Índice de Los anarquistas de César LombrosoCapítulo VCapítulo VIIBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO SEXTO

REOS POR PASIÓN. CASERIO

Gran influencia, sin duda alguna, tiene en estos delitos de que venimos ocupándonos, el fanatismo económico o social, violenta pasión que puede excepcionalmente presentarse unida a la criminalidad, pero que aparece casi siempre pura y de un modo aislado; y ya he expuesto yo a este propósito, en mi Delitto político, que estos delincuentes, impulsados a la consumación de un delito por pura pasión, constituyen por su honradez la más completa antítesis de los criminales natos.

Caracterízanse estos reos pasionales, no ya por la ausencia de los rasgos del tipo criminal, sino por tener, en oposición con él, una bella y simpática fisonomía, de amplia frente, bien conformada barba y apacible y serena mirada.

De 30 célebres nihilistas, presentan agradable fisonomía 18: Perowskaya, Cyddofina, Helfmann, Bakunin, Lavroff, Stefanovitch, Michailoff, Sassulich, Ossinski, Antonoff, Ubanoba, Zundelewitch, Figner, Presgnacoff.

Entre las fisonomías de nuestros revolucionarios, cuyos retratos están en el Museo del Renacimiento Italiano o en la colección de Damiano Muoni, recordamos las muy bellas de Dandolo, Poma, Porro, Schiaffino, Fabrizi, Pepe, Paoli, Febretti, Pisacane y otras muchas.

De los revolucionarios franceses, acuden a nuestra memoria las de Desmoulins, Barras, Brissot, Carnot, y sobre todo la de Carlos Sand, extremadamente agradable y simpática.


SEXO Y EDAD


Proporcionalmente a la escasa cuota que da para todos los delitos en general, el sexo femenino es el más predominante en esta clase de atentados, y sobre todo las mujeres de diez y ocho a veinticinco años.

Observa Regis (Les régicides, 1890) que casi todos los regicidas son muy jóvenes: Solowief, La Sahla, Chatel y Staaps, tenían diez y ocho años, Sand, veinticinco; La Renault, veinte; Barrière y Booth, veintisiete; Alibaud, veintiséis; Corday, veinticinco, y Otero, diez y nueve.

Desmarets escribe: Persuadida la policia napoleónica de que el entusiasmo y la abnegación suelen ser atributos de la juventud, vigilaba cuidadosamente a los jóvenes de diez y ocho a veinte años. (Témoignages, etc.Quinze ans d´haute police, 1833).


CÓMPLICES

Nunca tienen los reos de esta especie los cómplices que tan frecuentes son cuando se trata de criminales comunes. La torpe policía quiso encontrárselos a Sand, Passanante, Verger, Oliva y Moncusi, Nobiling, Ravaillac y Corday; más quedóse burlada, porque realmente no los tenían.


ATAVISMO


En gran número de los regicidas o reos por pasión que hemos citado, es hereditario el fanatismo patriótico político y el misticismo; así, por ejemplo, el padre de Carlota Corday y el de Orsini fueron fanáticos revolucionarios; el padre de Booth se llamaba Juanis Brutus y se había puesto él mismo el nombre de un revolucionario célebre, Welkasalscy; los padres de Guiteau y Nobiling eran exageradamente místicos o piadosos; la madre de Staaps no hablaba de otra cosa que de los versículos bíblicos.

Bruto -dice Plutarco- desciende de aquel J. Bruto que derrocó a los Tarquinos, y de Servilia, a cuya familia perteneció el tiranicida Servilio Ala.


PSICOLOGÍA


Son siempre el modelo y la exageración de la honradez, de la moralidad y de la virtud. Sand vivió y murió como un santo, hasta el punto de que el lugar en que sufrió el suplicio fue bautizado por el pueblo con el nombre de Prado de la ascención al cielo, de Sand (Sand Himmels fort weise).

Refiriéndose al nihilista Lisogub, escribe Stepniak que siendo millonario vivía como un pobre, para repartir su dinero entre sus correligionarios, y tan austera y tan humilde era su vida, que los amigos hacían grandes esfuerzos para que mejorara su método de vida, pues temían que tantas privaciones le pudiesen acarrear una enfermedad.

Carlota Corday poseía un alma afabilísima, un aspecto gentil, y era un modelo de mujer intachable por todos conceptos; pasó su juventud entre los estudios históricos y filosóficos, aficionándose en extremo grado a la lectura de Plutarco, Montesquieu y Rousseau.

La arrebatadora elocuencia de algunos prófugos girondinos, y tal vez un secreto amor por alguno de éstos, la impulsó a abrazar férvidamente su causa; asistió a aquella sesión de la Convención en que fueron condenados a muerte los girondinos, y entonces se decidió a destruir al culpable de tal condena.

Al preguntarle cómo era posible que siendo una mujer débil e inexperta hubiese podido sin cómplices herir de muerte a Marat. La ira y el veneno, respondió (y con esto demostró la violenta pasión que la dominaba), habían llenado mi corazón, y éste me guió para llegar al suyo. (D´Abrantés, Vita e ritratti di donne celebri, 1838).

Cuando Sassulich fue absuelta por los tribunales del atentado contra el capitán Trepoff, confesaba después de la absolución que la lectura de la sentencia la había impresionado tristemente, porque, una vez condenada, la hubiese confortado el ánimo, el pensamiento de haber hecho por la buena causa todo cuanto había podido hacer. Les decía a los jurados: Es cosa monstruosa alzar la mano contra un hombre, lo sé; mas quiero probar que es imposible dejar impune tan gran infamia (el apalear a los reos políticos), y quiero fijar la atención de todos sobre este hecho, para impedir que se renueve. Late en estas palabras meritoria y honrada pasión, que impresionó favorablemente a cuantos las oyeron.

A estos rasgos de carácter hemos de añadir la necesidad o el vivo deseo que todos tienen de sentir dolor, de sufrir: el sufrimiento es una buena cosa, dice un héroe político de Dostoievsky; el dolor es dulcísimo cuando se padece por una gran idea; mas lo es también muchas veces en que no existe ésta, como, por ejemplo, cuando se ama a alguien con el solo fin de sufrir y proteger al ser amado. Esta complacencia del dolor se encuentra frecuentemente en todos los místicos, que se flagelan y llevan sobre la carne punzantes cilicios, que se las desgarra; y esta misma complacencia para el sufrimiento explica el heroismo de los nihilistas y el de los mártires cristianos, que sacrifican su libertad y sacrifican su vida por servir a una causa que en su mente aparece rodeada de un nimbo de grandeza y sublimidad.

Una de las complicadas en el proceso de los 50 de San petersburgo, moribunda por tuberculosis, improvisó ante sus jueces una poesía que basta ella sola para demostrar que profundamente arraigada estaba en el pecho de la infeliz la pasión del martirio:

Apresuraos, jueces, apresuraos a juzgarme antes que a los demás; ¡terrible sin excusa es mi delito! Vestida de rústico algodón, cometiendo el pecado de andar sin zapatos, me encontraba yo allí donde gimen nuestros hermanos, allí donde la miseria y el trabajo son eternos. Mas, ¿para qué más palabras ni más discursos? ¿No soy yo sobre todos reo convicto? ¿No soy yo la personificación del delito? Con el cuerpo envuelto aun en vestidos de algodón, con los pies desnudos, con las manos callosas, estoy destruida por el penoso trabajo, y la prueba más grave contra mí la llevo en el amor a mi pais. Pero por muy culpable que sea, por muy culpable que haya sido, sois impotentes vosotros, mis jueces, para castigarme; sí, impotentes; soy inaccesible a toda pena, porque tengo una fe que no tenéis vosotros, en el triunfo de mis ideas. Podéis, es verdad, condenarme a seguir arrastrando esta vida; mas ¿qué importa? Pronto mi mal me llevará al sepulcro. Yo muero, lleno el corazón de un infinito amor, y hasta los mismos verdugos, derribando la puerta de mi prisión, prorrumpirían en sollozos, rogando por mi vida.

Renán atribuye al influjo del cristianismo, tanto o más que al genio y predicaciones de Cristo y de sus precursores los Escenios, a la verdadera pasión por el martirio de sus secuaces; pasión tan grande, que logró convertir a muchos, Justino y Tertuliano entre ellos, por el solo hecho de que presenciaron el indomable valor de los mártires.

En la destrucción de Babilonia, en Persia -escribe Renan-, se vieron personas que, sin casi pertenecer a la secta, se denunciaban a sí mismas para unirse a los afligidos. Es tan dulce al hombre sufrir por algo, que en muchas ocasiones el atractivo del martirio basta para hacer creer.

Se dió en aquel tiempo, en el camino y en el bazar de Teherán, un espectáculo que jamás olvidará la humanidad. Aun hoy, cuando se reflexiona sobre él, puede juzgarse la admiración, unida al horror, que la muchedumbre experimentó, y que los años y los siglos no han podido extinguir.

Cuando uno de los torturados caía y se le hacía levantar a latigazos, por poca fuerza que le hubiese dejado la pérdida de la sangre, que le bañaba todo el cuerpo, bailaba y gritaba con creciente entusiasmo: En verdad que a Dios pertenecemos y a él volvemos. Si algún joven expiraba, los verdugos arrojaban el cadáver a los pies del padre o de la hermana, quienes le hollaban intrépidamente, sin mirarle dos veces siquiera. Al llegar todos los acusados al lugar del suplicio, se les ofrecía de nuevo la vida, si abjuraban; ocurriósele al verdugo amenazar a un padre con cortar sobre su propio pecho la cabeza de dos hijos que tenía, si no abjuraba. Los dos niños, el mayor de catorce años, estaban oyendo atentamente el diálogo, y cuando el padre contestó, arrojándose a tierra y presentando el pecho, que estaba pronto a recibir sobre sí la cabeza de sus hijos, el mayor de éstos, reclamando con ímpetu y exaltación crecientes los derechos de primogenitura, quería ser el primer sacrificado.

De este amor al martirio nace la profunda convicción que tienen los reos por pasión del beneficio y utilidad de sus actos, convicción que no sólo les mantiene impavidos frente al suplicio (Parry, Staaps, Corday, Gérard), sino que excluye todo arrepentimiento, sin que por ello pueda confundírseles con los criminales vulgares, en quienes la indiferencia por la vida y la ausencia del arrepentimiento tienen su causa en la falta de sentido moral; y que no puede confundírseles, pruébalo que conservan en la impenitencia la modestia y la delicadeza inherentes a toda su vida.

En estos mismos días, el fanatismo y la pasión han armado la mano de algunos de nuestros anarquistas, en cuya vida no se encuentra una sola mancha. Bien es verdad, sin embargo, que a la pasión se asociaba una neurosis hereditaria.

Así, Nobiling y Booth eran hijos de suicidas; Sand tuvo accesos de melancolía suicida; Haillaraud, que intentó matar a Bazaine para vindicar el honor de Francia, tenía insuficiencia aórtica, parálisis del brazo derecho y convulsiones epiloptoides, como igualmente las tenía La Sahla, que intentó matar a Napoleón para dar paz al mundo y que murió atáxico. (Régis, Les régicides, 1890).


CASERIO


Caserio es un admirable ejemplo de reos políticos por pasión.

Su familia está compuesta de padre, madre y de ocho hermanos, todos sanos, entre los que es Santos el penúltimamente nacido.

Su padre, campesino, ejercía el oficio de barquero en el Ticino; era un hombre excelente, amable a toda prueba, nacido en 1836 y muerto en 1887. Siendo joven, en 1848, fue arrestado por los austriacos que guardaban los confines del Ticino, y encerrado en la iglesia de San Rocco como contrabandista. Parece ser que los austriacos le amenazaron con la muerte, y fue tan grande el espanto y el terror del infeliz, que desde aquel momento fue presa de ataques epilépticos; mas, sin embargo, esa epilepsia, que en él apareció a los doce años, tenía ya su fundamento en una tendencia hereditaria, quizás peligrosa, pues tenía dos hermanos, tíos, por tanto, de Caserio, indigentes todavía hoy en Mombello, atacados de pelagra maniática, y nada tendría de extraño, porque además es muy común esa enfermedad en Motta-Visconti, donde yo mismo he puesto en curación a gran número de atacados cuando estuve en Pavia.

En cuanto a la fisonomía de Caserio, según puede verse en su retrato, publicado en L´Illustrazione Italiana (Junio de 1894), no presenta ningún rasgo del tipo criminal, salvo la pequeña depresión de la barba, la exagerada longitud de las orejas, y el desarrollo excesivo de los arcos superciliares: su mirada es dulce y afable, las líneas de su cabeza y su cuerpo son perfectas y bellísimas, salvo un pequeño defecto en un brazo. De las pocas noticias que se tienen de su vida, parece resultar que su criminalidad no se ha manifestado más que en la política, y que en su niñez no tuvo tendencias criminales, si se exceptúa la vagancia y la afición a abandonar su casa, hecho raro en un país en que el hombre está sujeto a la tierra.

Mi hermano concurrió de pequeño a la escuela del pueblo, dice su hermano, mas sin que en ella aprendiera nada; su carácter ha sido siempre reservado y melancólico, y pocas o ninguna vez le he visto alegre; era amable, muy amante de su madre, y religiosísimo, hasta el punto de ayudar con verdadero amore a misa, concurrir a las procesiones de San Giovanni, y ser su sueño favorito entrar en un seminario y llegar a ser un obispo, un apóstol de la religión. Se enfadaba con sus compañeros si los veía robar aun una simple manzana en el campo.

Diez años tenía cuando, abandonando repentína y subrepticiamente a su familia, se marchó a Milán, donde abrazó el oficio de panadero, siendo muy de notar que, en vez de darse al vino, a las mujeres o al juego, como sus compañeros, se aficionó grandemente a la lectura y a las discusiones con éstos, en una de las cuales, a pesar de la templanza de carácter que le caracterizaba, rompió una botella sobre la cabeza de un amigo suyo (a los trece años).

Su profesión de fe anarquista data de los diez y siete años, y según parece, los gérmenes de tal doctrina los recibió de un compañero de taller; bien pronto fue uno de los más fervientes anarquistas, no dedicando las pocas horas que su gran trabajo le dejaba libre, a otra cosa que a la lectura de libros y folletos anarquistas y a la propaganda entusiasta de la idea entre los rústicos campesinos, que se burlaban de él en su cara.

Procuraba ante todo ocultar su nueva profesión de fe a su familia y patrono, que, en efecto, nada supieron durante un gran lapso de tiempo. El primero en enterarse de que Caserio era furibundo anarquista fue su hermano mayor, residente en Milán, que tanto le reprobó su conducta y tantos medios puso en práctica para corregirle, que dió lugar a una ruptura entre ambos, que hizo aun más intensa la pena de la familia.

Hace dos años, cuando los anarquistas distribuyeron folletos entre los soldados en Porta-Victoria, fue arrestado Caserio, y condenado a cuatro días de cárcel, condena cuya noticia causó a su madre, al saberla, una enfermedad que le duró algunos meses.

En el juicio oral que hubo con ocasión de tal reparto de folletos a los soldados, se limitó Caserio a repetir su declaración ante el juez instructor, en la que dijo que ingresó definitivamente en el partido anarquista en el año 1891, impulsado por la lectura de algunos folletos y por conversaciones y discusiones con unos compañeros suyos, a quienes no nombraba, en una hostería a donde iba a jugar.

Adviértase que Caserio no era orador, y que por no serlo no tomaba una parte muy activa en los conciliábulos de los anarquistas.

Escribía algunas veces y tenía hecha una monografía que permaneció inédita, sobre los tumultos anarquistas ocurridos hace algunos años en la Via Ravana, por una cuestión de la cocina económica.

Es evidente que las exaltaciones anormales de su cerebro fueron producto de la herencia epiléptica, manifestada al exterior bajo la forma de fanatismo religioso primero, y de fanatismo político después. En un pais nuevo y saturado de vida, como es la Lombardía, situada lejos del centro, los primeros fanatismos que surjan no pueden ser más que religiosos, porque los campesinos sólo en la religión tienen ideales.

Ya hemos hecho notar que aun en el mismo Henry y Vaillant y Faure, sintieron en sus comienzos estos entusiasmos religiosos, tan opuestos en la apariencia a los que luego les sucedieron (24). En la apariencia tan sólo, pues en el fondo constituyen una misma cosa: la tendencia a exagerar los ideales, los sentimientos menos positivos, menos conformes con la práctica y la realidad. Estriba la distinción en que los tiempos cambian, y este hombre, que hubiera sido un Pedro el Ermitaño si hubiese vivido en otra época, oliendo a incienso en todos momentos y rodeado continuamente de un ambiente de iglesia, al reunirse desde los diez y siete años con fanáticos anarquistas, que le infiltran sus ideas y le leen sus periódicos, sustituye al fanatismo religioso el fanatismo económico bajo la forma anárquica, y mata al Presidente de una República; y aquí, entre paréntesis, es preciso añadir que, a quien ha vivido entre los lombardos sometidos al peso de los contratos agrarios; a quien conoce esa región, donde el campesino muere, si no de hambre, atacado de la pelagra, y donde el proletario está en más triste y desesperante situación que los esclavos romanos, no le asombra ni le sorprende, sino que, antes al contrario, le parece muy explicable y lógico que en un ciudadano de inteligencia algo clara se opere ese cambio. El siervo antiguo era al menos mantenido por un dueño; el siervo lombardo no tiene ni eso; es tan baja su condición, tan oprimido y aniquilado se encuentra, que ni aun reaccionar puede, porque es necesario de todo punto un cierto grado de bienestar para poder disponer de fuerza que inicie y obre la reacción.

Si Caserio puso sus energías al servicio de dicha reacción, debe achacarse en gran parte a que su familia gozaba de un relativo desahogo.

Y he ahí por qué él, amantísimo de los suyos, no quiso volver a Motta, de donde tan repentina e inesperadamente se había fugado; y errante -escribía él mismo-, lejos de su pueblo, separado del hogar, sufre y llora por la suerte triste y desgraciada de sus padres.

Es de notar también cómo la epilepsia del padre, heredada por el hijo, arrastra a la acometividad a una naturaleza apacible y tranquila, e impulsa la actividad de un exagerado fanatismo, y a las primeras filas de sus secuaces de una doctrina disolvente, a un campesino habitualmente apático, que no tiene otro anhelo ni otros ideales que vivir confundido con la generalidad, ni envidiado ni envidioso, y que, tan pronto como en él comienza a operarse el cambio, trabaja durante la noche para dedicar el día a la lectura de libros y periódicos, y arriesga su libertad en empresa tan peligrosa como la de repartir entre los soldados folletos anarquistas que destilan por todas sus páginas odio a muerte a la sociedad, a esa sociedad que los tiene a su servicio, y a quien están obligados a defender y amparar hasta con la última gota de su sangre.

Y luego él, ignorantísimo, que apenas sabe leer, quiere dirigir un periódico, y se lanza, por último, a cometer un horroroso delito, sin conmoverse ni antes ni después, como si se tratase de un empedernido asesino, avezado a la sangre; y es que el fanatismo, reforzado por la epilepsia, le ciega y le convierte en un ser feroz e indomable (25).

A esta conversión contribuyó en gran parte el monoideismo (la preocupación de una sola idea), propio de una escasísima cultura, monoideismo que le impidió criticar fría y serenamente las doctrinas a que fue inducido, y contribuyó también la apatía singular hacia todo lo que ordinariamente interesa más a los jóvenes normales, la mujer, el juego, etc. (entre todas sus cartas no se encuentra ni una sola alusión a las mujeres ni al juego; ni a ninguna otra diversión propia de su edad); y eso explica el que, siendo inexperto en la comisión de tal clase de delitos, acertase como acertó, y que ante la indignación pública no se obrara en él la reacción que se da en muchos monomaniacos, llegando a figurarse, por esa obsesión de una idea fija, que había matado en Carnot, no al templado y pacífico hombre de Estado, sino a un Tiberio o un Dionisio (26). Gran parte hay que atribuir en esto a su crasa ignorancia: infeliz rústico primero, pobre panadero después, no pudo, al pasar del horno a la vida política, adquirir otras ideas que aquellas que le predicaban los anarquistas, y sucediéndole lo que a algunos santurrones o beatos, que no ven más allá de lo que leen en los libros supersticiosos, el no sabía de la cosa política sino aquello que le venía inyectando, por decirlo así, la canalla anarquista; siempre que un hombre se aferra a una sola idea, desarrolla para su logro o para su realización una extraordinaria energía: recuérdense, en prueba de esto, los asesinos del Viejo de la Montaña Sira, y recuérdese también cómo los hipnotizados bajo la impresión monoideizante corren al término que se les sugiere con irresistible arrojo, sin pensar en los obstáculos que les impiden llegar a él. Esta energía estaba redoblada en Caserio por la epilepsia paterna, heredada por él bajo la forma que yo llamo epilepsia política o manía de cometer delitos con fines políticos, de que he expuesto algunos ejemplos en el capítulo tercero.


NATURALEZA EPILÉPTICA


Está conocida su naturaleza epiléptica con sólo considerar que él, buenísimo e intachable con la familia y los amigos, se vuelve feroz cuando se le habla algo de la anarquía, contraste que es uno de los más típicos caracteres de esta enfermedad.

En una de sus cartas, después de expresarse con gran templanza y suavidad en cuanto a su familia y a su incapacidad para recurrir a la violencia, dice: Veréis, sin embargo, cómo al llegar mi día, sabré ser más enérgico y terrible que todos mis camaradas.

Dicen de él estos mismos camaradas suyos que era pacífico y sobrio, pero que en el momento en que le tocaban a la anarquía, se tornaba una fiera bestia.

La siguiente escena suministra una incontrovertible prueba de la epilepsia psíquica.

Cuando, a una invitación del juez Benoist, simuló la repetición de la puñalada inferida a Mr. carnot, se congestionó tanto su cara, de tal manera se le inyectaron de sangre los ojos, tan contrahechos y rígidos se pusieron sus miembros, y hasta tal punto febriles eran sus movimientos, que el juez, horrorizado y poco acostumbrado a ver tales casos, exclamó:

Basta, sois un monstruo.

Y Caserio replicó en una jerga, a medias francesa, a media italiana:

¡Oh, esto no es nada! Ya me veréis en el juicio y después en el tablado de la guillotina. ¡Ah, particularmente esta última escena, la de la guillotina, será hermosísima!

Y se reía cínicamente.

Mas a los cinco minutos quedó sumido en un gran abatimiento físico y moral, se desplomó sobre el catre y quedó profundamente dormido.

Apenas transcurrida una hora, se levantó sobresaltado, y poniéndose la cabeza entre las dos manos, pidió a los centinelas que le vigilaban día y noche que le llevaran aguardiente, ron o cualquier bebida fuerte.

Es indudable que esta anécdota, que tanto espantó al juez, fue un acceso de epilepsia psíquica, seguida (como todos estos accesos) de un sueño profundo; sueño que no podía tener su causa en un anterior insomnio, puesto que sus vigilantes dijeron que se pasaba casi todo el día durmiendo.

Sus cartas aparecen escritas con caracteres comunes, en lo que concierne a sí, a su familia, etc.; pero en cuanto habla de la anarquía o de las persecuciones políticas, como la de España, en que fusilan a sus compañeros, los carácteres tórnanse enormes, y las palabras anarquía o España ocupan media línea; y éste es uno de los rasgos distintivos de los histéricos y de los epilépticos (macrofagia).

El más dominante carácter de los delincuentes por pasión es la corrección y la honradez; honradez que, llevada en multitud de ocasiones a la exageración más ilimitada, produce la excesiva hiperestesia (gran sensibilidad para los dolores propios y ajenos). Así resulta de un grupo de veinte cartas, escritas hace algunos meses, que aparecen claras y seguras más que cualquier testimonio que pudiera ser parcial y unilateral. En una época en que llevaba algún tiempo sin trabajo decía: Debería, por ser anarquista, no tener escrúpulo ninguno, y teniendo necesidad, como en efecto tengo, coger a un burgués por el cuello, y robarle su dinero; mas confieso que no me siento capaz de hacerlo. He aquí la antítesis del delincuente nato (27), caracterizada, de otra parte, por el horror que de niño tenía a que sus camaradas robasen una manzana.

El delincuente nato se vale de los más pueriles pretextos para justificar sus propios delitos.


HIPERESTESIA


La exagerada sensibilidad para el dolor ajeno resulta probada en esta carta, escrita cuando le llamaban al hogar materno, y rehusaba el ir porque sufriría mucho ante las penas que hubiera tenido que presenciar:

Mil veces, al echar mi cabeza sobre la almohada para dormir, pienso en los sufrimientos de los míos (de los que vivía lejos, y que le llamaban al hogar) y me abandono al llanto.

Mas después, un pensamiento, que por ser más intenso que el primero, me domina, me dice: No eres tú la causa de los dolores de tu familia; es la sociedad actual.

El primer pensamiento me dice que estoy lejos de mi madre. Yo no sería capaz de cometer la villanía que el soldado comete con sus padres: coger un fusil y abandonarlos repentinamente, siguiendo a cualquier superior militar (he aquí de nuevo la epilepsia; recuérdese a Misdea). Aun siendo libre, no podía soportar con calma la infamia de los viles burgueses, y concluiría por ser arrestado, y estaría aun más lejos de ustedes, porque el muro de una carcel equivale a muchos kilómetros de distancia.

Cuando venga la guerra, dejo bien a la mujer, bien a la madre o bien a los hijos, y acudo a ella como los demás imbéciles. Ninguno piensa en el dolor de la familia, pero sí en su deber, y yo combatiré a esta sociedad y aniquilaré algunos burgueses. ¡Viva la anarquía! (en enormes caracteres).

Solamente la gran hipermnesia propia de la enfermedad puede explicar la singular lucidez de su razón en los momentos en que se aprestaba para dar el golpe y la facilidad para recordar después hasta los más pequeños detalles; así pudo describir (28) con admirable minuciosidad todos los incidentes de su viaje; entusiasmarse con el idilio que se forja durante el camino; contemplar el paisaje que atraviesa; gustar la frescura del agua límpida que le apaga su rabiosa sed; y así pudo también calcular el modo de economizar el poco dinero que tenía, a fin de que fuera bastante para llegar a la ciudad en donde debía librar a la sociedad de un tirano.

Luego, la gran ciudad en fiesta, completamente desconocida para él, y que debía alucinarle y marcarle con el vertiginoso movimiento de una multitud que llena las calles, y con el resplandor vivísimo de las iluminaciones; mas él encuentra, a pesar de todo, modo de orientarse, y sobre el campo mismo donde ha de cometer el delito, pocos minutos antes del momento que, según su plan, ha de ser también el último de su vida, él, que jamás ha empuñado una arma, continúa sereno y tranquilo, siendo un observador sagaz y preciso, y recoge cuantos datos necesita para preparar con más seguridad la triste empresa que ha de ejecutar; se le ocurre segundos antes del atentado que necesita atravesar la calle, porque por la derecha vienen importantes personajes siguiendo en una carroza el cortejo oficial. Tal es el fanático obsesionado; tales eran los mensajeros del Viejo de la Montaña; ¡sólo que el Viejo de Caserio era Bakunin, y la misión que le había de valer el Paraiso, era matar al ... presunto tirano!


SANTIAGO


Un tipo completamente análogo es Santiago Salvador French, de treinta y tres años de edad, campesino, casado, padre de una preciosa niña y confeso de haber arrojado desde el quinto piso a la platea del Teatro Liceo de Barcelona, durante la representación de Guillermo Tell, para vengar a su amigo Pallas, dos bombas Orsini, que causaron la muerte a veinte personas.

No hace aun cuatro años era un ferviente católico, afiliado al partido carlista; cediendo a sus consejos, entró en un convento una hermana suya.

Un tío suyo, sacerdote, fue atacado, al cumplir los treinta y tres años, de una tan gran melancolía, que después de dejar escrita una carta, que, entre otras cosas, decía: Cristo no vivió más que treinta y tres años, ¡por qué he de vivir yo más! se saltó la tapa de los sesos. El padre de Santiago Salvador era criminal.

Al fanatismo religioso sustituyó bien pronto en Salvador el fanatismo anarquista, que alguien le inculcó en sus comienzos y que él luego concluyó de desarrollar con la lectura de periódicos y opúsculos de propaganda revolucionaria.

Renegó de la iglesia y se hizo el más asiduo concurrente a los meetings anarquistas, donde conoció a Pallas, dedicándose después los dos al contrabando de sal.

Los dos fanáticos intimaron y se unieron a otros compañeros de doctrina, fundando el grupo Benvenuto Salud.

Inició Paulino Pallas la campaña dinamitera atentando a la vida del General Martinez Campos. Fue condenado a muerte, y cuando lo llevaron al lugar en que había de ser fusilado, exclamó: La venganza será terrible.

Santiago Salvador cumplió este testamento.

Un día -cuenta su mujer- poco después de la muerte de Pallas, vino Salvador a casa con dos bombas ocultas en la faja, y las dejó sobre un vasar. Al otro día las metió en un puchero y guardó éste en el baúl. La noche siguiente me pidió una peseta, y, a pesar de ser el único dinero que había en casa, se la dí. Salió de casa, volvió a media noche, y, poniéndose ante mí y como si delirara, exclamó: Antonia, mi deber está cumplido; Pallas está vengado.

Es la reproducción de Caserio; ambos religiosos primero, después fanáticos, ignorantes campesinos y criminales por venganza política.

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