Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO VI

Consecuencias de los principios de los gobiernos respecto a la simplicidad de las leyes civiles y criminales, forma de los juicios y establecimiento de las penas.


l.- De la simplicidad de las leyes civiles en los diversos gobiernos. II.- De la simplicidad de las leyes criminales en los diversos gobiernos. III.- En cuáles gobiernos y en qué casos debe juzgarse por un texto preciso de la ley. IV.- De la manera de enjuiciar. V.- En qué gobierno puede ser juez el soberano. VI.- En las monarquías, los ministros no deben juzgar. VII.- Del magistrado único. VIII.- De las acusaciones en los distintos gobiernos. IX.- De la severidad de las penas en los diversos gobiernos. X.- De las antiguas leyes francesas. XI.- Al pueblo virtuoso, pocas penas. XII.- Del poder de las penas. XIII.- Ineficacia de las leyes japonesas. XIV.- Del espíritu del senado romano. XV.- De las leyes penales de los Romanos. XVI.- De la justa proporción de la pena con el crimen. XVII.- De la tortura contra los criminales. XVIII.- De las penas pecuniarias y de las penas corporales. XIX.- De la ley del Talión. XX.- Del castigo de los padres por faltas de los hijos. XXI.- De la clemencia del príncipe.


CAPÍTULO PRIMERO

De la simplicidad de las leyes civiles en los diversos gobiernos

El gobierno monárquico no admite leyes tan simples como el despótico. Necesita tribunales. Estos tribunales dictan decisiones. Las decisiones de los tribunales deben ser conservadas, deben ser aprendidas, para que se juzgue hoy como se ha juzgado ayer y para que la propiedad y la vida de los ciudadanos tengan en las decisiones precedentes fijos, tan fijos y seguros como la constitución fundamental del Estado.

En una monarquía, la administración de una justicia que no solo decide de la vida y de la hacienda, sino también del honor, exige pesquisas más escrupulosas. La delicadeza y parsimonia del juez aumentan a medida que es más grande el depósito y mayores los intereses dependientes de su decisión.

No es extraño, pues, que las leyes tengan en los Estados monárquicos tantas reglas, tantas restricciones, tantas derivaciones que multiplican los casos particulares y convierten en arte la razón misma. Las diferencias de clase, de orígen, de condición, que tanto importan en el monárquico régimen, traen consigo distinciones en la naturaleza de los bienes; las leyes relativas a la constitución del Estado pueden aumentar el número de los distingos. Así ocurre entre nosotros que los bienes son propios, por diversos títulos; dotales o parafernales; paternos o maternos; muebles o inmuebles; vinculados o libres; nobles o plebeyos; heredados o adquiridos. Cada clase de bienes se halla sujeta a reglas particulares y hay que seguirlas para resolver: lo que disminuye la simplicidad.

En nuestros gobiernos, los feudos se han hecho hereditarios. Ha sido necesario que la nobleza disfrute de alguna propiedad, es decir, que los feudos tengan cierta consistencia para que su propietario se halle en estado de servir al príncipe. Esto ha debido producir no pocas variedades; por ejemplo: hay países en que los feudos son divisibles entre hermanos; otros en que los segundones han podido tener siquiera la subsistencia segura.

Conocedor el monarca de todas sus provincias, puede establecer leyes diversas o respetar las diferentes costumbres, las usanzas de cada una de ellas. Pero el déspota no entiende de esas cosas ni atiende a nada; quiere la uniformidad en todo; quiere nivelarlo todo; gobierna con una rigidez que es siempre igual. Según se multiplican, en las monarquías, las sentencias de los tribunales, quedan. sentadas jurisprudencias a veces contradictorias; los tribunales deciden en los casos de contradicción, la cual proviene de que los jueces que van sucediéndose no piensan todos lo mismo; o de que los casos, aún siendo semejantes, no son idénticos; o de que los mismos casos no siempre son bien defendidos; o por una infinidad de incidentes y de abusos que se ven en todo lo que pasa por las manos de los hombres. Es un mal inevitable que el legislador corrige de tiempo en tiempo, como contrario al espíritu de los gobiernos constitucionales. Cuando hay necesidad de recurrir a los tribunales de justicia, es invocando la constitución y no las contradicciones y la incertidumbre de las leyes.

En los regímenes que suponen la existencia de distinciones entre las personas, ha de haber necesariamente privilegios. Esto disminuye más todavía la simplicidad y trae mil excepciones.

Uno de esos privilegios es el de comparecer y litigar ante un determinado tribunal; de aquí nuevas cuestiones, pues ha de resolverse qué tribunal ha de entender en cada caso.

Los pueblos de los Estados despóticos están en un caso muy diferente. No sé, en tales países, sobre qué puede el legislador estatuir o el magistrado juzgar. Perteneciendo todas las tierras al príncipe, casi no hay leyes civiles relativas a la propiedad del suelo. Del derecho a suceder que tiene el soberano, resulta que tampoco hay leyes relativas a las sucesiones. El monopolio que ejerce en varios países, hace inútiles también todas las leyes sobre el comercio. Contrayéndose allí los matrimonios con hijas de esclavos, no hacen falta leyes civiles acerca del dote de la contrayente. Existiendo tan prodigiosa multitud de esclavos, son pocos los individuos que tengan voluntad propia y la consiguiente responsabilidad para que un juez les pida cuenta de su conducta. La mayor parte de las acciones morales, no siendo más que la voluntad del padre, del marido, del amo, éstos las juzgan y no los magistrados.

Olvidaba decir que, siendo punto menos que desconocido en los Estados despóticos lo que llamamos honor, lo que al honor se refiere, que tiene entre nosotros un capítulo tan grande, no exige en esos Estados legislación alguna. El despotismo se basta a si mismo, lo llena todo, y a su alrededor está el vacío. Por eso los viajeros que describen esos países en que el despotismo reina, rara vez nos hablan de las leyes civiles.

Desaparecen las ocasiones de disputar y de pleitos. Eso explica lo mal mirados que son en tales países los pocos litigantes: queda a la vista la injusticia o la temeridad de sus reclamaciones, porque no las encubre o las ampara una infinidad de leyes.


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CAPÍTULO II

De la simplicidad de las leyes criminales en los diversos gobiernos

Se oye decir a todas horas que la justicia debiera ser en todas partes como en Turquía. ¿Pero es posible que el pueblo más ignorante del mundo haya visto más claro que los otros pueblos en lo más importante que hay para los hombres?

Si examináis las formalidades de la justicia y véis el trabajo que le cuesta a un ciudadano el conseguir que se le dé satisfacción de una ofensa o que se le devuelva lo que es suyo, diréis que aquellas formalidades son excesivas; al contrario, si se trata de la libertad y la seguridad de los ciudadanos, os parecerán muy pocas. Los trámites, los gastos, las dilaciones y aun los riesgos de la justicia, son el precio que paga cada uno por su libertad.

En Turquía, donde se atiende poco a la fortuna, al crédito, al honor y a la vida de los hombres, se terminan pronto y de cualquier manera todas las disputas. Que acaben de una manera o de otra es cosa indiferente, con tal que acaben. El bajá, rápidamente informado, hace repartir a discreción entre los litigantes muchos o pocos bastonazos en las plantas de los pies y asunto concluído (1).

Sería muy peligroso que aparecieran las pasiones de los litigantes (2), las cuales suponen un deseo ardiente, una acción constante del espíritu, una voluntad y el tesón de mantenerla. Todo esto hay que evitarlo en un gobierno en el cual no ha de haber otro sentimiento que el temor, en el que de repente surgen de cualquier cosa lás revoluciones imposibles de prever, de lo que hay tantos ejemplos. Todos comprenden que a ninguno le conviene hacer sonar su nombre, que lo oiga el magistrado, pues la seguridad de cada uno estriba en su silencio, en su insignificancia o en su anulación.

Pero en los gobiernos moderados, en los que el más humilde de los ciudadanos es atendido, a nadie puede privársele de su honor ni de sus bienes sin un detenido examen; a nadie puede quitársele la vida si la patria misma no lo manda, y aun dándole todos los medios de defensa.

Cuanto más absoluto se hace el poder de un hombre (3), más piensa el mismo hombre en simplificar las leyes. Se atiende más a los inconvenientes con que tropieza el Estado que a la libertad de los individuos, de la que realmente no se hace ningún caso.

En las Repúblicas se necesitan, a lo menos, tanta formalidades como en las monarquías. En una y otra forma de gobierno, aumentan las mismas formalidades en razón directa de la importancia que se da y la atención que se presta al honor, la fortuna, la vida y la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos.

Los hombres son todos iguales en el régimen republicano; son iguales en el gobierno despótico: en el primero porque ellos lo son todo; en el segundo, porque no son nada.


Notas

(1) Es falso que en Constantinopla se ocupe un bajá en administrar justicia, función de la incumbencia del cadi. A menudo asiste a la audiencia el sultán en persona, oculto detrás de una celosía; y en las causas importantes, se le pide que decida él y él decide en dos palabras. Se instruyen los procesos con prontitud y sin ruido. Ni abogados, ni procuradores, ni papel sellado. Cada uno se defiende a si mismo como puede sin atreverse a hablar. Ningún pleito puede durar más de diez y siete días. (Voltaire).

(2) El mayor peligro del despotismo está en su propia fuerza; los dos extremos se tocan en un mismo punto: y este punto es la milicia. Que los jenízaros estén contentos, las pasiones de los interesados poco importan y se quedarán las cosas como estaban; si están descontentos, aun sin las pasiones. de los litigantes será todo cambiado y destruido. En los gObiernos templados, las pasiones de los litigantes fomentan odios particulares, siembran rencillas, dividen las familias, perturban la paz social, aminoran el patriotismo, desmoralizan al pueblo y perjudican a los intereses del Estado. (Sermn).

(3) César, Cromwell, etc.


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CAPÍTULO III

En cuáles gobiernos y en qué casos debe juzgarse por un texto preciso de la ley

Cuanto más se acerca la forma de gobierno a la República, más fija debe ser la manera de juzgar; y era un vicio de la República de Lacedemonia que los magistrados juzgaran arbitrariamente, sin que hubiera leyes para dirigirlos. En Roma, los primeros cónsules juzgaban de igual manera, hasta que se notaron los inconvenientes y se hicieron las leyes necesarias.

En los Estados despóticos no hay leyes: el juez es guía de si mismo. En los Estados monárquicos hay una ley; si es terminante, el juez la sigue; si no lo es, busca su espíritu. En los Estados republicanos, es de rigor ajustarse a la letra de la ley. No se le pueden buscar interpretaciones cuando se trata del honor, de la vida o de la hacienda de un ciudadano.

En Roma, los jueces declaraban solamente si el úcusado era culpable o no; la pena correspondiente a su culpa estaba determinada en la ley. En Inglaterra, los jurados deciden si el hecho sometido a ellos está probado o no; si está probado, el juez pronuncia la pena correspondiente al delito, según la ley; para esto, con tener ojos le basta.


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CAPÍTULO IV

De la manera de enjuiciar

Resultan de aquí las diferentes maneras de enjuiciar. En las monarquías, los jueces toman la manera de los árbitros: deliberan juntos, se comunican sus pensamientos y se ponen de acuerdo; cada uno modifica su opinión hasta conciliar con la del otro; en todo caso, los que estén en minoría se adhieren al parecer de los más. Esto no está en la índole de la República.

En Roma y en las ciudades griegas, los jueces no se comunicaban entre si ni necesitaban conciliarse: cada uno emitía su juicio de una de estas tres maneras: absuelvo, condeno, aclárese (1). Se suponía que juzgaba el pueblo; pero el pueblo no es jurisconsulto; las modificaciones y temperamentos de los árbitros no son para él: hay que presentarle un solo objeto, un hecho, un solo hecho, para que vea solamente si debe condenar, absolver o aplazar el juicio.

Los Romanos, siguiendo el ejemplo de los Griegos, introdujeron fórmulas de acciones y reconocieron la necesidad de dirigir cada asunto por la acción que le era propia. Esto era necesario en su manera de juzgar: había que fijar el estado de la cuestión, para que el pueblo lo viera y no cesara de tenerlo delante de los ojos. De lo contrario, en el curso de un negocio duradero cambiaría continuamente el estado de la cuestión y nadie se entendería.

Se siguió de eso que los jueces, entre los Romanos, se ajustaban estrictamente a la cuestión, no concediendo nada más, sin aumentar, disminuir ni modificar lo que correspondiera. Los pretores, sin embargo, idearon otras fórmulas de acción llamadas Ex bona fide, en las que el juez tenía más a su disposición la manera de sentenciar. Esto era más conforme al espíritu de la monarquía. Así pueden decir los jurisconsultos franceses: En Francia, todas las acciones son de buena fe.


Notas

(1) Non liquet. Esta fórmula significa, según Crévier, que el punto no estaba suficientemente claro.


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CAPÍTULO V

En qué gobierno puede ser juez el soberano

Maquiavelo atribuye la pérdida de la liDertad de Florencia, a que no era el pueblo quien juzgaba, como en Roma, los crímenes de lesa majestad cometidos contra él. Para eso tenía designados ocho jueces; y dice Maquiavelo: Pocos son corrompidos por poco. Yo adoptaría la máxima del grande hombre; pero como en tales casos el interés político se sobrepone al interés civil (y es inconveniente que el pueblo ofendido sea juez y parte), es preciso para remediado que las leyes provean a la seguridad de los particulares.

Con esta idea, los legisladores de Roma hicieron dos cosas: permitieron a los acusados que se desterraran antes del juicio y quisieron que los bienes de los condenados fuesen consagrados para que el pueblo no hiciera la confiscación. Ya veremos en el Libro XI otras limitaciones que se le pusieron al poder de juzgar que tenía el pueblo.

Solón supo muy bien precaver el abuso de poder que podría cometer el pueblo en el juicio de los crímenes: quiso que el proceso fuera revIsado por el Areópago y que, si creía injusta la absolución del acusado lo acusara de nuevo ante el pueblo; y si tenía por injusta la condena, suspendiera la ejecución para que se juzgara la causa nuevamente (1): ley admirable, por la cual era sometido el pueblo a la revisión de la magistratura que él más respetaba y a la suya propia.

Será bueno proceder con lentitud en este género de causas y más si el acusado está preso, para que el pueblo se calme y juzgue a sangre fría.

En los Estados despóticos, el soberano puede juzgar por sí mismo; en las monarquías no puede hacerlo, porque la constitución perecería, los poderes intermedios serían aniquilados y todas las formalidades judiciales desaparecerían; el temor se apoderaría de todos los ánimos; en todos los semblantes se vería la zozobra; se acabarían la confianza, la seguridad, el honor, la monarquía.

He aquí otras reflexiones: En los Estados monárquicos, el príncipe es el acusador y el que ha de castigar o absolver al acusado; si juzgara él mismo, sería Juez y parte (2).

Además, juzgando el soberano, perdería el más bello atributo de su soberanía, el de la gracia; no podrla perdonar, porque sería insensato que él mismo hiciera y deshiciera las cosas, pronunciara sus juicios y los anulara; y no querría estar en contradicción consigo mismo. Aparte de esto, resultaría una extraña confusión: no se sabría si un hombre había sido absuelto o indultado.

En materia de confiscación ocurriría 10 mismo; en las monarquías son para el príncipe, algunas veces, las confiscaciones; y pronunciadas por él, aquí también resultaría juez y parte (3).

Cuando Luis XIII quiso ser juez en el proceso del duque de la Valette (4), y llamó a su gabinete a varios oficiales del Parlamento y a algunos consejeros de Estado para inquirir su opinión, el presidente Bellievre le dijo:

Es cosa rara que un príncipe emita su opinión en el proceso de uno de sus súbditos; los reyes no han reservado para sí más que el derecho de gracia, dejando las condenas para sus magistrados inferiores. ¡Y Vuestra Majestad quiere ver en su presencia, en el banquillo de los acusados, al que por su sentencia puede ir a la muerte dentro de una hora! ... No se concibe que un súbdito salga descontento de la presencia del príncipe. El mismo presidente, al celebrarse el juicio, dijo estas palabras: Es un juicio de que no hay ejemplo; hasta hoy nunca se ha visto que un rey de Francia haya condenado en calidad de juez, que por su dictamen se condene a muerte a un caballero (5).

Las sentencias dictadas por el príncipe serían fuente inagotable de injusticias y de abusos; algunos emperadores romanos tuvieron el furor de juzgar por sí mismos; sus reinados asombraron al universo por sus injusticias.

Claudio, dice Tácito (6), después de atraer a si las funciones de los magistrados, el resultado que obtuvo fue dar ocasión a toda suerte de rapiñas. Por eso Nerón, sucesor de Claudio, para congraciarse con las gentes, declaró: Que se guardaría de intervenir en las causas, para que ni acusadores ni acusados se expusieran al inicuo poder de algunos intrigantes.

En el reinado de Arcadio, según Zósimo (7), la plaga de los calumniadores se esparció, llenó la Corte y saturó el ambiente. Cuando moría un hombre, se suponía que no dejaba descendencia y se daban sus bienes por un rescripto imperial. Como el emperador era un estúpido y la emperatriz muy codiciosa, valíase ella de la insaciable ambición de sus domésticos y de sus confidentes; de suerte que, para las personas moderadas, no había nada más apetecible que la muerte.

Hubo una época, dice Procopio (8), en que a la Corte no iba casi nadie; pero en tiempo de Justiniano, como los jueces ya no tenían la facultad de hacer justicia, los tribunales se quedaron desiertos y el palacio fue invadido por una multitud de litigantes y de pretendientes que hacían resonar en él sus clamores y solicitudes. Todo el mundo sabe cómo se fallaban las cuestiones y cómo se hacían las leyes.

Las leyes son los ojos del príncipe, quien ve por ellas lo que no vería sin ellas. Cuando quiere substituírse a los tribunales, trabaja no para si sino para sus seductores y contra si mismo.


Notas

(1) Filostrato, Vidas de los Sofistas, lib. I; véase La Vida de Esquines.

(2) En un delito hay dos partes: el soberano, afirmando la violación del contrato social, y el acusado, negando que haya habido violación. Es indispensable que haya un tercero para decidir. Ese tercero es el magistrado, quien dirá simplemente si hubo delito o no lo hubo ... La sentencia debe estar en la ley. (Beccaría, cap. IV).

(3) Platón no creía que los reyes, siendo a la vez sacerdotes, puedan asistir a un juicio en que se condene a muerte, presidio o deportación.

(4) Véase la causa del duque de la Valette, inclusa en las Memorias de Montresor, tomo II, pág. 62.

(5) Sin embargo, dice una nota de Voltaire, en un tiempo tenían los pares de Francia, cuando eran acusados criminalmente, el derecho de ser juzgados por el rey, que era el primero de los pares. Francisco II dió su opinión en la causa del príncipe de Condé, tío de Enrique IV. Carlos VII votó en el proceso del duque de Alenzón, y el mismo Parlamento le había manifestado, sin previa consulta, que era su deber figurar entre los jueces como el primero de todos. En el día, añade Voltaire, la presencia del rey en la vista de un proceso contra un par de Francia, parecería sin duda un acto de tiranía.

(6) Anales, lib. XI.

(7) Historia, lib. V.

(8) Historia secreta.


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CAPÍTULO VI

En las monarquías, los ministros no deben juzgar

También es inaceptable que en la monarquía sean los ministros del príncipe los que juzguen en materia contenciosa (1). Todavía hoy vemos Estados en que, sobrando jueces, quieren juzgar los ministros. Las reflexiones que ocurren son innumerables; yo no haré más que una; ésta:

Por la naturaleza misma de las cosas, hay una especie de contradicción entre el consejo del monarca y sus tribunales. El consejo debe componerse de pocas personas y los tribunales de justicia exigen muchas. La razón es que los consejeros deben tomar los asuntos con algo de pasión, lo que sólo se puede esperar de cuatro o cinco hombres interesados en lo que han de resolver; siendo muchos, no todos lo tomarían con igual calor. En los tribunales judiciales sucede lo contrario: conviene ver las cuestiones con serenidad, en cierto modo con indiferencia.


Notas

(1) Los ministros pueden decidir en los casos dudosos, pero no juzgarlos.


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CAPÍTULO VII

Del magistrado único

Esto no puede ser más que en gobierno despótico. Se ve en la historia romana hasta qué punto un juez único puede abusar de su poder. ¿Cómo Apio no había de menospreciar las leyes, puesto que violó la hecha por él mismo? (1


Notas

(1) Véase, Tito Livio, Década I, lib. III.


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CAPÍTULO VIII

De las acusaciones en los distintos gobiernos

En Roma (1) le era permitido a un ciudadano el acusar a otro. Esto se había establecido según el espíritu de la Repúbica, en la que todo ciudadano ha de tener un celo sin límites por el bien público (2); en la que se supone que todo ciudadano dispone de la suerte de la patria. Las máximas de la República perduraron con los emperadores, y se vió aparecer un géñero de hombres funestos, una turba de infames delatores. Todos los ambiciosos de alma baja delataban a cualquiera, culpable o no, cuya condena pudiera ser grata al príncipe: este era el camino de los honores y de la fortuna (3), lo cual no sucede entre nosotros.

Nosotros tenemos ahora una ley admirable, y es la que manda que el príncipe tenga en cada tribunal un funcionario que en su nombre persiga todos los crímenes; de suerte que la función de delatar es desconocida entre nosotros.

En las leyes de Platón (4) se castigaba a los que no advirtieran a los magistrados de lo que supieran, o les negaran su auxilio. Esto, hoy, no convendría. Los funcionarios velan por el sosiego de los ciudadanos; aquéllos obran, éstos confían en aquéllos.


Notas

(1) Y en otras muchas ciudades.

(2) Si el espiritu de la República pide que cada ciudadano tenga un celo sin límites por el bien público, la naturaleza del corazón humano, más infalible en su acción que el espiritu político, exige que cada hombre tenga un celo igualmente ilimitado por el interés de sus pasiones. Así la libertad de acusar, lejos de favorecer al bien público, excita y favorece el interés de las pasiones individuales. (Serván).

(3) Véase lo que dice Tácito de las recompensas concedidas a los delatores.

(4) Libro IX.


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CAPÍTULO IX

De la severidad de las penas en los diversos gobiernos

La severidad de las penas es más propia del gobierno despótico, cuyo principio es el terror, que de la monarquía o de la República, las cuales tienen por resorte, respectivamente, el honor y la virtud.

En los Estados modernos, el amor a la patria, la vergüenza y el miedo a la censura son motivos reprimentes que pueden evitar muchos delitos. La mayor pena de una mala acción es el quedar convicto de ella. Las leyes civiles no necesitan, pues, ser rigurosas. En estos Estados, un buen legislador pensará menos en castigar los crímenes que en evitarlos, se ocupará más en morigerar que en imponer suplicios.

Es una observación perpetua de los autores chinos (1) que, en su imperio, cuanto más se aumentan los suplicios más cerca está la revolución.

Fácil me sería probar que en todos o casi todos los Estados europeos, las penas han disminuído o aumentado a medida que se está más cerca o más lejos de la libertad.

En los Estados despóticos se es tan desgraciado que se teme la muerte sin amar la vida; en ellos los castigos deben ser más extremados. En los Estados constitucionales o regidos por la moderación, se teme perder la vida sin sentir miedo a la muerte: son suficientes, por lo tanto, los suplicios, que quitan la vida sin martirizar.

Los hombres extremadamente felices y los extremadamente desgraciados, son igualmente duros: lo atestiguan los monjes y los conquistadores. Unicamente la mediocridad y una mezcla de buena y mala fortuna pueden dar la dulzura y la piedad.

Lo que se ve en los hombres individualmente se ve así mismo en las diversas naciones. Entre los salvajes, que llevan una vida muy penosa, y entre los pueblos despóticamente gobernados, donde no hay más que un hombre exorbitantemente favorecido por la fortuna mientras que todos los demás son perseguidos por la mala suerte, son tan crueles unos como otros. En los países de gobierno templado son más suaves las costumbres y reinan mejores sentimientos.

Cuando leemos en las historias ejemplos numerosos de la bárbara justicia de los sultanes, sentimos una especie de dolor por los males que afligen a algunos hombres y por la imperfección de la naturaleza humana.

En los gobiernos moderados, un buen legislador puede servirse de todo para formar penas. Todo lo que la ley señala como castigo, es en efecto, un castigo. ¿No es bien extraordinario que en Esparta fuese uno de los mayores el no poder prestarle a un convecino la mujer propia ni recibir la suya o la de otro cualquiera en la misma condición, o bien el verse obligado a vivir entre doncellas, a no tener en casa más que vírgenes? En una palabra, como ya hemos dicho, todo es pena si se impone como tal.


Notas

(1) Haré ver más adelante que China, a este respecto, se halla en el caso de una República o de una monarquia.


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CAPÍTULO X

De las antiguas leyes francesas

En las antiguas leyes francesas es donde encontramos el espíritu de la monarquía. Si se trata de penas pecuniarias, los plebeyos son menos castigados que los nobles. En los crímenes, todo lo contrario: el noble pierde su honor y su prestigio en la Corte, mientras al villano que no tiene honor, se le impone un castigo corporal.


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CAPÍTULO XI

Al pueblo virtuoso, pocas penas

El pueblo romano se distinguía por la probidad. Tenía tanta, que muchas veces el legislador no necesitó más que mostrarle el bien para que lo siguiera. Diríase que bastaba darle consejos en vez de ordenanzas y de edictos.

Las penas de las leyes reales y las de las leyes de las doce tablas, fueron casi todas abolidas al establecerse la República, bien por efecto de la ley Valeriana, bien por consecuencia de la ley Porcia (1). Y no se observó que la República se resintiera en nada ni resultara desarreglo alguno.

La ley Valeriana era la que prohibía a los magistrados cualquiera vía de hecho contra un ciudadano que hubiese apelado al pueblo, no infligiendo más pena al contraventor que la de ser tenido por malo (2).


Notas

(1) La ley Valeriana la hizo Valerio Publícola a raíz de la expulsión de los reyes; se renovó dos veces para perfeccionarla. Diligentius sanctam, dice Tito Livio, lib. X. - La ley Porcia es del año 454 de la fundación de Roma. Lex Parcia pro tergo civium lata.

(2) Nihil ultra quam improbe factum adjecit. (Tito Livio).


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CAPÍTULO XII

Del poder de las penas

La experiencia ha hecho notar que en los países donde las penas son ligeras, impresionan a los ciudadanos tanto como en otros países las más duras.

Cuando surge en un Estado una inconveniencia grave o imprevista, un gobierno violento quiere corregirla de una manera súbita; y en lugar de hacer ejecutar las leyes vigentes, establece una pena cruel que en seguida corta el mal. Pero se gasta el resorte: la imaginación se acostumbra a la pena extraordinaria y grande, como antes se había hecho a la menor; y perdido el miedo a ésta, no hay más remedio que mantener la otra. Los robos en despoblado, mal común a diferentes países, obligaron a emplear el suplicio de la rueda (1) que atajó por algún tiempo el mal; pero poco después volvió a robarse en los caminos, como anteriormente.

En nuestros días se hicieron frecuentísimas las deserciones; se estableció la pena de muerte para los desertores y las deserciones continuaron. La razón es natural: un soldado, que expone su vida diariamente, se acostumbra a despreciarla y a despreciar el peligro. Se necesitó una pena que dejara marca (2); pretendiendo aumentar la pena, en realidad se la disminuyó.

No hay que llevar a los hombres por las vías extremas; hay que valerse de los medios que nos da la naturaleza para conducirlos. Si examinamos la causa de todos los relajamientos, veremos que proceden siempre de la impunidad, no de la moderación en los castigos.

Secundemos a la naturaleza, que para algo les ha dado a los hombres la vergüenza: hagamos que la parte más dura de la pena sea la infamia de sufrirla.

Si hay países en que los castigos no avergüenzan, cúlpese a la tiranía, que ha infligido iguales penas a los malvados y a los hombres de bien.

Y si véis otros países en que no se puede tener a raya a los hombres sino por la crueldad de los castigos, atribuidlo en gran parte a la violencia y rudeza del gobierno, que se ha servido de suplicios extremados por faltas leves.

Se ve a menudo que un legislador, pretendiendo corregir un mal, no mira más que dicha corrección,. el objeto que persigue, y no fija su mirada en los inconvenientes. Cuando el mal se ha corregido no se ve más que la dureza del legislador; pero hay más: un vicio en el Estado; por la misma dureza producido. Los espíritus se han degradado, connaturalizándose con el despotismo.

Victorioso Lisandro de los Atenienses (3), juzgóse a los prisioneros. Se había acusado a los Atenienses de haber precipitado a todos los cautivos de dos galeras y de haber acordado en plena asamblea mutilar a sus prisioneros, cortándoles los puños. Se les pasó a cuchillo, excepto a Adimanto, que en aquella asamblea se había opuesto al acuerdo de sus compatriotas. Lisandro le reprochó a Filocles antes de hacerlo morir el haber depravado los sentimientos dando a la Grecia entera lecciones de crueldad.

Hay dos géneros de corrupción; el uno cuando el pueblo no observa las leyes, el otro cuando las leyes mismas lo corrompen: mal incurable este último, porque está en el remedio.


Notas

(1) Este suplicio no es invención moderna. Se le aplicó a Hannon, el más ilustre y opulento ciudadano de Cartago, a quien se le rompieron los brazos y las piernas y se le sacaron los ojos por haber conspirado contra su patria. En tal estado Se e expuso a la vista del pueblo. (Véase Justín, lib. XXI, cap. III).

(2) Se cortaba la nariz o las orejas al soldado desertor.

(3) Jenofonte, Historia, lib. II.


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CAPÍTULO XIII

Ineficacia de las leyes japonesas

Las penas extremadas pueden corromper hasta el propio despotismo; echemos una ojeada al Japón.

Allí se castigan con la muerte casi todos los delitos (1), porque la desobediencia a un emperador tan grande como el del Japón es un crimen enorme. No se trata de corregir al culpable, sino de vengar al príncipe. Estas ideas provienen de la servidumbre y de que, siendo el monarca dueño de todo, casi todos los delitos se cometen directamente contra sus intereses.

Se castigan con la muerte las mentiras que se dicen a los magistrados, aunque se digan en defensa propia; lo que es contrario a la naturaleza.

Es severamente castigado lo que no tiene ni apariencia de delito; por ejemplo, un hombre que aventura su dinero al juego, es condenado a muerte.

Cierto es que el carácter asombroso de ese pueblo testarudo, resuelto, caprichoso, raro, que desafía todos los riesgos y todas las desgracias, parece a primera vista absolver a sus legisladores de la atrocidad increíble de sus leyes. ¿Pero van a corregirse por el espectáculo continuo de bárbaros suplicios unas gentes que desprecian la muerte, que se abren el vientre por el menor capricho, que saben morir con la sonrisa en los labios? Más bien se familiarizan con la vista de las ejecuciones.

Los relatos que conocemos nos dicen, acerca de la educación de los japoneses, que ha de tratarse a los niños con dulzura porque no hacen caso de las penas; que a los esclavos no debe maltratárseles, porque se resisten, se defienden. Si este es el espíritu reinante en lo doméstico, ¿no puede juzgarse del que debe reinar en el orden político y civil?

Un legislador prudente hubiera procurado moderar los espíritus con un equilibrio justo de las penas y las recompensas; con máximas de filosofía, de moral y de religión, acomodadas a tales caracteres; con la aplicación exacta de las reglas del honor; con el suplicio de la vergüenza, el goce de una felicidad constante y de una tranquilidad bienhechora; y si temía que los ánimos acostumbrados a penas crueles no pudieran domarse por otras más benignas, hubiera debido proceder de una manera callada e insensible (2): moderando, en casos particulares, la dureza de la pena, hasta lograr poco a poco modificarla en todos los casos.

Pero el despotismo no conoce estos resortes; no va por estos caminos. Puede abusar de sí mismo, y eso es todo lo que puede hacer. En el Japón ha hecho un esfuerzo: excederse a sí mismo en crueldad.

Almas endurecidas por las atrocidades no han podido ser conducidas sino por una atrocidad más grande. He aquí el orígen, he aquí el espíritu de las leyes del Japón. Y el caso es que han tenido más furor que fuerza. Han logrado destruir el cristianismo; pero esfuerzos tan inauditos son prueba de su impotencia. Han querido establecer una buena policía y su debilidad se ha demostrado todavía mejor.

Hay que leer el relato de la entrevista del emperador y del deiro en Meaco (3): el número de los que allí fueron ahogados, o muertos por los facinerosos, es increíble; jóvenes de uno y otro sexo, enteramente desnudos, cosidos en sacos de tela para que no vieran por donde los llevaban, eran expuestos en los sitios públicos; se robaba todo; se les rajaba el vientre a los caballos para que cayeran los jinetes; se volcaban los coches para despojar a las damas; etc., etc.

Pasaré rápidamente sobre el hecho que sigue: el emperador, entregado a los vicios más infames, no se casaba; temiendo que muriera sin dejar un sucesor que perpetuara la dinastía, le enviaron dos jóvenes lindísimas; se casó con una de ellas, pero sin consumar el matrimonio. Su propia nodriza le buscó las mujeres más hermosas: todo fue inútil. Por fin le gustó la hija de un armero y de ella tuvo un hijo; las damas de la Corte, indignadas de que el emperador hubiera preferido a todas ellas una mujer de humilde cuna, estrangularon al inocente niño. Se le ocultó este crimen al emperador, que hubiera hecho correr a torrentes la sangre humana. La misma enormidad de las leyes impide su ejecución. Cuando la pena es desmedida, suele preferirse la impunidad.


Notas

(1) Véase Kempfer.

(2) Obsérvese esto como una máxima de práctica en los casos en que los espíritus hayan sido amoldados a penas demasiado rigurosas.

(3) Colección de viajes que han servido para establecer la Compañía de las Indias, tomo V, pág. 2.


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CAPÍTULO XIV

Del espíritu del senado romano

Durante el consulado de Acilio Glabrio y de Pisón, hízose la ley Acilia (1) para contener las cábalas e intrigas de los pretendientes. Dice Dion que el Senado excitó a los cónsules a proponerla, porque el tribuno C. Cornelio había resuelto exigir que se impusieran penas terribles contra esa culpa, a la que el pueblo se sentía muy inclinado. Pero el Senado creyó que el castigar inmoderadamente sembraría el terror en los espíritus, sin impedir el mal; su efecto sería que no hubiera persona alguna para acusar ni para condenar, en tanto que proponiendo penas comedidas no faltarían ni acusadores ni jueces.


Notas

(1) Los culpables eran condenados a una multa: no podían ser senadores ni designados para ninguna magistratura. (Dion, lib. XXXVI).


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CAPÍTULO XV

De las leyes penales de los Romanos

Me encuentro fortalecido en mis máximas cuando las veo compartidas por los Romanos; y creo cada vez más que las penas están en relación con la índole del gobierno, al ver que un gran pueblo cambiaba las leyes civiles a medida que cambiaban las leyes políticas.

Las leyes reales, hechas para un pueblo de fugitivos, de esclavos y de facinerosos, fueron severísimas. El espíritu de la República no hubiera admitido que semejantes leyes se inscribieran en las doce tablas; pero hombres que aspiraban a la tiranía se cuidaban muy poco del espíritu de la República.

Dice Tito Livio (1), refiriéndose al suplicio de Mecio Sufecio, dictador de Alba, sentenciado por Tulo Hostilio a ser descuartizado por dos carros, que fue aquel el primero y el último suplicio en que se dió testimonio de inhumanidad. Se equivoca: la ley de las doce tablas está llena de disposicipnes cruelísimas (2).

Lo que mejor descubre las intenciones de los decenviros es la pena capital pronunciada contra libelistas y poetas. Condenar a los autores de libelos no es propio del genio de la República, en la que al pueblo le gusta la humillación de los grandes. Pero gentes que querían suprimir la libertad, detestaban los escritos que la recordaban (3).

Después de la expulsión de los decenviros, quedaron abolidas casi todas las leyes penales; no fueron derogadas expresamente, pero dejaron de tener aplicación desde que la ley Porcia prohibió dar muerte a un ciudadano romano.

Fue aquel el tiempo a que puede referirse lo que dice Tito Livio de los Romanos (4): que ningún pueblo ha sido más amante de la moderación en la penalidad.

Si se añade a la blandura de las penas el derecho que tenía un acusado de retirarse antes del juicio, bien se verá que los Romanos habían seguido aquél espíritu del que he dicho ser natural en la República. Sila, que confundió la tiranía, la anarquía y la libertad, hizo las leyes Cornelianas. Parecía que reglamentaba nada más que para establecer delitos. Calificando una infinidad de acciones con el nombre de asesinatos, en todas partes encontró asesinos; y por una práctica demasiado seguida, tendió lazos, sembró espinas, abrió abismos en el camino de todos los ciudadanos.

Casi todas las leyes de Sila imponían la expatriación. César agregó la confiscación de bienes, porque los ricos en el destierro eran más osados y tenían más medios de ejecutar sus crímenes si conservaban allí su patrimonio (5).

Los emperadores, que establecieron un gobierno militar, no tardaron en ver que era tan terrible para ellos como para sus súbditos; quisieron templarlo: para lo cual creyeron necesitar de las dignidades y del respeto que inspiran.

La monarquía no estaba lejos; se dividieron las penas en tres clases: las que afectaban a las altas personalidades, que no eran muy duras; las que se aplicaban a las de una categoría media, que eran más severas; las que se infligían a las personas inferiores que eran severísimas.

El feroz e insensato Maximino exacerbó, digámoslo así, el régimen militar, en vez de suavizarlo como convenía. El Senado supo, dice Capitolino, que a los unos se les crucificaba, a los otros se les echaba a las fieras, sin consideración alguna a las dignidades respectivas. Al parecer quería aplicarse a todo la disciplina militar, llevándola rigurosamente a los asuntos civiles.

Se verá en las Consideraciones sobre la grandeza y decadencia de los Romanos (6) cómo cambió Constantino el despotismo militar en un despotismo militar y civil, acercándose a la monarquía. Allí pueden seguirse las diversas revoluciones de aquel régimen y ver cómo pasó del rigor a la indolencia y de la indolencia a la impunidad.


Notas

(1) Libro 1.

(2) Entre ellas el suplicio del fuego; para casi todo pena capital, un simple robo era castigado con pena de la vida, etc.

(3) Sila, animado del mismo sentimiento que los decenviros, agravó como ellos la penalidad contra los escritores satiricos.

(4) Libro 1.

(5) Poemas facinorum auxit, cum locupletes eo facilius scelere se obligarent, quod integris patrirnoniis, exularent. (Suetonio, en Julio César).

(6) Cap. XVII.


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CAPÍTULO XVI

De la justa proporción de la pena con el crimen

Es esencial que las penas guarden la armonía que deben tener unas con otras; lo que importa es evitar más bien un delito mayor que otro menor, lo más dañoso para la sociedad que lo menos dañoso.

Un impostor (1), diciéndose Constantino Ducas, suscitó un gran alzamiento en Constantinopla. Fue prendido y condenado a azotes; pero habiendo acusado a personajes de renombre, se le sentenció por calumniador a ser quemado. Es singular que así se hubieran proporcionado las penas entre el crimen de lesa majestad y el delito de calumnia.

Esta desproporción hace recordar la frase de Carlos II, rey de Inglaterra. Al ver a un hombre en la picota preguntó: ¿Por qué le han puesto ahí? Señor, le respondieron, por haber escrito libelos contra vuestros ministros. - ¡Gran bobo! replicó el rey, ¡los hubiera escrito contra mí y nada le hubieran hecho!

Setenta personas conspiraron contra el emperador Basilio (2); éste los hizo fustigar, se les quemó el cabello. Un ciervo enganchó por el cinturón, con sus astas, al mismo emperador; y a uno de su séquito que le salvó la vida sacando la espada y cortando con ella el cinturón, le hizo cortar la cabeza, por haber hecho uso de la espada contra él. ¿Quién podría pensar que el mismo príncipe dictara dos sentencias tan desiguales?

Es un grave mal entre nosotros imponer la misma pena al salteador que roba en despoblado y al que roba y asesina (3). Evidentemente habría de establecerse alguna diferencia en la pena, por la seguridad pública.

En China se descuartiza a los ladrones crueles, no a los autores de robos incruentos (4); gracias a esta diferencia, allí se roba, pero no se asesina.

En Moscovia, donde la pena es la misma para asesinos y ladrones, los ladrones asesinán siempre. Como ellos dicen, los muertos no cuentan nada (5).

Cuando no hay diferencia en la pena, es preciso que haya la esperanza del perdón. En Inglaterra no asesinan los ladrones, porque no hay gracia para el asesino; en tanto que el ladrón, si no mata, puede esperar que se le destierre a las colonias.

La gracia de indulto es un gran resorte de los gobiernos moderados. El poder de indultar que tiene el príncipe, usado con discreción, puede producir efectos admirables. El principio del gobierno despótico le priva de ese resorte, pues no perdona jamás ni es perdonado (6).


Notas

(1) Historia de Nicéforo, patriarca de Constantinopla.

(2) De la misma Historia de Nicéforo.

(3) Se ha querido justificar esa disposici6n de la ley, diciendo que el que ataca en despoblado para robar está resuelto a matar si encuentra resistencia; en apoyo de este razonamiento se invoca esta máxima del derecho romano: In maleficiis, voluntas spectatur, non exitus.

(4) El P. Duhalde, tomo I, pág. 6.

(5) Perry, Estado presente de la gran Rusia.

(6) Por eso creo tan interesante el estudio del espíritu de las leyes. Ni Grocio ni Puffendorf ni los demás tratadistas del derecho de gentes dicen nada de ese espíritu. Hablan del despotismo, empleando esta voz por tiranía. Pues qué, ¿no puede indultar un déspota como cualquier otro monarca? ¿Dónde está la linea que separa el gobierno monárquico del despótico? La monarquía empezaba ya a ser un gobierno muy mitigado, muy restringido en Inglaterra, cuando se obligó al desgraciado Carlos I a no conceder la gracia de su favorito el conde de Strafford. Enrique IV de Francia, rey apenas afirmado en su trono, pudo indultar al mariscal Biron y no lo hizo. Puede ser que este acto de clemencia, que le faltó a aquel gran hombre, hubiera modificado el espíritu de la Liga y contenido la mano de Ravaillac. (Voltaire).


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CAPÍTULO XVII

De la tortura contra los criminales

Porque los hombres son malos, lá ley está obligada a suponerlos mejores de lo que son. Basta la deposición de dos testigos para castigar los crímenes; la ley los cree, como si la Verdad hablara por su boca. También se da por legítimo al hijo concebido por una mujer casada: la ley tiene confianza en la madre, como si ella fuera la honestidad en persona. Pero el tormento contra los criminales no es lo mismo, no debe serlo. Vemos hoy que una nación ordenada (1) rechaza la tortura sin inconvenientes. Luego no es necesaria (2).

Han escrito contra la tortura tantos jurisperitos e ilustres pensadores, que no me atrevo a añadir nada por mi cuenta. Iba a decir que acaso pudiera convenir en los gobiernos despóticos, ya que en ellos todo lo que atemoriza entra más en los resortes del Poder; iba a decir que los esclavos, entre los Romanos, como entre los Griegos ... Pero no lo digo: escucho la voz de la naturaleza clamando contra mí.


Notas

(1) La nación inglesa.

(2) Los ciudadanos de Atenas, según Lisias, no podían ser sometidos a tortura excepto por el crimen de lesa majestad. En este caso, el tormento se les aplicaba treinta días después de la condena, según dice Curio Fortunato en la Retórica escolar (lib. II). En cuanto a los Romanos, el nacimiento, la dignidad y la profesión de la milicia dispensaban del tormento no siendo por el crimen de lesa majestad. Véanse las sabias restricciones que ponían a esta práctica las leyes de los Visigodos.


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CAPÍTULO XVIII

De las penas pecuniarias y de las penas corporales

Nuestros padres los Germanos casi no admitían otras penas que las pecuniarias. Hombres de guerra y hombres libres, estimaban que su sangre no debía ser derramada más que combatiendo con las armas en la mano. Los Japoneses, al contrario (1), rechazaban esa clase de penas so pretexto de que los ricos las eludirían o siempre serían menos sensibles para ellos que para los demás. ¿Pero es que los ricos no temen perder sus bienes? ¿Acaso las penas pecuniarias no pueden establecerse en proporción a la fortuna? Y por último, ¿no pueden agravarse tales penas añadiéndoles la infamia?

Un buen legislador opta por el justo medio: no impone siempre castigos corporales ni siempre inflige penas pecuniarias.


Notas

(1) Véase Kempfer.


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CAPÍTULO XIX

De la ley del Talión

Los Estados despóticos están por las leyes simples; así usan tanto de la ley del Talión (1). En los Estados moderados se admite algunas veces; pero hay una diferencia: que en los primeros se practica con rigor y en los últimos caben los temperamentos.

Dos temperamentos admitía la ley de las doce tablas: no condenaba a la pena del Talión, sino cuando el ofendido se negaba a retirar la querella: y después de la condena podían pagarse los daños y perjuicios con lo que la pena corporal se convertía en pecuniaria.


Notas

(1) Se encuentra establecida en el Corán.


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CAPÍTULO XX

Del castigo de los padres por faltas de los hijos

En China se castigaba a los padres por las faltas de sus hijos. En el Perú también (1). Consecuencia de las ideas despóticas.

Es inútil pretender que en China se castigaba a los padres por no haber hecho uso de la autoridad paterna establecida por la naturaleza y reforzada por la ley escrita; según eso, no hay honor entre los Chinos. Entre nosotros, bastante castigo tienen los padres cuyos hijos son condenados al suplicio, y los hijos cuyos padres han tenido igual suerte, por la vergüenza del patíbulo; mayor pena que para los chinos la pérdida de la vida (2).


Notas

(1) Garcilaso, Guerras civiles de los Españoles en América.

(2) En vez de castigar a los hijos, decía Platón, debe felicitárseles por no parecerse a sus padres.


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CAPÍTULO XXI

De la clemencia del príncipe

La cualidad distintiva de los monarcas es la clemencia. No es tan necesaria en la República, ya que la virtud es su principio. Ni se usa apenas en los Estados despóticos, en los que reina el temor, por la necesidad de contener a los magnates con ejemplos de severidad. En las monarquías, gobernadas por el honor, éste exige a menudo lo que la ley prohibe, por lo cual es más necesaria la clemencia. El desfavor del monarca es un equivalente al castigo; son verdaderos castigos hasta las formalidades del proceso.

En la monarquía son tan castigados los grandes por la pérdida de su influjo, de sus empleos, de sus gustos y costumbres, que el rigor es inútil para con ellos, todo lo más serviría para quitarles el amor a la persona del príncipe.

Como en el régimen despótico es natural la inestabilidad de las grandezas, en la índole de la monarquía entra su seguridad.

Los monarcas ganan tanto con la clemencia, que aprovechan las ocasiones de honrarse practicándola.

Se les disputará tal vez alguna parte de su autoridad, casi nunca la autoridad entera. Y si algunas veces combaten por la Corona, por la vida no combaten.

Pero se preguntará: ¿cuándo se debe castigar? ¿cuándo debe perdonarse? Es una cosa que se siente y no puede prescribirse. Por otra parte, cuando la clemencia tiene sus peligros, son visibles y notorios. Es bien fácil distinguirla de la debilidad que puede inspirar desprecio para el príncipe y hacerlo impotente para castigar.

El emperador Mauricio decidió no verter jamás la sangre de sus súbditos. Anastasio no castigaba los crímenes. Isaac el Angel había jurado que durante su reinado no haría matar a nadie. Los emperadores griegos habían olvidado que si ceñían espada era para algo.


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