Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Vuelvo a la lucha por el derecho subjetivo o concreto. Es provocada por su lesión o privación. Como ningún derecho, sea el de los individuos, o el de los pueblos, está protegido contra ese peligro -pues frente al interés de los que tienen derecho a su sostenimiento está siempre el de otros en su violación- resulta que esa lucha se repite en todas las esferas del derecho: en las concreciones del derecho privado tanto como en las alturas del derecho político y del derecho de gentes. La afirmación del derecho de gentes del derecho lesionado en forma de guerra -la resistencia de un pueblo en forma de rebelión, de levantamiento, de revolución contra actos arbitrarios, anticonstitucionales por parte del poder del Estado-, la realización turbulenta del derecho privado en la forma de la llamada ley de Lynch, el derecho del puño y de desafío de la Edad Media y su última supervivencia en los tiempos actuales: el duelo -la autodefensa en la forma de la defensa en caso de necesidad urgente-, y finalmente la naturaleza regulada de su validación en forma de litigio civil- todas son, a pesar de la diversidad del objeto de la disputa y de la intervención personal, de las formas y dimensiones de la lucha, formas y escenas de una y misma lucha por el derecho. Cuando de todas esas formas extraigo la más moderada: la lucha legal por el derecho privado en la forma de litigio, no ocurre porque es la que más me afecta como jurista, sino porque es expuesta allí la verdadera situación, más que en otra parte, al peligro del desconocimiento, lo mismo por parte de los juristas que de los profanos. En todos los demás casos se manifiesta lo mismo abiertamente y con plena claridad. Que en ellos se trata de bienes que compensan la suprema dedicación, lo comprende también la razón más obtusa, y nadie promoverá aquí la pregunta: ¿por qué luchar, por qué no ceder? Pero en aquella lucha de derecho privado la cosa es completamente distinta. La insignificancia relativa de los intereses en torno a los cuales gira regularmente el problema de lo mío y lo tuyo, la prosa indestructible que se aferra a ese problema, lo señala, según parece, exclusivamente en la región del cálculo sobrio y la consideración de la vida, y las formas en que se mueve, lo mecánico de las mismas, la exclusión de toda manifestación libre, vigorosa de la persona es poco adecuada para debilitar la impresión desfavorable. Ciertamente hubo también para él una época en que la persona misma era llamada a la lid, y en que incluso llegaba así claramente a manifestarse la verdadera significación de la lucha. Cuando todavía decidía la espada la disputa en torno a lo mío y lo tuyo, cuando el caballero medieval enviaba al adversario la carta de desafío, también el no participante podía ser llevado al presentimiento que en esa lucha no sólo se trataba del valor de la cosa, de la defensa de una pérdida pecuniaria, sino que en la cosa se exponía y sostenía la persona misma, su derecho y su honor.

Pero no tendremos necesidad de evocar circunstancias hace mucho tiempo desaparecidas, para deducir de ellas la explicación de lo que hoy, aun cuando distinto según la forma, es exactamente lo mismo que antes. Una mirada a los fenómenos de la vida actual y la autoobservación psicológica nos harán el mismo servicio.

Con la lesión del derecho se presenta a todo individuo el interrogante: si debe sostenerlo, resistir al adversario, es decir, luchar o si, para escapar a la lucha, debe dejar las cosas que sigan su curso; esta decisión no se la quita nadie. Cualquiera que sea, en ambos casos está ligada a un sacrificio, en uno es sacrificado el derecho a la paz, en el otro la paz al derecho. La cuestión parece, según eso, reducirse a resolver qué sacrificio es más soportable según las condiciones individuales del caso y de la persona. El rico renunciará por amor a la paz al monto para él insignificante de la disputa, el pobre, para quien esa suma es proporcionalmente más importante, sacrificará por ella la paz. Así se reduciría también el problema de la lucha por el derecho a un puro problema de cálculo, en que las ventajas y desventajas deberán ser pesadas para tomar, según ello, la decisión.

Todos saben que esto en realidad no es de ningún modo el caso. La experiencia diaria nos muestra un proceso en el que el valor del objeto en disputa está fuera de toda proporción con el empleo previsible de esfuerzo, de excitación, de costas. Ninguno a quien se la ha caído el talero al agua, pondrá dos para recuperarlo -para él el problema, por muchas vueltas que dé, es una mera operación de cálculo. ¿Por qué no aplica el mismo cálculo también en un litigio? No se dice: calcula la ganancia del mismo y espera que las costas recaigan sobre el adversario. El jurista sabe que incluso la perspectiva segura de tener que pagar caramente la victoria, no hace desistir a las partes del proceso; muy a menudo el abogado que presenta a la parte la insignificancia de su caso y desaconseja el litigio, recibe la respuesta: está firmemente decidida a continuar el proceso, cueste lo que cueste.

¿Cómo nos explicamos ese modo de acción contradictoria desde el punto de vista de un razonable cálculo de intereses?

La respuesta que se escucha comúnmente, es conocida: es la manía litigante, el ergotismo, el simple placer en la disputa, el impulso a perjudicar al adversario, incluso con la certeza que tendrá que pagar quizás más caramente que él.

Dejemos de lado ahora la disputa entre dos personas privadas, y pongamos en su lugar dos pueblos. El uno arrebató ilegalmente al otro una milla cuadrada de tierra yerma, inútil; ¿debe iniciar el último la guerra? Consideremos el problema desde el mismo punto de vista desde el cual la teoría de la manía procesal condena al campesino que ha arado un pie de tierra del vecino o ha arrojado piedras a su campo. ¡Qué significa una milla cuadrada de tierra inculta frente a una guerra, que cuesta millares de vidas, arroja sufrimientos y miseria en chozas y palacios, consume millones y millardas del tesoro del Estado y amenaza posiblemente la existencia del Estado mismo! ¡Qué locura hacer tales sacrificios por tal precio de la lucha!

Tal tendría que ser el juicio si el campesino y el pueblo fuesen medidos con la misma vara. Pero nadie dará al pueblo el mismo consejo que al campesino. Todos sienten que un pueblo que silencia tal lesión del derecho, sellaría su propia sentencia de muerte. A un pueblo que se deja arrancar una milla cuadrada impunemente, por su vecino, se le arrancará también el resto, hasta que no pueda nombrar nada suyo y haya dejado de existir como Estado, y tal pueblo no habrá merecido un destino mejor.

¿Pero si el pueblo debe defenderse a causa de la milla cuadrada, sin preocuparse del valor de la misma, por qué no también el campesino por la tira de tierra? ¿O debemos abandonarla con la sentencia: quod licet Jovi, non licet bovi? Pero lo mismo que un pueblo no lucha por la milla cuadrada, sino por sí mismo, por su honor y su independencia, así tampoco en los litigios, en los que al acusador debe defenderse contra un vilipendio de su derecho, no por el insignificante objeto de disputa, sino por un propósito ideal: la afirmación de la persona misma y de su sentimiento jurídico. Frente a ese objetivo a lo ojos del litigante no importan todos los sacrificios y disgustos que el proceso tiene por consecuencia- el objetivo recompensa los medios. No es el mero interés pecuniario el que incita al lesionado, a promover el litigio, sino el dolor moral sobre la injusticia sufrida; no se trata de recuperar el objeto -lo ha dedicado quizás de antemano, como ocurre muy a menudo en la comprobación del verdadero motivo del litigio, a un establecimiento de beneficencia- sino de hacer valer su buen derecho. Una voz interior le dice que no puede retroceder, que para él no se trata del objeto inútil, sino de su personalidad, de su honor, de su sentimiento jurídico, de su autorrespeto -en una palabra el litigio se convierte para él de simple problema de intereses en una cuestión de carácter: afirmación o abandono de la personalidad.

Pero ahora muestra la experiencia que algunos otros en la misma situación toman precisamente la decisión opuesta -la paz es para ellos preferible al derecho esforzadamente sostenido. ¿Cuál debe ser entonces nuestro juicio? ¿Debemos decir simplemente: esto es cosa del gusto y el temperamento individual, el uno es litigante, el otro pacífico; desde el punto de vista del derecho ambos se justifican de igual manera, pues el derecho deja al interesado la elección si quiere hacer valer su derecho o desistir? Considero esta opinión, que se encuentra en la vida no raramente, en extremo repudiable, contradictoria con la esencia más íntima del derecho; si fuese imaginable que se generalizase en alguna parte, se habría terminado con el derecho mismo, pues mientras el derecho tiene necesidad para su existencia de la resistencia viril contra la injusticia, ella predica la fuga cobarde ante ella. Le opongo la máxima: la resistencia contra una injusticia ofensiva, que pone vallas a la persona misma, es decir, contra una lesión del derecho que entraña en la naturaleza de su apelativo el carácter de un menosprecio del mismo, una ofensa personal, es un deber. Es el deber del afectado para consigo mismo, pues es un mandato de la autoconservación moral; es un deber para con la comunidad -pues es necesario para que se realice el derecho.


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