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LIBRO IV

Las leyes de la educación deben ser relativas a los principios de gobierno

I.- De las leyes de la educación. II.- De la educación en las monarquías. III.- De la educación en el gobierno despótico. IV.- Diferentes efectos de la educación en los antiguos y entre nosotros. V.- De la educación en el gobierno republicano. VI.- De algunas instituciones de los Griegos. VII.- En qué caso pueden ser buenas estas instituciones. VIII.- Explicación de una paradoja antigua.


CAPÍTULO PRIMERO

De las leyes de la educación

Las leyes de la educación son las primeras que recibimos. Y como son ellas las que nos preparan a la ciudadanía, cada familia en particular debe ser gobernada con el mismo plan de la gran familia que las comprende a todas.

Si el pueblo, en general, tiene un principio, las partes que lo componen, esto es, las familias, lo tendrán también. Luego las leyes de la educación no pueden ser las mismas, sino diferentes en cada forma de gobierno: en las monarquías tendrán por regla el honor; en las Repúblicas tendrán la virtud por norma; en el despotismo su objeto será el temor (1).


Notas

(1) Yo he visto decirIes (en la monarquía) a los hijos de los lacayos: Señores príncipes, sed agradables al rey. He oído decir que en la República de Venecia, los maestros recomiendan a los niños que amen la República; y en los serrallos de Marruecos y de Argel, se les grita sin cesar: ¡que viene el eunuco negro! (Voltaire).


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CAPÍTULO II

De la educación en las monarquías

En las monarquías, no es en las escuelas públicas donde recibe la infancia la principal educación; puede decirse que ésta empieza cuando al salir de la escuela se entra en el mundo, verdadera escuela de lo que se llama honor, ese maestro universal que a todas partes debe conducirnos.

Es en el mundo donde se ve y se oye decir estas tres cosas: Que ha de haber nobleza en las virtudes, franqueza en las costumbres, finura en los modales.

Las virtudes que la sociedad nos muestra no son tanto las que debemos a los demás como las que nos debemos a nosotros mismos; no son tanto las que nos asemejan a nuestros conciudadanos como las que de ellos nos distinguen. No se miran las acciones de los hombres por buenas sino por bellas; no por justas, sino por grandes; no por razonables, sino por extraordinarias.

En cuanto el honor ve en ellas algo de nobles, él es el juez que las halla legítimas o el sofista que las justifica.

Permite la galantería cuando se une a la idea de los sentimientos del corazón, o a la idea de conquista, y esta es la razón por la cual las costumbres no son jamás tan puras en las monarquías como en las Repúblicas.

También permite la astucia, cuando se junta a la idea de la grandeza del ingenio o de la grandeza del asunto, como en la política; hay en política ardides y habilidades que no ofenden al honor.

No prohibe la adulación cuando persigue un objeto grande, sino cuando es hija de la bajeza del adulador.

Respecto a las costumbres, ya he dicho que la educación de las monarquías les da cierta franqueza. Gusta la verdad en los discursos; pero ¿es por amor a la verdad? Nada de eso. Gusta, porque el hombre acostumbrado a decirla parece más franco, más libre, más osado. En efecto, un hombre así parece atenerse a las cosas y no a la manera como otro las recibe.

Esto es lo que hace que se recomiende esta clase de franqueza tanto como se desprecia la del pueblo, que no tiene por objeto sino la simple verdad.

La educación en las monarquías exige cierta política en los modales. Y se comprende bien: los hombres nacidos para vivir juntos, han nacido también para agradarse; y el que no observara las conveniencias usuales entre las personas con quien vive, se desacreditaría completamente y se incapacitaría para alternar.

Pero no suele ser de tan pura fuente de donde la finura se origina. Se origina del deseo de distinguirse, del anhelo de brillar. Somos pulidos por orgullo; nos lisonjea tener modales políticos, los cuales prueban que no hemos vivido entre gentes ordinarias.

En las monarquías, la finura está en la corte como naturalizada. Un hombre excesivamente grande hace a los demás pequeños, de ahí las consideraciones que se guardan todos entre sí; de eso nace la política, lisonjera para todo el mundo, pues hace entender a cada uno que se está en la Corte o que se es digno de estar.

El ambiente de la Corte consiste en desprenderse de la grandeza propia y adquirir una grandeza prestada. Esta última satisface más a un cortesano que la suya propia. Le da cierta modestia superior que se extiende a distancia, modestia que disminuye a proporción que se aleja de la fuente.

Se encuentra en la Corte una delicadeza de gusto para todo, que proviene del uso continuo de las superfluidades inherentes a una gran fortuna, de la variedad y abuso de los placeres, de la multiplicidad y aún confusión de caprichos, los cuales son siempre bien recibidos cuando son agradables.

Por todas estas cosas, la educación cortesana, llamémosla así, tiende a formar lo que se llama un hombre correcto, fino y pulido, con todas las virtudes exigibles en esta forma de gobierno (la monarquía moderada).

El honor, que en esta clase de gobierno se mezcla en todo y se encuentra en todas partes, entra por consecuencia en todas las maneras de pensar y de sentir e influye hasta en los principios.

Ese honor extravagante hace que las virtudes no sean como él las quiere; introduce reglas suyas en todo y para todo; extiende o limita nuestros deberes según su fantasía, lo mismo los de orígen religioso que los de orden político o moral.

En la monarquía no hay nada como las leyes; la religión y el honor prescriben tan terminantemente la sumisión al príncipe y la ciega obediencia a lo que él mande, pero el mismo honor le dicta al príncipe y nos dice a todos que un monarca no debe mandarnos nunca un acto que nos deshonre, puesto que, deshonrados, estaríamos incapacitados para su servicio.

Crillón se negó a asesinar al duque de Guisa, pero le ofreció a Enrique III que se batiría con él. Después de la noche de San Bartolomé, les escribió Carlos IX a los gobernadores de todas las provincias diciéndoles que hicieran matar a los hugonotes; y el vizconde de Orte, que mandaba en Bayona, le escribió al rey: Señor: no he encontrado aquí, ni entre los habitantes ni entre los hombres de guerra, más que dignos ciudadanos y valientes soldados; ni un solo verdugo. Por lo tanto, ellos y yo suplicamos a vuestra majestad que emplee nuestros brazos y nuestras vidas en cosas hacederas. Aquel grande y generoso valor miraba la cobardía y el asesinato como cosas imposibles.

Lo primero que el honor prescribe a la nobleza es servir al príncipe en la guerra; en efecto, la militar es la profesión más distinguida, porque sus trances y riesgos, sus triunfos y aún sus desgracias conducen a la grandeza. Pero esta ley impuesta por el honor, queda al arbitrio del honor; si en la guerra se le exige lo que le repugne, el mismo honor exige o permite la retirada al hogar.

El honor quiere que se pueda, indistintamente, aspirar a los empleos o rehusarlos; y tiene en más esta libertad que la fortuna.

El honor tiene sus reglas, y la educación está obligada a conformarse a ellas. Los principios fundámentales son:

Primero, que podemos hacer caso de nuestra fortuna, pero no de nuestra vida.

Segundo, que cuando hemos alcanzado una categoría, no debemos hacer nada que nos haga parecer inferiores a ella.

Tercero, que las cosas prohibidas por el honor han de sernos más rigurosamente prohibidas cuando las leyes no concurren a la prohibición; como asimismo las que el honor exige son más obligatorias si no las pide la ley.


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CAPÍTULO III

De la educación en el gobierno despótico

En las monarquías, la educación procura únicamente elevar el corazón; en los Estados despóticos, tiende a rebajarlo; es menester que sea servil. La educación servil es un bien en los Estados despóticos, aun para el mando, ya que nadie es tirano sin ser a la vez esclavo.

La obediencia ciega supone crasa ignorancia, lo mismo en quien la admite que en el que la impone. El que exige una obediencia extremada no tiene que discurrir ni que dudar: le basta con querer.

En los Estados despóticos es cada casa un reino aparte, un imperio separado. La educación que consiste principalmente en vivir con los demás, resulta en consecuencia muy limitada: se reduce a infundir miedo y a enseñar nociones elementales de religión.

El saber sería muy peligroso, la emulación funesta; en cuanto a las virtudes, ya dijo Aristóteles (1) que no cree que puedan tener ninguna los esclavos; lo que limita aun más la educación en esta clase de gobierno.

Quiere decir que donde existe el régimen despótico la educación es nula. Es preciso quitarlo todo para después dar algo; hacer lo primero una mala persona para hacer de ella un buen esclavo.

¿Y para qué esmerar la educación, formando un buen ciudadano que tomará parte en la común desdicha? Si se interesaba por la cosa pública, sentiría tentaciones de aflojar los resortes de gobierno: lográndolo, se perdía; no lográndolo, se exponía a perderse él, a perder al príncipe y a acabar con el imperio.


Notas

(1) En el Lib. I de La Política.


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CAPÍTULO IV

Diferentes efectos de la educación en los antiguos y entre nosotros

La mayor parte de los pueblos antiguos vivían en regímenes que tenían por principio la virtud; y cuando ésta alcanzaba su máximo vigor, hacían cosas que ahora no se ven y que asombran a nuestras almas ruines. Su educación tenía otra ventaja sobre la nuestra: no se desmentía jamás. Epaminondas, al final de su existencia, hacía, decía, escuchaba, veía las mismas cosas que enla edad en que empezó a instruirse.

Hoy recibimos tres educaciones diferentes o contrarias: la de nuestros padres, la de nuestros maestros, la del mundo. Lo que nos enseña la última destruye todas las ideas aprendidas en las otras dos. Esto viene, en parte, del contraste que vemos entre las enseñanzas de la religión y las del mundo: contraste que no conocieron los antiguos (1).


Notas

(1) No se les enseñaba más, desde la cuna, que fábulas, alegorías, emblemas, las cuales se convertían en regla, pauta, pasión de toda su vida. Su valor no podía despreciar al dios Marte. En la edad juvenil de los amoreS no les extrañaban los emblemas de Venus y de las Gracias. El que brillaba entre los legisladores seguía creyendo en Mercurio, el dios de la elocuencia. Siempre se veía rodeado de dioses protectores. (Voltaire).


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CAPÍTULO V

De la educación en el gobierno republicano

En el régimen republicano es en el que se necesita de toda la eficacia de la educación. El temor en los gobiernos despóticos nace espontáneamente de las amenazas y los castigos; el honor en las monarquías lo favorecen las pasiones, que son a su vez por él favorecidas; pero la virtud política es la abnegación, el desinterés, lo más difícil que hay.

Se puede definir esta virtud diciendo que es el amor a la patria y a las leyes. Este amor, prefiriendo siempre el bien público al bien propio, engendra todas las virtudes particulares, que consisten en aquella preferencia.

Y es un amor que sólo existe de veras en las democracias, donde todo ciudadano tiene parte en la gobernación. Ahora bien, la forma de gobierno es como todas las cosas de este mundo: para conservarla es menester amarla.

Jamás se ha oído decir que los reyes no amen la monarquía ni que los déspotas odien el despotismo. Así los pueblos deben amar la República; a inspirarles este amor debe la educación encaminarse. El medio más seguro de que sientan este amor los niños es que lo tengan sus padres.

El padre es dueño de comunicar sus conocimientos a los hijos; más fácilmente puede transmitirles sus pasiones.

Si no sucede así, es que lo hecho en el hogar paterno lo han destruído impresiones recibidas fuera del hogar.

La generación naciente no es la que degenera; si se corrompe, es que los hombres maduros estaban ya corrompidos.


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CAPÍTULO VI

De algunas instituciones de los Griegos

Los antiguos Griegos, penetrados de la necesidad de que los pueblos que tenían gobierno democrático se educaran en la virtud, se la inspiraron creando instituciones singulares. Cuando veis en la vida de Licurgo las leyes que dió a los Lacedemonios, creéis estar leyendo la historia de los Sevarambos (1). Las leyes de Creta sirvieron de pauta a las de Lacedemonia y las de Platón las corrigieron.

Ruego que se fije la atención en el alcance del genio que necesitaron aquellos legisladores para ver que, poniéndose en contradicción con todas las usanzas admitidas y confundiendo los vicios con las virtudes, mostrarían al universo toda su sabiduría. Al mezclar y confundir Licurgo el robo con el sentimiento de justicia, la más penosa esclavitud con la mayor libertad, la dureza de alma con la moderación, le dió a la ciudad la estabilidad que perseguía (2).

Creta y Laconia fueron gobernadas por estas mismas leyes. Creta (3) fue la última presa de Roma. Los Samnitas, que tuvieron las mismas instituciones, dieron mucho que hacer a los Romanos (4).

Las cosas extraordinarias que se veían en las inst1tuciones de los Griegos las hemos visto en la corrupción moderna. Un moderno y honrado legislador ha formado un pueblo cuya probidad parece tan natural como la bravura entre los Espartanos (5); Penn es otro Licurgo. Aunque el primero se propOnía la paz y el objetivo del segundo era la guerra, se asemejaban en la vía que adoptaron uno y otro, en el ascendiente que lograron, en las preocupaciones que vencieron, en las pasiones que supieron domeñar.

El Paraguay puede suministrarnos otro ejemplo. Se ha criticado a la Sociedad (6) por diferentes razones; pero siempre será una bella cosa el gobernar a los hombres haciéndolos felices. Es una gloria para ella el haber llevado a aquellos países, con la idea de religión, la idea de humanidad. Enmendaron la plana a los conquistadores, que habían sembrado allí la desolación inexorable.

El exquisito sentimiento que esta sociedad tiene por todo lo que ella llama honor, y el celo por una religión que humilla mucho más a los que la escuchan que a los que la predican, le han hecho llevar a cabo, con éxito, cosas muy grandes. Ha logrado atraerse de los bosques los pueblos dispersos en ellos, les ha asegurado la subsistencia, los ha vestido; y aun cuando sólo hubiera llegado con esto a desarrollar la industria entre los hombres, ya sería suficiente.

Los que quieran crear instituciones semejantes establecerán la comunidad de bienes de la República de Platón, aquel respeto que pedía para los dioses, aquella separación con los extranjeros para conservar las costumbres, siendo la ciudad la que comerciaba y no los ciudadanos; en fin, darán nuestras artes sin nuestro lujo y nuestras necesidades sin nuestros deseos.

Proscribirán el dinero, pues contribuye a aumentar la fortuna de los hombres más allá de los límites que la naturaleza tiene asignados, y aun procurarán no conservar inútilmente lo que por tal medio han conseguido; no multiplicarán los deseos hasta lo infinito, ni suplirán a la naturaleza, ya que ésta nos ha dado limitados medios para irritar nuestras pasiones y corrompernos los unos a los otros.

Los Epidamnios (7), viendo que sus costumbres se corrompían por su comercio con los bárbaros, eligieron un magistrado para que traficara por la ciudad y en nombre de la ciudad. De este modo, el comercio no corrompe la constitución y ésta no priva a la sociedad de las ventajas del comercio.


Notas

(1) Pueblo de sabios que no ha existido más que en la imaginación del autor de los Viajes imaginarios, Vairasse de Allaia. Véase el tomo V de esa obra.

(2) Voltaire pone en duda que Licurgo, el más célebre legislador de Esparta, legitimara el hurto; esa creencia la ha transmitido Plutarco, y éste vivió mucho después que Licurgo. Por otra parte, no se concibe el robo donde no existía la propiedad. En todo caso, lo que el legislador se propondría no pudo ser otra cosa sino castigar a los avaros, detentadores de todo lo que podían, y adiestrar en el pillaje a los chicos, destinados todos a la guerra.

(3) Esta isla se defendió tres años; su resistencia fue tal que no la igualaron los reinos más poderosos. Véase Tito Livio.

(4) Véase Floro.

(5) Comparación peregrina la de los Cuáqueros con los Espartanos.

(6) El autor se refiere a los Jesuitas.

(7) Según Plutarco, los Epidemnios eran los habitantes de Dirraquiem, hoy Durazzo; los Escitas y los Celtas vinieron a establecerse en las cercanías. Pero, ¿es cierto que los Epidamnios, al nombrar un comisario competente para traficar con los extranjeros en nombre de la ciudad, hayan querido con eso mantener las costumbres? ¿ Cómo habrían podido corromper a los Griegos estos bárbaros? Semejante institución ¿no sería efecto de un espíritu de monopolio? Acaso podrá decIrse algún día que nosotros hemos establecido la Compañía de Indias, para conservar nuestras costumbres. (Voltaire).


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CAPÍTULO VII

En qué caso pueden ser buenas estas instituciones

Estas clases de instituciones pueden convenir en las Repúblicas, porque el principio de ellas es la virtud política; mas para conducir al honor en las monarquías, o para inspirar el temor en los Estados despóticos, no hacen falta tantos cuidados.

Tales instituciones sólo pueden establecerse en un pequeño Estado, en el que pueda darse una educación general y dirigir el pueblo como una familia.

Las leyes de Minos, de Licurgo y de Platón, requieren una singular y mutua atención entre ciudadanos. No puede prometerse tal cuidado en la confusión, las negligencias y la extensión de los negocios de un gran pueblo.

Como se ha dicho, es preciso desterrar el dinero en estas instituciones. Pero en las grandes colectividades, el número, la variedad, las dificultades, la importancia de los negocios, la facilidad de las compras y la lentitud de los cambios requieren una medida común. Para llevar por doquier su potencia o defenderla, es necesario que tengan aquello a que los hombres hayan unido la potencia.


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CAPÍTULO VIII

Explicación de una paradoja antigua

Polibio, el sesudo Polibio, nos dice (1) que la música (2) era necesaria para ablandar las costumbres de los Arcades, habitantes de un país de ambiente frío y triste; que los de Cineto, poco dados a la música, excedieron en crueldad a todos los demás Griegos, sin que hubiera otra ciudad en que se cometieran tantos crímenes. Platón no teme decir (3) que todo cambio en la música se refleja en la constItución del Estado. Aristóteles, que parece no haber escrito su Política nada más que para oponer sus juicios a los de Platón, se muestra sin embargo de acuerdo con él en cuanto a la influencia de la música en las costumbres (4). Teofrasto, Plutarco (5), Estrabón (6), todos los antiguos expresaron el mismo parecer. No es una opinión inmediata, sino uno de los principios de su política (7). Tal como daban leyes, así querían que se gobernaran las ciudades.

Yo creo que podría explicarlo. Es preciso hacerse cargo de que en las ciudades griegas, sobre todo en las que tenían la guerra por objeto principal, se consideraban indignas del hombre libre cualesquiera profesiones de las que servían para ganar dinero. La mayor parte de los oficios, escribe Jenofonte, corrompen el cuerpo de los que los ejercen; obligan a sentarse o a la sombra, o cerca de la lumbre; no dejan tiempo que consagrar a la República ni a los amigos (8). Solamente en la corrupción de algunas democracias lograron los artesanos el derecho de ciudadanía. Así lo dice Aristóteles (9): sostiene que una buena República no otorgará nunca el derecho de ciudadanos a los trabajadores.

La agricultura también es una profesión servil, ejercida casi siempre por algún pueblo vencido.

El comercio era, entre los Griegos, una ocupación vil e infamante.

Apurados se verían, no queriendo que los ciudadanos fueran artesanos, comerciantes ni labradores, y mucho menos que vivieran en la ociosidad. No encontrarían ocupación honrosa fuera de los ejercicios gimnásticos o relacionados con la guerra. Hay que mirar a los Griegos como una sociedad de atletas y de combatientes; ahora bien, unos ejercicios tan adecuados para hacer a los hombres duros y salvajes, debían ser compensados por otros que pudieran suavizar un poco las costumbres (10). La música era lo más indicado, por ser un término medio entre los ejercicios corporales que hacen a los hombres duros y las ciencias especulativas que los vuelven intratables. No digamos que la música les inspiraba la virtud; eso sería inconcebible; pero amenguaba los efectos de la ferocidad, haciendo que el espíritu participara de la educación.

Tal vez se preguntará por qué se dió la preferencia a la música para el expresado objeto: porque de todos los placeres de los sentidos, no hay nínguno que menos corrompa el alma. Nos causa rubor leer en Plutarco lo que dice de los Tebanos: que para dulcificar hasta la afeminación las costumbres de la gente, dictaron leyes de amor que han debido ser proscritas en todas partes.


Notas

(1) Historia, lib. IV, cap. XX y XXI.

(2) Parece probado que los Griegos daban el nombre de música a todas las bellas artes; sin embargo, al fin dieron este nombre a la teoría y la práctica de los sonidos, así de la voz como de los instrumentos. Y la cultivaban con pasión: hasta hacían con música la declaración de guerra y se batían cantando. (Voltaire).

(3) Lib. IV de La República.

(4) Lib. VIII de La Política.

(5) Véase la Vida de Pelópidas.

(6) Libro 1.

(7) Dice Platón, en el libro IV de Las Leyes, que las prefecturas de música y de gimnástica eran las más importantes; y en el libro III de La República, dice: Damón os dirá cuáles son los sonidos que hacen nacer en el alma la bajeza, la insolencia y las virtudes contrarias.

(8) Dichos memorables lib. V.

(9) En La Política, lib. III cap. IV.

(10) Aristóteles dice que los niños de Esparta, por empezar desde su edad más tierna los ejercicios más duros, adquirían un exceso de ferocidad. (Política, lib. VIII, cap. IV).


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