil artificios del corazón del monarca, arrancan de él con suma facilidad los sentimientos de gloria que en él nazcan. y el ministro qqe haya tenido la valentía de inspirárselos, no tardará en ser inmolado a las pasiones de aquellas almas débiles. (Chardin, Viaje a Persia, cap. IV).

(2) Pussendorff, Historia universal.

(3) Según Chardin, en Persia no hay consejo de Estado.

(4) La principal fuerza de Persia consiste en su situación, pues todas sus fronteras están defendidas por mares, por desiertos, por montañas que hacen la entrada bien difícil. De todos sus vecinos, solamente los Turcos pudieran ser temibles para Persia. Los Indios son enemigos que desprecia, pues siempre los ha vencido. Los Tártaros se hallan divididos en principados diversos, aislados unos de otros, y no hacen guerras formales sino correrías. (Chardin).

(5) Véase Rigaut, Estado del imperio Otomano, pág. 196.

(6) Véase especialmente la de 1722.

(7) Artajerjes tuvo ciento quince hijos, de los que sólo tres eran legítimos; cincuenta conspiraron contra su padre y les hizo dar muerte.


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CAPÍTULO XV

Continuación del mismo asunto

En los climas cálidos, que es donde ordinariamente reina el despotismo (1), las pasiones se dejan sentir más pronto y se amortiguan antes (2); el espíritu es más precoz; el peligro de disipar los bienes es menos grande; es menos frecuente el trato entre los j6venes; los casamientos son tempranos: se puede ser mayor de edad mucho antes que en nuestros climas de Europa. En Turquía, la mayoridad comienza a los quince años (3).

No puede haber cesión de bienes. En un régimen bajo el cual nadie tiene fortuna asegurada, la hipoteca es imposible; se presta a la persona más que a los bienes.

La cesión de bienes es cosa de los gobiernos moderados, singularmente de las Repúblicas, por la mayor confianza que se tiene en la probidad de los ciudadanos y por la blandura que debe inspirar una forma de gobierno que cada cual considera habérsela dado él mismo.

Si los legisladores de la República romana hubieran establecido la cesión de bienes, aquella República no hubiera pasado por tantas sediciones y luchas intestinas (4); se habrían evitado muchos males, así como el peligro de ensayar tantos remedios.

La pobreza y la inseguridad de las fortunas es lo que naturaliza la usura en los Estados despóticos; aumenta el interés del dinero en proporción al peligro de perderlo. Por todos lados se va hacia la miseria en esos países desgraciados; todo falta en ellos, hasta el recurso de acudir al préstamo.

De eso proviene que un mercader no pueda hacer negocios; las operaciones comerciales son limitadísimas; si almacena muchas mercancías, pierde por los intereses del dinero más de lo que las mercancías le han de hacer ganar. Las leyes comerciales no se cumplen; se reducen a formalidades de simple policía.

El gobierno jamás podría ser injusto sin tener manos que hicieran las injusticias; ahora bien, esas manos trabajaron para sí. El peculado, por consiguiente, es natural en los Estados despóticos.

Siendo en ellos cosa corriente dicho crimen, las confiscaciones son en ellos útiles. Así se alivia al pueblo: el dinero que se saca de las confiscaciones es un tributo importante que el príncipe obtendría difícilmente de sus pobres y arruinados súbditos.

En los Estados moderados es diferente. Las confiscaciones harían las propiedades tan inseguras como en los Estados en que imperan la arbitrariedad y el despotismo; serían un despojo de hijos inocentes; por castigar a un culpable se acabaría con el bienestar de una familia entera. En las Repúblicas, las mismas confiscaciones harían el daño de destruir la igualdad, alma de aquéllas, al privar a un ciudadano de lo que necesita (5).

Una ley romana quiere que no se confisque más que por crimen de lesa majestad. Sería muy cuerdo ajustarse al espíritu de esta ley, dejando las confiscaciones para ciertos crímenes (6).


Notas

(1) Todavia reina desenfrenado en Rusia, uno de los climas fríos del continente.

(2) Véase el libro en que se habla de Las leyes en sus relaciones con los climas.

(3) La Guilletiere, Lacedemonia antigua y moderna.

(4) Al fin la estableció la ley Julia, de Cessione bonorum. Se evitaba la prisión y el embargo ignominioso.

(5) Me parece que en la República ateniense estaban demasiado por las confiscaciones.

(6) Admitirlas para toda suerte de delitos, es crear tiranos y enriquecer delatores.


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CAPÍTULO XVI

De la comunicación del poder

En el gobierno despótico, el poder se transmite o se comunica entero a la persona a quien se le confía. El visir es el déspota; cualquier funcionario es el visir. En el gobierno monárquico, el poder se aplica menos inmediatamente; el monarca no lo cede tan en absoluto y al darlo se puede decir que lo modera (1). De tal suerte distribuye su autoridad, que siempre se queda él mismo con la mayor parte.

Por eso en la mayoría de los Estados monárquicos, los gobernadores de las ciudades no dependen tanto del gobernador de la provincia que no dependan más todavía del jefe del Estado; y los oficiales de las tropas no dependen tan exclusivamente del general en jefe que no dependan más aún del príncipe.

En la mayor parte de las monarquías se ha dispuesto, con acierto, que los que abarcan un mando un poco extenso no formen parte de ninguno de los cuerpos a sus órdenes; de manera que no teniendo mando sino por la voluntad particular del príncipe, se puede decir que están en servicio activo y no lo están, puesto que unas veces funcionarán y otras no, según lo que el príncipe disponga.

Esto es incompatible con la monarquía despótica, pues si en ésta hubiera algunos que sin tener empleo gozaran de títulos o prerrogativas, habría en el Estado hombres que serían grandes por sí, como si dijéramos por derecho propio, lo que no concuerda con la índole de este gobierno.

En este gobierno, la autoridad no puede ser discutida ni mermada; la del último de los magistrados es tan cabal y tan indiscutible como la del déspota. En las monarquías templadas hay una ley discreta y conocida; el más ínfimo de los magistrados puede ajustarse a ella; pero en las monarquías despóticas, donde no hay más ley que la voluntad del príncipe, ¿cómo ha de cumplirla el magistrado que ni la conoce ni puede conocerla? Ha de hacer él también su propia voluntad.

Y así es el despotismo.


Notas

(1) Ut esse Phoebi dulcius lumen sole Jamiam cadentis ...


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CAPÍTULO XVII

De los presentes

Es de uso corriente en los países despóticos el no acercarse a un personaje de cierta elevación con las manos vacías; se hacen regalos (1) a los mismos reyes. El emperador del Mogol no recibe las peticiones de sus vasallos como antes no le den alguna cosa (2). Estos príncipes corrompen sus propias gracias.

Todo esto debe suceder en un gobierno en que nadie es ciudadano; donde es general la idea de que el superior no debe nada al inferior; donde el primero no está obligado a nada ni hay más lazo entre los hombres que el castigo; donde, por último, es raro hacer peticiones y más todavía formular quejas.

En una República, los presentes son una cosa repugnante, porque la virtud no tiene necesidad de ellos. En una monarquía, el honor hace más odiosas aún tales ofrendas. Pero en un Estado despótico no existen el honor ni la virtud, por lo que todo se hace mirando a la utilidad y a las comodidades de la vida.

Pensando en republicano, quería Platón que se impusiera pena de muerte al que admitiera presentes por cumplir con su deber (3). No hay que tomar, decía, ni por las cosas buenas ni por las malas.

Mala era la ley romana que permitía a los magistrados admitir presentes, con tal que no pasaran de una pequeña y determinada suma cada año. Aquel a quien no se le da nada, no desea nada; aquel a quien se le da algo, quiere más y luego quiere mucho.


Notas

(1) En Persia, dice Chardin, no se solicita nada sin llevar un presente. Los más pobres e infelices no se presentan a los grandes, ni a nadie a quien hayan de pedir algún favor, sin ofrecerles algo. Y todo lo admiten aun los más altos señores: frutas, pollos, un cordero, pues cada uno da lo que puede y lo que le proporciona su oficio; los que no tienen oficio dan dinero. Es un honor el recibir esta especie de presentes, y se reciben en público; nadie se recata para hacerlos ni para recibirlos. Esta costumbre es universalmente practicada en los países de Oriente y tal vez sea una de las más antiguas. (Chardin, cap. XI de la Descripción de Persia). N. del A. Creo que esta costumbre estaba establecida entre los Régulos Lombardos, Ostrogodos, Visigodos, Burguiñones y Francos. Según Joinville, el rey San Luis también admitía presentes. La costumbre la han conservado hasta nuestros días los reyes de Polonia. (Nota de Voltaire).

(2) Colección de viajes que han servido para establecer la Compañía de las Indias, tomo l, pág. 80.

(3) Libro XII de Las Leyes.


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CAPÍTULO XVIII

De las recompensas que el soberano da

En los gobiernos despóticos, en los cuales, como ya hemos dicho, lo que determina a obrar es la esperanza de las comodidades de la vida, el príncipe que recompense no puede hacerlo de otro modo si no dando dinero. En una monarquía regida por el honor, el monarca no recompensaría más que otorgando distinciones, si las distinciones que el honor ha establecido no engendraran el lujo que trae consigo mayores necesidades: recompensa, pues, con distinciones que lleven a la fortuna. Pero en una República en que la virtud es lo que impera, motivo que se basta a sí mismo y que excluye todos los demás, el Estado no recompensa más que dando testimonios de virtud.

Es regla general que la prodigalidad de recompensas en una monarquía y en una República es signo de decadencia, porque prueban que sus principios se han adulterado, se han corrompido; que la idea del honor ha perdido su poder, que la calidad de ciudadano importa poco.

Los peores emperadores romanos fueron los que dieron más, como Calígula, Claudio, Nerón, Vitelio, Comodo, Heliogábalo y Caracalla. Los mejores, como Augusto, Vespasiano, Antonino Pío, Marco Aurelio y Pertinax, no fueron nada pródigos. Con los buenos emperadores se restablecieron los principios: el tesoro del honor suplía a todos los demás tesoros.


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CAPÍTULO XIX

Nuevas consecuencias de los principios de los tres gobiernos

No puedo resolverme a terminar este libro sin hacer algunas otras aplicaciones de mis tres principios.

PRIMERA CUESTIÓN. ¿Deben las leyes hacer obligatoria para los ciudadanos la aceptación de los empleos públicos? Digo que si en el régimen republicano, y que no en el monárquico. En el primero, las magistraturas son testimonios de virtud, depósitos que la patria confía a un ciudadano que se debe a ella, que debe consagrarle su vida, sus acciones y sus pensamientos; por consiguiente no puede rehusar los cargos públicos (1). En el segundo, las magistraturas son patentes de honor; pero es tal la rareza del honor, que hay quien no lo quiere sino cuando le place.

El difunto rey de Cerdeña (2) castigaba a los que no admitían las dignidades, empleos y funciones del Estado. Sin saberlo, practicaba ideas republicanas; con todo, su manera de gobernar demuestra que no tenía semejantes intenciones.

SEGUNDA CUESTIÓN. ¿Es buena máxima la de que pueda obligarse a un ciudadano a aceptar en la milicia un empleo inferior al que ha tenido? Entre los Romanos se veía con frecuencia que un capitán pasara luego a servir a las órdenes de su propio teniente (3). Como que en las Repúblicas, la virtud exige que se haga por el Estado un sacrificio continuo de la conveniencia personal; pero en las monarquías no permite el honor, verdadero o falso, lo que se llama en ellas una degradación.

En los gobiernos despóticos, en los que se abusa del honor, de los empleos y de las categorías, lo mismo se hace de un magnate un empleado que de un perdulario un príncipe.

TERCERA CUESTIÓN. ¿Son compatibles en una misma persona los empleos civiles y militares? Es necesario unirlos en la República y separarIos en la monarquía. En las Repúblicas sería muy arriesgado hacer de las armas una profesión particular, una clase aparte de los que desempeñan funciones de orden civil; y no sería menos peligroso, en las monarquías, dar a la misma persona ambas funciones.

En la República no se toman las armas para otra cosa que defender las leyes, en calidad de defensor de las mismas y de la patria; precisamente por ser ciudadano se hace un hombre soldado temporalmente. Si se distinguiera una clase de la otra, se haría ver al que toma las armas creyéndose ciudadano, que no es más que un soldado.

En las monarquías, la gente de guerra no busca más que la gloria, el honor y la fortuna; por eso ha de evitarse el dar los empleos civiles a los hombres de armas; al contrario, es menester que los tengan a raya los magistrados civiles para que no suceda que los mismos hombres tengan al mismo tiempo la confianza pública y la fuerza para abusar de aquélla (4).

En una nación en que la República se esconde bajo la forma de la monarquía, ved cuánto se teme que haya una clase particular de hombres de guerra y cómo el guerrero es siempre ciudadano, y aún magistrado, para que estas cualidades sean una garantía.

La división de magistraturas civiles y militares hecha por los Romanos después de la República, no fue una cosa arbitraria; fue consecuencia del cambio de constitución, constitución de índole monárquica. Lo que fue comenzado en tiempo de Augusto (5), se vieron obligados los emperadores siguientes a acabarlo para templar un tanto el gobierno militar.

CUARTA CUESTIÓN. ¿Conviene que los cargos públicos se vendan? No puede convenir en los Estados despóticos, donde es necesario que los súbditos puedan ser empleados o desempleados en cualquier instante por el príncipe. Es conveniente en los Estados monárquicos, porque en ellos se da a las familias lo que debiera darse al mérito; perpetuando los funciones en las familias, se da más permanencia a las clases del Estado. Con razón dijo Suidas (6) que Anastasio había hecho del imperio una especie de aristocracia al vender todas las magistraturas.

Platón no admite esa venalidad (7). Es lo mismo dice, que si en un barco se hiciera piloto a alguno por su dinero. ¿Y cómo es posible que lo malo para otros menesteres sea bueno solamente para conducir una República?

Pero Platón habla de una República fundada en la virtud y nosotros hablamos de una monarquía. Ahora bien, cuando en una monarquía no se organiza y reglamenta la venta de los destinos públicos, los venderá de todos modos la codicia de los cortesanos. Por último, el hacer carrera por las riquezas fomenta la industria (8), de lo que tiene gran necesidad esta clase de gobierno.

QUINTA CUESTIÓN. ¿En cuál gobierno son necesarios los censores? En la República, porque el principio fundamental de este gobierno es la virtud. Y la virtud no la destruyen únicamente los crímenes, sino también los descuidos, las negligencias, las faltas, la tibieza en el amor a la patria, los malos ejemplos, simiente de corrupción; no ya lo que sea ilegal, sino todo aquello que sin ir contra las leyes, las elude; no lo que las destruya, sino lo que las debilite o las anule haciéndolas olvidar. Todo esto debe ser corregido por los censores.

Nos asombra el castigo impuesto a aquel areopagita que había matado un gorrión cuando, perseguido éste por un gavilán, había buscado refugio entre sus brazos. No nos extraña menos que el Areópago mandara matar a un niño que le había sacado los ojos a un pobre pájaro. Hay que fijarse en que no se trata de una condena por determinado crimen, sino de juicio de costumbres en una República fundada en la moral.

En las monarquías no hacen falta los censores: se fundan en el honor; y la naturaleza del honor es tener por censor a todo el universo. Todo hombre que falta al honor queda sometido a la censura, aun de los que no lo tienen.

En las monarquías, los censores serían minados por los que habían de ser objeto de las censuras. Contra la corrupción de una monarquía no podrían nada; pero podría mucho contra ellos la misma corrupción.

En los gobiernos despóticos, desde luego se comprende que los censores no tienen cabida. El ejemplo de China parece desmentir la afirmación; pero ya veremos en el curso de esta obra las razones singulares por las que allí los tienen (9).


Notas

(1) Platón, en su República, pone la negativa a dicha aceptación entre las señales de corrupción de la República. En Las Leyes quiere que sea castigada con una multa. En Venecia, se castiga con la deportación.

(2) Victor Amadeo.

(3) Algunos centuriones apelaron al pueblo reclamando el empleo que ya hablan tenido, y uno de ellos les dijo a los demás: Compañeros, hemos de mirar como igualmente honrosos todos los puestos en que defendamos la República. (Tito Livio, lib. XLII).

(4) Ne imperium ad optimus nobilium transferretur, senatum militia Gallienus; etiam adire exercitum. (Aurelio-Victor, de Virus illustribus).

(5) Augusto les quitó el derecho de llevar armas a los senadores, procónsules y gobernadores. (N. del A.) - Augusto no privó de ese derecho más que a los senadores, pues los propretores, lugartenientes del emperador, mandaban los ejércitos en las provincias que gobernaban. (Nota de Crévier).

(6) Fragmentos sacados de las Embajadas de Constantino Porfirogenetes.

(7) República, lib. VII.

(8) En España se trabaja poco porque todos los empleos se dan.

(9) La censura es muy buena, en general, para mantener en un pueblo todos los prejuicios útiles a los gobernantes; para conservar en una corporación todas las preocupaciones derivadas del espíritu del cuerpo: en Roma estableció el Senado la censura como traba puesta a las facultades tribunicias. Era un instrumento de tiranía. El temor de ser descalificado por el censor era tanto más terrible cuanto mayor era el apego a los honores, a las distinciones, a las preeminencias. Para hombres guiados por la virtud, los juicios de los censores inspiraban risa; empleaban su elocuencia en lograr la abolición de una cosa tan ridícula. (Voltaire).


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