Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringPrefacio de Rudolf von IheringCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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La finalidad del derecho es la paz, el medio para ello es la lucha. En tanto que el derecho tenga que estar preparado contra el ataque por parte de la injusticia -y esto durará mientras exista el mundo- no le será ahorrada la lucha. La vida del derecho es lucha, una lucha de los pueblos, del poder del Estado, de los estamentos o clases, de los individuos.

Todo derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquéllos que le resisten, y todo derecho, tanto el derecho de un pueblo como el de un individuo, presupone la disposición constante para su afirmación. El derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente. Por eso lleva la justicia en una mano la balanza con la que pesa el derecho, en la otra la espada, con la que lo mantiene. La espada sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del derecho. Ambas van juntas, y un estado jurídico perfecto impera sólo allí donde la fuerza con que la justicia mantiene la espada, equivale a la pericia con que maneja la balanza.

Derecho es trabajo incesante, no sólo del poder de Estado, sino de todo el pueblo. La vida entera del derecho, abarcada con una mirada, nos representa el mismo espectáculo de lucha y trabajo incesantes en toda una nación, que asegura su actividad en el dominio de la producción económica e intelectual. Todo individuo que llega a la situación de tener que sostener su derecho, asume su parte en ese trabajo nacional, lleva su partícula a la realización de la idea del derecho sobre la Tierra.

Ciertamente no en todos se manifiesta de igual modo esa exigencia. Sin pugnas y sin tropiezos transcurre la vida de millares de individuos en las vías reguladas del derecho, y si les dijésemos: El derecho es lucha -no nos comprenderían, pues ellos sólo lo conocen como condición de paz y de orden. Y desde el punto de vista de su propia experiencia tienen perfecta razón, lo mismo que el rico heredero a quien le ha tocado sin esfuerzo, el fruto del trabajo ajeno, cuando pone en tela de juicio la frase: La propiedad es el trabajo. El engaño de ambos tiene su razón en el hecho que las dos partes que encierran en sí tanto la propiedad como el derecho, pueden descomponerse subjetivamente de modo que a una le toca en suerte el goce y la paz, a la otra el trabajo y la lucha.

La propiedad, como el derecho, es una cabeza de Jano con doble rostro; a los unos les vuelve sólo una cara, a los otros únicamente la otra, de ahí la completa diversidad de la imagen que ambos reciben de ella. En relación con el derecho se aplica esto no sólo a los individuos, sino también a épocas enteras. La vida del uno es guerra, la vida del otro paz, y los pueblos están expuestos por esa diversidad de la distribución subjetiva de ambas al mismo engaño que los individuos. Un largo período de paz, y la fe en la paz eterna está en la floración más frondosa hasta que el prímer disparo de cañón desvanece el hermoso sueño, y en lugar de una generación que ha disfrutado sin esfuerzo la paz, aparece otra que tiene que merecerla nuevamente por el duro trabajo de la guerra. Así se distribuye en la propiedad como en el derecho, el derecho y el disfrute, pero para uno que disfruta y vegeta en paz, tiene otro que trabajar y luchar. La paz sin lucha, el disfrute sin trabajo pertenecen al tiempo del paraíso, la historia los conoce sólo como resultados de esfuerzo incesante, laborioso.

Este pensamiento, que la lucha es el trabajo del derecho y que en lo relativo a su necesidad práctica tanto como a su dignificación ética debe ponerse en la misma línea que el trabajo en la propiedad, pienso desarrollarlo en lo que sigue. Creo no hacer con ello una obra superflua, sino al contrario reparar un pecado de omisión que se carga en la cuenta de nuestra teoría (no me refiero sólo a la filosofía del derecho, sino a la jurisprudencia positiva). Se advierte en nuestra teoría demasiado claramente que no tiene que ocuparse de la balanza más que de la espada de la justicia; la unilateralidad del punto de vista puramente científico, desde el cual considera el derecho, y que se puede resumir brevemente diciendo que lleva ante los ojos el derecho menos desde su aspecto realista como concepto de poder que desde su aspecto lógico como sistema de prescripciones jurídicas abstractas, ha influído, según mi opinión, en toda su interpretación del derecho de un modo que coincide muy poco con la cruda realidad jurídica -un reproche para el cual no faltarán justificaciones en el curso de mi exposición.

La expresión derecho es empleada, como se sabe, en doble sentido, en el objetivo y en el subjetivo. Derecho en el sentido objetivo es la suma de los principios jurídicos manipulados por el Estado, el orden legal de la vida; el derecho en el sentido subjetivo es la expresión concreta de las reglas abstractas en una justificación concreta de la persona. En ambas direcciones encuentra el derecho resistencia, en ambas direcciones tiene que dominarla, es decir, lidiar por su existencia en el camino de la lucha o sostenerla. Como objeto verdadero de mi consideración he escogido la lucha en la segunda dirección, pero no debo dejar de demostrar que es justa mi afirmación de que la lucha está en la esencia del derecho también en la primera dirección.

Indiscutible, y por eso no necesita una explicación ulterior, es esto en relación con la realización del derecho por parte del Estado; el mantenimiento del orden jurídico por su parte no es más que una lucha incesante contra la ilegalidad que lo ataca. Pero se comporta diversamente en relación con el nacimiento del derecho, no sólo el primigenio al comienzo de la historia, sino el rejuvenecimiento del mismo que se repite diariamente bajo nuestros ojos, la supresión de instituciones existentes, la abolición de preceptos jurídicos existentes por otros nuevos, en una palabra en relación con el progreso en el derecho. Pues en mi opinión también el devenir del derecho está supeditado a la misma ley a que está supeditada toda su existencia, distinta de otra que, al menos en nuestra ciencia romanista, goza todavía del reconocimiento general y que quiero designar brevemente según el nombre de sus dos representantes principales como la teoría de Savigny-Puchta del desarrollo del derecho. Según ella la formación del derecho procede tan inadvertidamente y sin dolor como la del lenguaje, no requiere ninguna pugna, lucha, ni siquiera la búsqueda, sino que es la fuerza de la verdad que obra silenciosamente, que se abre camino sin esfuerzo violento, lenta, pero seguramente; el poder de la persuación, a la que se abren poco a poco los ánimos y que expresan por su acción -un principio jurídico entra tan sin esfuerzo en la existencia como una regla cualquiera del lenguaje. La fórmula del viejo derecho romano, según la cual, el acreedor podía vender al deudor insolvente como esclavo en servidumbre extraña, o el propietario podía disputar su cosa a todo aquél en cuyo poder la encontrase, en base a esta opinión apenas se habría formado en la vieja Roma de otro modo que la regla gramatical que cum rige el ablativo.

Esta es la visión del origen del derecho con que yo mismo he dejado en su tiempo la universidad, y bajo cuya influencia he estado todavía muchos años. ¿Tiene visos de verdad? Hay que confesar que también el derecho, lo mismo que el lenguaje, conoce un desarrollo orgánico, para decirlo con, la expresión usual, desde dentro hacia fuera, no intencional e inconsciente. A ella pertenecen aquellos principios jurídicos que se sedimentan poco a poco en la relación desde la concertación autonómica regular de los negocios jurídicos, así como todas aquellas abstracciones, corolarios, reglas, que la ciencia descubre por vías analíticas desde los derechos existentes y lleva a la conciencia. Pero el poder de esos dos factores, la relación y la ciencia, es limitado, puede regular el movimiento dentro de los carriles existentes, estimularlo, pero no puede hacer los diques que se oponen a que la corriente tome una nueva dirección. Esto sólo puede hacerlo la ley, es decir, la acción intencional, dirigida a ese objetivo del poder del Estado y no es por eso un azar, sino una necesidad hondamente cimentada en la esencia del derecho, que todas las reformas profundas del procedimiento y del derecho positivo surgen de leyes. Ahora bien, una alteración que la ley impone al derecho existente, puede limitar su influencia posiblemente a lo último, a la esfera de lo abstracto, sin extender sus efectos al dominio de las relaciones concretas que se han formado en base al derecho hasta aquí -una mera alteración del mecanismo del derecho, en el que un tornillo inservible o un rodillo es suplantado por otro más perfecto. Pero muy a menudo están las cosas de tal modo que la alteración se puede alcanzar sólo al precio de una intervención extremadamente viva en los derechos e intereses privados existentes. Se han ligado en el curso del tiempo con el derecho existente los intereses de millares de individuos y de estamentos enteros de tal modo que no se puede suprimir sin lesionar a los últimos de la manera más sensible; poner en discusión la prescripción jurídica o la institución, equivale a declarar la guerra a todos esos intereses, a arrancar un pólipo que se ha aferrado con mil brazos. Todo intento de esa clase suscita por tanto, en la actuación natural del instinto de conservación, la más violenta resistencia de los intereses amenazados y con ello una lucha en la que, como en toda lucha, no da la pauta el peso de las razones, sino la proporción de poder de las fuerzas en pugna y así no raramente provoca el mismo resultado que en el paralelógramo de las fuerzas, una desviación de la línea original en la diagonal. Sólo así es explicable que instituciones sobre las cuales ha sido pronunciado el juicio público hace tiempo, pueden a menudo continuar largo tiempo su vida; no es la fuerza de inercia de la capacidad histórica de afirmación la que les sostiene, sino la fuerza de resistencia de los intereses que sostienen su posesión.

Ahora bien, en todos esos casos en que el derecho existente encuentra ese respaldo en intereses, hay una lucha que debe lidiar lo nuevo para lograr el acceso, una lucha que a menudo se prolonga siglos enteros. El grado supremo de la intensidad lo alcanza cuando los intereses han adquirido la forma de derechos adquiridos. Aquí se hallan frente a frente dos partidos, de los cuales cada uno inscribe en su estandarte la santidad del derecho como consigna, el uno el derecho histórico, el derecho del pasado, el otro el derecho eternamente en devenir y que se rejuvenece, el derecho primigenio de la humanidad a un cambio constante -un caso de conflicto de la idea del derecho consigo mismo, que en relación con los sujetos que han puesto toda su fuerza y todo su ser en favor de su convicción y finalmente sucumben al juicio del dios de la historia, asume el carácter de lo trágico. Todas las grandes conquistas que la historia del derecho tiene que señalar: la supresión de la esclavitud, de la servidumbre, la libertad de la propiedad de la tierra, de la industria, de la creencia, etc., han tenido que ser logradas tan sólo por ese camino de la lucha más violenta, continuada a menudo durante siglos, y no raramente con torrentes de sangre, pero en todas partes derechos pisoteados marcan el camino que ha tenido que seguir el derecho en ella. Pues el derecho es el Saturno que devora a sus propios hijos (1); el derecho sólo puede rejuvenecerse en tanto que rompe con su propio pasado. Un derecho concreto que, por el hecho de haber surgido, pretende persistencia ilimitada, es decir, eterna, es como el niño que levanta su brazo contra la propia madre; escarnece la idea del derecho al apelar a ella, pues la idea del derecho es un eterno devenir, y lo que ha llegado a ser tiene que ceder ante el nuevo cambio, ya que

... todo lo que nace,

vale la pena que sucumba

(Fausto).

Así nos presenta el derecho en su movimiento histórico la imagen de la búsqueda, de la pugna, de la lucha, en una palabra del esfuerzo laborioso. No opone ninguna resistencia violenta al espíritu humano, que realiza inconscientemente en el lenguaje su trabajo plástico, y el arte no tiene ningún otro adversario que superar sino el de su propio pasado: el gusto dominante. Pero el derecho como concepto finalista, colocado en medio del ajetreo caótico de las finalidades humanas, aspiraciones, intereses, debe tantear y buscar incesantemente para encontrar el camino exacto, y, cuando lo ha descubierto, derribar la resistencia que lo cierra. Así ocurre indudablemente que también esta evolución es, lo mismo que la del arte y el lenguaje, una evolución regular, unitaria, por mucho que se aparte también en la naturaleza y en la forma, como procede, de los últimos, y debemos rechazar decididamente por tanto, en este sentido, los paralelos hechos por Savigny y que llegaron tan rápidamente a la admisión general entre el derecho, por un lado, y el lenguaje y el arte, por otro. Como opinión teórica falsa, pero inofensiva, en tanto que máxima política contiene una de las más funestas herejías que se pueden imaginar, pues aconseja a los seres humanos, en un dominio en que deben obrar, y obrar con plena y clara conciencia del objetivo y con el empleo de todas sus fuerzas, dejar que las cosas hagan por sí mismas, que lo mejor que pueden hacer ellos es cruzarse de brazos y esperar confiadamente que la fuente originaria supuesta del derecho: la opinión jurídica nacional, resuelva poco a poco. De ahí la repulsión de Savigny y de todos sus discípulos contra la intromisión de la legislación (2), de ahí todo el desconocimiento de la verdadera significación de la costumbre en la teoría de Puchta del derecho consuetudinario. La costumbre para Puchta no es nada más que un medio de conocimiento de la opinión jurídica; que esa opinión se forma así misma tan sólo en tanto que actúa, que tan sólo conserva su fuerza y con ella su destino de dominar la vida por esa acción -en una palabra que también para el derecho consuetudinario vale el precepto: el derecho es un concepto de poder- para eso los ojos de ese espíritu distinguido estaban completamente cerrados. Pagaba así su tributo a la época. Pues la época era el período romántico en nuestra poesía, y el que no se asuste ante la transmisión del concepto de lo romántico a la ciencia del derecho y quiere tomarse el trabajo de comparar las correspondientes tendencias en ambos dominios, no me acusará cuando sostengo que la escuela histórica podría ser denominada también romántica. Es una idealización verdaderamente romántica, es decir, una representación que se apoya en una idealización falsa de circunstancias pasadas, según la cual el derecho se forma sin dolor, sin esfuerzo, sin hechos lo mismo que las plantas en el campo; la cruda realidad nos enseña lo contrario. Y no sólo el pequeño fragmento de la misma que tenemos ante los ojos, y que nos ofrece casi en todas partes el cuadro de la pugna violenta de los pueblos actuales, -la impresión es la misma donde quiera que dirijamos nuestras miradas hacia el pasado. Así basta y sobra para la teoría de Savigny simplemente la época prehistórica, sobre la cual nos faltan todas las noticias. Pero si debe permitirse expresar hipótesis, opongo a la visión de Savigny, que ha marcado el espectáculo de aquella formación pacífica, inocente del derecho desde el interior de la opinión de los pueblos, la mía, diametralmente opuesta a ella, y se me tendrá que conceder que tiene al menos de su parte la analogía del desarrollo histórico visible del derecho y, como creo por mi parte, la ventaja de una mayor probabilidad psicológica. ¡Los tiempos primitivos! Es moda adornarlos con todas las hermosas cualidades: verdad, franqueza, fidelidad, sentido infantil, creencia piadosa, y en tal terreno habría podido seguramente prosperar también un derecho sin otra fuerza impulsiva que el poder de la convicción jurídica; el puño y la espada no habrían sido necesarios. Pero actualmente saben todos que el piadoso tiempo primitivo entrañaba justamente los rasgos contrapuestos de la brutalidad, la crueldad, la inhumanidad, el disimulo y la perfidia, y la hipótesis que ha llegado de manera más fácil a su derecho que todas las épocas posteriores, difícilmente podría contar todavía con creyentes. Por mi parte estoy convencido de que el trabajo que ha tenido que emplear en ello, ha sido mucho más duro todavía, y que incluso la máxima jurídica más simple, como por ejemplo, la antes citada del más antiguo derecho romano sobre la capacidad del propietario de disputar su cosa a todo poseedor, y del acreedor para vender al deudor insolvente a la servidumbre extranjera, han tenido que ser logradas en dura lucha, antes de alcanzar el reconocimiento general indiscutido. Pero sea como sea, hacemos abstracción del tiempo primitivo; la información que nos proporciona la historia documental sobre el origen del derecho puede bastarnos. Pero esta información dice: el nacimiento del derecho ha sido acompañado regularmente como el de los hombres de violentos dolores de parto.

¿Y debemos quejarnos de que sea así? Justamente la circunstancia que el derecho no llega a los pueblos sin esfuerzo, que tienen que pugnar y disputar por él, que deben luchar y sangrar, justamente esa circunstancia anuda entre ellos y su derecho el mismo lazo íntimo que la exposición de la propia vida, en el alumbramiento, entre la madre y el hijo. Un derecho ganado sin esfuerzo está en una línea con los hijos que trae la cigüeña; lo que ha traído la cigüeña lo puede volver a llevar el zorro o el buitre. Pero la madre que ha dado a luz el hijo, no se lo deja robar, y tampoco se deja arrebatar un pueblo los derechos e instituciones que ha tenido que lograr en sangriento trabajo. Se puede justamente afirmar: la energía del amor con que un pueblo se adhiere a su derecho y lo sostiene, se determina según el esfuerzo y el sacrificio que le ha costado. No la mera costumbre, sino el sacrificio es el que forja los lazos más firmes entre el pueblo y su derecho, y al pueblo que Dios quiera bien, no le obsequia lo que necesita, ni le alivia el trabajo para ganarlo, sino que se lo dificulta. En este sentido no vacilo en decir: la lucha que exige el derecho para nacer, no es una maldición, sino una bendición.



Notas

(1) Una cita de mi Geist des romischen rechts II, I § 27 (4ª ed., pág. 70).

(2) Llevada hasta la caricatura por Stahl, en el pasaje citado de uno de sus discursos en la Cámara, en mi Geist des Römischen rechts, II, 1 § 25, nota 14.


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