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LIBRO II

De las leyes que se derivan directamente de la naturaleza del gobierno

I.- De la índole de los tres distintos gobiernos. II.- Del gobierno republicano y de las leyes relativas a la democracia. III.- De las leyes relativas a la índole de la aristocracia. IV.- De las leyes en sus relaciones con la índole del gobierno monárquico. V.- De las leyes relativas a la naturaleza del Estado despótico.


CAPÍTULO PRIMERO

De la indole de los tres distintos gobiernos

Hay tres especies de gobiernos: el republicano, el monárquico y el despótico. Para distinguirlos, basta la idea que de ellos tienen las personas menos instruídas. Supongamos tres definiciones, mejor dicho, tres hechos: uno, que el gobierno republicano es aquel en que el pueblo, o una parte del pueblo, tiene el poder soberano; otro, que el gobierno monárquico es aquel en que uno solo gobierna, pero con sujeción a leyes fijas y preestablecidas; y por último, que en el gobierno despótico, el poder también está en uno solo, pero sin ley ni regla, pues gobierna el soberano según su voluntad y sus caprichos.

He ahí lo que yo llamo naturaleza de cada gobierno. Ahora hemos de ver cuáles son las leyes que nacen directamente de esa naturaleza y que son, por consecuencia, las fundamentales.


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CAPÍTULO II

Del gobierno republicano y de las leyes relativas a la democracia

Cuando en la República, el poder soberano reside en el pueblo entero, es una democracia. Cuando el poder soberano está en manos de una parte del pueblo, es una aristocracia.

El pueblo, en la democracia, es en ciertos conceptos el monarca; en otros conceptos es el súbdito. No puede ser monarca más que por sus votos; los sufragios que emite expresan lo que quiere. La voluntad del soberano es soberana. Las leyes que establecen el derecho de sufragio son pues fundamentales en esta forma de gobierno. Porque, en efecto, es tan importante determinar cómo, por quién y a quién se han de dar los votos y de qué manera debe gobernar.

Dice Libanio que, en Atenas, al extranjero que se mezclaba en la asamblea del pueblo se le castigaba con la pena de muerte. Como que usurpaba el derecho de soberanía (1).

Es esencial la fijación del número de ciudadanos que deben formar las asambleas; sin esto, se ignoraría si había hablado el pueblo o una parte nada más del pueblo. En Lacedemonia, se exigía la presencia de diez mil ciudadanos. En Roma, que nació tan chica para ser luego tan grande; en Roma, que pasó por todas las vicisitudes de la suerte; en Roma, que unas veces tenía fuera de sus muros a la mayoría de sus ciudadanos y otras veces dentro de ella a toda Italia y una gran parte del mundo, no se había fijado el número (2); y esta fue una de las causas de su ruina.

El pueblo que goza del poder soberano debe hacer por sí mismo todo lo que él puede hacer; y lo que materialmente no pueda hacer por si mismo y hacerlo bien, es menester que lo haga por delegación en sus ministros.

Los ministros no lo son del pueblo si él mismo no los nombra; por eso es una de las máximas fundamentales en esta forma de gobierno que sea el pueblo quien nombre sus ministros, esto es, sus magistrados.

El pueblo soberano, como los monarcas, y aún más que los monarcas, necesita ser guiado por un senado o consejo. Pero si ha de tener confianza en esos consejeros o senadores, indispensable es que él los elija, bien designándolos directamente él mismo, como en Atenas, bien por medio de algún o de algunos magistrados que él nombra para que los e1ija, como se practicaba en Roma algunas veces.

El pueblo es admirable para escoger los hombres a quien debe confiar una parte de su autoridad. Le bastan para escogerlos cosas que no puede ignorar, hechos que se ven y que se tocan. Sabe muy bien que un hombre se ha distinguido en la guerra, los éxitos que ha logrado, los reveses que ha tenido: es por consiguiente muy capaz de elegir un caudillo. Sabe que un juez se distingue o no por su asiduidad, que las gentes se retiran de su tribunal contentas o descontentas; está pues capacitado para elegir un pretor. Le han llamado la atención las riquezas y magnificencias de un ciudadano: ya puede escoger un buen edil Todas estas cosas que son otros tantos hechos, las conoce el pueblo en la plaza pública mejor que el monarca en su palacio. ¿Pero cabría dirigir una gestión, conocer las cuestiones de gobierno, las negociaciones, las oportunidades para aprovechar las ocasiones? No, no sabría.

Si se pudiera dudar de la capacidad natural que tiene el pueblo para discernir el mérito, no habría más que repasar de memoria la continua serie de admirables elecciones que hicieron Atenienses y Romanos; no se pensará, sin duda, que fuera obra de la casualidad.

Sabido es que en Roma, aunque los plebeyos eran elegibles para las funciones públicas y el pueblo tenía derecho de elegirlos, rara vez los elegía. Y aunque en Atenas, por la ley de Arístides, los magistrados salían de todas las clases, no sucedió jamás, al decir de Jenofonte, que el pueblo bajo pretendiera las magistraturas.

Así como la mayor parte de los ciudadanos tienen suficiencia para elegir y no la tienen para ser elegidos, lo mismo el pueblo posee bastante capacidad para hacerse dar cuenta de la gestión de los otros y no para ser gerente.

Es preciso que los negocios marchen, que marchen con cierto movimiento que no sea demasiado lento ni muy precipitado. El pueblo es siempre, o demasiado activo o demasiado lento. Unas veces con sus cien mil brazos lo derriba todo; otras veces con sus cien mil pies anda como los insectos.

.En el estado popular se divide el pueblo en diferentes clases. Por la manera de hacer esta división se han señalado los legisladores; de ella ha dependido siempre la duración de la democracia y aún su prosperidad.

Servio Tulio siguió, al constituir sus clases, una tendencia aristocrática. Según vemos en Tito Livio y en Dionisio de Halicarnaso, puso el derecho al sufragio en manos de muy pocos. Había dividido el pueblo de Roma en ciento noventa y tres centurias, que formaban seis clases, poniendo a los más ricos en las primeras centurias, a los menos ricos en las siguientes, a la multitud de pobres en la última. Como cada centuria tenía un solo voto, predominaba el sufragio de los ricos, sin que pesara nada el de los indigentes, aun siendo en mayor número.

Solón dividió al pueblo de Atenas en cuatro clases. Con sentido democrático, reconoció a todo ciudadano el derecho de elector; pero no el de elegible; se propuso que cada una de las cuatro clases pudiera elegir los jueces, pero que recayera la elección en personas pertenecientes a las tres primeras clases, en las que estaban los ciudadanos más pudientes.

Como la distinción entre los que tienen derecho de sufragio y los que no lo tienen es en la República una ley fundamental, la manera de emitir el sufragio es otra ley fundamental.

El sufragio por sorteo' está en la índole de la democracia; el sufragio por elección es el de la aristocracia (3).

El sorteo es una manera de elegir que no ofende a nadie; le deja a todo ciudadano la esperanza legítima de servir a su patria. Pero como la manera es defectuosa, los grandes legisladores se han esmerado en regularla y corregirla.

Lo establecido en Atenas por Solón fue que se dieran por elección los empleos militares y por sorteo las judicaturas y senadurías.

Quiso que también se dieran por elección las magistraturas civiles que imponen grandes dispendios, y por sorteo las demás.

Pero, a fin de corregir los inconvenientes del sorteo, dispuso que no se sorteara sino entre los que aspiran a los puestos; que el sorteado que resultara elegido fuera examinado por jueces competentes: que el ciudadano electo podría ser acusado por qUien lo creyera indigno: así resultaba un procedimiento mixto de sorteo y de elección; un sorteo depurado. Además, cuando terminaba el tiempo de duración legal de la magistratura, el magistrado cesante era sometido a un nuevo juicio sobre su comportamiento, con lo cual las personas incapaces no era fácil que se atrevieran a dar sus nombres para entrar en suerte.

La ley que fija la manera de entregar el boletín de voto es otra ley fundamental en la democracia. Es una cuestión muy importante la de saber si el voto ha de ser público o secreto. Cicerón dejó escrito que las leyes haciendo secretos los sufragios, en los últimos tiempos de la República romana, fueron una de las principales causas de su caída. Cómo esto se practica diversamente en diferentes Repúblicas, he aquí lo que yo creo:

Es indudable que cuando el pueblo da sus votos, estos deben ser públicos (4); otra ley fundamental de la democracia. Conviene que el pueblo vea cómo votan los personajes ilustrados y se inspire en su ejemplo. Así en la República romana, al hacer que fueran secretos los sufragios, se acabó todo; no teniendo el populacho ejemplos que seguir, se extravió inconscientemente. Pero nunca los sufragios serán bastante secretos en una aristocracia, en la que voten únicamente los nobles, ni en una democracia cuando se elige el Senado, porque lo importante es evitar la corrupción del voto (5).

Se corrompe el sufragio por la intriga y el soborno, vicio de las clases elevadas; la ambición de cargos es más frecuente en los nobles que en el pueblo, ya que éste se deja llevar por la pasión. En los Estados en que el pueblo no tiene voto ni parte en el poder, se apasiona por un comediante, como lo hubiera hecho por los intereses públicos. Lo peor en las democracias es que se acabe el apasionamiento, lo cual sucede cuando se ha corrompido al pueblo por medio del oro; se hace calculador, pero egoísta; piensa en sí mismo, no en la cosa pública; le tienen sin cuidado los negocios públicos, no acordándose más que del dinero; sin preocuparse de las cosas del gobierno, aguarda tranquilamente su salario.

Otra ley fundamental de la democracia es que el pueblo solo dicte leyes. Hay mil ocasiones, sin embargo, en las que se hace necesario que el Senado pueda estatuir; hasta es a menudo conveniente ensayar una ley y ponerla a prueba, antes de establecerla en forma definitiva. La constitución de Roma y la de Atenas eran muy sabias; los acuerdos del Senado (6) tenían fuerza de ley durante un año, pero no se hacían perpetuos si la voluntad del pueblo no los refrendaba.


Notas

(1) El mismo Libanio da la razón de esta ley: Era, dice, para impedir que los secretos de la República se divulgaran.

(2) Véase lo que acerca de esto dice Montesquieu en las Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los Romanos y de su decadencia.

(3) Véase lo que dice Aristóteles en su Política, libro IV.

(4) En Atenas se votaba levantando las manos.

(5) Los treinta tiranos de Atenas querían que los sufragios de los areopagistas fueran públicos, para manejarlos a su guisa explotándolos a su capricho. (Lisias, Oración contra Agorato).

(6) Véase Dionisio de Halicarnaso, libros IV y IX.


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CAPÍTULO III

De las leyes relativas a la índole de la aristocracia

En la aristocracia, el poder supremo está en manos de unas cuantas pérsonas.Éstas hacen las leyes y las hacen ejecutar. Lo restante del pueblo es mirado por aquellas personas, a lo sumo, como los vasallos en las monarquías por el monarca.

No debe elegirse por sorteo en la aristocracia, porque sólo se verían los inconvenientes de ese modo de elección. En efecto, en un régimen que ya tiene establecidas las más escandalosas distinciones, el que fuera elegido por la suerte no sería menos aborrecido que antes: no se odia al magistrado, sino al noble.

Cuando los nobles son muchos, es preciso que un Senado se encargue de proponer a la corporación de nobles todo lo que ésta, por numerosa, no puede resolver sin consultar; el Senado propone, y algunas veces decide. Se puede decir que el Senado es la aristocracia, que el cuerpo de nobles es la democracia y que el pueblo no es nada.

Será una fortuna que la aristocracia, por alguna vía indirecta, haga salir al pueblo de su nulidad. Es lo que pasa en Génova, donde el banco de San Jorge, administrado en parte por los principales del pueblo (1), hace que éste adquiera cierta influencia en el gobierno, de la cual dimana toda la prosperidad.

Los senadores no deben tener derecho a reemplazar a los que falten, pues nada más expuesto a la perpetuación de los abusos. En Roma, que era en sus primeros tiempos una especie de aristocracia, el Senado no se suplía por sí mismo; cuando faltaban senadores, los nuevos eran nombrados por los censores (2).

Una autoridad exorbitante dada de pronto a un ciudadano, convierte la República en monarquía; peor que monarquía, porque en ésta el monarca está sometido a una constitución; pero si en la República se le da un poder exorbitante a un ciudadano (3), es mayor el abuso de poder, puesto que las leyes no lo han previsto.

La excepción de esta regla es cuando la constitución del Estado necesita una magistratura que tenga un poder ilimitado. Tal sucedía en Roma con los dictadores; y en Venecia con sus inquisidores del Estado: magistraturas terribles que, violentamente, hacían volver el estado a la libertad. ¿Pero en qué consiste que las magistraturas mencionadas fueran tan diferentes en las dos Repúblicas? En que la de Roma defendía los restos de su aristocracia contra el pueblo, en tanto que los inquisidores de Venecia mantenían su aristocracia contra los nobles. Seguíase de esto que la dictadura en Roma duraba poco tiempo, ya que su objeto era intimidar al pueblo y no castigarlo; creada para un momento dado o para un caso imprevisto, la autoridad del dictador cesaba con las circunstancias que se la habían dado. En Venecia, el contrario, es una magistratura permanente; allí la ambición de un hombre se convierte en la de una familia, la de una familia en varias, necesitándose una magistratura oculta, porque los crímenes que ha de perseguir y castigar se fraguan en secreto. Es una magistratura inquisidora, porque no tiene que evitar los males conocidos, sino prever o averiguar los que se desconocen. Por último, la magistratura de Venecia fue creada para castigar delitos que se sospechaban, en tanto que la de Roma empleaba las amenazas más bien que los castigos, aún para los crímenes confesados por sus perpetradores.

En toda magistratura se ha de compensar la magnitud del poder con la brevedad de la duración; un año es el tiempo fijado por la mayor parte de los legisladores: prolongarla más tiempo sería peligroso; menos duradera sería poco eficaz. ¿Quien querría gobernar así ni aun su propia casa? En Ragusa (4), el jefe de la República se cambia todos los meses, los demás funcionarios todas las semanas y el gobernador del castillo todos los días. Esto no puede hacerse más que en una República pequeña (5) rodeada de grandes potencias, que corromperían muy fácilmente a los magistrados de la pequeña República.

La mejor de las aristocracias es aquella en que la parte del pueblo excluida del poder es tan pequeña y tan pobre, que la parte dominante no tiene interés en oprimirla. Asi cuando Antipáter estableció en Atenas la exclusión del voto para los que no poseyeran dos mil dracmas, resultó la mejor aristocracia posible, porque el censo era tan diminuto que eran pocas las personas excluidas del sufragio; y ninguna que gozara de alguna consideración en la ciudad. Las familias aristocráticas deben ser populares en cuanto sea posible. Una aristocracia es tanto más perfecta cuanto más se asemeje a una democracia, y tanto más imperfecta cuanto más se parezca a una monarquia.

La más imperfecta de las aristocracias es aquella en que la parte del pueblo privada de participación en el poder vive en la servidumbre, como la aristocracia de Polonia, donde los campesinos son esclavos de la nobleza.


Notas

(1) Addison, Viaje a Italia.

(2) Al principio eran nombrados por los cónsules.

(3) Esto fue, precisamente, lo que derribó la República romana.

(4) Viajes de Tournefort.

(5) En Luca, todos los cargos públicos duran dos meses.


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CAPÍTULO IV

De las leyes en sus relaciones con la indole del gobierno monárquico

Los poderes intermediarios, subordinados y dependientes consituyen la naturaleza del gobierno monárquico, es decir, de aquel en que gobierna uno solo por leyes fundamentales. He dicho poderes intermediarios, subordinados y dependientes: en efecto, en la monarquía, el príncipe es la fuente de todo poder político y civil; las leyes fundamentales suponen forzosamente canales intermedios por los cuales corre todo el poder del príncipe. Si no hubiera en el Estado más que la voluntad momentánea y caprichosa de uno solo, no habría nada estable, nada fijo, y por consiguiente, no existiría ninguna ley fundamental.

El poder intermedio subordinado más natural en una monarquía, es el de la nobleza. Entra en cierto modo en la esencia de la monarquía, cuya máxima fundamental es esta: Sin monarca no hay nobleza, como sin nobleza no hay monarca. Pero habrá un déspota.

En algunos Estados de Europa no han faltado gentes que quisieran abolir todas las prerrogativas señoriales. No veían que eso sería hacer lo que hizo el Parlamento de Inglaterra. Abolid en una monarquía los privilegios de los señores, del clero, de la nobleza y de las ciudades, y tendréis muy pronto un Estado popular o un Estado despótico.

Los tribunales de un gran Estado de Europa vienen mermando hace siglos la jurisdicción patrimonial de los señores y de los eclesiásticos. No censuro a los magistrados ni desconozco su sabiduría, pero falta saber hasta qué punto puede cambiarse la constitución.

Yo no la tomo con los privilegios de los eclesiásticos, no lo discuto; pero si quisiera que de una vez se fijara su jurisdicción. No se trata de si hubo razón o no la hubo para establecerla, sino de si se halla establecida, de si forma parte de las leyes del país, de si entre dos poderes independientes las condiciones no deben ser recíprocas.

Tanto como peligroso en una República, el poder del clero es conveniente en una monarquía, sobre todo en las que van al despotismo. ¿Dónde estarían España y Portugal desde la pérdida de sus fueros sin el poder de la iglesia, única barrera opuesta al despotismo? Barrera útil, cuando no hay otra que contenga la arbitrariedad; porque si el despotismo engendra horribles males, todo lo que lo limita es bueno, aun lo malo.

Como el mar que al parecer quiere anegar la tierra, es contenido por las hierbas y las piedras más pequeñas de la playa, así los reyes cuyo poder parece no tener límites se contienen en cualquier obstáculo y deponen su natural altivez ante la queja y la plegaria.

Los ingleses, para favorecer la libertad, han suprimido los poderes intermedios que formaban parte de su monarquía (1). Han hecho bien en conservar su libertad, porque si llegaran a perderla serían uno de los pueblos más esclavizados.

El famoso Law, por una ignorancia igual de la constitución republicana y de la monárquica, ha sido uno de los grandes promotores del despotismo que se han visto en Europa. Además de los cambios que hizo, tan bruscos, tan inusitados, tan inauditos, quería quitar las jerarquías intermediarias y aniquilar todos los cuerpos políticos; disolvía las instituciones de la monarquía por sus quiméricas restituciones (2), y al parecer, hasta la misma constitución quería redimir.

No basta que haya en una monarquía rangos intermedios; se necesita además un depósito de leyes. Este depósito no puede estar más que en los cuerpos políticos, en esas corporaciones que anuncian las leyes cuando se las hace y las recuerdan cuando se las olvida. La ignorancia natural en la nobleza, la falta de atención que la distingue, su menosprecio de la autoridad civil, exigen que haya un cuerpo encargado de sacar las leyes del polvo que las cubre. El consejo del príncipe no es un buen depositario, pues más se cuida de ejecutar la momentánea voluntad del príncipe que de cumplir las leyes fundamentales. Por otra parte, el consejo del monarca se renueva sin cesar, no es permanente; no puede ser numeroso; no tiene casi nunca la confianza ni aun la simpatía del pueblo, por lo cual no puede ni ilustrarlo en circunstancias difíciles ni volverlo a la obediencia.

En los Estados despóticos, ni hay leyes fundamentales ni depositarios de las leyes. De eso procede el que en tales países la religión influya tanto; es una gran fuerza, es una especie de depósito y una permanencia. Y cuando no la religión, se veneran las costumbres en lugar de las leyes.


Notas

(1) Todo lo contrario: los Ingleses han legalizado y fortalecido el poder de los señores espirituales y temporales, y han aumentado el de los municipios. (Nota de Voltaire).

(2) Fernando, rey de Aragón, no suprimió las órdenes de caballería, pero se hizo gran maestre de todas; con sólo esto alteró la constitución del reino.


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CAPÍTULO V

De las leyes relativas a la naturaleza del Estado despótico

Resulta de la naturaleza misma del poder despótico, y se comprende bien, que estando en uno solo encargue a uno solo de ejercerlo. Un hombre a quien sus cinco sentidos le dicen continuamente que él lo es todo y los otros no son nada, es naturalmente perezoso, ignorante, libertino. Abandona, pues, o descuida las obligaciones. Pero si el déspota se confía, no a un hombre, sino a varios, surgirán disputas entre ellos; intrigará cada uno por ser el primer esclavo y acabará el príncipe por encargarse él mismo de la administración. Es más sencillo que lo abandone a un visir, como los reyes de Oriente, quien tendrá desde luego el mismo poder que el príncipe. La existencia de un visir es ley fundamental en el Estado despótico.

Cuéntase de un Papa que, penetrado de su incapacidad, se había resistido insistentemente a su elección. Al fin hubo de aceptar, y entregó el manejo de todos los negocios a un sobrino suyo. Poco después el tíó decía maravillado: No hubiera creído nunca que fuera tan fácil todo esto. Lo mismo ocurre con los príncipes de Oriente. Cuando se les saca de la prisión en que los eunucos les han debilitado el corazón y el entendimiento y a veces les han tenido en la ignorancia de su condición, para colocarlos en el trono, empiezan por asombrarse; pero en cuanto nombran un visir y ellos se entregan en su serrallo a las pasiones más brutales; cuando en medio de una Corte degradada satisfacen todos sus caprichos más estúpidos, encontrarán que todo ello es más fácil de lo que habían creído.

Cuanto más extenso sea el imperio, más grande será también el serrallo, y más, por consiguiente, se embriagará el príncipe en los placeres y la degradación. Asimismo en los Estados, cuanto más pueblos tenga que gobernar el príncipe, menos se acordará del gobierno; cuanto mayores sean las dificultades, menos se pensará en vencerlas. A más obligaciones menos cuidados.


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