Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO III

De los principios de los tres gobiernos

l.- Diferencia entre la naturaleza del gobierno y la de su principio. II.- Del principio de los diversos gobiernos. III.- Del principio de la democracia. IV.- Del principio de la aristocracia. V.- La virtud no es el principio del gobierno monárquico. VI.- Cómo se suple la virtud en el gobierno monárquico. VII.- Del principio de la monarquía. VIII.- El honor no es el principio de los Estados despóticos. IX.- Del principio del gobierno despótico. X.- Distinción de la obediencia en los gobiernos templados y en los despóticos. XI.- Reflexiones sobre todo esto.


CAPÍTULO PRIMERO

Diferencia entre la naturaleza del gobierno y la de su principio

Después de haber examinado cuáles son las leyes relativas a la naturaleza de cada gobierno, veamos las que lo son a su principio.

Hay esta diferencia (1) entre la naturaleza del gobierno y su principio: que su naturaleza es lo que le hace ser y su principio lo que le hace obrar. La primera es su estructura particular; el segundo las pasiones humanas que lo mueven.

Ahora bien, las leyes no han de ser menos relativas al principio de cada gobierno que a su naturaleza. Importa pues buscar cuál es ese principio. Voy a hacerlo en este libro.


Notas

(1) Esta distinción tiene importancia, y de ella sacaré más de una consecuencia: es la clave de una infinidad de leyes.


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CAPÍTULO II

Del principio de los diversos gobiernos

Ya he dicho que la naturaleza del gobierno republicano es, que el pueblo en cuerpo, o bien ciertas familias, tengan el poder supremo; y que la del gobierno monárquico es, que el príncipe tenga el supremo poder, pero ejerciéndolo con sujeción a leyes preestablecidas. La naturaleza del gobierno despótico es que uno solo gobierne, según su voluntad y sus caprichos, No se necesita más para encontrar sus tres principios. Empezaré por el gobierno republicano comenzando en su forma democrática.


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CAPÍTULO III

Del principio de la democracia

No hace falta mucha probidad para que se mantengan un poder monárquico o un poder despótico.

La fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe en el otro, lo ordenan y lo contienen todo. Pero en un Estado popular no basta la vigencia de las leyes ni el brazo del príncipe siempre levantado; se necesita un resorte más, que es la virtud.

Lo que digo está confirmado por el testimonio de la historia y se ajusta a la naturaleza de las cosas.

Claro está que en una monarquía, en la que el encargado de ejecutar las leyes se cree por encima de las leyes, no hace tanta falta la virtud como en un gobierno popular, en el que hacen ejecutar las leyes los que están a ellas sometidos y han de soportar su peso (1).

No está menos claro que el monarca, si por negligencia o mal consejo descuida la obligación de hacer cumplir las leyes, puede fácilmente remediar el daño: no tiene más que cambiar de consejeró o enmendarse de su negligencia. Pero cuando en un gobierno popular se dejan las leyes incumplidas, como ese incumplimiento no puede venir más que de la corrupción de la República, puede darse el Estado por perdido.

Fue un hermoso espectáculo en el pasado siglo el de los esfuerzos impotentes de los ingleses por establecer entre ellos la democracia. Como los políticos no tenían virtud y, por otra parte, excitaba su ambición el éxito del que había sido más osado (2); como el espíritu de una facción no era contrarrestado más que por el espíritu de otra, el gobierno cambiaba sin cesar; el pueblo, asombrado, buscaba la democracia y por ninguna parte la veía. Al fin, después de no pocos movimientos, sacudidas y choques, fue necesario descansar en el mismo gobierno que se había proscrito.

Cuando Sila quiso devolver a Roma la libertad, ya no pudo Roma recibirla: apenas si le quedaba algún escaso residuo de virtud; y como tuvo cada día menos, en vez de despertar después de César, Tiberio, Cayo, Claudio, Nerón, Domiciano, fue más esclava cada día; todos los golpes fueron para los tiranos, sin, que alcanzaran a la tiranía.

Cuando la virtud desaparece, la ambición entra en los corazones que pueden recibirla y la avaricia en todos los corazones. Los deseos cambian de objeto: se deja de amar lo que se amó, no se apetece lo que se apetecía.; se había sido libre con las leyes y se quiere serlo contra ellas; cada ciudadano es como un esclavo prófugo; cambia hasta el sentido y el valor de las palabras; a lo que era respeto se le llama miedo, avaricia a la frugalidad. En otros tiempos, las riquezas de los particulares formaban el tesoro público; ahora es el tesoro público patrimonio de !os particulares. La República es un despojo, y su fuerza no es ya más que el poder de algunos ciudadanos y la licencia de todos.

Atenas tuvo en su seno las mismas fuerzas en los días de gloria y en los de ignominia. Tenía veinte mil ciudadanos (3) cuando defendió a los Griegos contra los Persas, cuando disputó el imperio a Lacedemonia, cuando atacó a Sicilia. Veinte mil tenía cuando Demetrio de Falero los numeró como se numeran los esclavos en el mercado público (4). El día que Filipo osó dominar la Grecia, cuando se presentó a las puertas de Atenas, esta ciudad aún no había perdido más que el tiempo (5). Y puede verse en Demóstenes lo que costó el despertarla; se temía a Filipo, no por enemigo de la libertad, sino por enemigo de los placeres (6). Aquella ciudad que había resistido a tantos desastres y renacido después de sus destrucciones, fue vencida en Queronea y lo fue para siempre. ¿Qué importaba que Filipo devolviera los prisioneros? Ya no eran hombres; tan fácil le era triunfar de las fuerzas de Atenas como difícil le hubiera sido triunfar de su virtud.

¿Cómo hubiera podido Cartago sostenerse? Cuando Aníbal quiso impedir que los magistrados saquearan la República, ¿no le acusaron ante los Romanos? ¡Menguados los que querían ser ciudadanos sin tener ciudad y recibir sus riquezas de la mano de sus destructores! No tardó Roma en pedirles, como rehenes, trescientos de sus principales ciudadanos; se hizo entregar las armas y los barcos, y en seguida que los tuvo les declaró la guerra. Por las cosas que hizo en Cartago la desesperación, puede juzgarse de lo que hubiera hecho la virtud (7). La última resistencia de los Cartagineses, el último sitio, se prolongó tres años.


Notas

(1) Se ha argüído contra Montesquieu, como si él hubiera dicho que la virtud es propia de las Repúblicas y que las monarquías se rigen por el honor; pero él no ha dicho una cosa ni la otra. Lo que ha dicho es que mantiene los Estados lo que sirvió para fundarlos, y sabido es que la fundación de las Repúblicas ha sido siempre en épocas de virtud, así en los tiempos antiguos como en nuestro tiempo. Ved a los Romanos de la época del primer Bruto, a los Suizos del tiempo de Guillermo Tell, a los Holandeses de los días de Nassau, y en fin, a los Americanos de Washington. Cuando los hombres han parecido más grandes es cuando han merecido ser libres. En la gloriosa lucha de la libertad contra los abusos de los reyes es donde más han brillado el valor, el desinterés, la moderación. la fidelidad, todo lo que más admiramos en la historia. todo lo que enaltece a un pueblo en el juicio de la posteridad. No hay excepción en esta regla, fundada en la naturaleza de las cosas y en la constante uniformidad de los hechos observados. Todo gobierno es un orden, y no se establece orden alguno sino sobre la moral. Pues bien, el gobierno republicano depende principalmente de la moralidad y del carácter de la mayoría, como el gobierno realista depende eminentemente del carácter de uno solo, el del rey o el del ministro que gobierne. Si el carácter general no es bueno, la República será una cosa mala; como la monarquía será muy mala cosa y el reino es para mal si es malo el príncipe. Con esta diferencia: que los vicios del príncipe se van con él y pueden ser compensados por el sucesor, en tanto que la corrupción de una República nada la detiene. (Nota de La Harpe).

(2) Cromwell.

(3) Según Plutarco, en Pericles.

(4) Y resultó que había en la ciudad veintiún mil ciudadanos, diez mil extranjeros y cuatrocientos mil esclavos.

(5) Contaba, según Demóstenes, veinte mil ciudadanos.

(6) Habían hecho una ley para castigar con pena de la vida al que propusiera destinar a los usos de la guerra la plata de los teatros.

(7) Los Romanos, que hablaban de la fe púnica, se valieron de la astucia para engañar a los Cartagineses. En lucha franca y leal, jamás hubiera sido Roma vencedora de Cartago.


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CAPÍTULO IV

Del principio de la aristocracia

Tan necesaria como en el gobierno popular es la virtud en el aristocrático. Es verdad que en éste no es requerida tan en absoluto.

El pueblo, que es respecto a los nobles lo que son los súbditos con relación al monarca, está contenido por las leyes; necesita, pues, menos virtud que en una democracia. Pero los nobles, ¿cómo serán contenidos? Debiendo hacer ejecutar las leyes contra sus iguales, creerán hacerlo contra ellos mismos. Es necesaria pues la virtud en esa clase por la naturaleza de la constitución.

El gobierno aristocrático tiene por sí mismo cierta fuerza que la democracia no tiene. Los nobles, en aquél, forman un cuerpo que, por sus prerrogativas y por su interés particular, reprime al pueblo; basta que haya leyes para que, a este respecto, sean ejecutadas.

Pero si al cuerpo de la nobleza le es fácil reprimir a los demás, le es difícil reurimirse él mismo. Es tal la naturaleza de la constitución aristocrática, que pone a las mismas gentes bajo el poder de las leyes y fuera de su poder.

Ahora bien, un cuerpo así no puede reprimirse más que de dos maneras: o por una gran virtud. merced a la cual los nobles se reconozcan iguales al pueblo, y en este caso puede formarse una gran República, o por una virtud menor, consistente en cierta moderación que, a lo menos, haga a los nobles iguales entre si; considerarse iguales todos ellos es lo que hace su conservación.

La templanza, pues, es el alma de esta forma de gobierno. Entiendo por templanza, la moderación fundada en la virtud; no la que es hija de la flojedad de espíritu, de la cobardía.


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CAPÍTULO V

La virtud no es el principio del gobierno monárquico

En las monarquías, la política hace ejecutar las grandes cosas con la menor suma de virtud que puede; como en las mejores máquinas, el arte emplea la menor suma posible de movimientos, de fuerzas y de ruedas.

El Estado subsiste independientemente del amor a la patria, del deseo de verdadera gloria, de la abnegación, del sacrificio de los propios intereses, de todas las virtudes heroicas de los antiguos, de las que solamente hemos oído hablar sin haberlas visto casi nunca.

Las leyes sustituyen a esas virtudes, de las que no se siente la necesidad; el Estado las dispensa: una acción que se realiza sin ruído suele ser su consecuencia.

Aunque todos los crímenes sean públicos por su naturaleza, no dejan de distinguirse los crímenes verdaderamente públicos de los crímenes particulares, así llamados porque ofenden más a una persona que a la sociedad entera.

En las Repúblicas, los crímenes particulares son más públicos, es decir, ofenden más a la sociedad entera, a la constitución del Estado, que a los individuos; y en las monarquías, los crímenes públicos son más privados, esto es, más lesivos para los particulares que para la constitución del Estado.

Suplico a todos que no se ofendan por lo que he dicho: hablo según todas las historias. No es raro que haya príncipes virtuosos, lo sé muy bien; pero sostengo que en una monarquía es harto difícil que el pueblo sea virtuoso (1).

Léase en las historias de todos los tiempos lo que ellas dicen de las Cortes de los monarcas; recuérdese lo que han contado en sus conversaciones los hombres de todos los países, con referencia al carácter de los cortesanos; seguramente no son meras especulaciones, sino la triste experiencia.

La ambición en la ociosidad, la bajeza en el orgullo, el deseo de enriquecerse sin trabajo, la aversión a la verdad, la adulación, la traición, la perfidia, el abandono de todos los compromisos, el olvido de la palabrá dada, el menosprecio de los deberes cívicos, el temor a la virtud del príncipe, la esperanza en sus debilidades y, sobre todo, la burla perpetua de la virtud y el empeño puesto en ridiculizarla, forman a lo que yo creo el carácter de la mayor parte de los cortesanos de todos los tiempos y de todos los países. Pues bien, donde la mayoría de los principales personajes es tan indigna, difícil es que los inferiores sean honrados.

Si se encontrase en el pueblo algún infeliz hombre de bien, ya insinúa el cardenal Richelieu en su testamento político la conveniencia de que el monarca se guarde bien de tomarlo a su servicio (2). Tan cierto es que la virtud no es el resorte de los gobiernos monárquicos; no está excluída, ciertamente, pero no es su resorte.


Notas

(1) Hablo de la virtud pública, que es la virtud moral en el sentido de que se dirige al bien general; apenas me refiero a las virtudes morales de orden privado, y nada absolutamente a las que se relacionan con las verdades reveladas. Se verá bien todo esto en el libro V, cap. II.

(2) No hay que servirse de gentes de baja extracción, dice el testamento citado; son demasiado austeras y escrupulosas. He aquí las propias palabras del supuesto testamento, en su cap. IV: Se puede afirmar que, entre dos personas de igual mérito, debe preferirse la más acomodada o menos pobre, pues es evidente que un magistrado pobre ha de tener un alma verdaderamente fuerte si no se deja alguna vez ablandar por consideración a sus propios intereses. La experiencia nos enseña que los ricos son menos propicios a concesiones indebidas que los otros, y que la pobreza obliga al funcionario pobre a cuidarse mucho de su bolsa. (Nota de Voltaire).


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CAPÍTULO VI

Cómo se suple la virtud en el gobierno monárquico

Voy de prisa y con tiento, para que no se crea que satirizo al gobierno monárquico. No; me apresuro a decir que si le falta un resorte, en cambio tiene otro: el honor; es decir, que el preconcepto de cada persona y de cada clase toma el lugar de la virtud política y la representa siempre. Puede inspirar las más bellas acciones y, unido a la fuerza de las leyes, alcanzar el objeto del gobierno como la virtud misma.

Sucede pues que, en las monarquías bien ordenadas, todos parecen buenos ciudadanos cumplidores de la ley; pero un hombre de bien es más difícil de encontrar (1), pues para ser hombre de bien es preciso tener intención de serlo, amar al Estado por él mismo y no en interés propio.


Notas

(1) Lo de hombre de bien debe entenderse aquí en un sentido político.


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CAPÍTULO VII

Del principio de la monarquía

El gobierno monárquico supone, como ya hemos dicho, preeminencias, categorías y hasta una clase noble por su nacimiento. En la naturaleza de este gobierno entra el pedir honores, es decir, distinciones, preferencias y prerrogativas; por eso hemos dicho que el honor es un resorte del régimen.

La ambición es perniciosa en una República, pero de buenos efectos en la monarquía; da vida a este gobierno, con la ventaja de que en él es poco o nada peligrosa, puesto que en todo instante hay medio de reprimirla.

Es algo semejante al sistema del universo, en el que hay dos fuerzas contrarias: centrípeta y centrífuga. El honor mueve todas las partes del cuerpo político separadamente, y las atrae, las liga por su misma acción. Cada cual concurre al interés común creyendo servir al bien particular.

Es verdad que, filosóficamente hablando, es un falso honor el que guía a todas las partes que componen el Estado; pero ese honor falso es tan útil al público, indudablemente, como el verdadero lo sería a los particulares.

¿Y no es ya mucho el obligar a los hombres a realizar los actos más difíciles sin más recompensa que el ruido de la fama?


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CAPÍTULO VIII

El honor no es el principio de los Estados despóticos.

No es el honor el principio de los Estados despóticos; siendo en ellos todos los hombres iguales, no pueden ser preferidos los unos a los otros; siendo todos esclavos, no hay para ninguno distinción posible.

Además, como el honor tiene sus leyes y sus reglas, y no puede someterse ni doblegarse; como no depende de nadie ni de nada más que de sí mismo, no puede existir conjuntamente con la arbitrariedad, sino solamente en los Estados que tienen constitución conocida y leyes fijas.

¿Cómo podría soportar al déspota? El honor hace gala de despreciar la vida, y el déspota sólo es fuerte porque la puede quitar; el honor tiene reglas constantes y sostenidas, y el déspota no tiene regla ninguna: sus mudables caprichos destruyen toda voluntad ajena.

El honor, desconocido en los Estados despóticos, en los que a veces no hay palabra para expresarlo, reina en las monarquías bien organizadas, en las que da vida a todo el cuerpo político, a las leyes y aun a las virtudes.


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CAPÍTULO IX

Del principio del gobierno despótico

Como la virtud en una República y el honor en una monarquía, es necesario el temor en un gobierno despótico; pero en esta clase de gobierno, la virtud no es necesaria y el honor hasta sería peligroso (1).

El poder inmenso del príncipe se transmite por entero a los hombres a quien lo confía. Gentes capaces de estimarse mucho podrían intentar revoluciones. Importa, pues, que el temor les quite el ánimo y apague todo sentimiento de ambición.

Un gobierno templado, puede, sin peligro, aflojar cuando quiere sus resortes; se mantiene por sus leyes y por su fuerza. Pero en el gobierno despótico no debe el príncipe cesar ni un solo momento de tener el brazo levantado, pues si no puede en cualquier instante anonadar a los que ocupan los primeros puestos, está perdido (2): cesando el resorte de gobierno que en el despotismo es el temor, desaparece el único protector del pueblo.

Debe ser este el sentido en que los cadís sostienen que el Gran Señor no está obligado a cumplir sus palabras ni sus juramentos, pues éstos limitarían su autoridad (3).

Es menester que el pueblo sea juzgado por las leyes y los nobles por la fantasía del príncipe; que la cabeza de este último esté en seguridad y las de los grandes no lo estén. Sin esto no habría régimen despótico. No se puede hablar de gobiernos tan monstruosos sin estremecerse. El sofí de Persia, destronado en nuestros días por Miriveis, vió deshecho su poder antes de la conquista por no haber hecho verter bastante sangre (4).

La historia nos dice que las horribles crueldades de Domiciano espantaron a los gobernadores hasta el punto de que el pueblo ganó un poco en su reinado. Aquello fue como un torrente que devastara los campos por un lado, dejando a la vista por el otro lado algunas praderas que escaparan a la inundación (5).


Notas

(1) Se ha combatido mucho, por Voltaire más que por nadie, el sistema general del libro al establecer, como principio o base de los tres gobiernos conocidos en el mundo, la virtud en las Repúblicas, el honor en las monarquías y el temor en los Estados despóticos. Se está generalmente de acuerdo con el autor en cuanto a lo último, pero se discuten los dos primeros casos. Pienso que Montesquieu hubiera evitado algunas discusiones y muchas dificultades, si hubiera entrado en su plan el anticiparse a ciertas objeciones; pero es evidente que sólo se propuso dejar sentada la serie de sus ideas, y me lo explico. Su empresa era tan vasta, el término de ella debió parecerle tan distante, que acaso temiera llegar antes al término de su vida que al de su obra. Y en efecto, apenas sobrevivió a la última; la primera edición de El Espíritu de las leyes data de 1748 Y él falleció en 1755. Si hubiera querido controversia, entablándola aunque sólo hubiera sido sobre las cuestiones principales, la obra le hubiera resultado desmedida; y era tan interesante para gloria del autor como para satisfacción del público el estrechar la obra para poder concluirla. (Nota de La Harpe).

(2) Como sucede a menudo en la aristocracia militar.

(3) Véase Rigault, Del imperio otomano.

(4) Véase la historia de esta revolución por el P. Dugerceau.

(5) Su gobierno era militar, que es una de las clases de gobierno despótico.


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CAPÍTULO X

Distinción de la obediencia en los gobiernos templados y en los despóticos

En los gobiernos despóticos, la índole misma del gobierno exige una obediencia extremada; una vez conocida la voluntad del príncipe, infaliblemente debe producir su efecto como una bola lanzada contra otra debe producir el suyo.

No hay temperamento, modificación, arreglo, equivalencia ni nada mejor O igual que proponer. El hombre es una criatura que obedece a un creador dotado de voluntad.

No puede representar sus temores sobre un suceso futuro ni excusar sus malos éxitos por los caprichos de la suerte aciaga. Lo que tienen los hombres, como animales, es el instinto, la obediencia, el castigo.

De nada sirve alegar sentimientos naturales, como el respeto a un padre, la ternura por la mujer y los hijos, el estado de salud, las leyes del honor: se ha recibido la orden y eso basta; no hay más que obedecer.

En Persia, el que ha sido condenado por el rey no puede pedir gracia; ni hablar se le permite. Si el rey estaba ebrio o estaba loco al pronunciar la sentencia, lo mismo se ejecuta al sentenciado; sin esto, se contradiría, y la ley no puede contradecirse. Esta manera de pensar ha sido en todo tiempo la del gobierno despótico: no pudiendo revocarse la orden (1) que dió Asuero de exterminar a los judíos, se decidió darles permiso para defenderse.

Hay sin embargo una cosa que puede oponerse alguna vez a la voluntad del príncipe: la religión. Abandonará un hombre a su padre y aún lo matará si el príncipe lo ordena; pero no beberá vino aunque el príncipe quiera y se lo mande; los mandamientos de la religión tienen más fuerza que los mandatos del príncipe, como dados para el príncipe al mismo tiempo que para los súbditos. Pero no es lo mismo en cuanto al derecho natural: se supone que el príncipe deja de ser un hombre.

En los gobiernos monárquicos y moderados está el poder contenido por lo que es su resorte, quiero decir que lo limita el honor; el honor, que reina cual en monarca sobre el príncipe y sobre el pueblo. Allí no valen las leyes de la religión, porque eso parecería ridículo; se invocarán continuamente las leyes del honor. De aquí las modificaciones necesarias en la obediencia; el honor tiene rarezas y la obediencia ha de ajustarse a todas.

Aunque las maneras de obedecer son diferentes en ambas formas de gobierno, el poder es el mismo. A cualquier lado que el monarca se incline, inclina la balanza y es siempre obedecido. La única diferencia es que en las monarquías templadas es más ilustrado el príncipe y sus ministros son mucho más hábiles que en los gobiernos despóticos.


Notas

(1) Esta orden fue sin embargo revocada gracias a Ester. V. Libro de Ester, cap. XVI, v. 7.


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CAPÍTULO XI

Reflexiones sobre todo esto

Quedan explicados los principios de los tres gobiernos. Lo dicho no significa, ciertamente, que en toda República haya más virtudes, sino que debe haberlas. Tampoco prueba que en toda monarquía reine el honor y que en cualquier estado despótico el temor impere, sino que será imperfecta la monarquía sin honor y lo será también, sin temor, el régimen despótico.


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