Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XIX

De las leyes en relación con los principios que forman el espíritu general, las costumbres y las maneras de una nación

I.- De la materia de este libro. II.- De la necesidad, aun para las mejores leyes, de que estén preparados los espíritus. III.- De la tiranía. IV.- Del espíritu general. V.- Debe atenderse a que no cambie el espíritu general de un pueblo. VI.- No es acertado el corregirlo todo. VII.- Los Atenienses y los Lacedemonios. VIII.- Efectos del carácter sociable. IX.- De la vanidad y del orgullo de las naciones. X. Del carácter de los Españoles y de los Chinos. XI.- Reflexión. XII.- De las maneras y de las costumbres en el Estado despótico. XIII.- De los modales entre los Chinos. XIV.- Cuáles son los medios naturales de cambiar las costumbres y modales de una nación. XV.- Influencia del gobierno doméstico en la política. XVI.- De cómo han confundido algunos legisladores los principios que gobiernan a los hombres. XVII.- Propiedad particular del gobierno de China. XVIII.- Consecuencia del capítulo anterior. XIX.- De cómo se ha realizado entre los Chinos la unión de la religión, las leyes, las maneras y las costumbres. XX.- Explicación de una paradoja acerca de los Chinos. XXI.- Las leyes deben guardar relación con las costumbres y las maneras. XXII.- Prosecución de la misma materia. XXIII.- Las leyes siguen a las costumbres. XXIV.- Continuación de la misma materia. XXV.- Continuación del mismo asunto. XXVI.- Continuación de la misma materia. XXVII.- Las leyes pueden contribuir a formar las costumbres, las maneras y el carácter de una nación.


CAPÍTULO PRIMERO

De la materia de este libro

La materia de este libro es vasta. En la multitud de ideas que acuden a mi mente, he de atender al orden de las cosas más que a las cosas mismas. Debo descartar no pocas, echarlas a los lados y abrirme paso entre ellas.


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CAPÍTULO II

De la necesidad, aun para las mejores leyes, de que estén preparados los espíritus

Nada les pareció a los Germanos tan insoportable como el tribunal de Varo (1). El que Justiniano constituyó entre los Lazios para procesar al matador de su rey, también les pareció una cosa bárbara (2). Mitridates, en una arenga contra los Romanos, les censura entre otras cosas, las formalidades de su justicia (3). Los Partos no podían aguantar a aquél rey que, educado en Roma, recibía y oía con afabilidad a todo el mundo (4). Hasta la libertad les ha parecido intolerable a pueblos no acostumbrados a ella, como el aire suele ser nocivo para los que han vivido en lugares pantanosos.

Un Veneciano llamado Balbi fue presentado al rey de Pegu (5). Cuando éste supo que en Venecia no había rey, tuvo un acceso tal de hilaridad que la tos por ella producida no le permitió hablar con sus cortesanos. ¿Qué legislador se atrevería a proponer la adopción de un gobierno popular en semejantes pueblos?


Notas

(1) Les cortaban la lengua a los abogados, diciéndoles: Víbora, acaba de silbar. (Tácito) - Según Crévier, no fue Tácito, sino Floro, el que ha contado esta costumbre.

(2) Agatías, lib. IV.

(3) Calumnias litium (Justino, lib. XXXVIII).

(4) Prompti aditus, nova comitas, ignotoe Parthis virtutes, nova vitia (Tácito).

(5) Se hizo la descripción de este país en 1596. (Véase la Colección de viajes citada tantas veces, parte 1a., tomo III, pág. 33).


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CAPÍTULO III

De la tiranía

Hay dos clases de tiranía: real y efectiva la una, que consiste en la violencia del gobierno; circunstancial la otra, que se deja sentir cada vez que la opinión encuentra mal una medida de los gobernantes.

Refiere Dion que Augusto quiso que le llamaran Rómulo, pero que desistió al saber que el pueblo interpretaba su capricho como un propósito de proclamarse rey. Los Romanos primitivos no querían reyes por no poder sufrir su autoridad; los del tiempo de Augusto no los querían tampoco, porque sus maneras les parecían insoportables: es verdad que César, los triunviros y el citado Augusto fueron casi unos reyes, pero lo disimulaban aparentando respeto a la igualdad y no pareciéndose en los modales ni en su modo de vivir a los reyes de entonces. Los Romanos querían conservar sús instituciones y sus gustos sin imitar a los pueblos serviles de Africa y de Oriente.

El mismo Dion nos dice (1) que el pueblo romano estaba indignado contra Augusto por ciertas leyes muy duras que había dictado; pero que tan pronto como hizo volver al cómico Pílades, expulsado de la ciudad por las facciones, cesaron la indignación y el descontento. Aquel pueblo sentía más la tiranía cuando se expulsaba a uh histrión que cuando le arrebataban sus leyes.


Notas

(1) Libro LIV, pág. 532.


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CAPÍTULO IV

Del espíritu general

Muchas cosas gobiernan a los hombres: el clima, la religión, las leyes, las costumbres, las máximas aprendidas, los ejemplos del pasado; con todo ello se forma un espíritu general, que es su resultado cierto.

Cuanto más fuertemente influya una de estas causas, menos se dejará sentir la influencia de las otras. La naturaleza y el clima obran casi solos sobre los salvajes; las leyes tiranizan al Japón; gobiernan las formas a los Chinos; las costumbres eran la regla en Macedonia; las máximas de gobierno y las costumbres antiguas eran lo que ejercía más influjo en Roma.


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CAPÍTULO V

Debe atenderse a que no cambie el espíritu general de un pueblo

Si hay en el mundo una nación que tenga humor sociable, carácter franco y alegre, llevado a veces a la indiscreción, viveza, gusto y con todo esto, valor, generosidad y cierto pundonor, bueno será poner sumo cuidado en no violentar sus hábitos con leyes que pongan trabas a su manera de ser o coarten sus virtudes.

Siendo bueno el carácter en general, ¿qué importa algún defecto?

En ese país se podría contener a las mujeres, dictar leyes que corrigieran las costumbres y pusieran límites al lujo; pero ¿quién sabe si con todo ello se le haría perder el gusto, fuente de las riquezas, y hasta la urbanidad que atrae a los extranjeros?

El legislador debe ajustarse al espíritu de la nación, cuando no es contrario a los principios del régimen, porque nada se hace mejor que lo que hacemos libremente siguiendo nuestro genio natural.

Nada ganará el Estado, ni en lo interior ni en lo exterior, si se le imprime un espíritu de pedantería a un pueblo naturalmente alegre. Dejadle hacer con formalidad las cosas frívolas y festivamente las más serias.


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CAPÍTULO VI

No es acertado el corregirlo todo

Que nos dejen como somos, decía un personaje de cierta nación muy parecida a la de que hemos dado una ligera idea. La naturaleza lo corrige todo; si nos ha dado una viveza que nos inclina a las burlas y nos hace capaces de ofender, esa misma vivacidad es enmendada por la cortesía, por la urbanidad que nos procura, inspirándonos la afición al trato de las gentes y al de las mujeres sobre todo.

Sí, que nos dejen tales como somos. Nuestras cualidades indiscretas unidas a nuestra escasa malicia, hacen que no nos convengan unas leyes que cohiban nuestro amor sociable.


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CAPÍTULO VII

Los Atenienses y los Lacedemonios

Y proseguía diciendo el mismo personaje: Los Atenienses eran un pueblo algo parecido al nuestro. La vivacidad que ponían en el consejo la llevaban a la ejecución. Trataban jovialmente de los más graves asuntos y les gustaba un chiste en la tribuna como en el teatro. El carácter de los Lacedemonios, al contrario, era grave, seco, taciturno. De un Ateniense no se hubiera conseguido nada con una seriedad que le aburriera; ni de un Lacedemonio intentando divertirle.


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CAPÍTULO VIII

Efectos del carácter sociable

Cuanto más se comuniquen los pueblos, tanto más fácilmente mudan de modales, porque cada uno se ofrece más en espectáculo a otro y se ven mejor las singularidades de los individuos. El clima es caúsa de que sea comunicativa una nación y lo es también de que ame las mudanzas. Y lo que hace amar las mudanzas hace también que se forme el gusto.

En un pueblo expansivo se cultiva más el trato de las mujeres. El trato de las mujeres relaja las costumbres, pero crea el gusto; el deseo que tiene cada uno de agradar más que los otros, es el origen de los adornos, y el afán de adornarse crea las modas. Las modas no carecen de importancia: a fuerza de frivolidad aumentan sin cesar las ramas de comercio (1).


Notas

(1) Véase La fábula de Las abejas.


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CAPITULO IX

De la vanidad y del orgullo de las naciones

La vanidad es un buen resorte de gobierno, pero el orgullo es peligroso. Para comprenderlo bien no hay más que representarse, por una parte, los innumerables beneficios que resultan de la vanidad; el lujo, la industria, las artes, las modas, la urbanidad, el gusto; por otra parte, los inmensos males que acarrea el orgullo: la pereza, la pobreza, la ignavia, la destrucción de los pueblos orgullosos. La pereza es efecto del orgullo (1); la diligencia es hija de la vanidad; el orgullo de un Español le impide trabajar; la vanidad de un Francés le impulsa a trabajar más y mejor que los otros.

Toda nación perezosa es presumida y grave, porque los que no trabajan se creen soberanos de los que trabajan.

Examinad todas las naciones, y veréis que la gravedad, el orgullo y la pereza casi siempre van juntos.

Los pueblos de Achim (2) son indolentes y altivos, hasta el extremo de que las personas que no tienen esclavos alquilan uno, aunque sea para andar cien pasos y llevar un par de libras de arroz: se creerían deshonradas si las llevaran ellas mismas.

Hay lugares donde los hombres se dejan crecer las uñas para hacer ver que no trabajan.

Las mujeres de la India (3) consideran vergonzoso al aprender a leer; dicen que eso es bueno para los esclavos, que entonan cánticos en las pagodas. Las de una casta no hilan; en otras castas, no hacen más que esteras y cestas; algunas hay que consideran denigrante para las mujeres el ir a buscar agua. El orgullo ha impreso allí sus reglas. No es necesario decir que las cualidades morales producen efectos diferentes según sean las otras que las acompañan; así el orgullo, unido a una gran ambición, a la grandeza de las ideas, etc., produjo en los Romanos los efectos consabidos.


Notas

(1) En la Colección de viajes (tomo I, pág. 54) puede leerse que los pueblos sumisos al Kan de Malacamber, los de Coromandel y los de Carnataca, son orgul1osos y perezosos, en tanto que los del Mogol y los del Indostán son diligentes y trabajadores; los primeros consumen poco, porque son miserables, y los últimos gozan de las comodidades de la vida igual que los Europeos.

(2) Véase Dampier, tomo III.

(3) Cartas edificantes, 12a. colección, pág. 80.


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CAPÍTULO X

Del carácter de los Españoles y de los Chinos

Los diversos caracteres de las naciones son una mezcla de virtudes y vicios, de buenas y malas cualidades. Las mezclas afortunadas son aquellas de las que resultan grandes bienes, aunque a veces nadie lo hubiera adivinado; hay otras que causan grandes males. que nadie sospecharía.

La buena fe de los Españoles ha sido celebrada en todos los tiempos. Justino (1) habló de su fidelidad en la custodia de un depósito: se dejaban matar por no descubrirlo. Aun hoy conservan esta virtud. Las naciones que comercian en Cádiz fían su fortuna a los Españoles y nunca han tenido que arrepentirse de ello. Pero esa admirable cualidad, unida a su pereza, forma una mezcla que les perjudica: son otros pueblos de Europa los que, en sus barbas, hacen todo el comercio de su monarquía.

Nos ofrecen los Chinos otra mezcla en contraste con la de los Españoles. Su vida precaria (2) les comunica una actividad tan prodigiosa y un ansia tal de lucro, que nadie se fía de ellos (3). Esta infidelidad reconocida les ha conservado el comercio del Japón; ningún negociante de Europa se ha atrevido a emprenderlo en nombre de ellos, aunque hubiera sido fácil por sus provincias marítimas del Norte.

Notas

(1) Libro LXIV.

(2) Por la naturaleza del clima y del terreno.

(3) El P. Duhalde.


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CAPÍTULO XI

Reflexión

No he dicho lo que precede para abreviar poco ni mucho la distancia infinita que separa el vicio de las virtudes: ¡líbreme Dios! Sólo he querido hacer comprender que no todos los vicios políticos son vicios morales ni todos los vicios morales son vicios políticos; esto no deben ignorarlo los que hacen leyes opuestas al espíritu general.


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CAPÍTULO XII

De las maneras y de las costumbres en el Estado despótico

La máxima fundamental es, que no deben cambiarse las costumbres ni las maneras en el Estado despótico; ese cambio traería una revolución. Como en esos Estados puede decirse que no hay leyes, sino costumbres y modales, bastaría cambiarlos para trastornarlo todo.

Las leyes se establecen, las costumbres se inspiran; éstas tienen más conexión con el espíritu general; aquéllas con las instituciones particulares. Y cambiar una institución particular es menos perjudicial, seguramente, que una alteración en el espíritu general.

Hay menos trato en los países donde cada uno, ya como superior ya como inferior, ejerce o tiene que sufrir un poder arbitrario, que en aquellos en que la libertad existe para todos. Por consecuencia, no cambian tanto las formas y las costumbres, que por su fijeza casi inalterable se aproximan a las leyes; es necesario, pues, que el príncipe o el legislador se abstengan de contrariar las costumbres.

En un país despótico las mujeres ordinariamente viven encerradas y no pueden dar el tono. En los demás países, el deseo que tienen de agradar, así como el de agradarlas, ocasionan contínuas mudanzas y reformas. Cada sexo influye más o menos en el otro, y esta influencia recíproca hace que ambos sexos pierdan su cualidad distintiva: lo que era absoluto se trueca en arbitrario y los modales se modifican un día u otro.


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CAPÍTULO XIII

De los modales entre los Chinos

China es la nación de maneras más inmutables, más indestructibles. Además de estar las mujeres, en absoluto, apartadas de los hombres, las maneras y las costumbres se enseñan en las escuelas. Se conoce al letrado, dice el Padre Duhalde, en la soltura con que hace una reverencia. Una vez enseñadas estas cosas por doctores graves y como reglas fijas, adquieren la estabilidad y la fijeza de principios de moral y no se cambian.


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CAPÍTULO XIV

Cuáles son los medios naturales de cambiar las costumbres y modales de una nación

Hemos dicho que las leyes son instituciones particulares y terminantes del legislador, en tanto que las costumbres y maneras son instituciones de la nación en general. De aquí se sigue que cuando se quiere alterar las costumbres y maneras no cabe hacerlo por medio de leyes. lo cual podría parecer tiránico; es preferible hacerlo por medio de otras maneras y costumbres.

Así cuando un príncipe se proponga introducir mudanzas en la nación, deberá cambiar con leyes nuevas las leyes establecidas y con maneras las maneras; es mala política el invertir estos términos.

La ley que obligaba a los Moscovitas a no usar barbas y a llevar los trajes cortos, y la violencia del zar Pedro I que hacía cortar por las rodillas los trajes largos de los que entraban en las ciudades. eran actos de tiranía. Buenas son las penas para evitar los delitos; para cambiar las costumbres bastan los ejemplos.

Rusia se ha civilizado con tanta facilidad y prontitud, que ha demostrado la equivocación del soberano al afirmar, como lo hacía, que aquella nación era un conjunto de bestias. Las violencias de que se valió eran inútiles, por la persuasión hubiera conseguido el mismo resultado.

Vió por propia experiencia la facilidad de las mudanzas que impuso. Las mujeres estaban encerradas y eran esclavas hasta cierto punto. Él las llamó a la Corte, las hizo vestir a la alemana, les mandó telas, y en seguida se aficionaron a una manera de vivir que halagaba su gusto, su vanidad y sus pasiones; los hombres se aficionaron también, como era natural.

Contribuyó a facilitar el cambio, el hecho de ser las costumbres de entonces extrañas al clima, y efecto únicamente de las conquistas y de la mezcla de razas. Pedro I, al introducir las costumbres y los modales de Europa en una nación europea, encontró facilidades que no esperaba. El más poderoso imperio es el del clima. No tenía necesidad de leyes para cambiar las costumbres y modales de su nación; hubiérale bastado inspirar otros modales y otras costumbres.

Los pueblos, en general, son muy apegados a sus usos; quitárselos a la fuerza es hacerlos desgraciados; no conviene, pues, cambiárselos; es mejor inclinarlos a que los cambien ellos mismos.

Toda pena que no se derive de la necesidad es tiránica; la ley no es un mero acto de poder, y las cosas indiferentes no le incumben.


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CAPÍTULO XV

Influencia del gobierno doméstico en la política

El cambio de costumbres operado en las mujeres influirá, sin duda, en el gobierno de Moscovia. Todo se liga estrechamente: el despotismo del príncipe está naturalmente concorde con la servidumbre de las mujeres; la libertad de las mujeres lo está con el espíritu de la monarquía.


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CAPÍTULO XVI

De cómo han confundido algunos legisladores los principios que gobiernan a los hombres

Las costumbres y las maneras son usos que las reglas no han establecido o no han podido o querido establecer.

Entre las leyes y las costumbres hay la diferencia de que las primeras regulan principalmente las acciones del ciudadano y las segundas las acciones del hombre. Y la diferencia entre las costumbres y las maneras consiste en que aquéllas se refieren más a la conducta interior y éstas a la exterior.

Ha sucedido a veces que en algún Estado se confundan estas cosas (1). Licurgo comprendió en un código único las leyes, las costumbres y las maneras; lo propio han hecho los legisladores chinos.

A nadie debe extrañarle que los legisladores de Lacedemonia y los de China confundieran las leyes, las costumbres y las maneras, porque las costumbres representan las leyes y las maneras representan las costumbres.

Los legisladores chinos tenían por objeto principal que su pueblo pudiera vivir tranquilo. Querían que los hombres se respetasen mutuamente, que cada uno sintiera en todos los instantes que debía mucho a los otros, que no hubiera ciudadano alguno que no dependiera en algún concepto de otro ciudadano. Así dieron toda la extensión posible a las reglas de civilidad.

Por esto se ha observado en China que aun las gentes del campo (2) usan entre sí las mismas ceremonias de condición elevada; buen medio de inspirar dulzura, mantener la paz y la concordia, desarraigar del pueblo vicios que provienen de la dureza de alma. Porque, efectivamente, el emanciparse de las reglas de la civilidad es dejarse llevar por los defectos propios.

En este sentido, la civilidad es mejor que la urbanidad. Ésta lisonjea los vicios de los demás, en tanto que aquélla nos impide exteriorizar los nuestros. La civilidad es una barrera que han puesto los hombres entre si para no desagradarse.

Licurgo, cuyas instituciones eran rudas, no pensaba en la civilidad cuando formó las maneras, sino en darle al pueblo un espiritu belicoso. Gentes que siempre estaban o corrigiendo o siendo instruidas, que eran además sencillas y severas, se ocupaban más bien en practicar virtudes que en prodigarse atenciones.


Notas

(1) Moisés incluyó en el mismo código la religión y las leyes. Los Romanos primitivos no distingufan de las leyes los usos rutinarios.

(2) Véase Duhalde.


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CAPÍTULO XVII

Propiedad particular del gobierno de China

Los legisladores chinos hicieron más (1): confundieron la religión, las leyes, las costumbres y las maneras; todo esto fue la moral, fue la virtud. Los preceptos que se referían a estos cuatro puntos fueron llamados ritos; y en la observación exacta de estos ritos fue en lo que triunfó el gobierno chino. Se empleaba toda la juventud en aprenderlos y toda la vida en practicarlos. Para enseñarlos estaban los letrados, los magistrados para predicarlos; y como abarcaban hasta los menores actos de la vida, cuando se hubo hallado el medio de hacerlos observar escrupulosamente, China estuvo muy bien gobernada.

Dos cosas contribuyeron a grabar los ritos en el corazón de los Chinos y en su entendimiento: una, su manera de escribir, que por ser en extremo complicada no permite que se aprenda a leer en poco tiempo y se pasa gran parte de la vida empapándose en los ritos, puesto que están contenidos en los libros de lectura; otra, que no conteniendo los preceptos de los ritos nada espiritual, sino solamente las reglas de una política común, son más asimilables, más a propósito para convencer, que las materias de un orden intelectual.

Los príncipes que, en vez de gobernar con los ritos gobernaron con la fuerza, pretendieron que el rigor de los suplicios hiciera lo que no puede, porque los castigos no pueden morigerar. Sin duda los suplicios eliminarán al ciudadano que, por haber perdido sus costumbres, haya infringido las leyes; pero no las restablecerán si todo el mundo ha perdido sus costumbres. Los suplicios podrán atajar algunas consecuencias de la general desmoralización, pero no la corrigen. Por eso, cuando se abandonaron los principios del gobierno chino, cuando la moral se pervirtió, cayó el Estado en la monarquía y sobrevinieron las revoluciones.


Notas

(1) Véanse los libros clásicos de que el P. Duhalde ha copiado tan hermosos fragmentos.


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CAPÍTULO XVIII

Consecuencia del capítulo anterior

Resulta de lo expuesto que, por la conquista, no ha perdido China sus leyes; siendo la misma cosa, maneras, costumbres, leyes y religión, no es posible cambiarlo todo a la vez. Y como es preciso que el cambio se produzca en el vencido o en el vencedor, ha sido el vencedor quien ha cambiado en China; porque no siendo sus costumbres sus maneras, ni sus maneras sus leyes, ni sus leyes su religión, ha sido fácil que se adapte poco a poco al pueblo vencido más bien que el vencido a él.

Se sigue de esto una cosa triste: que es casi imposible establecer el catolicismo en China; es de temer que no se logre jamás (1). Los votos de virginidad, la reunión de mujeres en las iglesias, en comunicación indispensable con los sacerdotes, su participación en los sacramentos, la confesión auricular, la extremaunción, son cosas contrarias a las costumbres y maneras del país y perturbadoras de su religión y de sus leyes.

La religión cristiana, al establecer la caridad, el culto público, la participación de los mismos sacramentos, parece exigir que todo se una; los ritos chinescos más bien exigen que todo se separe.

Como ya se ha visto que esta separación es compañera del genio del despotismo, en ello se encontrará una de las razones por las cuales se armoniza mejor la monarquía u otro gobierno moderado con la religión de Jesucristo (2).


Notas

(1) Véanse en esta misma obra el lib. IV, cap. III y el libro XIX. cap. XII.

(2) Véase más adelante el lib. XXIV, cap. III.


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CAPÍTULO XIX

De cómo se ha realieado entre los Chinos la unión de la religión, las leyes, las maneras y las costumbres

Los legisladores chinos tuvieron por objeto principal la tranquilidad del imperio, y les pareció que el medio más indicado para conseguirla era la subordinación. Poseídos de esta idea, creyeron que debían inculcar el respeto a los padres, para lo cual estableciéron numerosos ritos y ceremonias con que se les honraba durante su vida Yo después de su muerte. Era imposible honrar tanto a los padres muertos sin sentirse dispuestos a honrarlos vivos. Las ceremonias dedicadas a los padres fallecidos estaban más relacionadas con la religión; las consagradas a los padres vivientes lo estaban más con las leyes, maneras y costumbres. Pero unas y otras formaban parte del mismo código, que era muy extenso.

El respeto a los padres se enlazaba necesariamente con todo lo que se refería a los mayores, esto es, los ancianos, los patronos, los magistrados, el emperador. Este respeto a los padres suponía benignidad con los hijos, correspondencia de los ancianos al cariño de los jóvenes, de los superiores a los súbditos. Esto formaba los ritos, y luego los ritos formaban el espíritu general de la nación.

Vamos a comprender ahora la relación que puedan tener unas cosas, al parecer extrañas, con la constitución fundamental de China.

El imperio chino está fundado en la idea del gobierno de una familia. Si se disminuye la autoridad paterna o se omiten las ceremonias que expresan la veneración que inspira, se debilita el respeto a los magistrados, a quienes se considera como padres; y a su vez los magistrados se interesan menos por los pueblos, que deben mirar como hijos; con lo que se va borrando poco a poco la relación de amor entre el príncipe y sus súbditos. Suprimiendo cualquiera de estas prácticas se quebranta la solidez del Estado. Es cosa indiferente, en sí misma, que todas las mañanas se levante la nuera para cumplir tales o cuales formalidades con su suegra; pero si se considera que todos estos deberes recuerdan un sentimiento que es necesario imprimir en todos los corazones para que vaya formando el espíritu que gobierna el imperio, se verá la importancia que tienen esta o aquella acción particular y la conveniencia de que se ejecuten.


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CAPÍTULO XX

Explicación de una paradoja acerca de los Chinos

Es singular que los Chinos, cuya existencia es guiada por los ritos, sean no obstante el pueblo más trapacero del mundo. Esto se ha observado más señaladamente en el comercio, que nunca les ha inspirado la buena fe que le es propia. El que va a comprar lleva sus pesas (1), porque no se fía de las del vendedor; en efecto, cada mercader tiene tres: una para comprar, otra para vender y la tercera, única exacta, para los compradores listos o que están en el secreto. Es una contradicción que creo poder explicar.

Dos fines se han propuesto los legisladores chinos: que el pueblo sea pacífico y sumiso y que sea también activo y laborioso. Por la naturaleza del clima y el terreno, la vida es allí precaria, y nadie puede asegurar la subsistencia como no trabaje mucho.

Donde todos obedecen y todos trabajan, la situación del Estado es próspera. La necesidad y la influencia del clima han dado a los chinos un afán inmoderado de lucro, que las leyes no han procurado reprimir. Se ha prohibido todo lo encaminado a adquirir por la violencia; no se ha prohibido nada que conduzca a la ganancia por la habilidad o el artificio. No se compare, pues, la moral de China con la moral de Europa. En China cada uno debe atender a su interés: si el pícaro atiende a su utilidad, el que puede ser burlado debe mirar a la suya. En Lacedemonia se permitía robar; en China se permite engañar.


Notas

(1) Diario de Lange, 1721 y 1722, tomo VIII de los Viajes al Norte.


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CAPÍTULO XXI

Las leyes deben guardar relación con las costumbres y las maneras

Instituciones singulares pueden confundir del modo que hemos visto, cosas naturalmente separadas, como las leyes, las costumbres y las maneras; pero es que aun separadas, son cosas que tienen estrechas relaciones entre sí.

Preguntósele a Solón si había dado a los Atenienses las mejores leyes, y respondió: Les he dado las mejores que ellos podían recibir (1). Respuesta discretísima que debieran oir todos los legisladores. Cuando la sabiduría divina dijo al pueblo judío: Os he dado preceptos que no son buenos, quiso decir que su bondad no era sino relativa: esta es la esponja que puede pasarse por todas las dificultades y todas las objeciones que susciten las leyes de Moisés.


Notas

(1) Plutarco, Vida de Solón, párr. 9.


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CAPÍTULO XXII

Prosecución de la misma materia

Cuando un pueblo tiene sencillas costumbres, las leyes también se simplifican. Según Platón (1): Radamanto, que gobernaba un pueblo sencillo y religioso, resolvía todos los procesos con celeridad, defiriendo al juramento prestado en cada uno. Pero Platón agrega (2):

Si el pueblo no es religioso, no se puede hacer uso del juramento sino cuando lo presta quien no sea parte interesada, como juez y testigos.


Notas

(1) De las Leyes, lib. XII.

(2) Idem.


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CAPÍTULO XXIII

Las leyes siguen a las costumbres

Mientras las costumbres de los Romanos fueron puras, no hubo ley alguna contra el peculado. Y cuando empezó a generalizarse este delito, se le tuvo por tan infame que pareció bastante pena la de restituir lo que se había tomado (1); dígalo el juicio de L. Escipión (2).


Notas

(1) In simplum.

(2) Tito Livio, lib. XXXVIII.


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CAPÍTULO XXIV

Continuación de la misma materia

Las leyes que otorgan la tutela a la madre, atienden principalmente a la conservación de la persona del pupilo; las que la otorgan al pariente más cercano, atienden ante todo a la conservación de los bienes. En los pueblos en que están pervertidas las costumbres es mejor que sea la madre quien tome a su cargo la tutela; en aquellos otros en que las leyes cuentan con la fuerza de costumbres de los ciudadanos, se otorga la tutela al presunto heredero de los bienes, o a la madre o a los dos juntos.

Si se medita acerca de las leyes de Roma, se verá que su espíritu se halla conforme con lo que estoy diciendo. Cuando se hizo la ley de las Doce Tablas, eran admirables todavía las costumbres de aquel pueblo. Por lo mismo se daba la tutela al más próximo pariente del pupilo, considerando que debía soportar la carga de la tutela el que podía tener la ventaja en la sucesión. No se creyó amenazada la vida del pupilo aunque estuviese en poder del que le había de heredar si falleciera. Más tarde cambiaron las costumbres, y entonces los jurisconsultos mudaron de opinión. Si en la sustitución pupilar, dicen Cayo (1) y Justiniano (2), teme el testador que el sustituído tienda asechanzas al pupilo, puede hacer en testamento abierto la sustitución vulgar (3) y escribir la pupilar en la parte del testamento que no haya de abrirse hasta que transcurra cierto plazo. Temores y precauciones que no conocieron los primeros Romanos.


Notas

(1) Instit., lib. II, tít. VI, párr. 2.

(2) Idem, idem, párr. 3.

(3) La sustitución vulgar era: Si fulano no toma la herencia, le sustituyo ... etc. La pupilar: Si fulano muere antes de la pubertad ... etc.


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CAPÍTULO XXV

Continuación del mismo asunto

La ley romana permitía las donaciones antes del casamiento, pero no después. Esto obedecía a las costumbres de los Romanos, que eran impulsados a casarse por la frugalidad, la sencillez y la modestia, pero que podían luego dejarse seducir por los cuidados domésticos, las complacencias y la felicidad de toda una vida.

Estatuía la ley de los Visigodos (1) que el esposo no pudiera dar a su futura mujer más que la décima parte de sus bienes y que no pudiera hacerle ninguna donación durante el primer año de su matrimonio. Otra consecuencia de las costumbres del país: los legisladores se proponían limitar aquella jactancia española, propensa a excesivas liberalidades por mera ostentación.

Los Romanos evitaron con sus leyes algunos inconvenientes del imperio más duradero de todos, que es el de la virtud; los españoles querían evitar con las suyas los efectos de la tiranía más desagradable del mundo, la de la belleza.


Notas

(1) Lib. III, tit. I, párr. 5.


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CAPÍTULO XXVI

Continuación de la misma materia

La ley de Teodosio y Valentiniano (1) buscó las causas del repudio en las antiguas costumbres y usos de los Romanos (2). Por eso incluyó entre ellas la acción del marido que castigara a su mujer de un modo indigno de persona honrada (3). En las leyes siguientes se omitió esta causa (4) por haber cambiado en esto las costumbres, pues los usos de Oriente se habían substituído a los de Europa. A la emperatriz, esposa de Justiniano II, la amenazó el primer eunuco, dice la historia, con el castigo que se aplica a los párvulos en la escuela. Tamaño escándalo no se concibe, a no ser por el influjo de costumbres establecidas o que se quisiera establecer.

Hemos visto cómo las leyes siguen a las costumbres; veamos ahora cómo las costumbres siguen a las leyes.


Notas

(1) Leg. 8, Cód. de Repudiis.

(2) Véase Cicerón, Filípica segunda.

(3) Si verberibus, quoe ingenuis aliena sunt, afficientem probaverit.

(4) En la Nueva, cap. XIV.


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CAPITULO XXVII

Las leyes pueden contribuir a formar las costumbres, las maneras y el carácter de una nación

Las costumbres de un pueblo esclavo son parte de su servidumbre; las de un pueblo libre son parte de su libertad.

He hablado en el libro XI, capítulo VI, de un pueblo libre; allí expuse los principios de su constitución. Veamos ahora qué efectos han debido resultar de estos principios, qué carácter formarse y qué maneras.

No diré que el clima no haya producido, en gran parte, las leyes, las costumbres y las maneras de aquella nación, pero sí digo que las costumbres y maneras de la misma deben tener con sus leyes alguna relación.

Como habría en el Estado dos poderes visibles, el legislativo y el ejecutivo, y como cada ciudadano tendría voluntad propia y haría valer su independencia, la mayoría de las gentes sería más partidaria de uno de los dos poderes que del otro, pues pocas personas tienen la equidad y el juicio necesarios para ser igualmepte afectas a los dos.

Y como el poder ejecutivo, disponiendo de todos los empleos, podría favorecer a muchos y dar grandes esperanzas sin infundir temores, todos los favorecidos o halagados se pondrían de su parte, como tal vez lo atacaran los que nada esperasen o nada pretendieran.

Libres las pasiones, aparecerían en toda su extensión la envidia, las rivalidades, el odio, el anhelo de distinguirse y el afán de enriquecerse; de no suceder así, el Estado se parecería al hombre indiferente, vencido por los achaques y ya sin pasiones, por carecer de fuerza y de salud.

Habría, pues, dos partidos; y el odio entre ellos se perpetuaría por su misma impotencia.

Compuestos los dos partidos de hombres libres, si el uno adquiría demasiada superioridad, el efecto de la libertad sería que la perdiera, pues los ciudadanos acudirían a levantar al otro como las manos acuden a ayudar al cuerpo.

Cada particular, en virtud de su misma independencia, obedecería al impulso de sus gustos y de sus caprichos, cambiando de partido cuando se le antojara, abandonando aquel en que se quedaban sus amigos, para agregarse al de sus enemigos; en la nación que pasan estas cosas, a menudo se olvidan las leyes de la amistad y del odio.

El monarca se encontraría en el mismo caso que los particulares, y faltando a las más ordinarias reglas de prudencia, pondría su confianza a veces en los que más le hubieran contrariado, abandonando a los que mejor le habían servido; haría por necesidad lo que otros soberanos hacen por libre elección.

Todos temen que se les escape el bien, que se siente más que se conoce; y como el temor agranda los objetos, el pueblo siempre estará en la inquietud y la duda, creyéndose en peligro quizá en los momentos de mayor seguridad.

Esto sucederá con tanto más motivo, por cuanto los mismos que mayor oposici6n hicieron al poder ejecutivo, no pudiendo confesar los interesados móviles de su conducta, sembrarían el terror en el pueblo, que jamás sabrá con certidumbre si le amenaza algún peligro o no. Pero esto mismo le haría evitar los peligros verdaderos a que podría verse expuesto con posterioridad.

Entretanto, el cuerpo legislativo, poseyendo la confianza del pueblo y con más luces que él, podría desvanecer las malas impresiones que el mismo pueblo hubiera recibido y calmar su agitación.

Tal sería la ventaja de semejante gobierno comparado con aquellas antiguas democracias, en las que por ejercer el pueblo directamente el poder, se hallaba a merced de los agitadores que con sus discursos lo inquietaban.

Así, cuando los terrores no tuvieran fundamento, sólo ocasionarían vanos clamores e injurias; y aun darían el buen resultado de que no se enmohecieran los resortes del gobierno y el de que estuviesen alerta todos los ciudadanos. Pero si aquellos terrores fuesen consecuencia de trastornos en las leyes fundamentales, engendrarían catástrofes y atrocidades.

En este segundo caso, no tardaría en sobrevenir una calma espantosa durante la cual se reuniría todo contra el poder que violaba las leyes.

Si en el caso de que las inquietudes no tuvieran objeto ni fundamento, surgiera de repente algún peligro exterior, como la invasión o la amenaza de una potencia extranjera, entonces los intereses menores enmudecerían y todos ofrecerían vidas y haciendas al Estado, agrupándose en torno del poder ejecutivo.

Pero si la agitación y la discordia procedieran de haber sido violadas las leyes fundamentales del país, no calmaría los ánimos una amenaza extranjera, sino que habría una revolución, la cual no mudaría la forma del gobierno, porque las revoluciones que hace la libertad son siempre confirmatorias de la libertad.

Una nación libre puede tener un libertador; una nación subyugada no puede tener más que otro opresor; porque el hombre con bastante fuerza para derrocar al que es dueño absoluto del Estado, la tendrá también para ocupar su sitio arrogándose la posesión del poder.

Como es preciso, para gozar de la libertad, que cada uno pueda decir lo que piensa, y como para conservarla se necesita lo mismo, todo ciudadano en la nación supuesta, diría o escribiría todo lo que las leyes no le prohibieran expresamente decirlo o escribirlo.

Esa nación, enardecida siempre, se dejaría llevar por sus pasiones más que por la razón, ya que ésta no obra nunca tan eficazmente como aquéllas en el espíritu humano; y por consiguiente les sería bien fácil a los gobernantes arrastrarla a empresas contrarias a su interés.

Esta nación amaría su libertad y podría acontecer que en defensa de ella sacrificara intereses y comodidades, aceptara riesgos y peligros, pagara impuestos crecidos, tan crecidos, que un príncipe absoluto no se los exigiría tan fuertes a sus vasallos.

Pero como la nación tendría conciencia de su necesidad, como pagaría tales impuestos con la esperanza de no pagarlos más, la carga sería mayor que el sentimiento, lo contrario de los Estados en que el sentimiento es mucho mayor que el mal.

Tendría un crédito seguro, porque se prestaría y se pagaría a sí misma. Podría suceder que acometiera empresas muy superiores a sus fuerzas naturales, empleando contra sus enemigos riquezas inmensas completamente ficticias, que la índole de su gobierno las haría parecer reales.

Para conservar su libertad, el gobierno tomaría prestado de sus súbditos; y comprendiendo éstos que si fueran conquistados perderían sus créditos, se esforzarían más y más en defenderlo.

Si la nación que imaginamos viviera en una isla, no sería conquistadora, porque las conquistas apartadas la debilitarían; si la isla fuera fértil, lo sería menos, porque no tendría necesidad de conquistar para enriquecerse. Y como ningún ciudadano dependería de otro ciudadano, cada uno haría más por su libertad que por la gloria de algunos o de uno solo.

Se miraría a los guerreros como gentes cuyo oficio podría ser útil a veces y a veces perjudicial, estimándose más las cualidades civiles. Esta nación enriquecida por la paz y la libertad, exenta de preocupaciones destructoras, se inclinaría al comercio. Y en caso de poseer entre las producciones de su suelo algunas de esas a que da valor el arte, podría fundar establecimientos en los cuales no faltaría labor para el obrero y gozaría pacíficamente de su felicidad.

Si esta nación se hallara situada al Norte y produjeran su agricultura y su industria más de lo que necesitase, en el Sur habría países productores de frutos que su clima le negara: y se establecería necesariamente un cambio de productos, un activo tráfico entre unos y otros países; eligiéndose los Estados con los que habrían de celebrarse ventajosos tratados de comercio.

En un Estado, donde por una parte reinara la opulencia y por otra parte fueran los impuestos excesivos, apenas se podría vivir con una fortuna limitada; y habría no poca gente que, so pretexto de cuidar de su salud o de viajar, emigraría de su patria para mejorar su suerte aun a países despóticos.

Toda nación comercial tiene un gran número de pequeños intereses particulares; por lo mismo puede perjudicar de mil maneras, y ser perjudicada. Llegaría a sentir rivalidades profundas, y envidiaría más la prosperidad de otros países que disfrutaría de la suya propia.

Y sus leyes, fáciles, llevaderas, comedidas en todo lo demás, serían tan rígidas en lo tocante al comercio y la navegación, que parecería negociase con enemigos.

Si semejante nación mandara colonias a lejanas tierras, más lo haría por extender su comercio que por llevar a ellas su dominación.

Como es grato llevar a otras regiones lo que cada cual tiene en la suya, se llevaría a las colonias la forma de gobierno; y si esta forma de gobierno lleva consigo la prosperidad, veríamos formarse nuevas y grandes naciones en las selvas mismas que colonizaran.

Podría ser que la nación de que hablamos hubiera subyugado en otra época a una nación vecina, la que, por su situación, la bondad de sus puertos, la naturaleza de sus producciones, provocara la envidia: en tal caso, aunque le hubiera dado sus propias leyes, la tendría en dependencia y en estrecha sujeción, de modo que allí los ciudadanos serían libres, pero no el Estado.

El Estado sometido tendría gobierno civil tan bueno como se quisiera, lo cual no impediría que se viera agobiado por el derecho de gentes, que se le impusieran leyes de nación a nación como a país conquistado, y que su prosperidad sería precaria, un depósito exclusivamente en beneficio del dominador.

Si la nación dominante vive en una isla extensa y tiene un gran comercio, dispondrá de todo género de facilidades para tenér fuerzas marítimas; y como la conservación de su libertad la obligaría a no construir fortalezas, ni fortificar ciudades, ni mantener un ejército, necesitaría armar un considerable número de naves que la preservaran de invasiones; su marina sería superior a la de todas las demás potencias, ya que obligadas éstas a invertir sus rentas en las guerras terrestres y en los ejércitos de tierra firme, carecerían de recursos para la guerra naval.

Siempre el dominio del mar ha comunicado a los pueblos que lo han poseído una soberbia natural, porque sintiéndose capaces de ir a todas partes imaginan que su poder no tiene más límites que los del Océano.

Esta nación podría ejercer gran influjo en los asuntos de sus vecinos, porque no usando de sus medios para conquistar, se buscaría su amistad y se temería su odio más de lo que la inconstancia de su gobierno y sus agitaciones interiores lo pudieran permitir.

Así el poder ejecutivo estaría destinado a ser inquietado sin cesar en lo interior y respetado en lo exterior.

Si ocurriera que esta nación fuese en alguna ocasión el centro de las negociaciones de Europa, sin duda procedería con más probidad y buena fe que las demás naciones, porque obligados sus ministros a justificar su conducta ante un congreso popular, no podrían quedar sus gestiones en secreto y por lo mismo se mostrarían honrados.

Además, como los ministros serían los responsables de las resultas de un proceder tortuoso, lo más seguro para ellos sería la rectitud.

Si los nobles hubieran tenido en algún tiempo; inmoderado poder en la nación, y el monarca hubiese encontrado medio de abatirlos y de elevar el pueblo, se habría llegado a la mayor servidumbre en el tiempo comprendido entre el día del rebajamiento de los nobles y el instante en que el pueblo se penetrara de su fuerza.

Podría ser que esta nación, por haber estado anteriormente sujeta a un poder arbitrario, hubiese conservado sus antiguas mañas, a lo menos en algunas cosas, de modo que se observaran trazas del gobierno absoluto bajo las formas de un gobierno libre.

Respecto a la religión, como cada individuo sería dueño de su conciencia y de su voluntad, o nadie tendría preferencia por religión alguna y esa misma indiferencia haría que todos abrazaran la religión dominante, o bien el celo religioso multiplicaría las sectas.

No sería difícil que en semejante país hubiera gentes sin ninguna religión, y que, sin embargo, se resistieran a cambiar por otra la que rutinariamente practicaran, pues comprenderían que quien puede meterse en su conciencia también pudiera disponer de su vida y de su fortuna.

Si entre las diversas religiones hubiere alguna que haya sido impuesta o haya querido imponerse por la fuerza, indudablemente será esa la más aborrecida, porque nunca la creerían los pueblos compatible con la libertad.

Las leyes contra los que profesaran esa religión aborrecida no serían sanguinarias, porque en el régimen de libertad no caben las penas de esa índole; pero sí tan reprensivas que harían bastante daño.

Podría suceder que el clero fuese perdiendo respetabilidad a medida que la adquieran los otros ciudadanos; en este caso, los propios clérigos preferirían soportar las mismas cargas que sus convecinos, tener los mismos deberes que los laicos, para gozar de iguales consideraciones. Pero, a fin de atraerse el respeto de los demás, aun formando un solo cuerpo con ellos, vivirían más retirados y tendrían más pureza de costumbres.

Un clero que no puede proteger la religión ni se siente por ella protegido, ya que no puede imponerla procurará persuadir de su bondad; y brotarán excelentes obras de su pluma para probar la providencia del Ser Supremo y de la revelación.

Quizá ocurriera que no se le dejara reunirse, que no se le permitiera corregir sus propios abusos, de suerte que por un delirio, por un fanatismo de la libertad se preferiría dejar imperfecta su reforma a tolerar que se reformara por sí mismo.

Formando parte las dignidades de la constitución fundamental serían más fijas que en otras naciones pero, por otro lado, los nobles se acercarían más al pueblo en este país de libertad, resultando que las clases estarían más separadas y las personas más confundidas.

Los gobernantes, con un poder que se rehace cada día, que periódicamente se restaura, guardarían más consideraciones a los que le fuesen útiles que a los que les divierten; habría, pues, menos cortesanos y menos adu1adores; habría pocos serviles de esos que hacen pagar a los grandes el vacío de su entendimiento.

No se estimaría a los hombres por sus vanas apariencias, por sus atributos frívolos, sino por sus positivas cualidades, que serían estas dos: las riquezas y el mérito personal.

Habría un lujo verdadero, que no se fundaría en refinamientos de la vanidad sino en las necesidades reales; y no se buscaría en las cosas otros placeres que los que la naturaleza ha puesto en ellas.

Mucho de superfluo habría también, pero estarían proscritas las frivolidades; y de este modo, los que tuvieran más caudal que ocasiones de gastarlo, emplearían su dinero en cosas raras, y habría en la nación más ingenio que gusto.

Como cada cual atendería a sus propios intereses, no se pensaría tanto en galanterías, hijas de la ociosidad, porque no habría tiempo que perder.

La época de esa galante urbanidad coincidió entre los Romanos con la del poder arbitrario. El gobierno absoluto trae consigo el ocio y éste engendra la urbanidad.

Cuanto mayor es el número de las personas que necesitan agradarse mutuamente, es mayor la urbanidad. Pero lo que debe distinguirnos de los pueblos bárbaros es la urbanidad de las costumbres y no la de los modales rebuscados y pulidos.

La nación en que todos los hombres tomaran parte en la administración política, no tendría apenas hombres que pensaran en las mujeres. Y éstas, por lo mismo, habrían de ser modestas, esto es, tímidas. La timidez constituiría su virtud; mientras que los hombres, sin hábitos de galantería, se entregarían a una vida desarreglada que les dejaría toda su libertad y todo su tiempo.

No estando hechas las leyes para un ciudadano más que para otro, cada uno se tendría por un monarca; en una nación así los hombres serían más bien confederados que conciudadanos.

Si el clima hubiera dotado á. mucha gente de un espíritu inquieto y de amplias miras, en un país en donde la constitución diese a todos parte en el gobierno, se hablaría mucho de política, y habría personas que se pasarían la vida calculando acontecimientos que, por la índole de las cosas, los caprichos de los hombres y las veleidades de la suerte, no pueden calcularse.

En un país libre, suele ser indiferente que los particulares razonen bien o mal, con que razonen basta. De ese discurrir viene la libertad, que enmienda los efectos de los mismos discursos.

También es indiferente en un gobierno despótico el que se discurra mal o bien; sólo con discurrir se contraría el principio del régimen imperante.

Bastantes personas que no se cuidarían de agradar a nadie, se abandonarían a su humor; algunos habría atormentados por su propio genio, y el desdén o el asco a todas las cosas, les haría desgraciados con tantos motivos para no serlo.

Como ningún ciudadano temería a otro, la nación sería altiva; porque la altivez de los reyes se funda en eso mismo: en su independencia.

Las naciones libres son .soberbias; las otras más bien pueden ser vanas.

Unos hombres tan altivos, al encontrarse alguna vez entre gentes desconocidas, sentirían timidez; mostrarían una extraña mezcla de altivez y de cortedad. El carácter de la nación se revela particularmente en sus obras de ingenio, hijas de la soledad y de lo que discurre cada cual a solas.

El trato social nos da a conocer las ridiculeces; la soledad nos pone en condiciones de conocer los vicios. Los escritos satíricos serían sangrientos; veríamos no pocos Juvenales antes de que saliera algún Horacio.

En las monarquías extremadamente absolutas, los historiadores falsean la verdad por no tener libertad para decirla; y en los Estados extremadamente libres, tampoco son veraces, a causa de la misma libertad, que engendrando divisiones y disputas hace a cada uno tan esclavo de sus prejuicios y de los de su partido como lo sería de un déspota.

Y los poetas tendrían más frecuentemente la rudeza original de la invención que la delicadeza, hija del gusto; veríamos en ellos algo que los asemejaría más al vigor de Miguel Ángel que a la gracia de Rafael.


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