Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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La lucha por el derecho es un deber del afectado en su derecho para consigo mismo. La afirmación de la propia existencia es la ley suprema de toda la creación animada; se manifiesta en toda creatura en el instinto de la autoconservación. Pero para el hombre no se trata sólo de la vida física, sino también de una existencIa moral, y una de las condiciones de la misma es la afirmación del derecho. En el derecho posee y defiende el ser humano su condición moral de existencia, sin el derecho desciende al nivel del animal (1); los romanos consideraban consecuentemente a los esclavos, desde el punto de vista del derecho abstracto, en un nivel con los animales. La afirmación del derecho es por tanto, un deber de la autoconservación moral; su abandono total, hoy imposible, pero en otro tiempo posible, es un suicidio moral. Pero el derecho es sólo la suma de sus elementos particulares, cada uno de los cuales contiene una condición moral o física característica de existencia (2): la propiedad tanto como el matrimonio, el contrato tanto como el honor, una renuncia a uno de ellos es, por tanto, tan imposible jurídicamente como una renuncia al derecho entero. Pero es posible el ataque de alguien a una de esas esperas, y el sujeto tiene el deber de rechazar ese ataque. Pues no basta la mera garantía abstracta de esas condiciones de vida por parte del derecho, sino que tienen que ser sostenidas concretamente por el sujeto; pero la ocasión para ello lo da la arbitrariedad cuando se atreve a atacarlas.

Pero no toda injusticia es arbitrariedad, es decir, un levantamiento contra la idea del derecho. El poseedor de mi cosa, que se tiene por el propietario, no niega en mi persona la idea de la propiedad, sino que la invoca más bien para sí mismo; la disputa entre nosotros gira sólo en torno a quién es el propietario. Pero el ladrón, el bandolero se colocan fuera de la propiedad, niegan en mi propiedad al mismo tiempo la idea de la misma y con ello una condición esencial de vida de mi persona. Imagínese generalizada su manera de obrar, y la propiedad será en principio prácticamente negada. Por eso su acción contiene no sólo un ataque contra mi cosa, sino también contra mi persona, y si es mi deber afirmar la última, se extiende también a la afirmación de las condiciones sin las cuales no puede existir la persona -en su propiedad se defiende el atacado a sí mismo, a su personalidad. Sólo el conflicto del deber de la afirmación de la propiedad con el superior de la conservación de la vida, como en el caso en que el bandolero pone al amenazado ante la elección de la vida o el dinero, puede justificarse el abandono de la propiedad. Pero aparte de este caso es deber de cada cual para consigo mismo, combatir con todos los medios a su disposición una violación del derecho en su persona; su tolerancia equivaldría a admitir en un momento particular la ausencia de derecho en la vida. Y a eso nadie debe ofrecerse por sí mismo. Muy distinta es la situación del propietario frente al poseedor de buena fe de su cosa. Aquí el problema sobre lo que tiene que hacer, no es asunto de su sentimiento del derecho, de su carácter, de su personalidad, sino un asunto de intereses, pues allí no hay para él en juego más que el valor de la cosa, y es perfectamente justificado que sopese el beneficio y lo que pone en juego, y la posibilidad de una doble salida, y resuelva en consecuencia: litigar, abstenerse, llegar a un acuerdo (3). La transacción es el punto de coincidencia de tal cálculo de probabilidades hecho por ambas partes, y bajo las condiciones previas que admito aquí, no sólo es un medio de solución de la disputa admisible, sino el más justo. Pero sí suele ser difícil de obtener, incluso si ambas partes en el debate con sus abogados ante el tribunal rechazaban de antemano todas las negociaciones transaccionales, esto no sólo tiene un motivo en el hecho que en relación con el desenlace del litigio cada una de las partes contendientes cree en su victoria, sino también que una supone en la otra injusticia consciente, mala intención. Con ello el problema, aunque se mueva procesalmente también en las formas de la injusticia objetiva (reivindicatio), adopta psicológicamente para la parte de la misma figura que en el caso anterior: el de una lesión consciente del derecho, y desde el punto de vista del sujeto la obstinación con que rechaza aquí el ataque a su derecho, está tan motivada y justificada moralmente como frente al ladrón. En tal caso quiere intimidar a la parte por la alusión a las costas y demás consecuencias del proceso y la inseguridad del desenlace del mismo, es un error psicológico, pues el problema no es para ella un problema de intereses, sino del sentimiento del derecho herido. El único punto en el que se puede aplicar con éxito la palanca, es la presunción de la mala intención del adversario, por la cual se deja llevar la parte, si se logra refutar esa presunción de la mala intención del adversario, por la cual se deja llevar la parte, si se logra refutar esa presunción, queda seccionado el verdadero nervio de la resistencia, y se ha hecho accesible la consideración de la cosa desde el punto de vista del interés y con ello la transacción ... Todo jurista práctico sabe bien qué resistencia tenaz suele oponer la prevención de la parte a todos esos ensayos, y no creo en esto hallar ninguna resistencia cuando afirmo que esa insuficiencia psicológica, esa tenacidad de la desconfianza no es algo puramente individual, condicionado por el carácter eventual de la persona, sino que son decisivas en alto grado las contradicciones generales de la educación y de la profesión. La más invencible es la desconfianza del campesino. La llamada manía litigante que se le atribuye no es más que el producto de dos factores característicos ventajosos para él: un fuerte sentido de la propiedad, por no decir de la avaricia, y la desconfianza. Ningún otro comprende tan bien su interés y mantiene lo que hace tan firmemente como el campesino, y sin embargo, nadie sacrifica según se sabe, tan a menudo sus bienes en un litigio como él. Aparentemente una contradicción, en realidad muy explicable. Pues justamente un sentido fuertemente desarrollado de la propiedad hace más sensible para él una lesión de la misma y por ello más violenta la reacción. La manía litigante del campesino no es otra cosa que el extravío del sentido de la propiedad originado por la desconfianza, un extravío que, como el fenómeno análogo en el amor, los celos, vuelve finalmente su aguijón contra sí mismo, al destruir lo que intenta salvar.

Una interesante confirmación de lo que acabo de decir, la ofrece el antiguo derecho Romano. Allí aquella desconfianza del campesino, que sospecha en todo conflicto jurídico mala intención del adversario, ha adquirido precisamente la forma de prescripciones jurídicas. En todas partes, también en tales casos en que se trata de un conflicto de derecho donde cada una de las partes litigantes cree ser de buena fe, la parte que pierde debe expiar por una pena la resistencia que ha opuesto al derecho del adversario. El sentimiento exaltado del derecho no contiene ninguna reparación por el simple restablecimiento del derecho, exige una satisfacción especial por el hecho que el adversario, culpable o inocente, ha disputado el derecho. Si los campesinos actuales tuviesen el derecho a hacer las leyes, serían probablemente las mismas que las de sus compañeros de la antigua Roma. Pero ya en Roma la desconfianza en el derecho ha desaparecido teóricamente mediante la distinción exacta de dos especies de injusticia: la culpable y la inocente o la subjetiva y la objetiva (en el lenguaje hegeliano, la injusticia ingenua).

Esta contradicción de la injusticia subjetiva y la objetiva es extraordinariamente importante en la relación legislativa como en la científica. Expresa la manera como contempla la cosa el derecho desde el punto de vista de la justicia, y en consecuencia mide diversamente las consecuencias de la injusticia según su diversidad. Pero para la interpretación del sujeto, para el modo cómo su sentimiento jurídico, que no palpita según los conceptos abstractos del sistema, es excitado por una injusticia perpretada en él, no es decisivo en modo alguno. Las circunstancias del caso especial pueden ser de naturaleza como para que el afectado tenga todos los motivos, en un litigio; que según la ley cae bajo el punto de vista de la mera lesión objetiva del derecho, a partir de la suposición de mala intención, injusticia consciente de parte de su adversario, y en su comportamiento frente a él, ese juicio suyo dará el tono con pleno derecho. Aunque el derecho me da la misma condictio ex mutuo contra el heredero de mi deudor, que no sabe de la deuda y hace depender el pago de las pruebas, como contra el deudor mismo, que niega de manera desvergonzada el préstamo hecho, y rehusa sin motivo la devolución, no puede obligarme a considerar el modo de acción de ambos bajo una misma luz y a ajustar mi conducta en consecuencia. El deudor está para mí en una línea con el ladrón que intenta apoderarse de lo mío a sabiendas, es la injusticia consciente la que se levanta en su persona contra el derecho. El heredero del deudor, en cambio, equivale al poseedor de buena fe de mi cosa, no niega el precepto que un deudor debe pagar, sino mi afirmación de que él mismo es deudor, y todo lo que he dicho antes del poseedor de buena fe, se aplica a él. Con él puedo llegar a una transacción o a desistir del proceso, cuando no creo estar seguro del éxito, dejando de lado que frente al deudor que trata de apoderarse de mi buen derecho, que especula con mi repugnancia ante un litigio, con mi comodidad, indolencia, debilidad, debo y tengo que perseguir mi derecho, cueste lo que cueste; si no lo hago, no sólo abandono ese derecho, sino el derecho.

Espero la objeción a mis exposiciones hasta aquí: ¿Qué sabe el pueblo del derecho de propiedad, de la obligación como condiciones de la existencia moral de la persona? ¿Sáber? -¡no!- pero que no lo siente, es otro problema, y espero poder demostrar que es así. ¿Qué sabe el pueblo de los riñones, los pulmones, el hígado como condiciones de la vida física? Pero la punzada en el pulmón, el dolor en los riñones, o el hígado lo sienten todos y comprenden la advertencia que eso representa. El dolor físico es la señal de una perturbación del organismo, la presencia de una influencia nefasta para él mismo; nos abre los ojos sobre un peligro amenazante y nos previene por el sufrimiento que nos depara para que tomemos las medidas de defensa. Lo mismo ocurre con el dolor moral que causa la injusticia intencional, la arbitrariedad. De intensidad distinta, lo mismo que el dolor físico, según la diversidad de la sensibilidad subjetiva, la forma y el objeto de la lesión jurídica, sobre lo cual hablaremos más tarde en detalle, se manifiesta, sin embargo, en todo ser humano que no esté completamente embotado ya, es decir, que no se haya habituado a la ilegalidad efectiva, como dolor moral, y le hace la misma advertencia que el dolor físico, me refiero menos a la huella inmediata para poner fin al sentimiento del dolor, que a la trascendente, para conservar la salud, socavada por la tolerancia pasiva del mismo -en un caso la admonición al deber de la autoconservación física, en el otro al deber de la autoconservación moral. Tomemos el caso menos dudoso, el de la lesión del honor, y el estado en que el sentimiento del honor se ha hecho más sensible, la casta de los militares. Un oficial que ha soportado pacientemente una ofensa al honor, se ha vuelto imposible como tal, ¿Por qué? La afirmación del honor es deber de cada cual, ¿por qué acentúa entonces la clase de los militares de tal manera el cumplimiento de ese deber? Porque tiene el sentimiento exacto de que la afirmación valerosa de la personalidad es para ellos una condición ineludible de toda su actitud, que una clase que, según su naturaleza, debe ser la encarnación del valor personal, no puede tolerar la cobardía de sus miembros sin desacreditarse (4). Con ello se compara a los campesinos. El mismo hombre que defiende con tenacidad extrema su propiedad, demuestra una notable insensibilidad en lo que se refiere a su honor. ¿Cómo se explica esto? Por el mismo sentimiento exacto de la característica de sus condiciones de vida, que en el oficial. Su oficio no le pone por delante el valor, sino el trabajo, pero este último lo defiende en su propiedad. Trabajo y conquista de propiedad son el honor del campesino. Un campesino haragán, que no mantiene su tierra en condiciones o que malgasta ligeramente lo suyo, es tan menospreciado en su clase como un oficial que no mantiene su honor entre los suyos; mientras que ningún campesino reprochará a otro que no haya comenzado una riña o un proceso por causa de una ofensa, ningún oficial reprochará a otro que no sea buen administrador de sus bienes. Para el campesino el trozo de tierra que cultiva, y el ganado que cría, son el fundamento de su existencia, y contra el vecino que aró unos pies de tierra suyos, o contra el comerciante que le retiene el dinero de sus bueyes, comienza a su manera, es decir, en la forma de un litigio llevado con la más encendida pasión la misma lucha por el derecho que el oficial contra aquél que ha mancillado su honor, con la espada al puño. Ambos se sacrifican con plena despreocupación por las consecuencias -éstas no son consideradas para nada. Y tienen que hacerlo, pues obedecen así la ley particular de su autoconservación moral. Siéntese a esas mismas gentes en el banco de los jurados y déjese una vez que los oficiales juzguen sobre los delitos contra la propiedad, y a los campesinos sobre lesiones contra el honor, otra vez a éstos sobre aquéllos, a aquéllos sobre éstos -¡qué distintas serían las sentencias en ambos casos! Se sabe que no hay jueces más severos sobre los delitos contra propiedad que los campesinos. Y aunque yo mismo no tengo al respecto ninguna experiencia, me atrevería a decir que un juez en el caso raro en que un campesino acudiese a él con una queja por injurias, tendrá una tarea Incomparablemente mas fácil en sus propuestas de conciliación que en una queja del mismo hombre en torno a lo mío y lo tuyo. El campesino de la antigua Roma prefería en el caso de una bofetada 25 ases, y si se le hacía saltar un ojo se dejaba persuadir y se reconciliaba en lugar, según podía hacerlo, de devolver al contrario el mísmo daño. En cambio reclamaba de la ley la disposición de que si sorprendía al ladrón in fraganti, podía reducirlo a la esclavitud y en caso de que hiciese resistencia podía matarlo, y la ley se lo concedía. Allí estaba en juego su honor, su cuerpo, aquí su propiedad y su haber.

Como tercero en el haz, agrego al comerciante. Lo que para un oficial es el honor, para el campesino la propiedad, es para el comerciante el crédito. El mantenimiento del mismo es para él una cuestión vital y si se le acusase de lasitud en el cumplimiento de sus obligaciones, le heriría más sensiblemente que si se le ofendiese personalmente o se le robase. Corresponde a esta actitud particular del comerciante el que los nuevos códigos hayan restringido el castigo de la bancarrota fraudulenta e irresponsable cada vez más sobre él y las personas de su condición.



Notas

(1) En la novela Michel Kolhhaas de Henrich von Kleist, sobre la cual volveré más adelante, el poeta hace decir a su héroe: ¡Es preferible ser un perro si he de ser pisoteado, y no un hombre.

(2) La demostración la he dado en mi obra sobre El fin del derecho (Tomo 1, pág, 434 y sigts., segunda edición pág. 433 y sigts.), y en consecuencia he definido el derecho como garantía de las condiciones de la vida de la sociedad realizado en la forma de coacción por el poder del Estado.

(3) El pasaje anterior habría debido protegerme contra la suposición de que predico siempre la lucha por el derecho, sin tener en cuenta el conflicto provocado. Sólo donde la persona misma es pisoteada en su derecho, he declarado la afirmación del derecho, una autoafirmación de la persona y con ello una cosa de honor y un deber moral. Si se ignora esa diferencia tan agudamente acentuada por mí y se me quiere atribuir la opinión absurda de que la disputa y la querella es algo hermoso, y la manía litigante una virtud, no me queda para su explicación más que la alternativa que la admisión de una deshonestidad, que desfigura una opinión incomóda para poderla refutar, a una liviandad en la lectura que, cuando avanza en el libro, ha olvidado lo que leyó antes.

(4) Citado por mí ampliamente en Zweck im Recht, Vol. 2, págs. 302-30 (2a. ed. págs. 304-306).


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