Índice de Los anarquistas de César LombrosoCapítulo VIIINotasBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO

PROFILAXIS

Dícese que para curar la anarquía no hay más medios que el fuego y la muerte.

Encuentro justo y razonable que se tomen medidas enérgicas contra los anarquistas, siempre que no sean tan exageradas como las actualmente tomadas en Francia e Italia, efecto de momentáneas reacciones, impulsivas como las causas que las han producido, y capaces a su vez de conducir a nuevas violencias.

No soy yo, ciertamente, enemigo de la pena de muerte; pero sólo la acepto tratándose de criminales nacidos para el mal, cuya vida sería un constante peligro para la de muchos hombres honrados; por esta razón no hubiera yo dudado en condenar a tal pena a Pini y a Ravachol; pero si hay algún gran crimen al que no deba aplicarse, no ya la pena capital, sino ni aun las penas graves, y menos las infamantes, me parece que es el de los anarquistas.

En primer lugar, porque la mayoría no son más que unos locos, y para los locos está el manicomio, no la horca ni el presidio; y además, porque hasta cuando son criminales, su altruismo los hace dignos de alguna consideración, pudiendo ser, una vez encaminados por nuevas sendas (y la naturaleza, por ejemplo, histérica de Vaillant y Henry, podía dar grandes esperanzas), utilísimos a la sociedad para la que antes eran un peligro. A Luisa Michel la llamaban en Nueva Caledonia, la Virgen Roja por sus caritativos desvelos en beneficio de los enfermos y de los infelices.

En otros muchos reos de ocasión o de pasiones desequilibradas por una insuficiente educación, por un exceso de sentimentalismo o por la miseria propia y ajena, no aplicaríamos la pena de muerte aun cuando para nada entrara la pasión política en su delito (33).

Es además preciso considerar la extrema juventud de casi todos: Langs, veinte años; Schwabe, veintitrés; Caserio, ventiuno, etc., y que si en esta edad la audacia y el fanatismo llegan a su máximo, es para atemperarse después; por eso es común en Rusia decir que todo hombre honrado es nihilista a los veinte años y conservador a los cuarenta.

Es menester también no olvidar que no se extingue una idea con la muerte de los que la lanzan al mundo y la sostienen; muy por el contrario, ocurre con frecuencia que la aureola del martirio es un incentivo que la hace crecer y propagarse; en tanto que si la idea fuera estéril, ella sola caería; de otro lado, así como es imposible en el corto periodo de la vida juzgar acertada y concluyentemente a un hombre, así también es efímera la existencia de una generación para poder lanzar con seguridad sobre determinada idea el calificativo de falsa, y aplicar en su consecuencia una pena tan radical como la de la muerte a los defensores y propagadores de la tal idea.

Además, la supresión de estos propagadores no tiene otro fin que el de evitar fatales reincidencias en el mismo sentido que el primer delito, porque sería ilusoria candidez el pretender aniquilar el fanatismo y la neuropatia, que más se exaltan que se borran con el castigo: no había aún muerto Ravachol, y ya era un semidios, un dios verdadero; se compusieron himnos en su honor, y a la Marsellesa sustituyó la Ravachola. Dubois, de quien hemos tomado estas noticias, dice que la anarquía ha progresado más en donde han tenido lugar los procesos y las represiones violentas, que le han servido de propaganda; por ejemplo, en Rohan, Viena, Grenet, S. Etienne, Nimes, Bourg; en Fourmies surgió la anarquía a consecuencia de las sangrientas represiones de las huelgas.

Hemos visto que en Barcelona y en el mismo París, después de las severas penas impuestas a los anarquistas que arrojaron las bombas al General Martínez Campos y en los teatros, se han cometido atentados y crímenes iguales y aún más graves; y recientemente ha asesinado Caserio a Mr. Carnot, uno de los hombres de Estado más íntegros y más queridos de su pueblo.

No puede reprocharse a Francia el haberse mostrado débil con los anarquistas; mas al aumento de las represiones ha respondido el aumento de los atentados, y entretanto, en Inglaterra y en Suiza, sin pena ninguna especial, se ha paralizado el movimiento anarquista y no ha causado grandes daños.

Una prueba bien patente y en grande escala de la inutilidad de las leyes excepcionales, nos ha dado desde hace tiempo Rusia, donde a cada una de las horribles represiones (y han sido éstas tales como la muerte lenta y solitaria en las minas y cementerios de Siberia) han seguido nuevos y más violentos atentados.

El fuego de la tendencia revolucionaria -escribe el ilustre pensador G. Ferrero (La reforma Sociale, 1894, página 986)- excita la fantasía de unos cuantos ilusos, fanáticos y sugestionables, que pululan en nuestra sociedad y que son siempre un elemento importante en todas las revoluciones. Hay en toda sociedad una cantidad de gente que tiene necesidad de admirar el martirio, de entusiasmarse con él y aun de sufrirle en ocasiones; que goza con ser perseguida y con creerse víctima de la tiranía y la maldad humanas; que escoge el partido político que más peligros presenta, imitando en esto a los alpinistas que buscan para una ascensión la montaña en que son mayores los precipicios y es más inaccesible el camino. Para todos éstos no hay ningún excitante mayor para que abracen las teorías anarquistas, que las persecuciones severas y fuertes de que se hace gala. Nada hay más peligroso que proporcionar a su fantasía que el cadáver de un ajusticiado. Vaillant, ajusticiado, resulta un mártir; su sepulcro es sitio de peregrinación contínua; la leyenda surge, crece, florece alimentada por esta lluvia de sangre, que fue en todas las leyendas el más excitante elemento.

Se creía cortar con la guillotina las siete cabezas de la hidra anárquica, y ha sucedido, por el contrario, que la anarquía en vez de concluir bajo los golpes de las leyes y de la infamia, no sólo ha tomado nuevo vigor, sino que ha mejorado mucho la clase y el tipo de sus héroes. Esta, por llamarla así, purificación de la anarquía es en realidad uno de los aspectos menos comunmente observados, pero el más importante en los sucesos horribles de nuestros días. El primer héroe de la anarquía en estos últimos años fue Ravachol; un tipo feroz de criminal nato, sanguinario, homicida por robo; una verdadera bestia humana, que desahogaba en la política sus feroces instintos. Después tenemos a Vaillant, que, sin ser inmaculado, era mucho mejor que el primero; había cometido robos y estafas, mas no había asesinado. A él sigue Henry, un joven algo desequilibrado y apasionado, mas de una conducta irreprochable, que logró con su discurso en el Tribunal de Assises -¡tan profunda y sincera convicción se traslucía en él!- impresionar aun a sus más encarnizados enemigos. El último, Caserio, era sin duda un fanático honrado, que jamás cometió un delito común, que era incapaz de cometerle, y que tan sólo la ceguedad de la pasión política pudo impulsarle a hacer lo que hizo. Después de año y medio de represiones violentas se encuentra el gobierno francés, como todos los gobiernos de Europa, con este resultado maravilloso y en verdad consolador: que mientras la anarquía reclutaba antes sus héroes entre los candidatos al presidio, los encuentra ahora entre los hombres honrados a quienes el fanatismo o un exagerado espíritu de sacrificio arrastra a la muerte con la misma resolución característica de los mártires de todas las doctrinas pasadas.

Mas no basta; no sólo la anarquía se purifica, sino que es cada vez más audaz. Los legisladores, que creían espantarla con lo que parece el último talismán mágico de la sociedad civil, deben estar aterrorizados al verla atacar cada vez con más bríos a la sociedad, y atacarla de frente, sin ocultarse, no obstante el lujo de fuerza desplegado contra ella. desde Ravachol, que ponía las bombas a hurtadillas y huía, asegurándose siempre el momento de la fuga, hemos pasado primero a Vaillant y a Henry, que arrojan personalmente las bombas en un café o en el Parlamento, en medio de una gran multitud, con la certeza casi absoluta de ser vistos y arrestados, y después a Caserio, que se sirve del puñal entre una inmensa muchedumbre, sin que pudiera abrigar la menor esperanza de librar su cabeza de la guillotina. Del hombre asustado que comete el delito, por decirlo así, anónimo, hemos llegado al hombre que fríamente entrega su vida para quitársela al ser odiado, y realiza el atentado con la firme persuasión de que desde aquel momento ha perdido su cabeza.

Estos fenómenos dolorosos, que aterrorizan a los estadistas empíricos y superficiales, no soprenden a los que conocen un poco a los hombres y a la historia. Esta purificación de la anarquía es consecuencia directa de la persecución. Fácilmente se explica por qué los primeros atentados fueron cometidos por un delincuente verdadero como Ravachol, y no por algunos fanáticos honrados, entre los que tantos secuaces recluta ahora la anarquía. Si bien es cierto que la moral política y la moral individual están frecuentemente en descuerdo, como he demostrado en otro artículo; si bien es cierto que muchas veces un hombre honrado o intachable puede cometer, con fines políticos, acciones criminales, hubiera sido muy dificil que sin provocación directa y muy fuerte se decidiera nadie, bueno en el fondo, a comenzar la serie de peligrosos y crueles atentados de que ha sido teatro Francia en estos últimos tiempos. La primera idea debía ser el capricho feroz de una imaginación de criminal nato, que a sangre fría, y a pretexto de las persecuciones, entonces poco graves y duras en verdad, contra sus compañeros, pero en realidad para dar suelta a la innata maldad, se quiere divertir haciendo volar las casas de algunos magistrados, y encontrando bien el juego, le continúa hasta que le cogen preso. Mas después vinieron las persecuciones serias, las leyes excepcionales expresamente votadas, los repetidos guillotinamientos; surgió la leyenda del martirio anarquista, y todo esto fue suficiente para empujar por el camino de los atentados a los fanáticos, hasta entonces intachables, secuaces del partido, a quienes no hubiera impulsado otra causa; mas cuando han empezado a ver a sus correligionarios encarcelados por centenas, sus periódicos secuestrados, la cabeza de algún amigo rodar al cesto de la guillotina, han debido sentir excitados aquellos sentimientos altruistas y de solidaridad política que tan vivos son siempre en los partidos extremados y en los fanáticos. Es preciso pensar que Vaillant, Henry, todos los anarquistas encarcelados, tenían o tienen en el partido amigos fieles, en los que la comunidad de ideas, de peligros, de vida, de fanatismo, estrecha la amistad hasta un punto que nosotros no podemos concebir; es preciso pensar que en estos seres las persecuciones contra sus compañeros excitan su ira, como excitaría la de los sabios y hombres científicos de toda Europa la noticia de que el Zar había mandado a la Siberia a algún gran pensador por el delito de investigar; es preciso pensar que esos fanáticos ven castigados a sus amigos, precisamente por ser secuaces de la idea que ellos adoran, y de cuya comunidad ha surgido principalmente la íntima amistad con los perseguidos; y después de pensar en esto, no es difícil comprender por qué, apenas comenzaron las persecuciones, el tipo del atentador se ha mejorado y los delincuentes han sido desde aquel momento fanáticos honrados, hombres en quienes el sentimiento de solidaridad está más arraigado y en quienes por un desequilibrio moral la necesidad del sacrificio es patológicamente intensísima.

En íntima conexión con esto se halla el otro hecho: el aumento de valor y de audacia. Cuanto más fanático sea el autor de los atentados, más indiferentes le son sus consecuencias, impulsado por el placer del sacrificio, cometerá su delito a cualquier precio, aun teniendo la seguridad de que ha de ser preso, juzgado, condenado a muerte y ejecutado. Un dinamitero como Ravachol, que comete el delito por innata perversidad, procura asegurarse la fuga, y le prenden, gracias a una ligereza; pero un dinamitero como Henry, o un presidencida como Caserio, que consuman el atentado por fanatismo, lo hacen sabiendo que les cuesta la vida, sin prepararse la fuga y sin cuidarse de ellos mismos.

Es una ley histórica de incontrarrestable fatalidad que la violencia excita la violencia; y en recientes hechos hemos visto su dolorosa confirmación. Observad lo que en pequeño ha pasado en Italia, y tendréis idea de lo que en mayor escala ha ocurrido en Francia y en España. Crispi parece ser una especialidad para los atentados: en pocos años ha sido objeto de dos, en tanto que los demás políticos italianos no han sufrido ninguno; nadie ha pensado en atentar a la vida de Depretis, por ejemplo, ¿Cuál es la razón de esta diferencia? Que Crispi, entre todos los políticos italianos, es el que tiene mayor prurito en resolver las cuestiones con la fuerza, y por este camino, él mismo polariza, por así decir, la ideación de sus enemigos hacia el uso de la violencia; y los arrastra con la sugestión de su mismo ejemplo. En cambio, Depretis, que ha preferido emplear la astucia y la habilidad, jamás ha excitado propósitos violentos, como no los han excitado los estadistas templados como Cavour, Gladstone y, en general, todos los políticos ingleses que han usado siempre que han podido de la persuación moral, no de la fuerza bruta. El mismísimo fenómeno se ha observado en Francia, donde los atentados criminales del partido anarquista han redoblado en intensidad, desde el momento en que el gobierno comenzó a aplicar la fuerza en todas sus formas, a las represiones de los atentados; porque todos los propósitos y los deseos de rebelión les fueron directamente excitados.

Puede objetarse, es cierto, que si el gobierno español y el francés han usado las represiones por la fuerza, lo han hecho provocados por la barbarie de los anarquistas; mas es preciso reflexionar que en esta lucha el gobierno y la clase más elevada, más rica, más poderosa y más instruída, deben dar ejemplo de racionalidad, de calma y de sangre fría, sin recurrir ciegamente, apenas aparece el peligro, al terror y a la guillotina, que crean mártires y excitan al partido cuyo espíritu de lucha y resistencia se quiere destruir.

Las represiones violentas tienen además la cualidad de ensoberbecer a los anarquistas, haciéndoles creer que tienen en sus manos los destinos de los pueblos, y también la de inducir a las clases más elevadas, cuya repugnancia a la nueva idea es el mejor baluarte a las furias de estos locos.

Por el contrario, el enviar a un manicomio por lo menos a los epilépticos e histéricos, sería una medida más práctica, sobre todo en Francia, donde el ridículo mata; porque al paso que los mártires son venerados, los locos producen risa, y nunca un hombre ridículo fue peligroso.

De otra parte, las medidas internacionales son inútiles, toda vez que los anarquistas no tienen un punto común de reunión.

A cada momento está la cándida policía descubriendo pistas que al momento se pierden; y ¿cómo no ha de suceder así, si el principio del anarquismo es la exageración del individualismo, y, por tanto, la negación de toda dependencia o subordinación?

A mayor abundamiento, hay países en que, por la moderación de sus leyes y por su buen gobierno, ni existe la anarquía ni podría en ellos arraigar; y estos es evidente que no se asociarán a las naciones infestadas para tomar draconianas medidas, que les deshonrarían.

Podrían todos, sin embargo, adoptar algunos acuerdos de policía, comunes, pero no violentos, tales como retratar a los adeptos de la anarquía militante; la obligación internacional de denunciar el cambio de residencia o domicilio de las personas peligrosas; el envío a los manicomios de todos los epilépticos, monomaniacos y locos tocados de anarquismo -medida más seria de lo que se cree a primera vista-, la deportación perpetua de los individuos más temibles a ser posible, a las islas despobladas y aisladas de la Oceanía; la prohibición a los periódicos de publicar los procesos anarquistas; la demostración en forma popular y anecdótica, por medio de millares de folletos, de la falsedad de estas ideas anarquistas, y por último, el dejar a las poblaciones en libertad de manifestarse contra los anarquistas, aun con hechos violentos (34), creando así una verdadera leyenda antianarquista popular, precisamente en aquel medio que ellos, con especial interés, tratan de seducir.

Pero todas estas medidas son procedimientos de los que un médico llamaría momentáneos o paliativos, para no hablar de los absurdos que harían recordar la máxima: Videbis quam parva sapientia regitur mundus.

¡Qué decir -repetiremos con Ferrero- de las leyes recientemente sancionadas! Entre otros errores, cometen el de confundir torpemente a los anarquistas con los socialistas; los primeros no tienen bibliografía, ni aunque la tuvieran harían uso de ella, por lo que las leyes, queriendo castigar a unos, castigan a los que son precisamente sus más encarnizados enemigos.

Todos aquellos que de cerca hayan seguido el movimiento anarquista, sabrán que los grandes centros de publicación de libros anarquistas están en el extranjero, y que del extranjero llegan casi todos los periódicos y opúsculos de propaganda que circulan en Italia; razón por la cual, la reciente ley no causa gran transtorno a los anarquistas.

Pero es que la ley sería igualmente inútil, aunque éstos tuvieran en Italia una floreciente bibliografía, pues en cierto modo la publicación de libros es un pararrayos; porque cuanto más escriban e impriman los anarquistas, menos tiempo les queda para obrar y para buscar el medio de dar salida a sus políticas pasiones en los atentados ruidosos. He encontrado la prueba de esto en un párrafo de una carta que Caserio escribió desde Francia a un amigo, en que dice así:

En cuanto a la propaganda, camina aquí, en Francia, rápidamente, mas sólo por el hecho, puesto que el gobierno ha prohibido la publicación de periódicos anarquistas, y secuestra los fondos y la correspondencia.

Por otra parte, el periódico ha mejorado algo nuestra vida política, sustituyendo con los artículos injuriosos las luchas armadas que en muchas ocasiones sostenían los partidos rivales; y aun hoy todavía, los mismos partidos conservadores recurrirían a la violencia si no pudiesen desahogar la ira contra los enemigos políticos, escribiendo o haciendo escribir; ¿por qué no ha de suceder con los anarquistas? Es una verdadera desgracia que el partido anarquista no haya tomado aun las aficiones y costumbres literarias y periodísticas de otros partidos, porque es indudable que si así fuera, si en Liorna hubiesen tenido un periódico regular y un hábito de escribir; hubiesen emprendido una ultrajosísima campaña, pero no hubieran cosido a puñaladas al periodista adversario.

Se dirá que las publicaciones anarquistas deben ser objeto de enérgicas represiones, porque difunden el contagio de las ideas y de las teorías. Mas así y todo, es ingenuo creer que sea posible esa represión, o al menos que sea fácil; el libro es hoy el verdadero Proteo de la vida, es un instrumento tan ágil, tan fino y tan poderoso, que querer dificultar su vida un gobierno que no tenga los inmensos medios coercitivos del gobierno ruso, vale tanto como pretender sujetar el viento con una cadena. Y después, aun cuando todas las publicaciones anarquistas fuesen sorprendidas, no por eso cesaría la propaganda, supuesto que se hace con mas frecuencia oralmente que por medio de la imprenta, como sucede con toda propaganda dirigida a un público grosero e ignorante.

La violencia es siempre inmoral, aunque se emplee en contra de la violencia.

Los pueblos y las sociedades superiores serán aquellos que sepan contrarrestar la fuerza brutal sin hacer uso de ella. Lejanamente se da hoy una vaga imagen de la sociedad futura en Inglaterra; allí el gobierno da frecuentemente a su pueblo el ejemplo de la confianza en la fuerza moral, y siente su propio deber de no excitar los instintos brutales que reposan en el fondo de todo espíritu humano, aplicando a la represión de rebeliones pasajeras de las masas las medidas violentas.

¡Qué fortuna sería para Europa el que este sistema de templanza aplicado en Inglaterra al tratamiento de los movimientos antes dichos, fuese aplicado al tratamiento de las más agudas enfermedades sociales, como los atentados anarquistas!


MEDIDAS PROFILÁCTICAS


A otras oportunas y más importantes medidas hay que recurrir.

Es preciso, como remedio para los anarquistas de ocasión, reos por miseria, contagio o pasión, curar el malestar crónico de los países en que la anarquía tiene sus gérmenes y su verdadero campo de acción; curar, como diría el médico, las raíces del empobrecimiento general, causa de la local enfermedad, y curarlo con urgencia, sin paliativos, llegando al fondo.

Necesario es, ante todo, cambiar la base de nuestra educación práctica, que tal como hoy está, de la contemplación de la belleza, y aun más, de la fuerza sin un fin práctico, conduce a la rebelión, a la indisciplina, a hacer de la violencia un ideal.

Ya lo he demostrado yo esto ha tiempo en mi Delitto político, fundándome en los héroes del 89, imitadores medianos de los héroes de Plutarco; mas creo que nadie ha encontrado tan eficaz prueba como Guillermo Ferrero.

¿Qué es toda nuestra educación sino una continua glorificación de la violencia en todas sus formas? Una muy importante parte de aquella es la instrucción clásica, y ésta no puede resolverse más que en un himno a la fuerza brutal, que comienza con la apoteosis de los asesinatos de Codro o Aristogitones para llegar a los regicidios de Bruto, a través de la historia de todos los crímenes horribles cometidos por el más brutal de los antiguos pueblos: el pueblo romano. Y toda la historia de la Edad Media, y toda la historia moderna, y aun la historia misma de nuestro Renacimiento, tal como hoy se enseñan, ¿qué son sino la apología, hecha desde un punto de vista especial, de actos brutales y violentos? ¿Cómo, si no fuera así, hubiera podido escribir con general aplauso un poeta a quien todos consideramos como la encarnación moral de la nueva Italia, los siguientes versos:

Ferro e vino voglio io

Il ferro per uccidere i tiranni,

il vin per celebrarne il funeral.

(Hierro y vino quiero yo ...

El hierro para matar a los tiranos,

El vino para celebrar los funerales).

Y es en este punto tan profundo el mal, que están contagiados todos los partidos: lanzaron los clericales un ¡hurra! a las puñaladas de Ravaillac; los conservadores a los fusilamientos en masa de los comuneros de 1871; los republicanos a las bombas de Orsini; todos están de acuerdo en santificar la violencia, cuando es útil a sus fines y a sus ideas. El nuevo héroe de estos últimos años del siglo no es un gran sabio ni un gran artista: es Napoleón I; y las odiosas aberraciones de Nietzche encuentran hoy, a semejanza de la Biblia, multitud de fervientes y devotos comentadores.

¿Quién ha de maravillarse, después de esto, de que una sociedad tan saturada de violencia, produzca ésta de tiempo en tiempo chispazos de tempestad? No se puede impunemente santificar la fuerza brutal, ni aun con la idea de que ha de ser aplicada tan sólo en determinados casos; más tarde o más temprano llegará quien levante el Vengelo de ella en un credo político o en otro. La conciencia del hombre moderno debe volver sobre sí misma, y abjurar solemnemente de esta salvaje religión de la fuerza brutal, de la que tan devota ha sido y es ahora la humanidad: debe comprender al fin, que el principio la violencia es siempre inmoral, aun cuando se usa para responder a otra violencia, no es un sentimentalismo morboso, sino un axioma moral que surge latente de las observaciones mismas de la vida. Es necesario predicar con gran energía y en todos los tonos esta nueva religión de la persuasión y de la fuerza moral, para avivar y favorecer el gran cambio que se está operando en el seno de las modernas ciudades; de otro modo se equiparará el europeo con toda su ciencia y civilización, al australiano aquel que, interrogado por Bonwik acerca del bien y del mal, contestó: Bien es cuando yo robo la mujer de otro, mal es cuando otro me roba la mía.

Otro urgente remedio económico.

Tenemos ahora (antes lo he dicho) un fanatismo económico como en otras épocas teníamos un fanatismo político, y es justo y es beneficioso que demos a ese fanatismo una válvula de seguridad con los medios económicos, como antes se la dimos al político con las constituciones, el parlamentarismo, etc., y al religioso con la libertad de cultos y otras reformas semejantes.

Los remedios más radicales serán aquellos que tiendan a impedir la excesiva concentración de la propiedad, de la riqueza, del poder, para que puedan, los que tienen talento y condiciones para el trabajo, ganarse la vida (35).

En Francia mismo, la revolución del 89 no hizo más que sustituir con los grandes propietarios a los grandes señores feudales, y en tanto que antes tenían los agricultores la cuarta parte del suelo, hoy no disponen más que de la octava.

En los Estados Unidos, mientras entre el 91 por 100 de los habitantes no poseen mas que el 20 por 100 de la riqueza del país, entre el 9 por 100 poseen el 80 por 100; 4047 disfrutan cerca de 30 veces lo que gozan 11587887 familias reunidas.

Y de este lado, el socialismo es considerado por los políticos necios (y no son pocos) como un fiel aliado de la anarquía, siendo así que es precisamente su mayor enemigo y el mejor preventivo.

Nadie -escribe uno de nuestros más ilustrados socialistas- ni aun los más rabiosos conservadores, se han puesto como los socialistas tan resueltamente enfrente de los secuaces de la absurda y salvaje teoría de emplear el asesinato político para llegar a la reivindicación económica. Los jesuitas han armado la mano de Ravaillac y de los verdugos de la feroz Inquisición. Los jefes del Tercer Estado cantan en sus escuelas la gloria de Timoleón y de Bruto, y pensionan a las familias de Aguilao Milano y de Félix Orsini.

Los socialistas, mantenedores de una moral basada en el estudio positivo de la historia y de la sociedad, no cesan de repetir a los trabajadores que sus males no son ni deseados ni causados por los ricos, sino que son la inevitable consecuencia del actual sistema económico; que por esta razón se curarán dichos males cuando se verifique un cambio en este sistema, y que tal cambio no puede realizarle ni la bomba ni el puñal, sino solo y únicamente la acción enérgica y cada vez creciente de los mismos trabajadores, que unidos, organizados, conscientes, llegarán -como llegó el Tercer Estado- a la conquista de sus derechos, y darán vida a una sociedad nueva, en armonía con sus intereses. (36).

El decaimiento de la anarquía en Alemania, Austria e Inglaterra, tan pronto como el socialismo comenzó a difundirse; Andrea Costa quemado en efigie y Prampolini asesinado por los anarquistas por haber iniciado el movimiento socialista, y todos los feroces ataques de las publicaciones anarquistas de toda Europa contra los socialistas, son clara prueba de la enorme divergencia entre los dos partidos.

El socialismo, en suma, refuta la teoría anarquista ante aquellos que le son más adictos, con las conclusiones que ya experimentalmente expusimos (37); demuestra que ninguna nueva forma política o económica puede implantarse sino muy suavemente preparada, y que sólo un cambio lento, ordenado, en el sistema capitalista, mejorará las condiciones de los menos poseedores, disminuyendo la concentración excesiva de la riqueza, sostenida con tan egoista favoritismo por la antigua economía política, que dimanando de los ricos, sólo en los ricos pensaba, sin preocuparse de los demás y obrando como si no existieran.

Pero importa, sobre todo, hacer un socialismo práctico y no budístico como el de Italia; que los socialistas se convenzan de que, por conservarse puros e independientes, concluirán por no tener ningún adepto, y que la causa importantísima que a sus manos está encomendada les permite, para conseguir lo que en política es todo, el éxito, aliarse con otros partidos, al menos en algunos puntos determinados, a los que la opinión pública arrastra a los partidos reaccionarios, como, por ejemplo, la abolición de la guerra, las ocho horas de trabajo, la reforma de los contratos agrarios, etc.

Del mismo modo que se ha dado un gran paso en la subdivisión de la propiedad con la abolición de los mayorazgos (que antes parecía el fin del mundo), así creo que sin grandes trastornos, podría provocarse una mayor subdivisión, estableciendo en favor de las clases más pobres un fuertísimo impuesto sobre las riquezas que sobrepasasen un millón o mayor cantidad si se quiere; y si las grandes propiedades como las del campo romano y siciliano, asegurando la riqueza de unos pocos causan la miseria de todos, no veo qué dificultad impediría la expropiación forzosa en favor del Estado, cuando si se tratase de una inútil fortaleza, nadie lo encontraría chocante o violento (38); ni veo que se oponga nada a reformar los contratos agrarios y a la mayor participación de los agricultores en las utilidades; y cosa es esta que ya se les ha ocurrido a eminentes políticos nada sospechosos de revolucionarios, como Jacini, por ejemplo. Y ¿por qué no podrá hacerse lo mismo para los azufres en Sicilia y para los mármoles en Lunigiana? Y si la carestía del carbón es un obstáculo al florecimiento en Italia de algunas industrias, no sabemos porque no había el país de poner en práctica e impulsar el transporte a distancia de la fuerza hidráulica, al menos en una centésima parte de la que se derrocha tontamente en usos militares y coloniales.

En Inglaterra no es preciso para todo esto la fórmula socialista; que es el único gobierno sabio que en Europa, en la cuestión irlandesa primero, en la obrera después, con el indulto absoluto de los huelguistas, con la concesión espontánea de las ocho horas de trabajo para todos los oficios dependientes del Estado, con los arbitrajes, en que patronos y obreros tienen igual número de votos, había prevenido todo abuso de las clases opuestas, y va ahora, con la iniciativa de un verdadero lord (lord Rosebery), acercándose a la completa solución de la cuestión social sin tumultos y sin violencias. Y allí es donde la anarquía ha degenerado en impotente, donde es despreciada por los mismos a quienes ella pretende socorrer, porque han comprendido que sólo perjuicios y trastornos podrían resultarles de tal doctrina.

En el orden político, una restricción en la inmunidad parlamentaria y en el exagerado poder concedido a los diputados, sería una salvaguardia mucho mayor que las rejas y guardas de que empiezan a rodearse aquellos contra los golpes anarquistas.

Cuando los Reyes eran despóticos, es natural que la anarquía fuese regicida; y es lógico que ahora que los diputados son tan irresponsables como aquellos y aun más despóticos y culpables, hayan cerrado contra ellos los anarquistas, cometiendo diputadicidios en vez de regicidios.

Habíamos, ¡vive Dios! luchado durante siglos para suprimir los privilegios de los sacerdotes, de los guerreros y de los Reyes, ¿y vamos a mantener ahora, bajo la mentira de una pretendida libertad, los más dictatoriales privilegios en beneficio de personas capaces de cometer los más comunes delitos en mayor escala que setecientos reyes?

Y aquí es oportuna aquella proposición que yo hice en mi Delitto político de crear un Tribunado que tuviese el derecho y el deber de decir a todos la verdad sin temor a los procesos por difamación, acordándome de que sólo al Tribunado debió la República romana su equilibrio y estabilidad (39), y que a los procuradores de los pobres es preciso agradecer el que los gobiernos despóticos se retrajeran en algunas ocasiones de dictar titánicas medidas. Aun en nuestros escándalos bancarios, sin los tribunos bolsistas en París y sin el Colaianni, todos los partidos, todos los hombres serios, se hubiesen puesto de acuerdo para ocultar el delito y encubrir las llagas, aunque éstas hubieran comenzado a gangrenarse. Por esta razón creemos que un buen gobierno debe, en vez de poner obstáculos, como hace, a la elección de éstos, favorecerla por todos los medios posibles, como un arra de su propia honradez, como una garganta para el público de que será siempre igual, de que dirá la verdad, aunque traten de ocultarla.

Una de las reformas que mejor contrarrestarían la corrupción, y, por lo tanto, la anarquía, que la sigue como a los cadáveres el buitre, sería una amplia descentralización. Cuando a un gobierno tan centralizado como el nuestro o el francés, se le encarga de administrar grandes sumas, de realizar asuntos de millones y millones, como los de obras públicas, la corrupción surge a su alrededor en seguida, porque la responsabilidad ante el público es muy indirecta y muy débil, y la esperanza de la impunidad es muy grande. Haced, en cambio, que los administradores estén a la vista de los ciudadanos, y la responsabilidad será más directa, y la resistencia de los débiles a quienes podría fascinar el dinero será mayor. Todos habán podido comprobar que los Panamas ocurren siempre en torno a las grandes administraciones centrales, o cuando más, y en proporciones reducidísimas, en las comunales (40).

De igual modo que al castigar el cólera con mayor dureza en los distritos más pobres y sucios de las ciudades, nos indica el sitio a que debemos aplicar con más urgencia nuestras medidas profilácticas, así la anarquía, desarrollándose preferentemente en los países peor gobernados, nos señala, ya que no lo hacen ni las masas ni los hombres políticos por su apatía, qué gobierno es malo, y nos sirve, por lo tanto, de un estímulo para mejorarle. Y de aquí que debamos mirar atentamente su aparición para mostrar los medios conducentes a suprimir los desórdenes y los abusos que favorecen su nacimiento y su permanencia.

Es innegable que a los males de Sicilia, repetidamente revelados por Villari, Sonnino, Damiani, Colajanni y Alonji, nadie pensó seriamente en poner un eficaz remedio antes de ocurrir los últimos motines, ni siquiera con aquellos eternos proyectos de ley que han resultado siempre letra muerta; y aun menos se pensó en tal remedio cuando formaba parte del gobierno uno de los que primero habían llamado la atención sobre las graves condiciones en que se hallaba aquél país; la desventurada revolución última ha hecho por la reforma agraria de la isla lo que en treinta años no pudieron hacer 10000 diputados: ha logrado que aparezcan serios proyectos de reformas económicas, y los movimientos anarquistas de Irlanda han sugerido a Gladstone sus medidas y sus reformas. Mientras tanto, a la agravación cada vez mayor de las penas, en Rusia, España y Francia, sin cambio ninguno de las instituciones, siguen siempre más graves atentados.

Por caridad, no les imitemos, no seamos ciegos como ellos. ¡Pueblo: ya que en medio de tantas vergüenzas y de tantos vicios no hemos tenido más que el de la intemperancia política, no desmintamos nuestras buenas tradiciones; no usemos la brutal violencia contra la anarquía, porque la haremos crecer y ser más feroz; busquemos, por el contrario, sus causas, y apliquemos en ellas remedios radicales.

Índice de Los anarquistas de César LombrosoCapítulo VIIINotasBiblioteca Virtual Antorcha