Índice de Los anarquistas de César LombrosoCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SÉPTIMO

ALTRUISMO

Aquí surge, para el psiquiatra y para el sociólogo, un difícil problema. ¿Cómo es posible que en estos individuos, locos, criminales para casi todo el mundo, neuróticos y grandes apasionados, se de un altruismo que no se encuentra en la generalidad de los hombres, y mucho menos aun en los locos y en los criminales, que son siempre los mayores egoistas del mundo?

Este altruismo llevado al último límite, es uno de los caracteres que con gran maravilla encontramos siempre en Vaillant, en Henry, en Caserio, y aun en otros anarquistas bastante más criminales que éstos. P. Desjardins dice a este propósito lo siguiente:

Hay, sin duda alguna, anarquistas malvados; pero la mayor parte son buenos, transformados por una excesiva sensibilidad en malos; se ha dado alguna vez el caso de volverse uno anarquista por ver a su patrón romper un brazo al aprendiz. E. Reclus se distingue por su bondad sin límites (29).

Sabido es de todo el mundo que Pini y Ravachol donaban casi todo el producto de sus robos a sus compañeros o en favor de una causa común. He recibido yo una carta de Chicago en que me decían que Spies era venerado como un santo por sus compañeros, a quienes daba cuanto tenía, ganaba 19 francos por semana y daba dos a un amigo que estaba enfermo; en una ocasión socorrió cuanto pudo a un hombre que meses antes le había insultado groseramente, sus compañeros decían que si la causa hubiese triunfado, se hubiera hecho preciso encarcelarle para evitar que su infantil sensibilidad fuera un obstáculo para la revolución anarquista.

Me han referido a propósito de Palla (un feroz anarquista), que se encontraba, después de un naufragio, en una isla abandonada, en unión de un compañero, cuando una nave, aproximándose a ella, le dió ocasión de salvarse; mas tardando en llegar al barco su compañero, que debía embarcar con él, se impacientó el capitán y dió orden de emprender la marcha. No pudiendo Palla impedirlo de ninguna manera, se tiró al agua, y le obligó así al capitán a detenerse, entretanto que llegó el compañero y estuvo a salvo.

En el periódico La libre parole cuenta Drumont del famoso nihilista Stepniak que, después de haber cometido un asesinato político, aprovechándose del aturdimiento y del estupor de la multitud, propio de los primeros momentos que siguen a un suceso de tal naturaleza, subió en una troika, donde le esperaba un cómplice disfrazado de cochero, que estaba encargado de asegurarle la fuga; el amigo, es natural, pensando que no había tiempo que perder, fustigaba al caballo para acelerar su carrera, al ver lo cual Stepniak, le dijo: Yo soy muy sensible y no puedo ver sufrir a un animal; si tu sigues asi maltratando al pobre caballo, me bajo y me entrego a la policía.

De la indagación de Hammon (30) sobre varios anarquistas resulta que la mayor parte estaban movidos por un exagerado altruismo, una sensibilidad morbosa para los dolores ajenos.

Me encargásteis -escribía uno- que interrogara a los infelices del hospital donde yo estaba, y el efecto de tal interrogatorio fue espantoso en mi alma; comprendí la necesidad de la solidaridad y me volví anarquista.

¿Que por qué me hice anarquista? -decía otro- Porque ví de cerca el frío, el hambre y la fatiga de millares de mis compañeros, reducidos a la abyección y obligados a mendigar trabajo, con la cara humedecida por las lágrimas, por un patrono que les rechazaba murmurando en voz baja: No tengo mi dinero para saciar hambres.

Ya hemos visto que Caserio lloraba cuando acudía a su mente el recuerdo de la suerte de sus miserables compañeros de la Lombardía.

Mas donde surge potente e infinito este altruismo es en los discursos de todos los anarquistas últimamente condenados a muerte, lo mismo los pronunciados antes de la condena que después; discursos llenos de un fanatismo no simulado, y que no podía predisponer en su favor a los gobiernos ni a los jurados. Eran el fruto del más puro entusiasmo, de que es prueba su misma forma bellícima e intachable, porque el fanatismo convierte en oradores aun a los más ignorantes. Oigamos a Ravachol, ladrón y asesino:

Si yo hago uso de la palabra, no es para disculparme de los hechos de que se me acusa, porque sólo la sociedad, que por su descabellada organización enciende continuamente la lucha entre unos y otros, es la responsable; ¿qué se ve hoy en toda clase de personas, sino que desean, no diré la muerte, porque esta palabra hace daño al oído, pero sí la desgracia de sus semejantes, cuando esta desgracia puede reportarles alguna ventaja. ¿No hace votos un industrial para que un competidor suyo se arruine? ¿Que quieren todos los comerciantes en general, sino ser los únicos que negociaran en su ramo del comercio? Y un operario que se encuentra sin trabajo, ¿qué hace sino anhelar que por cualquier motivo dejen cesante a aquel que ocupa el puesto que él desea?

Pues bien: en una sociedad en que se dan semejantes hechos, no debe nadie sorprenderse de actos como éstos que se me recriminan, consecuencia lógica de la lucha por la existencia latente entre todos los hombres, constreñidos, para poder vivir, a emplear cuantos medios tengan a su alcance. Cuando uno se encuentra estrechado por la miseria, cuando el hambre acosa y el frío hiela, no puede dejarse, como yo no he dejado, de utilizar cuantos medios se tengan para conservar la vida, aun a riesgo de hacer algunas víctimas.

¿Se inquiera el patrono que despide a sus obreros porque estos se van a morir de hambre? ¿Se acuerdan los que gozan de lo superfluo de aquellos a quienes falta lo necesario? Cierto es que algunos acuden a socorrer a los necesitados; pero son impotentes los poquísimos que lo hacen para remediar a todos los que gimen oprimidos por la miseria y mueren aniquilados por toda clase de privaciones, o voluntariamente, suicidándose para concluir con una existencia miserable y no sufrir más el hambre, la vergüenza, las humillaciones innumerables, sin la esperanza de que tengan fin.

Así han hecho la familia Hayem y la mujer Soubeim, que mataron a sus hijos para no verlos sufrir más tarde; y así ha hecho tanta y tanta mujer que, en el horroroso trance de no poder nutrir a un hijo, no han titubeado en comprometer su vida, ahogando entre su seno el fruto de su amor.

Y todo esto ocurre en Francia, donde reina la abundancia, donde las carnicerías están llenas de carne y las panaderías de pan; donde los vestidos y los zapatos están amontonados en los almacenes, que no tienen un departamento vacío; mas ¿cómo ha de admitirse que todo va bien en la sociedad, si esta claro lo contrario?

Los mismos culpables lloraran por las víctimas; pero luego dirán que no tienen ellos la culpa, y que cada uno se las valga como pueda. Y ¿qué puede hacer quien carece de lo necesario para vivir? Si no encuentra trabajo, solamente podrá dejarse morir de hambre. Se pronunciarán algunas palabras de piedad sobre el cadaver, y después todo habrá concluído. Ahora bien: yo he dejado esto para los demás, para quien lo quiera, y me he hecho contrabandista, monedero falso, ladrón y asesino. Hubiera podido mendigar; pero esto es vil y degradante, y aun castigado está por nuestras leyes, que hacen de la miseria un delito.

Si todos los necesitados, en vez de esperar inútilmente, cogieran lo que les es preciso, de donde lo hay, sin reparar en los medios, los satisfechos verían bien pronto cuán peligroso es mantener un estado social en que la inquietud es permanente y la vida está amenazada a todas horas, y se llegaría a comprender que los anarquistas tienen razón cuando dicen que para tener tranquilidad física y moral es preciso destruir la causa generadora de los delitos y de los delincuentes, y no ya suprimir a los que, antes que morir lenta y horriblemente por las privaciones, prefieren -si tienen un resto de energía- coger violentamente aquello que puede asegurarles un bienestar, aun a trueque de costarles la vida.

He aquí por qué he cometido yo esos actos que me recriminan, y que son racional derivación del bárbaro estado de una sociedad que no hace otra cosa que aumentar las víctimas con más leyes que recrudecen los efectos sin remediar las causas.

Se dice que es preciso ser muy cruel para quitar la vida a un semejante; mas los que así hablan no tienen en cuenta que nadie se lanza a dar tal paso sino para preservar la propia; y vosotros mismos, señores jurados, que seguramente me condenaréis a muerte, porque así lo creeréis necesario, y que veríais satisfechos mi absolución, porque tenéis horror a ver correr la sangre; vosotros mismos, cuando lo creáis útil y preciso, no dudáis en verterla, como yo no dudé; pero con esta diferencia: que vosotros lo hacéis sin correr peligro alguno, y yo lo hice arriesgando mi libertad y mi vida.

Fijáos, señores, en que la mayor parte de los delincuentes que juzgáis lo son por robo.

Al crear los artículos del Código, han olvidado los legisladores que no atacaban las causas, sino únicamente los efectos; las causas persistirán siempre; aunque en algún momento dejen de derivarse los efectos; y siempre habrá delincuentes porque si hoy suprimimos uno, mañana surgirán diez.

¿Qué es preciso, pues, hacer? destruir la miseria, este germen del delito, asegurando a cada cual la satisfacción de todas sus necesidades. ¡Y qué fácil sería esto! Bastaría constituir sobre nuevas bases una sociedad en la que todo fuera común, produciendo cada uno según sus aptitudes y sus fuerzas y consumiendo con arreglo a sus necesidades.

No se vería a los hombres mendigar un pedazo de metal que les hace esclavos; no se vería la mujer vender sus gracias, como una vulgar mercancia, por ese mismo metal, que no deja conocer si la afección y el cariño son sinceros; no se verían más hombres como Pranzini, Prado, Anastay y tantos otros que, por lograr el mismo metal, se atreven a matar a sus semejantes. Todo esto demuestra que la causa de todos los delitos es siempre la misma, y es preciso ser insensato para no verlo.

Sí, lo repito, la sociedad es la que hace los malhechores, y vosotros, jurados, en lugar de castigarlos, debíais dedicar vuestra inteligencia y vuestras energías a transformar la sociedad. De un golpe suprimiríais los delitos, y vuestra obra, aniquilando las causas, sería más grande que ahora es vuestra justicia empleada en reprender los efectos.

Yo no soy mas que un obrero sin instrucción, pero he vivido la vida de los miserables, y siento la iniquidad de vuestras leyes represivas. ¿Dónde habéis adquirido el derecho de matar o de encarcelar a un hombre que, puesto en el mundo con la necesidad de vivir, se ha visto en la precisión de coger aquello que le hacía falta para alimentarse?

Yo he trabajado para vivir y para que vivan los míos, y hasta tanto que no hemos llegado al límite en que ya no era posible sufrir más, he sido lo que vosotros llamáis un hombre honrado. Después, me faltó el trabajo y vino el hambre. Y entonces esa gran ley de la naturaleza, esa voz imperiosa que no admite réplica, el instinto de conservación, me impusló a cometer ciertos delitos, que vosotros ahora me recrimináis, y de los que yo me reconozco autor.

Juzgadme, señores jurados; mas si vosotros me habéis comprendido, juzgándome, juzgáis también a todos los desgraciados de quienes la miseria ha hecho delincuentes, de quienes la riqueza o sólo el trabajo hubiera hecho hombres honrados, y de quienes, por último, una sociedad inteligente hubiese sacado hombres iguales a todos los demás.

En este discurso se mezcla la pasión política con la criminal, y es la obra de un delincuente nato que quiere justificar sus crímenes, pero en Henry encontramos la pasión pura, con un elevado sentido ético.

Oigámosle:

El juicio os ha demostrado que yo me reconozco autor de estos hechos. No es mi defensa la que quiero hacer; no pretendo, de ningún modo, esquivar las represalias de la sociedad, a quien yo he atacado, porque no reconozco más que un solo tribunal, mi conciencia; el veredicto de cualquier otro me es indiferente.

Quiero tan sólo explicar mis actos, y explicar también cómo fui arrastrado a cometerlos.

Soy anarquista desde hace poco tiempo, pues sólo desde 1891 me he lanzado al movimiento revolucionario. Vivi primero en un ambiente impregnado por completo de la moral actual. Yo estaba acostumbrado a respetar y aun a amar a la patria, la familia, la autoridad y la propiedad. Pero los que educan a la generación actual se olvidan frecuentemente de una cosa, y es que la vida, con sus luchas y sus dolores, con sus injusticias y sus iniquidades, se encarga de abrir los ojos de los ignorantes a la realidad. Esto es lo que me ha ocurrido y les ha ocurrido a todos. Se me había dicho que la vida estaba fácil y generosamente abierta a la inteligencia y a la energía; mas la experiencia me demostró que sólo los cínicos, los viles y los rastreros logran un buen puesto en el banquete.

Se me había dicho que las instituciones sociales estaban basadas sobre la justicia y la igualdad, y yo no he visto en torno de mí mas que mentiras y bribonadas.

Cada día que pasaba me mataba una ilusión. Por donde quiera que iba, me saltaban a la vista testimonios de los mismos dolores sufridos por los unos, de los mismos deleites gozados por los otros. No tardé en comprender que las grandes palabras que me habían enseñado a venerar: honor, devoción, deber, eran máscaras que encubrían las más vergonzosas torpesas y liviandades.

El industrial que edifica una fortuna colosal con el trabajo de sus obreros, que de todo carecen, era una persona honrada.

El diputado, el ministro, cuyas manos están siempre abiertas para recibir el precio del soborno, eran los encargados de velar por el bien público.

El oficial que había probado el nuevo modelo de fusil, sobre dos niños de siete años, había cumplido su deber, y el mismo Presidente del Consejo de Ministros le felicitaba en pleno Parlamento.

Todo esto, que yo veía, sublevó mi espíritu, y lo indujo a criticar la actual organización social. Esta crítica se ha hecho ya muchas veces para que yo la repita. Mas bastará decir que me convertí en furioso enemigo de una sociedad que me parecía criminal.

Por un instante me incliné hacia el socialismo; pero bien pronto me aleje de él. Tenía yo demasiado amor por la libertad, demasiado respeto a la iniciativa individual, demasiada repugnancia a las corporaciones, para tomar un número en el ejército matriculado del Cuarto estado.

He llevado en la lucha un odio profundo, vivificado todos los días por el repugnante espectáculo de esta sociedad, donde todo es bajo, todo es asqueroso, todo es infame; donde todo se enfanga en las prisiones humanas, las tendencias generosas del corazón y el libre vuelo del pensamiento. Por todo esto, he querido castigar fuerte y justamente cuanto he podido.

De todas partes se espiaba, se perseguía, se arrestaba a capricho de la policía. Multitud de individuos eran arrebatados a sus familias y arrojados en las prisiones. ¿Qué sucedía a la mujer y a los hijos del compañero arrestado?

El anarquista no era un hombre, era una bestia feroz, a la que se daba caza en todas partes, y para la que, la casta burguesa, vil esclava de la fuerza, pedía en todos los tonos el exterminio.

Al mismo tiempo se secuestraban los opúsculos y periódicos de nuestro partido, y el derecho de reunión estaba violado.

Pues bien: si vosotros hacéis responsable a todo un partido de los actos de un hombre, y hacéis cuanto podéis por bloquearle, es lógico que nosotros descarguemos nuestro odio sobre la masa entera.

¿Deberíamos atacar sólo a los diputados que hacen las leyes contra nosotros, a los magistrados que las aplican y a los polizontes que nos arrestan? No lo creo. Todos estos hombres son instrumentos; no obran en nombre propio; son instituciones constituídas por la burguesía para su defensa, y, por tanto, no son más culpables que los demás.

Los buenos burgueses que, por no estar revestidos de ningún cargo especial, pasan su vida disfrutando los dividendos producidos por el trabajo de sus obreros, deben sufrir también su parte de represalias.

En esta guerra sin tregua que hemos declarado a la burguesía, no queremos ninguna piedad.

Nosotros damos la muerte y sabemos sufrirla, y por eso espero vuestro veredicto con indiferencia. Sé que mi cabeza no será la última que caiga, porque los muertos de hambre comienzan a interrumpir las calles que conducen a los Terminus y a los restaurantes Foyot; vosotros añadiréis más nombres a la lista sangrienta de nuestros muertos.

Ahorcados en Chicago, decapitados en Alemania, agarrotados en Jerez, fusilados en Barcelona, guillotinados en Montbrisson y en París, han muerto muchos de los nuestros, pero no habéis podido aniquilar la anarquía. Sus raices son muy profundas; ha nacido en una sociedad putrefacta y que se desgaja y se derriba; es una reacción violenta contra el orden establecido, y representa las aspiraciones de igualdad y de libertad, con que venimos a batir en la brecha al autoritarismo actual. Es indomable, y concluirá por vencerle y matarle.

Recuerdan estas palabras, por su belleza, las de la moribunda nihilista de Rusia, que antes hemos referido, y en las que se destaca la pasión pura dominando a toda otra cosa, fenómeno que se trasluce también en las últimas frases de Vaillant.

Hace mucho que respondéis a nuestras voces con la cuerda o con la horca; no seáis ilusos; la explosión de mi bomba no es el grito del rebelde Vaillant, sino el grito de una clase que reivindica sus derechos, y que de ahora en adelante unirá los hechos a las palabras.

Para explicar esta contradicción de dos sentimientos opuestos, el altruismo y la crueldad, que aparece tan claramente en Vaillant, Henry y en sus predecesores, es preciso tener presente lo que ocurre a los histéricos, entre los que estaba Vaillant.

La histeria, que es la hermana de la epilepsia, y que conduce, como ella, a la pérdida de la afectividad, se muestra aquí como una tendencia de altruismo excesivo, que prueba como éste no es más que una variante de la locura moral.

He visto algunas escribe Legrand du Saulle (31)- que se asociaban a todas las buenas obras de su parroquia; pedían para los pobres, trabajaban para los huérfanos, visitaban a los enfermos, solicitaban ardientemente la caridad de los demás, y realizaban un gran número de prácticas caritativas, descuidando por ellas a los maridos, a los hijos, y abandonando sus faenas domésticas.

Estas mujeres hacen una beneficencia llena de ostentación y de vanidad; crean una institución caritativa con el mismo ardor que unos caballeros de industria emprenderían un negocio financiero de hiperbólicos dividendos.

Estas mujeres van, vienen, se multiplican, tienen inspiraciones de una lucidez infinita en medio de las luchas y de las catástrofes públicas, y afectan no recibir, por natural rubor, los tributos de admiración de los afligidos llenos de agradecimiento y de los espectadores enternecidos. Cuando una familia ha sido herida en el honor, en la esperanza, en la fortuna o en la felicidad, la histérica caritativa tendrá arrojos sorprendentes y espontaneidades conmovedoras.

La histeria caritativa puede aumentar los rasgos de valor que se citan y repiten, concluyendo al fin por ser legendarios. En un incendio podrá demostrar una gran presencia de espíritu, salvando a un enfermo, a un anciano o a un niño; en una insurrección se opondrá ella sola al ejército de los revoltosos; en las inundaciones, desplegará un heroísmo sin límites.

Cuando al día siguiente del incendio, de la insurrección o de la inundación, interrogáramos o examináramos a esta heroína, la oiriamos decir cándidamente, completamente abatida: No sé que es lo que he hecho; no tenía conciencia del peligro.

El sacrificio ha llegado a ser para estas enfermas una necesidad, y practican las reglas de la virtud por la misma causa patológica que podría impulsarlas a la estafa y a la calumnia; y he aquí por qué muchas veces son a un tiempo santas y criminales. Es notable que muchos criminales hayan tenido rasgos de caridad verdaderamente singulares, arriesgando la vida por salvar un gato, un pájaro o un niño, aun en el mismo día en que han cometido un asesinato.

Y es que nuestra parte psíquica está sujeta, como nuestros nervios, a la ley de los contrastes; después de practicar el bien, se inclina al mal, y después de emplear la crueldad, se inclina a la bondad, como la retina cansada ve rosa el color verde, y viceversa. Añádase a esto que en muchos individuos la criminalidad consiste especialmente en la impulsividad, en el ataque violento que les impele a una acción dada; y esta acción, criminal y violenta casi siempre, puede surgir en hombres que no sean malvados, como los epilépticos, que fuera del acceso pueden ser modelos de bondad.

Hay otros aun verdaderamente criminales que, sintiéndose anómalos, sintiéndose como fuera de la órbita humana, anhelan entrar en ella, cubriendo sus malvados instintos con el barniz del altruismo.

Por último, no es raro encontrar que la tendencia criminal se cambie en revolucionaria, porque ésta, además de satisfacer los instintos impulsivos, les ofrece un aspecto de generosidad que les permite a veces conquistar alguna influencia hasta sobre los hombres honrados, influencia que ha de ser, naturalmente, su más vivo anhelo, porque al fin son vanidosos hasta la megalomanía. Y esto explica también que en algunos casos se encuentre una relativa honradez en los delitos. Así, Engel y Flegger robaban para la causa anarquista, pero no retenían nada para sí.

En otros casos se explica la contradicción porque, cuando se asocian muchos para cometer un delito político, con el fin altruista de favorecer a la comunidad o al partido, en la conciencia de los autores, y aún del público, el crímen tiene poca gravedad, sea porque pecado de todos, pecado de ninguno, o sea porque, en concepto del mundo, el fin altruista justifica algunas veces el uso de medios no muy correctos. (G. Ferrero, en la Nuova Rassegna, 1894).

El cometer una acción vergonzosa para beneficiar a un tercero y no a sí mismo (por ejemplo, pedir limosna para otro, aunque se esté en las mismas condiciones que él), no produce mal efecto en los demás, y parece en algunas ocasiones obra meritoria. Y así se explica que individuos que no han nacido perversos, cometan acciones nefandas, y tanto más si se considera a qué enorme ceguedad conduce el fanatismo; y así se explica también cómo los verdugos de las inquisiciones podían ser gentes pías y honradísimas, aun realizando obras dignas de asesinos.

Dice muy acertadamente Desjardins que a muchos la misma bondad les arrastra al delito, porque creyendo buenos a todos los hombres (Reclus y Kropotkin sostienen, contra mi opinión, que los salvajes en el fondo son buenos y honrados), tienen como un derecho a castigar a aquellos que, no siéndolo, perjudican a la humanidad. Nosotros concluimos por execrar a algunos a fuerza de amar- escribe Randon (32).

Cuando al fanatismo se une la crueldad y surge el delincuente nato, es natural que tome tintes más sanguinarios, tintes que se conservan, podría decirse casi profesionalmente, en aquellos individuos que no eran verdaderos criminales, sino sólo apasionados.

Alguno se maravillará de que una idea tan poco lógica y tan absurda como la anarquía, haya podido fanatizar a tantos hombres; pero es que, si bien la idea es descabellada, no lo son todos sus fundamentos, no lo son las ideas justas admitidas por casi todos estos fanáticos. Además ocurre que el fanatismo corre siempre derecho a las ideas más abstrusas y a las menos seguras y practicables.

Encontraréis cien fanáticos por un problema de teología o de metafísica, y no encontraréis ni uno por un teorema de geometría; cuanto más extraña, rara y absurda es una idea, tanto más arrastra a sí a los locos, apasionados e histéricos, especialmente en la esfera política, donde todo desastre o todo triunfo privado se transforman en un desastre o triunfo público; donde, por último, la misma muerte tiene una resonancia que recompensa al fanático, no sólo de la pérdida de la vida, sino de las más horribles torturas. ¡Oh! ¡Cómo ignoran la historia y la psicología humana los que están inventando nuevas penas para todos estos individuos!

Más se dirá: si estos raros altruistas son todos o locos o fanáticos, ¿cómo es que sus obras llevan el sello de una seria premeditación o de un plan estratégico?

Es fácil responder que los planes estratégicos y los complots son sueños de una policía impotente; serán a lo más acuerdos de cinco o seis personas, porque los locos y los apasionados no tienen nunca más cómplices; mas su obra lleva el sello de la perversión. ¿Qué mayor prueba de esto que el escoger feroces medios para herir a inermes ciudadanos, a quienes ni siquiera conocen, como hicieron Lieuthaut y Vaillant? ¿Y qué mayor prueba de perversión que el creer que se hace un beneficio matando?

La mayor parte de los anarquistas -escribe Burdeau- pertenecen a la familia de los asesinos filántropos. ¡En su locura -continúa Burdeau- matan a los hombres por amor a ellos. Y es aun mayor su locura al pretender matar, sin que a ellos los maten, y gritar ¡venganza! cuando se les aplica la Ley del Talión y se recurre a sus mismos medios contra ellos.

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