Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XX

De las leyes con relación al comercio considerado en su naturaleza y sus distinciones

Docuit maximus Atlas

(Virgilio, La Eneida)


I.- Del comercio. II.- Del espíritu del comercio. III.- De la pobreza de los pueblos. IV.- Del comercio en las distintas clases de gobierno. V.- De los pueblos que han practicado el comercio de economía.- VI.- Algunos efectos del comercio marítimo. VII.- Espíritu de Inglaterra en lo tocante al comercio. VIII.- Cómo se ha dificultado algunas veces el comercio de economía. IX.- De la exclusión en materia de comercio. X.- Establecimiento que conviene al comercio de economía. XI.- Continuación de la misma materia. XII.- De la libertad del comercio. XIII.- Lo que acaba con la libertad del comercio. XIV.- De las leyes de comercio que contienen la confiscación de mercancías. XV.- De la prisión por deudas. XVI.- Buena ley. XVII.- Ley de Rodas. XVIII.- De los jueces de comercio. XIX. El príncipe no debe comerciar. XX.- Continuación del mismo asunto. XXI.- Del comercio de la nobleza en la monarquía. XXII.- Reflexión particular. XXIII.- A qué naciones les es perjudicial la práctica del comercio.


CAPÍTULO PRIMERO

Del comercio

Las materias que siguen debieran ser más extensas; pero no lo permite la índole de este trabajo. Bien quisiera deslizarme por un río tranquilo, pero me arrastra un torrente.

El comercio cura de las preocupaciones destructoras, siendo una regla casi general que donde las costumbres son amables, hay comercio, y que donde hay comercio las costumbres son amables.

No se extrañe, pues, que nuestras costumbres sean menos feroces hoy que en otros tiempos. El comercio ha hecho que se conozcan en todas partes las costumbres de las diferentes naciones y de la comparación han resultado muchos bienes.

Puede asegurarse que las leyes del comercio mejoran las costumbres, por la misma razón que algunas veces las pervierten; si el comercio corrompe las costumbres puras, y de esto se lamenta Platón, en cambio pule y suaviza las costumbres bárbaras, como se ve diariamente (1).


Notas

(1) César dice de los Galos que la vecindad y el comercio de Marsella los había transformado, hasta hacerlos inferiores a los Germanos, a los que siempre habían vencido. (Guerra de las Galias, lib. VI).


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CAPÍTULO II

Del espíritu del comercio

El efecto natural del comercio es propender a la paz. Dos naciones que comercian entre sí dependen recíprocamente la una de la otra: si la una tiene interés en comprar, la otra lo tiene en vender. Toda unión está fundamentada en necesidades mutuas.

Pero si el espíritu comercial une a las naciones, a los individuos no los une. En los países donde domina el espíritu del comercio en todo se trafica, se negocia en todo, incluso en las virtudes morales y las humanas acciones. Las cosas más pequeñas, las que pide la humanidad, se venden y se compran por dinero (2).

El espíritu comercial produce en los hombres cierto sentimiento de escrupulosa justicia, opuesto por un lado al latrocinio y por otro a las virtudes morales de generosidad y compasión, esas virtudes que impulsan a los hombres a no ser egoístas, a no mostrarse demasiado rígidos en lo tocante a los propios intereses y hasta a descuidarlos en beneficio del prójimo.

La privación total de comercio es, al contrario, conducente al robo, que Aristóteles incluye entre los modos de adquirir. El latrocinio no se opone a ciertas virtudes morales: por ejemplo, la hospitalidad, muy rara en los países comerciantes y muy común en los pueblos que viven de la rapiña.

Entre los Germanos, dice Tácito, es un sacrilegio cerrar la puerta de la casa a un hombre, sea quien fuere, conocido o desconocido. El que ha practicado la hospitalidad con un extranjero, lo acompaña luego a otra casa donde es recibido con la misma humanidad (2). Pero cuando los Germanos hubieron fundado reinos, ya les pareció gravosa la hospitalidad, como se ve en dos leyes del código de los Borgoñones (3). En una de ellas se impone cierta pena al que le indica a un extranjero la casa de un Romano; la otra dispone que el que le diere albergue a un extranjero sea indemnizado por sus convecinos, mediante un prorrateo.


Notas

(1) El comercio hace á los hombres más sociables, o si se quiere menos ariscos, más activos e industriosos, pero al mismo tiempo menos bravos, menos sensibles a los sentimientos de generosidad. El sistema del comerciante se reduce a este principio: que cada uno trabaje para sí como yo trabajo para mí; a nadie le pido nada sin ofrecerle su equivalencia: haced lo propio. (Edición anónima de 1764).

(2) Et qui modo hospes fuerat mostrator hospitii. (De moribus Germanorum). - Véase también César, Guerra de las Galias.

(3) Título XXXVIII.


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CAPÍTULO III

De la pobreza de los pueblos

Hay dos clases de pueblos pobres: los empobrecidos por la dureza del gobierno y los que nunca han tenido aspiraciones por no conocer o por desdeñar las comodidades de la vida. Los primeros no son capaces de ninguna virtud, porque su empobrecimiento es efecto de su servilismo; los segundos pueden hacer cosas grandes, porque su pobreza es una parte de su libertad.


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CAPÍTULO IV

Del comercio en las distintas clases de gobierno

El comercio está relacionado con la constitución. En el gobierno de uno solo está en relación con el lujo, pues aunque también lo esté con las necesidades generales, su principal objeto es procurarle a la nación que lo hace todo lo que pueda satisfacer su orgullo y sus antojos. En el gobierno de muchos, se basa más comúnmente en la economía. Los negociantes miran a todas las naciones de la tierra, ven lo que cada una da y llevan a unas lo que sacan de otras. Así practicaron el comercio las Repúblicas de Tiro, Cartago, Atenas, Marsella, Florencia, Venecia, Holanda.

Esta especie de tráfico es más propio del gobierno de muchos que del de uno solo, porque se funda en la regla de ganar poco, pero continuamente; y esta regla no puede observarla un pueblo en que reine el lujo, que gaste mucho y busque principalmente las cosas caras y la ostentación.

Así pensaba Cicerón cuando decía: No me gusta que un pueblo sea a la vez dominador y proveedor del universo (1). En efecto, habría que suponer en ese Estado, y aun en los súbditos del mismo, que estuvieran pensando a todas horas en las cosas grandes y en las chicas; lo cual es contradictorio.

Esto no quiere decir que los Estados que deben la subsistencia al comercio menudo no puedan llevar a cabo las más altas empresas, ni que les falte el atrevimiento que no suele encontrarse en las monarquías: he aquí la razón.

Un comercio conduce a otro, el pequeño al mediano, el mediano al grande; y el que se contentaba con ganar poco, llega a ponerse en condiciones de querer ganar mucho.

Además, las empresas comerciales están ligadas con los negocios públicos. Pero en las monarquías, los negocios públicos les parecen tan inseguros a los comerciantes como seguros los creen en las Repúblicas. De esto resulta que las grandes empresas de comercio no sean para los Estados monárquicos, sino para los gobiernos populares.

En una palabra, la confianza en el derecho propio que se tiene en las Repúblicas hace posible que se emprenda todo; como cada cual cree tener seguro lo adquirido, procura adquirir más; todos los riesgos que corre el comerciante están en los medios de adquirir, y los hombres confían en su buena suerte.

Esto no quiere decir que el comercio de economía esté excluído de los Estados monárquicos, sino que son, por su índole, menos aptos para hacerlo. Ni tampoco digo que el comercio de lujo no exista en las Repúblicas, sino que encaja menos en su constitución.

Respecto a los Estados despóticos, es inútil que hablemos. Por regla general, la nación que yace en la servidumbre, más trabaja para conservar que para adquirir; son los pueblos libres los que trabajan más para adquirir que para conservar.


Notas

(1) Nolo eumdem populum imperatorem et portitorem esse terrarum.


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CAPÍTULO V

De los pueblos que han practicado el comercio de economía

Marsella, puerto de refugio en un mar tempestuoso, lugar donde los vientos, los bajos y la misma disposición de las costas obligan a la arribada, siempre ha sido frecuentada por los navegantes. La esterilidad de sus terrenos obligó a sus habitantes a dedicarse al comercio de economía. Tuvieron que ser laboriosos, para suplir lo que les negaba la naturaleza; ser justos, por vivir entre pueblos bárbaros que habían de contribuir a su prosperidad; ser moderados, para vivir tranquilos; ser sobrios, para poder vivir de un comercio tanto más fácil de conservar cuanto menos lucrativo fuera.

Se ha visto en todas partes que la violencia y las vejaciones han dado nacimiento al comercio de economía, siempre que los hombres han tenido que refugiarse en pantanos, en marismas, en islas y aun en islotes. Así se fundaron Tiro, Venecia y las ciudades de Holanda; los fugitivos encontraron su seguridad en parajes tan estériles, donde para vivir sacaban el sustento de todo el universo.


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CAPÍTULO VI

Algunos efectos del comercio marítimo

Sucede a veces que un pueblo, comerciando por necesidad, busca en otras partes una mercancía que solamente le sirve para procurarse otras; la utiliza como capital. Se contenta con ganar muy poco o nada en un artículo, y aun lo adquiere perdiendo, con la esperanza de ganar en otros. Cuando era Holanda casi la única nación que comerciaba en el norte de Europa, llevaba a los países del norte vinos de Francia que apenas le servían para otra cosa que de base para su comercio.

Hay mercancías llevadas de lejos que se venden en Holanda al precio que costaron en los países donde se adquirieron. He aquí la explicación; un capitán que necesita lastre para su buque toma, por ejemplo, mármol; si le hace falta madera para la estiba, la compra; con tal de no peróer se dará por satisfecho. Y así tiene Holanda sus canteras y sus montes, o es lo mismo que si los tuviera.

Un comercio que no rinde nada, puede ser útil; hasta perdiéndose algo puede serlo. En Holanda oí decir que la pesca de la ballena, en general, no remunera casi nunca el gasto hecho; pero se interesan en esta especulación los constructores del barco, los que han suministrado los aparejos y los víveres, que todos han ganado en los suministros y en las obras más de lo que pierden en la pesca. Este comercio es una especie de lotería, y el juego no le disgusta a nadie; las personas más prudentes gustan de jugar cuando no se ve el aparato del vicio, los extravíos del juego, sus violencias, sus disipaciones, la pérdida de tiempo y aun la de toda la vida.


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CAPITULO VII

Espíritu de Inglaterra en lo tocante aa comercio

Inglaterra no tiene un arancel fijo como las demás naciones, pues lo altera cada parlamento, ya imponiendo nuevos derechos, ya quitándolos. Hasta en esto ha querido conservar su independencia. Poco amiga de que su comercio tenga trabas, hace pocos tratados con los demás países y no depende más que de sus leyes.

Ciertas naciones han subordinado los intereses comerciales a las conveniencias políticas: Inglaterra ha pospuesto los intereses políticos a los comerciales.

Ningún pueblo del mundo ha sabido aprovechar mejor y a un mismo tiempo tres grandes cosas: la religión, el comercio y la libertad.


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CAPÍTULO VIII

Cómo se ha dificultado algunas veces el comercio de economía

En varias monarquías se han dictado leyes a propósito para perjudicar a los Estados que hacen el comercio de economía. Se les ha prohibido transportar otros productos que los de su propio suelo, y aun en los barcos del país que los recibe.

Para imponer estas leyes, es preciso que el Estado que las impone pueda hacer el comercio por sí mismo, de lo contrario, el perjuicio que sufra será igual o mayor que el que cause. Vale más tratar con una nación que exija poco y esté en cierta dependencia por sus necesidades mercantiles; que por su amplitud de miras o por la extensión de sus negocios sepa donde colocar las mercancías superfluas; que sea bastante rica para tomar todos los géneros o casi todos y en crecido número; que pague con prontitud los cargamentos; que tenga necesidad de ser fiel y que sea pacífica por principio; que piense en ganar y no en conquistar; es mejor todo esto, digo, que habérselas con naciones siempre rivales y sin ninguna de las ventajas que acabo de exponer.


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CAPÍTULO IX

De la exclusión en materia de comercio

La buena máxima es no excluir de nuestro comercio a ningún Estado, si no hay para ello razones poderosas. Los Japoneses no comercian más que con dos naciones: China y Holanda (1). Los Chinos ganan mil por ciento en el azúcar, y a veces otro tanto en los retornos. Los Holandeses logran casi iguales beneficios. Toda nación que se guíe por las máximas japonesas, habrá de ser engañada. La competencia es lo que justiprecia las mercaderías y establece las verdaderas relaciones entre ellas. Menos aun debe un Estado comprometerse a no vender sus productos más que a un solo comprador o a una nación determinada, so pretexto de que se los tomará todos a cierto precio. Los Polacos han hecho, respecto al trigo, un arreglo de esta clase con la ciudad de Dantzig. Tratados semejantes han hecho varios monarcas indios con los Holandeses en cuanto a las especies (2). Tales convenios sólo se explican en una nación pobre, que renuncie a la esperanza de enriquecerse, con tal de tener la subsistencia asegurada, o en naciones cuya servidumbre consista en no disponer de las cosas que le ha dado la naturaleza o en hacer con ellas un comercio desventajoso.


Notas

(1) El P. Duhalde, tomo II, pág. 171.

(2) Los habian hecho antes con los Portugueses. Viajes de F. Pirard, cap. XV, parte 2a.


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CAPÍTULO X

Establecimiento que conviene al comercio de economía

En los Estados que hacen el comercio de economía se han establecido Bancos; idea feliz, porque los Bancos han creado con su crédito nuevos signos de valores. Pero sería un error el fundar esos Bancos en Estados que hagan comercio de lujo. Establecerlos en países gobernados por uno solo es suponer el dinero en una parte y el poder en otra; es decir, en un lado la facultad de tenerlo todo sin ningún poder, y en otro lado todo el poder sin medios para nada. En semejante gobierno, solamente el soberano puede tener un tesoro; y si hubiese otro, caerá en manos del príncipe.

Es la razón por la cual las compañías que forman los negociantes para un comercio determinado, rara vez convienen al gobierno de uno solo. Estas compañías dan a las riquezas particulares la fuerza de las públicas. Pero estas fuerzas, dada la índole del régimen, no deben estar en otras manos que las del príncipe. Digo más: no convienen tales compañías ni aun en los Estados que hacen el comercio de economía, y sí los negociantes para un comercio determinado, al alcance de los particulares, lo mejor es no poner trabas a la libertad del comercio con esos privilegios exclusivos.


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CAPÍTULO XI

Continuación de la misma materia

En los Estados que hacen el comercio de economía puede establecerse un puerto franco. La economía del Estado, que acompaña siempre a la frugalidad de los particulares, da el alma a su comercio de economía. Lo que pierda el gobierno de tributos por la franquicia expresada, se compensa de sobra con la mayor riqueza industrial de la República. Pero en el gobierno monárquico, la franquicia de puertos sería contraria a la razón; tendría por único efecto aliviar el lujo, descargarlo del peso de los impuestos, y desaparecería el único bien que el lujo pudiera producir, el solo freno que puede contenerlo en semejante constitución política.


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CAPÍTULO XII

De la libertad de comercio

La libertad del comercio no es una facultad concedida a los comerciantes para que hagan lo que quieran, lo cual sería más bien reducir el comercio a servidumbre. Las trabas que sujetan al comerciante no son trabas puestas al comercio. Precisamente en los países libres es donde el negociante encuentra más obstáculos; en ninguna parte le estorban menos las leyes que en los pueblos sumidos en la esclavitud.

Inglaterra prohibe la exportación de sus lanas; quiere que el carbón sea transportado por mar a la capital del reino; los caballos no los deja salir como no estén castrados; los barcos de sus colonias que comercian en Europa han de fondear en Inglaterra (1). Con esto favorece al comercio, pero molesta al comerciante.


Notas

(1) Acta de navegación de 1660. - Sólo en tiempo de guerra han enviado los de Boston y los de Filadelfia sus barcos mercantes al Mediterráneo directamente, a llevar sus productos.


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CAPÍTULO XIII

Lo que acaba con la libertad de comercio

Donde hay comercio hay aduanas. El objeto del comercio es la exportación e importación de mercancías en provecho del Estado; y las aduanas tienen por objeto que el Estado perciba cierto derecho sobre las mercancías importadas o exportadas. Es necesario, pues, que el Estado se mantenga neutral entre su aduana y su comercio, para que la una y el otro no se perjudiquen; si esta finalidad se logra, puede decirse que hay libertad de comercio.

El fisco puede acabar con el comercio por sus injusticias, por sus vejaciones, por lo excesivo de sus impuestos; y además, por las dificultades que opone y las fastidiosas formalidades que exige. En Inglaterra, donde las aduanas están en administración, hay una singular facilidad para el despacho; una palabra por escrito es suficiente, sin que se haga perder un tiempo infinito al negociante, ni éste se vea en la necesidad de tener empleados numerosos para zanjar dificultades.


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CAPÍTULO XIV

De las leyes de comercio que contienen la confiscación de mercancías

La Carta Magna de los Ingleses (1) prohibe embarcar y confiscar, aun en los casos de guerra, las mercancías de los negociantes extranjeros, a menos que sea por represalias. Es hermoso que la nación inglesa haya conseguido esto como uno de los artículos de su libertad.

Durante la guerra que España sostuvo contra Inglaterra en 1740, dió la primera una ley que castigaba con la muerte a los que introdujeran en España géneros ingleses o llevaran a Inglaterra artículos españoles (2). Semejante providencia no creo que tenga igual nada más que en el Japón. Es contraria a nuestras costumbres, al espíritu del comercio y a la armonía que debe haber en la proporción de las penas. Confunde las ideas, considerando crimen de Estado una simple infracción de policía.


Notas

(1) Juan sin Tierra, en los comienzos del siglo décimotercero, perdió la estimación de sus vasallos por haber hecho donación de su reino al Papa Inocencio III. Todos los barones de Inglaterra se ligaron entonces contra el rey, y le reclamaron la confirmación de la Carta de Enrique I que, hasta aquella fecha, no se había puesto en vigor. Empezó el rey por negarse, pero pronto le obligaron a conceder todo lo que le habían pedido y un poco más. Aumentó considerablemente las prerrogativas de los nobles en detrimento de la Corona, y el acta que otorgaba aquellas concesiones, conocida por el nombre de Carta Magna, es todavía la base fundamental de las libertades de Inglaterra.

(2) Esta ley fue publicada en Cádiz en el mes de marzo de 1740.


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CAPÍTULO XV

De la prisión por deudas

Solón ordenó en Atenas (1) que no se privara de la libertad por deudas civiles. Tompo esta ley de Egipto (2), donde Bocchoris la había establecido y Sesostris la había renovado.

Excelente ley en materias civiles (3) ordinarias; pero nosotros hacemos bien no admitiéndola en asuntos mercantiles. Obligados los negociantes a confiar crecidas sumas por tiempo a veces muy corto, necesitando recobrarlas para pagar ellos mismos y conservar su crédito, preciso es que el deudor le pague en la fecha convenida; y esto supone la prisión por deudas.

En los pleitos que nacen de los contratos civiles ordinarios, la ley no debe prescribirla, porque debe atender antes a la libertad de un ciudadano que al interés de otro. Peró en las convenciones comerciales, debe atender más a la conveniencia general que a la libertad de un ciudadano cualquiera, lo cual no impide las restricciones y limitaciones que dicta la humanidad y requiere la buena policía.


Notas

(1) Véase Plutarco.

(2) Diodoro, lib. I, parte II, cap. LXXIX.

(3) Dignos de censura son los legisladores griegos, que no permitian tomar en prenda el arado de un hombre ni sus armas, y permitían que se tomara al hombre mismo. (Diodoro, lib. I, parte II, cap. LXXIX).


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CAPÍTULO XVI

Buena ley

La de Ginebra, que excluye de todas las magistraturas a los hijos de los que vivieron o murieron insolventes, mientras no paguen las deudas de su padre, es una buena ley. Produce el efecto de inspirar confianza en los negociantes y en los magistrados. La fe particular adquiere la fuerza de la fe pública.


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CAPÍTULO XVII

Ley de Rodas

Los Rodios fueron todavía más lejos. Sexto EmpÍrico dice (1) que entre ellos no podía excusarse el hijo de pagar las deudas de su padre renunciando la sucesión. Era la de Rodas una ley acertada para una República fundada en el comercio; creo, sin embargo, que esa misma razón del interés del comercio exigía la limitación de que las deudas del padre no recayeran sobre los bienes que el hijo hubiese adquirido después de haber empezado a comerciar por su cuenta. El negociante debe saber siempre cuales son sus obligaciones y conducirse en toda circunstancia según el estado de su fortuna.


Notas

(1) Hipotiposes, lib. I, cap. XIV.


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CAPíTULO XVIII

De los jueces de comercio

En el libro De las rentas (1) se aconseja que sean recompensados los prefectos del comercio que más pronto despachen los litigios. El autor comprendía la necesidad de nuestra moderna jurisdicción consular (2).

Los litigios del comercio no necesitan muchas formalidades; son acciones de cada día, a las que siguen otras de igual naturaleza cada día, por lo cual es necesario que puedan resolverse cada día. No pasa lo mismo con las diversas acciones de la vida, que influyen mucho en el porvenir, pero que ocurren pocas veces. Ni suele casarse el hombre muchas veces, ni es mayor de edad más que una vez, ni se hacen donaciones o se otorga testamento cada día.

Como dijo Platón (3), en una ciudad en que no haya comercio marítimo, la mitad de las leyes civiles están de sobra; y es verdad. El comercio introduce en el país gran variedad de gentes, gran número de convenciones, muchas especies de bienes y distintas maneras de adquirir.

Por eso en las ciudades mercantiles hay menos jueces y más leyes.


Notas

(1) Jenofonte. De Proventibus, cap. III.

(2) Ya en el bajo imperio tenian los Romanos esta especie de jurisdicción para los nautas.

(3) De las Leyes, lib. VIII.


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CAPÍTULO XIX

El príncipe no debe comerciar

Teófilo mandó quemar un barco al verlo cargado de mercancías para Teodora, su mujer, a la que le dijo: Soy emperador y me haces patrón de una galera. ¿En qué ganarán la vida los que son pobres si nosotros nos dedicamos a su oficio? Habría podido agregar: ¿Quién nos reprimirá si hacemos monopolios? ¿Quién nos obligará a cumplir nuestros compromisos? Bastará que comerciemos nosotros para que hagan lo mismo nuestros cortesanos, y ellos serán ciertamente más codiciosos y más injustos que nosotros. El pueblo tiene confianza en mi justicia, no en mi opulencia; los impuestos que lo reducen a la miseria son pruebas seguras de la miseria nuestra.


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CAPÍTULO XX

Continuación del mismo asunto

Cuando los Portugueses y los Españoles dominaban en las Indias orientales, el comercio tenía ramas tan ricas y tentadoras que los príncipes se las apropiaron. Esto causó la ruina de sus establecimientos en aquellas latitudes.

El virrey de Goa concedía privilegios exclusivos a particulares. No se tiene confianza en esa clase de gente; se interrumpe el tráfico por el continuo cambio de concesionarios; ninguno de éstos se interesa por la prosperidad del comercio que se le confía, importándole nada que sea negocio perdido para su sucesor; el provecho queda en pocas manos y se difunde poco.


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CAPÍTULO XXI

Del comercio de la nobleza en la monarquía

Es contrario al espíritu del comercio que lo practique la nobleza en una monarquía. Sería perjudicial, decían los emperadores Honorio y Teodosio, y entorpecería en sus compras y ventas a los plebeyos y a los traficantes.

Y no es menos contrario al espíritu de la monarquía el que los nobles se hagan mercaderes. El uso que en Inglaterra permite a la nobleza comerciar, es una de las cosas que más han contribuído a desprestigiar el gobierno monárquico.


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CAPÍTULO XXII

Reflexión particular

Hay muchas personas que, al ver lo que se hace en otros países, piensan que convendría en Francia dictar leyes que impulsaran a los nobles a dedicarse al comercio. Esto equivaldría a destruir la nobleza sin utilidad para el comercio. Está muy bien lo que se practica. en Francia: los comerciantes no son nobles, pero pueden llegar a serlo.

Las leyes que ordenan a cada uno vivir en su profesión, permanecer en ella y aun transmitirla a sus hijos, no son ni pueden ser útiles más que en los Estados despóticos (1), en los cuales nadie puede ni debe sentir emulación.

No se me diga que cada uno desempeñará mejor su profesión cuando no pueda dejarla por otra. Yo digo lo contrario: que la desempeñará mejor cuando los que sobresalgan esperen ascender.

La adquisición de títulos nobiliarios por dinero es un estímulo para los negociantes, que así pueden alcanzarlos. No examino si se hace mal o bien en dar a las riquezas el premio que se debe a la virtud; pero hay gobiernos en que esto puede ser útil.

En Francia, donde la toga ocupa una posición intermedia entre la nobleza y el pueblo, ya que participa de los privilegios de la primera sin tener su brillo, el cuerpo depositario de las leyes puede salir de la medianía en que permanecen los particulares; es una profesión honrosa, en la que no hay manera de distinguirse como no sea por el talento, por el mérito, por la virtud, y en la que puede aspirarse a más elevada posición. La nobleza guerrera que cree vergonzoso hacer fortuna si no es para disiparla, y otra parte de la nación que cuando no espera enriquecerse espera honrarse, todo ello ha contribuído a la grandeza del reino. Y si al cabo de dos siglos ha aumentado sin cesar su poder, hay que atribuirlo a la bondad de sus leyes, no a la fortuna, pues no tiene esta especie de constancia.


Notas

(1) En efecto, eso es lo que suele hallarse establecido en dichos Estados.


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CAPÍTULO XXIII

A qué naciones les es perjudicial la práctica del comercio

Las riquezas consisten en tierras o en efectos muebles; generalmente, las tierras de cada país las poseen sus habitantes.

En muchos Estados hay leyes que retraen a los extranjeros de adquirir tierras; y como éstas, además, exigen la presencia del dueño para ser productivas, resulta que la riqueza inmueble pertenece a cada Estado. Pero los bienes muebles, como el dinero, los pagarés, las letras de cambio, las acciones de las compañías, los barcos, todas las mercaderías, pertenecen al mundo entero que, en esta relación, no compone más que un Estado, del cual son miembros todas las sociedades. El pueblo que posee más efectos de estos que hemos citado, es el más rico; algunos Estados tienen gran cantidad de ellos, adquiridos con sus productos, con el trabajo de sus obreros, con su industria, con sus descubrimientos y algunas veces hasta por obra de la casualidad. La avaricia de las naciones se disputa los bienes muebles de todo el universo. Puede haber algún Estado que carezca de los efectos muebles de otros países y aun de la casi totalidad de los suyos; en este caso, los terratenientes no son verdaderos propietarios, sino más bien colonos de los extranjeros. Un Estado así carecerá de todo y no podrá adquirir nada; para él hubiera sido mejor no comerciar con ninguna otra nación del mundo, pues el comercio es quien, por las circunstancias, le ha llevado a la pobreza.

El país que exporta constantemente menos de lo que recibe, se equilibra él mismo empobreciéndose; recibirá cada vez menos hasta que, en ruina completa, no reciba nada.

En los países comerciantes, el dinero que se va no tarda en volver, porque lo deben los Estados que lo hayan recibido; pero en las naciones de que venimos hablando no vuelve nunca, porque no deben nada los que lo han recibido.

El reino de Polonia puede servir de ejemplo. Este país no posee ningún efecto mueble, aparte del trigo que produce. Algunos señores son allí propietarios de provincias enteras; y no cesan de apremiar a los labradores para que les den mayor cantidad de trigo a fin de enviarlo al extranjero en pago de las cosas que les exige el lujo. Si Polonia no comerciara con nación alguna, el pueblo sería feliz; como los magnates no tendrían más que trigo, se lo repartirían a sus labradores para que vivieran; y resultándoles gravosas unas propiedades tan extensas, acabarían por repartirlas entre sus colonos. Y como los rebaños darían lanas y pieles para todos, no se harían gastos inmensos en vestirse. Por último, los nobles, siempre aficionados al lujo, no pudiendo encontrarlo sino dentro del país, fomentarían el trabajo y vivirían los pobres. Digo, pues, que Polonia estaría más floreciente sin comercio, a no ser que cayera en la barbarie; pero esto lo evitarían las leyes.

Ahora, veamos el Japón. La cantidad excesiva de lo que puede importar produce la cantidad excesiva de lo que puede exportar: habrá equilibrio, lo mismo que si fuesen moderadas la importación y la exportación. Además, esta superabundancia no puede menos de ser, para el Estado, sumamente ventajosa: aumentará el consumo, habrá más cosas en que se ejerzan las artes, más hombres con empleo, más medios de prosperar; y si llega el caso de necesitarse un pronto auxilio, es evidente que un Estado rico lo prestará más pronto que otro cualquiera. Es difícil que en un país no haya cosas superfluas; pero es propio del comercio volver lo superfluo útil, y lo útil necesario. El Estado, pues, podrá dar las cosas necesarias a mayor número de súbditos.

Digamos, por tanto, que no son las naciones que de nada necesitan las que pierden practicando el comercio, pues lo cierto es lo contrario: pierden las que tienen necesidad de todo. Los pueblos que se bastan a sí mismos no son los que hallan ventaja en no comerciar con nadie, sino los que nada tienen.


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